Capítulo 37

El asesino

Asomado al antepecho de la galería superior de Nôtre-Dame, sobre las estatuas de las gárgolas, pudo ver a su izquierda la multitud de casas que conformaban los barrios de Saint-Germain y la Sorbona. Intentó localizar el tejado del prostíbulo donde tenían encerrada a su protegida, yendo de un lado a otro en busca de una mejor perspectiva. Se sentía inquieto por alguna extraña razón que no logró definir, como si después de tantos años de protección comprendiera finalmente lo infructuoso que había resultado el esfuerzo. La criatura había crecido; ya no le necesitaba. Y lo peor de todo es que percibía en el aire el efluvio de otro hombre, alguien distinto, capaz de favorecerla al igual que él había estado haciendo desde el principio.

Los sentimientos de su adversario eran tan fuertes que podía percibirlos de forma empática. Al principio los sintió en oleadas, flotando sobre la capital de Francia. Luego se hicieron fuertes allá donde iba, incluso en las oscuras y frías catacumbas de la catedral. Le acompañaba en sueños, en su frenético esconderse de los clérigos cuando tenía que atravesar las naves del santuario, en sus reflexiones diarias, al roer un mendrugo de pan y queso hábilmente sisado en la despensa de la cocina, y también cada vez que la herida de su espalda le traía a la memoria el recuerdo de una traición. Porque, desde que creyera morir a causa de la crueldad del ser humano, jamás había vuelto a confiar en nadie a pesar de su buena disposición; y menos en un hombre que se atrevía a mancillar la virtud de la criatura más inocente de la Tierra.

Tendría que acabar con él como hizo con los otros.