Capítulo 31
La visita
Aquella misma tarde Sophie sintió la necesidad de retirarse a su cuarto para llorar en silencio la muerte de su buen amigo André Saint-Clair. La noticia del horrendo crimen le afectó más de lo que hubiese creído en un principio. A pesar de tener una roca en vez de corazón, encontró un brote de afectividad donde menos lo esperaba: en el recuerdo imperecedero de su primer amor. Todo cuanto tuvieron que decirse lo hicieron años atrás. Y sin embargo, siempre conservó la esperanza de que algún día pudiera repetirse la hazaña de vivir una segunda juventud en compañía del único hombre de su vida.
Y ahora había muerto, asesinado del mismo modo que el bastardo de Asmodeus. Estaba segura de que no era una coincidencia, pues algo así nada tenía que ver con las probabilidades del destino. Ya eran dos las víctimas, y el único nexo de unión al que pudo aferrarse para comprender lo que estaba sucediendo era la joven que vivía a solas en la buhardilla de su casa, a quien una noche le confiaran su vida a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero.
Una de las condiciones que la dueña del lupanar debía cumplir, antes de aceptar la responsabilidad de darle cobijo, era que solo habría de recibir un amante: el peluquero personal de la princesa María Antonieta. De quebrantar el pacto, el mismo príncipe Rákóczy vendría a reclamar la custodia de Papilión y el oro entregado a cuenta. Pero tras la muerte de Asmodeus, sabiendo que perdería la custodia de la joven, decidió cedérsela cuanto antes al conde de Biron con el propósito de recuperarse económicamente del fallido negocio. Al ver que el aristócrata incumplía su palabra, pues parecía haberse olvidado de la joven, se sucedieron las visitas de André. Pensó que a nadie le importaría el uso que una alcahueta hiciese de una muchacha cuyo tutor la había abandonado a su suerte. Y quizá fuera su avaricia la causa de que el hombre que la hiciese soñar un día estuviera pudriéndose ahora bajo tierra. Y eso era lo que más le dolía.
«Pero… ¿quién pudo cometer los crímenes, y con qué fin?», se preguntó con pesar varias veces, secando sus lágrimas con un pañuelo de encaje que guardaba en su insinuante escote.
Quizá Papilión pudiera aclararle ciertos aspectos de su protector, hacia quien iban dirigidas sus sospechas desde que este incumpliera su promesa de volver. El hecho de que hubiera desaparecido sin llevarse a la muchacha resultaba demasiado extraño.
Pensaba hacerle una visita a Papilión, para exigirle que le explicara el por qué sus amantes hallaban la muerte de una forma tan terrible, y de paso averiguar hasta qué punto estaba implicada en los asesinatos. Pero antes hablaría con su sobrina, quien se había hecho eco de un rumor que corría entre el resto de las jóvenes, y que tenía que ver con un siniestro personaje que rondaba la casa.
La mandó llamar por medio de Charity, diciéndole que la esperaba en el gabinete del piso de arriba. Al tiempo que aguardaba su llegada, fue recogiendo algunos de los disfraces olvidados en cualquier sitio y colocándolos en el vestidor. Luego trató de calmar su angustia abriendo el ventanal que daba al jardín, con la intención de que entrara algo de aire fresco. Allá, a unos centenares de metros por encima de los tejados de enfrente, pudo ver las aguas del Sena teñidas de un rosa crepuscular.
El Sol desapareció al otro lado del bosque de Bologne en el mismo instante en que se abrió la puerta del despacho.
Fanny entró en compañía de la matrona, y ambas aguardaron en silencio la determinación de madre. Sophie despidió al ama de llaves, quien se marchó a sus quehaceres, e hizo un gesto a su sobrina para que entrase sin miedo y tomara asiento en el sillón que había frente a la mesa de escribanía. Ella permaneció en su lugar, de pie, para dar una mayor impresión de autoridad.
—Charity me ha dicho que querías contarme algo relacionado con un pervertido que merodea por los alrededores de la casa.
La joven asintió con un gesto de cabeza; nada más.
