Capítulo 9

La presentación

Aún sobrecogida por la amarga experiencia, que a punto estuvo de costarle la vida, Deverly acompañó a la matrona por las diversas estancias de la casa hasta llegar al salón de baile. En realidad, en aquella sala se hacía de todo menos bailar. Allí, las jóvenes prostitutas recibían un disfraz acorde con su fisonomía. Louise, por ejemplo, no permitía vestirse de otra forma que no fuera de hombre, y eso que, la mayoría de los caballeros y nobles de París, las preferían con atuendos femeninos, y algo menos impulsivas. En cuanto a las demás, llevaban un sistema de rotación que conseguía no empalagar a los clientes viendo, en todas sus visitas, a la misma mujer con idéntico aspecto. Era bueno disfrutar de la imaginación sin tener que cambiar de amante.

Para Deverly se buscó uno muy especial. Su juventud requería un disfraz etéreo y bucólico que resaltase la pronunciación de sus pómulos; y de contrastes claros, para que sus cabellos rojizos pudieran destacar del resto de su imagen. Gracias a las versadas manos de la vieja Charity y al vestido de pastora helénica, que se diría sacado de una de esas láminas grabadas que podían verse en los libros de Historia, se obró el milagro de la transformación; así, de una pordiosera surgió la muchacha más atractiva del prostíbulo. Tal fue el cambio, que las demás novicias quedaron literalmente fascinadas cuando la vieron entrar en el salón.

Antes de que pudiera darse una situación embarazosa, la matrona se adelantó a presentarlas, a pesar de que ya se habían visto poco después de entrar en casa. Deverly fue conociendo de ese modo a sus nuevas compañeras de infortunios y deleites.

La primera en acercarse fue Brigitte Chevalier, una rubia magnífica oriunda de Lyon, con buena presencia, bastante interesante y un tanto orgullosa de sus senos, duros como piedras a pesar de rondar los veinticinco. No supo por qué, le cayó en gracia su sinceridad a la hora de expresarse. Luego le tocó el turno a Aspasia Fontini, veneciana de nacimiento, otra de las bellezas de Madame Gautier. Morena, de rostro elíptico y ojos azules. Era serena e inteligente, y también la amante de un embajador

español asiduo a la Corte de París.

Justine Citrón, otra de las meretrices, intentó coger su mano con intención de besarla como si se tratara de un cardenal, aunque al darse cuenta de que tras las sedas y el maquillaje se escondía una ramera de los suburbios, como ella, se retractó de su acción con una sonrisa bobalicona. Era una joven bastante rolliza que se contentaba con entregarse a los clientes sin futuro, ya que no regía bien de la cabeza y solo la reclamaban los ancianos y tullidos. Lucette, una hembra de color, allende los mares, la echó a un lado con actitud fraternal para ver a la recién llegada. Deverly intuyó de inmediato que eran buenas amigas.

—¿Eres un sueño acaso, criatura? —preguntó de forma mordaz Marie Saint-Maurice, otra de las prostitutas, ojeándola de arriba a abajo con descaro, al igual que un caballo en venta.

Marie era una mujer de fisonomía bien pronunciada, de boca pequeña, tez morena y ojos rasgados. Tenía el talle perfectamente formado, y una cabellera sedosa de la que Deverly sintió celos. No le sentó bien su prepotencia, aunque se consoló al escucharla toser; lo que demostraba que padecía su misma enfermedad: la tisis.

—¡Déjala en paz! —le ordenó la descocada y enérgica Fanny, sobrina de Madame Gautier, quien solía enfrentarse a todas las mujeres de la vida, allí presentes, sin motivos la mayoría de las veces—. Es su primer día y ya la estás importunando con tus memeces.

Aquel desabrido comentario, fuera de tono, hizo que ambas mujeres se enzarzaran en otra de sus frecuentes disputas. Mientras, Lulú Bottom, una joven de la edad de Deverly, de labios rubicundos e inocente sonrisa, la cogió del brazo, y con interés solícito la condujo hasta un confidente para que pudieran charlar un rato sentadas junto al fuego. Se les unió Louise La Porte, la última por conocer.

