Capítulo 43
Totó
Asomada al ventanal de su dormitorio, pudo ver a lo lejos el efecto devastador del fuego. El espectacular siniestro había creado una aureola rojiza que cubría el cielo de París, y ponía al descubierto los misterios de la noche. La imagen resultaba aterradora, máxime si se paraba a pensar que durante semanas había estado encerrada en la parte más alta del edificio, ahora convertido en un infierno.
Apartó la mirada del fuego, buscando las tranquilas aguas del río en un desesperado gesto de lavar su conciencia. Estaba convencida de que los motivos que iniciaron el incendio tenían que ver con ella, y que una de las causas fue precisamente el haberse escapado del prostíbulo. Nuevamente, su enigmático defensor se arrogaba el derecho de ser juez y verdugo de las personas que se habían atrevido a ofenderla. Aunque en este caso no hubo afrenta, también podía catalogarse de agravio el haberla encerrado como a un animal, o el intentar prostituirla en contra de su voluntad.
Cerró las cortinas con un sentimiento de culpa que la obligó a exhalar un amargo suspiro.
—Disculpad mi intromisión, pero creo que deberíais retiraros a dormir sin esperar la llegada del señor —le dijo Bernard, que permanecía de pie, junto a la puerta.
Estaba dispuesto a cumplir fielmente los deseos de su amo de no dejarla sola ni un instante.
—Es imposible tener sueño en una noche así… —Papilión se deslizó con andar cansino hasta el sillón—. Ni siquiera sabemos si ha habido víctimas —concluyó en tono apesadumbrado.
—No es bueno que penséis en algo tan horrible. Vos no sois la culpable. —Bernard trató de consolarla al intuir cierta culpabilidad en el tono de su voz.
—Quizá tengas razón. Si el hombre sufre las consecuencias de la crueldad es porque antes se encargó de alimentarla.
—Si lo deseáis, le diré a Constantine que os caliente la cama.
Accedió a la propuesta del lacayo pensando que sería lo mejor. Esperaría a Charles acostada. Estaba segura de que la despertaría nada más llegar para ponerla al corriente de todo lo sucedido.
Poco después, Papilión entraba en el cuarto de los invitados acompañada de la doncella, una joven de rostro ordinario que apenas si cabía en su uniforme debido a la generosidad de sus carnes. Mientras la oronda sirvienta templaba las sábanas del lecho con el calentador de brasas, le fue explicando lo deseosa que estaba de abandonar Gran Bretaña, y de lo contenta que se sentía de ver que su señor volvía de nuevo al país que le vio nacer. Dijo estar harta del carácter flemático y estirado de las damas del Reino Unido, y que los caballeros de la nobleza, a pesar de su condición, se portaban como perros en la mesa y conejos en la cama, y que en eso no se diferenciaban mucho de los plebeyos de cualquier otra nación; menos de los de Francia, que hacían del placer de la mesa un arte exquisito, y de los juegos del amor un canto al epicureismo más absoluto.
Una vez calentado el lecho, la criada apagó la mayor parte de las bujías y abrió las cortinas del enorme ventanal que, al igual que el del salón, daba a la avenida del río. Más tarde sacó un camisón del baúl, que la joven había traído consigo, y lo depositó sobre la cama. Finalizado su trabajo, arregló las margaritas del jarrón, separando un poco los tallos, y recogió el artilugio de metal con el que había calentado la cama. A continuación se marchó tras desearle buenas noches, sin poder evitar una risita infantil que evidenciaba lo ingenuo de su naturaleza.
Papilión estaba agotada, con ganas de dormir dos días consecutivos, pero a la vez se sentía excitada, fluctuante. Se despojó del vestido, del corsé y las enaguas, quedando totalmente desnuda. Se colocó el camisón que Constantine había dejado extendido sobre el lecho, sintiendo el suave y frío contacto de la seda en su piel. Echaba de menos a Charles, necesitaba saber que estaba bien, y que vendría lo antes posible. Cuanto más pasaba el tiempo, más lo añoraba. Era como si la distancia les fuera a separar ahora que se habían conocido.
Tras apagar el resto de las velas de cera de abeja se introdujo en la cama y cerró los ojos. Quería dormir, olvidar la terrible pesadilla que se vivía en la rue Saint-Germain; pero lo único que consiguió fue rememorar fugaces escenas de su vida que habían quedado como aletargadas en el rincón de la memoria; imágenes que la fueron persiguiendo por el largo camino que conduce a los sueños.
El sonido de la puerta de su habitación, al cerrarse, la sacó de ese estado de duermevela en el que se encontraba. Al principio creyó que se trataba de su imaginación, pues la oscuridad evidenciaba que no había nadie en su cuarto. Pero al poco descubrió una sombra enorme y contrahecha, la cual ocultaba con su cuerpo la poca luz que se filtraba por la ventana. Se incorporó llevada por la sorpresa, sucumbiendo sin temor al impulso de la curiosidad para enfrentarse al motivo de su desvelo. Escuchó una respiración silbante y fatigosa que provenía de todas partes, como si el eco transido de aquel ser redoblara el silencio hasta arrancarle un gemido. Sabía que no era un sueño; en todo caso, la pesadilla que le había acompañado durante tantos años.
—¿Quién eres? —le preguntó a esa imagen corcovada que parecía observarla desde el corazón de las tinieblas.
El trasgo seguía jadeando, sin moverse de su sitio.
—¿Piensas matarme… como a los otros? —inquirió ella de nuevo, sin saber si iba a tener fuerzas para gritar en caso necesario.
—¡No… no! —gimió con lástima el gigante—. El bebé ha crecido, y es una niña. Totó cuidará de ella. Totó nunca le haría daño a su niña buena.
A Papilión le sorprendió que las palabras de aquel demonio implacable fuesen tan vagas e imprecisas, como si su cerebro no funcionara como es debido. Era la expresión ocurrente de un retrasado mental. Aun así, no se atrevió a levantarse de la cama. Incluso aguantaba la respiración para mantener estático su cuerpo.
—Dime… ¿por qué lo haces?
—Yo solo te protejo —se disculpó el coloso—. Totó tiene el deber de cuidar al bebé. Los hombres son malos.
—¿Y quién te dijo que cuidaras de mí… quizá mi madre?
El gigante asintió tras vacilar unos segundos. La joven no pudo ver su rostro al estar oculto bajo la capucha de la sotana, pero intuyó el gesto afirmativo. Su silencio fue la mejor respuesta.
—¿Qué fue de ella? —quiso saber la verdad, a pesar de todo.
—Los hombres malos le hicieron daño. También mataron a Petit Ours… y a mí —confesó, sin saber muy bien por qué él seguía con vida—. Pero Totó escuchó una voz, y tuvo que escarbar en la tierra para salir de la tumba.
Sus últimas palabras le resultaron incomprensibles, aunque no la dejaron indiferente.
—Por favor, comienza desde el principio… —le rogó de forma encarecida—. Necesito que me cuentes todo lo que sepas… Y sobre todo, el motivo que te ha empujado a asesinar a tantos hombres.
Totó obedeció sin rechistar. En el fondo, se sentía dichoso de que su niña estuviera a salvo, y a su lado.