—¿Piensas quedarte ahí toda la noche, sin hablar? —A veces su sobrina la sacaba de quicio.
—En realidad solo se trata de un comentario que hizo Justine hace unos días, y que quizá no sea de tener en cuenta debido a su estado mental… —Finalmente la fulana se decidió a contarle lo que sabía—. Dice que Lucette le escribió una nota donde le confesaba haber visto, cierta noche, a un hombre vestido de sacerdote intentando forzar la puerta de atrás del jardín, la que se abre al estrecho corredor que nos separa de las viviendas del otro lado… —Tragó saliva antes de continuar—: Pero eso no es todo, pues asegura que dicho individuo no es humano, que su rostro es tan sobrecogedor que es imposible de olvidar una vez que lo has contemplado. Dice que es un enviado de Satanás… —Torció el gesto—. Yo soy incapaz de creerme algo así, pero algunas de las muchachas comienzan a ponerse nerviosas.
—Lo mejor será dar parte a la Guardia Real, y que mande una patrulla por las noches. Tengo algunos amigos que podrían ayudarme si se lo pidiera —alardeó la Madame, para demostrar que tenía influencias en la Corte—. Pero tienes razón. Creo que debería hablar con ellas antes de que todo este asunto afecte a su trabajo. Ningún cliente debe escuchar tales majaderías en boca de una de mis niñas.
Fanny aguardó sumisa a que su tía le diese permiso para marcharse. Al ver que tardaba más de la cuenta en despedirla, tal y como hiciera siempre, ladeó su cabeza buscando el motivo de la extraña demora. Sophie Bertrand, con la mano sosteniéndose la barbilla en un gesto introvertido, observaba el jardín con mirar ausente, como si tratara de rescatar un pensamiento muy lejano, algo perdido en la memoria.
—Tía Sophie… ¿estáis bien? —preguntó la muchacha un tanto indecisa.
—¿Eh…? Por supuesto que sí —se apresuró a responder la alcahueta, volviendo de nuevo a la realidad—. ¡Anda, vete con las demás! Y diles de mi parte que Charity bajará a hablar con ellas antes de que lleguen los primeros clientes.
Así las cosas, Fanny actuó como era habitual, despidiéndose de su tía con una tímida reverencia cuyo origen se remontaba a los años en que fue acogida tras la muerte de su madre. El respeto que sentía hacia ella no estaba reñido con el temor.
La propietaria del concurrido burdel quedó de nuevo a solas, mas esta vez con la terrible sensación de estar siendo vigilada. Miró de nuevo hacia el jardín, sopesando el esfuerzo que le supondría cerrar las ventanas sin que le temblasen las manos. Hubiera preferido no hacerlo, pues la noche traía consigo un nuevo aroma con sabor primaveral, pero algo le decía que se hiciera fuerte tras los muros de la casa, que evitara el exterior. Fuera, en algún lugar de París, el asesino de André olisqueaba el aire en busca de una nueva víctima. Y por un inquietante momento se lo imaginó acechando por los alrededores, como ese horrible individuo que le acababa de describir su sobrina.
Sin pensarlo dos veces, cerró el ventanal en una arrebatada maniobra de injustificable aprensión.
—¡Charity! —gritó airada, sacudiéndose los temores.
La vieja apareció de inmediato, solícita a la nerviosa llamada.
—Quiero que eches el cierre a todas las ventanas y puertas de la casa, incluso a las del piso superior. Y ten cuidado a quién le abres la puerta fuera de las horas de trabajo… —le advirtió muy seria. Resopló para añadir después—: Por lo visto tenemos un pervertido que se dedica a espiar a nuestras muchachas. Creo que lo mejor será ponerlo en conocimiento de la Policía.
El rostro de la matrona se descompuso al recordar la extraña historia de la que estuvieron hablando Deverly y Papilión la otra noche, referente a un diablo que asustó tanto a la mulata Lucette, aunque hizo un esfuerzo por retomar la austeridad propia del cargo antes de llamar la atención de su ama.
