Capítulo 44
El gigante
Charles alcanzó su domicilio tras una larga carrera desde la rue Saint-Germain. Le acompañaban el teniente Marais y su ayudante, quienes golpearon con fuerza en el portón de entrada con el fin de llamar la atención de los criados. Viendo que se retrasaban, comenzaron a vociferar sin importarles los vecinos que se asomaban a las ventanas para recriminarles su actitud. Llevado por la intuición, Charles rodeó la casa buscando la puerta de servicio, lugar por donde los recaderos solían introducir los víveres, y que comunicaba con la cocina. Los policías fueron tras él, presintiendo igualmente que el asesino no iba a ser tan necio de entrar en la casa por la puerta principal.
No eran desacertados sus pensamientos, ya que el acceso al pequeño almacén había sido violentado.
Entraron sin perder más tiempo. Gustave sacó su mosquetón de la levita, y se puso resuelto en cabeza, adelantándose al dueño de la casa y al joven Patrick. La habitación era un cuarto pequeño con alacenas donde se almacenaban los alimentos en toneles y sacas. Al fondo vieron una abertura en el muro, rematada en un medio círculo, que llevaba directamente a la cocina. Entraron con recelo, prestos a cualquier sorpresa. No vieron a nadie por entre las cacerolas y pucheros que se alineaban sobre la enorme mesa de trabajo, aunque según fueron avanzando descubrieron que alguna de la sangre adherida en el cuchillo de trinchar no pertenecía precisamente a los despojos de las gallinas desplumadas que colgaban cabeza abajo de los ganchos. Tumbado boca arriba, el pinche yacía degollado en el suelo. Una mancha sanguinolenta y espesa rodeaba su cabeza.
Ante el macabro descubrimiento, decidieron detenerse y mirar a su alrededor.
—¡Allí! —exclamó Patrick, señalando una tina enorme con agua donde solían lavar la porcelana y el cristal.
Se trataba del cocinero, a quien encontraron con medio cuerpo dentro de la cuba, como si le hubieran sorprendido por detrás y obligado a introducir la cabeza en el agua hasta morir ahogado. Ambos debían estar adelantando el trabajo del día siguiente cuando aún permanecían levantados a aquellas horas de la noche.
El hecho de hallar ambos cadáveres era en sí una prueba innegable de la presencia del asesino dentro de la casa.
Corrieron hacia el salón principal, donde encontraron a Alessandro y a Bernard asomados a la puerta de entrada, creyendo que algún desaprensivo les habían tomado el pelo con golpes y voceríos. Les preguntaron por la joven, y el lacayo de mayor confianza respondió que se había retirado a dormir y que, sin lugar a dudas, estaría en su cuarto. Charles requirió la presencia de ambos, y juntos subieron las escaleras que conducían a los dormitorios. Cuando llegaron a la alcoba de su protegida, el propietario dejó que fuese el teniente quien entrara primero, ya que era el único que iba armado y que podía acabar con aquella bestia en caso de ser ciertas sus sospechas.
Seguro de sí mismo y acariciando el gatillo, Marais abrió la puerta temiendo encontrar herida de muerte a la joven. Sin embargo, lo que vio, y descubrieron todos, fue algo totalmente distinto. Papilión, incorporada en la cama, escuchaba atentamente los susurros del criminal como si se tratara de un viejo amigo. Al ser sorprendido, el gigante trató de erguir su cuerpo para ponerse a la defensiva, y en su arrebato, se le fue hacia atrás la capucha, dejando al descubierto su rostro, apergaminado y macilento como el de una de esas viejas momias del antiguo Egipto. Gustave alargó el brazo, esperando que su puntería no le fallase en un momento tan decisivo, pero la mano le temblaba debido a la impresión y la bala de plomo no le alcanzó el pecho, sino que fue a instalarse en el hombro derecho.
Antes de que el grupo de hombres que se agolpaban en la puerta pudieran reaccionar, Totó se abalanzó sobre ellos, golpeando en el rostro a Gustave al tiempo que, de un empujón, tiraba por tierra a los demás. Para cuando todos se pusieron en pie, el asesino corría escaleras abajo, dejando un reguero de sangre allá por donde iba.
Charles, olvidándose del intruso, entró en el dormitorio con la sana intención de ver cómo se encontraba su joven protegida. Pero el recibimiento no fue en modo alguno el deseado.
Papilión, que parecía estar en trance, convirtió su inefable rostro en una máscara de rencor que asemejaba ser la de un hombre enfurecido.
—¡Noooo…! —gritó con todas sus fuerzas, presa de la locura, con una voz que a todos les pareció demasiado grave como para ser de mujer, incluso para ser humana.
Entonces, y ante el asombro de quienes habían acudido en su ayuda, se desplomó hacia un lado sobre el lecho.
Había perdido el conocimiento.
Nadie se atrevió a acercarse.