CAPÍTULO 1. LA TEORÍA OFICIAL.
«Tabla rasa» es una traducción impropia de Tabula rasa, una expresión latina que significa literalmente «tablilla raspada». Su uso en el sentido que aquí le damos se atribuye comúnmente al filósofo John Locke (1632-1704), aunque en realidad éste empleó una imagen diferente. Éste es el conocido pasaje del Ensayo sobre el entendimiento humano:
Supongamos que la mente es, como decimos, un papel en blanco, vacío de cualquier carácter, sin ninguna idea. ¿Cómo se rellena? ¿De dónde le llega toda esa enorme provisión que la fantasía desbordada y sin límites del hombre ha pintado sobre ella con una variedad casi infinita? ¿De dónde proceden todos los materiales de la razón y el conocimiento? Para responder con una sola palabra, de la EXPERIENCIA1.
Locke apuntaba con sus dardos a las teorías de las ideas innatas, según las cuales las personas nacen con unos ideales matemáticos, unas verdades eternas y una noción de Dios. Su teoría alternativa, el empirismo, pretendía ser a la vez una teoría de la psicología —cómo funciona la mente— y una teoría de la epistemología —cómo llegamos a conocer la verdad—. Ambos objetivos contribuyeron a motivar su filosofía política, a la que se suele conceder el honor de constituir el fundamento de la democracia liberal. Locke se oponía a las justificaciones dogmáticas del statu quo político, por ejemplo la autoridad de la Iglesia y el derecho divino de los monarcas, de las que se decía que eran verdades evidentes en sí mismas. Afirmaba que las disposiciones sociales se debían razonar de nuevo desde cero y debían ser acordadas por consenso, basándose en conocimientos que cualquier persona pudiera adquirir. Dado que las ideas se asientan en la experiencia, la cual varía de una persona a otra, las diferencias de opinión se plantean no sólo porque una mente esté equipada para captar la verdad y otra sea defectuosa, sino porque las dos mentes han tenido historias distintas. Por consiguiente, hay que tolerar estas diferencias, antes que eliminarlas. La idea de Locke de una tabla rasa socavaba también la monarquía y la aristocracia hereditarias, ya que sus miembros, si sus mentes se habían iniciado tan en blanco como las de los demás, no podían reclamar ninguna sabiduría ni ningún mérito innatos. Atacaba también la institución de la esclavitud, porque ya no se podía pensar que los esclavos fueran inferiores ni subordinados de forma innata.
La doctrina de la Tabla Rasa ha fijado el orden del día de gran parte de las ciencias sociales y de las humanidades durante los últimos cien años. Como veremos, la psicología ha intentado explicar todo pensamiento, todo sentimiento y toda conducta mediante unos pocos mecanismos sencillos de aprendizaje. Las ciencias sociales han querido explicar todas las costumbres y todas las disposiciones sociales como un producto de la socialización de los niños a través de la cultura que les rodea: un sistema de palabras, imágenes, estereotipos, modelos de rol y las contingencias del premio y el castigo. Hoy se afirma que una lista cada vez más extensa de conceptos que se dirían naturales de la forma de razonar humana (las emociones, el parentesco, los sexos, la enfermedad, la naturaleza, el mundo) han sido «inventados» o «construidos socialmente»2.
La Tabla Rasa ha servido también de sagrada escritura para creencias políticas y éticas. Según tal doctrina, cualquier diferencia que se observe entre las razas, los grupos étnicos, los sexos y los individuos procede no de una diferente constitución innata, sino de unas experiencias distintas. Cambiemos las experiencias —con una reforma del ejercicio de la paternidad, la educación, los medios de comunicación y las recompensas sociales— y cambiaremos a la persona. La mediocridad, la pobreza y la conducta antisocial se pueden mejorar, y no hacerlo es una falta de responsabilidad. Y toda discriminación que se base en unos supuestos rasgos innatos de uno de los sexos o de un grupo étnico es sencillamente irracional.
La doctrina de la Tabla Rasa suele ir acompañada de otras dos, que también han alcanzado un estatus sagrado en la vida intelectual moderna. El nombre que le doy a la primera se atribuye generalmente al filósofo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), aunque en realidad procede de la obra The Conquest of Granada, de John Dryden, publicada en 1670:
I am as free as Nature first made man, Ere the base laws of servitude began, When wild in woods the noble savage ran2a.