—¿No sería mejor contratar a unos rufianes para que le plantasen cara, y de paso darle unos cuantos bastonazos? —se le ocurrió improvisar, cualquier cosa antes que dejar que los servidores del orden metiesen sus narices en la casa; podrían indagar demasiado y descubrir los negocios que se llevaba con Deverly, y luego requisarle el oro que recibiera a cambio de su silencio.
—No lo descarto. Tendré que pensarlo… —respondió la alcahueta tras unos segundos de reflexión—. Ahora he de mantener una conversación privada con nuestra «ilustre» huésped. Mientras tanto, diles a esas rameras de ahí abajo que mantengan sus bocas cerradas, y que se olviden de este asunto. Te aseguro por mis muertos que ningún rumor vendrá a trastocar la directriz del negocio inquietando a los clientes.
Hizo un ademán de marcharse, cuando sonaron varios golpes en la puerta principal de la casa y ambas quedaron petrificadas.
—¿Quién podrá ser? —Charity miró a su ama con indecisión.
—Supongo que alguien que no sabe respetar las horas de visita —masculló la madre abadesa entre dientes, molesta por tener que recibirle antes de tiempo.
—¿Queréis que os acompañe?
Por un instante, Sophie estuvo a punto de ceder y aceptar el ofrecimiento, más decidió ahorrarle a su ama de llaves el placer de admitir que estaba tan asustada como ella. No era prudente mostrar signos de debilidad ante el servicio.
—No es necesario… —le dijo glacial—. Pero sí quiero que repitas mis palabras a las niñas antes de que nuestro invitado se dirija al salón de baile.
Dicho esto, la Madame abandonó la habitación tras colocarse correctamente la peluca y alisar los pliegues de su vestido. Bajó las escaleras tratando de alejar sus temores con el recuerdo póstumo de André, al que se imaginó ver de nuevo frente a la puerta de entrada. No obstante, apenas le sorprendió descubrir que quienes requerían su presencia eran una pareja de lo más singular. El hombre, de constitución endeble y gesto retraído, daba la impresión de ser un simple lacayo a pesar de ir vestido al uso cortesano. La mujer le convenció menos aún. Debía rondar los cuarenta, ya no estaba en edad de conquistar a los virtuosos de la juventud con sus encantos, a pesar de su increíble belleza. Algo escondían aquellos dos, y nada bueno a su parecer, pero aguardó a que expusieran los motivos de su inesperada visita antes de darles con la puerta en las narices.
—¡Madame Gautier… permitidme que me presente! —El hombre se envaró como había visto hacer a los soldados del rey—. Soy el vizconde de Lagny, y la dama que me acompaña es Lía de Beaumont. Y nos gustaría hablar con vos en privado.
—¿Puedo preguntar sobre qué?
No dio crédito a las palabras de aquel mercachifle, por lo que se arrogó el derecho de la insolencia.
—Sobre si deseáis ganar cuatrocientos luises de oro. —Fue la mujer vestida de verde quien respondió con la misma arrogancia, segura de haber despertado en la propietaria del lupanar el interés por la educación.
—Será mejor que paséis dentro… Hablaremos en mi despacho.
En efecto, Sophie trató de sobreponerse a su orgullo dejando que se explicaran en un ambiente más íntimo y acogedor que no fuera el portal de la casa.
Poco después se encerraron a solas en el gabinete del primer piso, donde Madame Gautier les indicó donde debían sentarse. Ella lo hizo tras la mesa de su despacho, teniendo frente a sí a sus invitados. Recordó la visita del príncipe Rákóczy y de su protegida, y la escena era la misma; al igual que intuía una petición semejante a la de entonces: oro a cambio de custodia.
—Y bien… ¿en qué puedo ayudaros? —preguntó la alcahueta sin circunloquios.
—Por motivos personales, de los que me es imposible hablar, necesito que me alquiléis uno de vuestras habitaciones para esconder durante un tiempo a mi protegida. Serán dos meses, y se os gratificará con la cantidad anteriormente fijada.