—¡Escuchadme bien! —Charity alzó su voz, procurando llamar la atención del grupo—. Los clientes están por llegar, y no quiero que os vean riñendo como libertinas, que esto no es el mercado de Les Halles. Deverly se iniciará esta noche con un alto personaje, y es deseo de madre que todas la arropéis como se merece. Recordar vuestro primer día aquí… —Sonrió mordaz—. Estoy segura de que si tenéis una pizca de corazón, no os supondrá ningún esfuerzo.

Asintieron la mayoría, comprendiendo todas que formaban una gran familia dentro de un mundo enloquecido, y que el hecho de permanecer unidas les confería mayor poder que al resto de las meretrices que mendigaban unas monedas por el Jardín de la Igualdad a cambio de favores bastante más despreciables y con hediondos clientes la mayoría de las veces.

—Hablando de madre, ¿por qué no ha bajado ella misma a formalizar la ceremonia de presentación?

El elegante tono de voz de Marie jamás causaba incomodidad en el agrio carácter de la matrona.

—Porque hay hombres impacientes que no saben esperar. —Fue estricta en su respuesta.

—¿Y dónde se encuentra el efusivo cliente, cuya sangre hierve por una mujer, que no nos deleita con su presencia? —Marie volvió a las andadas con una de sus inoportunas preguntas.

—Ten por seguro que en mejor compañía que la que pueda encontrar a tu lado, Marie.

Refrenada su curiosidad, la aludida optó por mantener cerrada la boca, e ir a sentarse en uno de los sillones del salón. En un gesto de orgullo echó a un lado a Justine, quien se cruzó en su camino, pero la mirada penetrante de Lucette consiguió sofrenar la naturaleza jactanciosa de Marie, quien le pidió disculpas a la retrasada.

Tras advertirles de nuevo, Charity se marchó llevándose uno de los candelabros con velas de cera de abeja que encontró en la mesa central del salón de baile. La tarde había cerrado y caído la noche. Su trabajo finalizaba en el mismo momento en que hacían su aparición las niñas. Su presencia ya no era necesaria. Ahora le tocaba el turno a los libertinos, a los viejos avaros, a los casados pervertidos o insatisfechos, e incluso a los tímidos religiosos, privados de sus hábitos, quienes estarían encantados de poder saciar su incontinencia en la sombra oscura del misterio.

—Y vosotras, ¿qué decís? ¿Estará el galante caballero con madre? —Brigitte rompió el silencio que dejó Charity al marcharse.

—No creo que sea de nuestra incumbencia —atajó Fanny, siempre autoritaria, entreteniéndose en colorear sus mejillas.

—Todo lo que suceda bajo este techo me interesa, máxime si tratan de ocultarnos algo —porfió Marie, ajustándose los senos en el pronunciado escote de su vestido para alargar el canalillo.

—Tienes toda la razón, no es bueno seguir en la ignorancia. Ya sabéis a lo que me refiero… —Fue Louise quien se inmiscuyó en la conversación.

Sin poder evitarlo, las allí reunidas miraron a Fanny a la espera de una respuesta. Ella, como sobrina que era de la madre abadesa, debía saber qué estaba ocurriendo realmente.

Al darse cuenta que sus compañeras abrigaban la esperanza de saber qué ocultaba madre en la buhardilla, Fanny tomó conciencia de su importancia, y con un gesto de complicidad infantil las incitó a formar un corro a su alrededor. Acudieron todas, a excepción de Lulú y Deverly, quien no tenía ni idea de lo que se fraguaba entre las cuatro paredes de la casa. Su opinión solo hubiera servido para que la creyeran con un deseo de protagonismo que no deseaba, por lo que prefirió permanecer junto a la joven Lulú, e ir conociéndola un poco más aprovechando la intimidad del momento.

Sin embargo, las palabras de Fanny consiguieron llamar la atención de ambas.