Bernard habló atropelladamente, sin detenerse siquiera a tomar aire entre frase y frase. Era igual que uno de esos pregoneros que comentaban a voz en grito los edictos del rey, insistente y a la vez estrepitoso. A Sophie casi le da un ataque de risa.
—Y otros cuatrocientos cuando me marche. En total ochocientos —añadió Lía de Beaumont con una sonrisa forzada—. El caballero vendrá a visitarme cuando lo crea oportuno, más ningún otro hombre ha de saber que estoy aquí… ¿Me habéis comprendido?
La autoridad con que lo dijo, daba a entender que era la protegida quien dirigía aquella farsa de pésimo gusto. Tenía carácter, y se la notaba orgullosa, inteligente y con indicios de haber llevado una vida tranquila y exquisita. Si alguien iba a pagar sería ella, por lo que debía mostrarse más atenta y cortés si quería ganar una pequeña fortuna.
—Hay un inconveniente, ya que todas las habitaciones están ocupadas por las jóvenes que ejercen su oficio bajo mi tutela. Incluso tengo alojada en la buhardilla a otra muchacha que, como vos, tiene el placer de ser mi huésped porque su tutor así lo dispuso hace semanas.
—¡Extraña coincidencia! —exclamó Lía de Beaumont, un tanto desconcertada ante el hecho de que alguien hubiera actuado del mismo modo que ellos.
—Así es —afirmó la alcahueta—. Parece que últimamente las casas del placer estamos mejorando. Según he oído decir, la habitación de una posada es la antesala del infierno y las cucarachas sus demonios.
—¿Podéis arreglarlo de tal forma que dicha joven acepte compartir conmigo su habitación?
—¿Queréis pasar dos meses encerrada, durmiendo con una desconocida? —Sophie se asombró de su inquebrantable determinación.
—No me importaría…
—¿Y qué haréis cuando tenga que recibir a su amante, o vos al vuestro?
—Salir fuera, claro está. Podré esperar a que se marche leyendo en la biblioteca, o en cualquier gabinete de la casa. Ella puede hacer lo mismo.
—Siendo así… —Sophie titubeó un instante, pero finalmente aceptó—. Bien, podéis disponer de la mitad del cuarto.
—Hay algo que debéis prometerme —solicitó el falso vizconde, tratando de recobrar protagonismo.
—Decidme, noble señor, ¿qué es lo que deseáis? —Sophie le siguió el juego—. Estoy segura de poder satisfaceros.
—Que la cuidéis como si fuese vuestra hermana.
—Por supuesto.
—Marchad tranquilo —añadió Lía de Beaumont—, que nada malo habrá de ocurrirme en esta casa.
—Ya sabéis… si necesitáis cualquier cosa, lo que sea, no tenéis más que poneros en contacto conmigo. —A Bernard le era imposible olvidar que aún seguía siendo un simple criado.
Charles, debajo de su disfraz de mujer, temió que el servilismo de su lacayo le delatase como tal, por lo que le hizo un gesto imperceptible con la mirada para que se marchase de una vez y dejara de hablar más de la cuenta. Al comprender el significado de aquel caprichoso tic en el ojo derecho de su amo, Bernard decidió retirarse dando por finalizado el trabajo.
Se marchó segundos después, dejando allí a Lía de Beaumont. Ya en plena calle, trató de organizar en su cabeza las caprichosas peticiones de su señor.
Ahora tendría que explicarles a los demás criados que el amo iba a estar fuera dos meses, y que él gobernaría la casa hasta su regreso. Por un lado, la oportunidad de vivir la experiencia de sentirse un caballero era única; por otro, transcurrido su tiempo de gloria volvería a convivir con sus compañeros de trabajo, quienes quizá, para entonces, le darían la espalda por haberse cargado de ínfulas que nada tenían que ver con su auténtica posición social. En todo caso salía perdiendo.
Y así, debatiendo en su interior los criterios de moralidad a los que debía atenerse para ser honesto y satisfacer las necesidades personales de todos, Bernard inició pensativo su vuelta a casa.