—Nadie sabe quién es, ni cuál es su pasado… Solo puedo deciros que llegó una noche en compañía de un caballero que dijo ser su mentor, hace ya de eso un mes… Madre les recibió en privado en su despacho, donde estuvieron hablando hasta la madrugada… —Hizo un mohín con la nariz—. Y he de ser franca, y reconocer que intenté escuchar, pero la presencia de Charity ante la puerta, como un soldado de la Guardia Real de palacio, me privó del placer de la curiosidad… —Se detuvo para escudriñar las miradas ansiosas de sus amigas, bajando el tono de voz para que el misterio envolviese su relato, haciéndolo más ameno—. El caballero se marchó poco antes de despuntar el alba, dejando en manos de madre a nuestra enigmática compañera.

—¿Llegaste a verla? Quiero decir si pudiste ver su rostro.

La pregunta partió de Aspasia, a quien la historia de Fanny no la dejó indiferente.

—Ya me hubiese gustado, pero me daba la espalda —reconoció con pesar—. En tal situación, mi único interés era permanecer callada, y encomendarme a Dios para que madre no reparara en mi osadía.

—¿Y puede saberse por qué la tiene encerrada en la buhardilla? —preguntó Marie, olvidando el reciente conflicto verbal.

—Me atrevería a decir que es la amante secreta de un príncipe, tal vez del delfín de Francia, pues en cierta ocasión pude ver el escudo real en una de las puertas del carruaje que lo dejó en la parte de atrás de la casa. Aunque en verdad, puede que existan otras razones que se me escapan…; mas no seré yo el que se atreva a fisgonear. Ya sabéis cómo es madre.

Deverly no pudo evitar un estremecimiento por todo su cuerpo al imaginarse de lo que sería capaz la Gautier.

—Tendrá un nombre, supongo —añadió Louise, cada vez más intrigada.

—Así ha de ser. No obstante, lo desconozco. Su presencia aquí es anónima, y nosotras prudentes… —les recordó, señalándolas luego con un índice—. Hablar más de la cuenta puede acarrearnos serios problemas.

Asintieron casi todas; solo Justine perdía su tiempo con templándolas una por una. Su sonrisa idiota daba testimonio de su incipiente locura.

—Se llama Papilión… La joven se llama Papilión —la oronda prostituta se echó a reír al comprender que había sido más lista que la libertina de Fanny—. Yo la he visto… Es muy guapa… Pero me da miedo cuando la oigo hablar con los espíritus.

—¡No seas imbécil! Tú qué vas a saber de eso —le recriminó Marie con dureza—. Confundes realidad y fantasía en tu desquiciado cerebro. Lo que te pasa es que tienes celos de nosotras.

Lucette intervino por segunda vez aquella noche, poniéndose al lado de Justine. La piel caribeña de la antillana, y su silencio amenazador, era motivo de respeto entre las alumnas del serrallo. La mulata, siempre en silencio desde que siendo niña le amputaran la lengua, volvió a sus juegos de abalorios junto a la loca de su amiga. Sus prácticas de magia negra estaban prohibidas en la casa, aunque la mayoría de sus compañeras sabían que guardaba en su habitación tarros con pócimas, raíces prohibidas, y también figurillas siniestras cuyos fines rozaban lo demoníaco.

—Es imposible que haya podido acceder a su alcoba, solo madre tiene la llave. —Fanny se dirigió a Brigitte, dándole la espalda a las menos favorecidas por la naturaleza, consciente de su soberbia.

Sonaron varios golpes en la puerta de entrada, por lo que todas se apresuraron a colocarse los disfraces postergando para otro momento la conversación. Llegaban los primeros clientes, y debían encontrarlas recostadas en sus confidentes, cual odaliscas prestas al placer y al juego erótico-carnavalesco que demandaban quienes permanecían ocultos tras los vistosos disfraces de opereta proporcionados por la Gautier.

Era la hora de la hipocresía, de la mascarada y el regocijo. La hora del teatro de la vida.