La idea del Buen Salvaje se inspiró en los descubrimientos coloniales europeos de los pueblos indígenas de América, África y, más tarde, Oceanía. Recoge la creencia de que los seres humanos, en su estado natural, son desinteresados, pacíficos y tranquilos, y que males como la codicia, la ansiedad y la violencia son producto de la civilización. En 1755, Rousseau escribía:
Algunos se han apresurado a concluir que el hombre es naturalmente cruel y que hay necesidad de organización para dulcificarlo, cuando nada hay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando [la naturaleza lo ha colocado] a igual distancia de las estupidez de los brutos y de las luces funestas del hombre civilizado […]
Cuanto más se piensa en ello, más se llega a la conclusión de que ese estado era el menos sujeto a revoluciones, el mejor para el hombre, y que sólo debió de salir de él por algún funesto azar que, en bien de la utilidad común, no hubiera debido ocurrir jamás. El ejemplo de los salvajes, que han sido hallados casi todos en este punto, parece confirmar que el género humano estaba hecho para quedarse siempre en él, que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, y en realidad hacia la decrepitud de la especie3.
El primer autor en que pensaba Rousseau era Thomas Hobbes (1588-1679), quien había presentado una imagen muy distinta:
Es evidente, pues, que los hombres, durante el tiempo en que viven sin un poder común que les infunda temor, se encuentran en esa situación que llamamos guerra; una guerra de cada hombre contra cada hombre[…].
En esta situación no hay lugar para la industria, porque sus frutos son inciertos; y en consecuencia, no lo hay para cultura alguna de la tierra; sin navegación; sin el uso de las mercancías que se importan por mar; sin edificios espaciosos; sin instrumentos para mover y trasladar esas cosas que requieren mucha fuerza; sin conocimientos sobre la faz de la tierra; sin explicación del tiempo; sin artes; sin cartas; sin sociedad; y, lo que es peor de todo, el miedo continuo, y el peligro de una muerte violenta; y la vida del hombre, solitaria, pobre, inmunda, bruta y breve4.
Hobbes pensaba que las personas sólo podían escapar de esta existencia infernal entregando su autonomía a una persona o asamblea que gozasen de soberanía. A esta instancia la llamó «leviatán», palabra hebrea que designa una monstruosa criatura del mar a la que Yahvé sometió en los albores de la creación.
Es mucho lo que depende de cuál de estos antropólogos de salón estuviera en lo cierto. Si las personas son buenos salvajes, entonces no es necesario un leviatán dominador. En efecto, el leviatán, al obligar a las personas a delimitar la propiedad privada para que el Estado la reconozca —una propiedad que, de otro modo, podrían haber compartido—, crea la propia codicia y beligerancia que debiera controlar. Una sociedad feliz sería un derecho inalienable; todo lo que necesitaríamos sería eliminar las barreras institucionales que nos mantienen alejados de él. Si, por el contrario, las personas son perversas por naturaleza, lo mejor que nos cabe esperar es una incómoda tregua impuesta por la policía y el ejército. Las dos teorías tienen implicaciones también para la vida privada. Todo niño nace salvaje (es decir, incivilizado), por lo tanto, si los salvajes son nobles por naturaleza, la educación de los hijos será cuestión de ofrecerles oportunidades para que desarrollen su potencial, siendo las personas malas producto de la sociedad que las ha corrompido. Si los salvajes son malos por naturaleza, entonces la educación de los hijos es una cuestión de disciplina y de conflicto, y los perversos muestran un lado oscuro que no ha sido dominado suficientemente.
En verdad, las obras de los filósofos son siempre más complejas que las teorías que acaban por simbolizar en los libros de texto. En realidad, las ideas de Hobbes y Rousseau no se alejan tanto. Rousseau, como Hobbes, pensaba (equivocadamente) que los salvajes eran solitarios, sin ningún vínculo de amor o lealtad, y sin mucha industria o arte (y quizá fuese más allá que el propio Hobbes al señalar que incluso carecían de lenguaje). Hobbes imaginaba —dibujaba, literalmente— su leviatán como la encarnación de la voluntad colectiva, que se le era conferida mediante una especie de pacto social; en El contrato social, la obra más conocida de Rousseau, el autor reclama de las personas que subordinen sus intereses a la «voluntad general».
No obstante, Hobbes y Rousseau mostraban las imágenes opuestas del estado de la naturaleza que han inspirado a los pensadores en los siglos posteriores. Nadie podrá dejar de reconocer la influencia de la doctrina del Buen Salvaje en la conciencia contemporánea. La observamos en el actual respeto por todo lo natural (alimentos naturales, medicinas naturales, partos naturales) y en la desconfianza en lo elaborado, en el desprestigio del estilo autoritario en el cuidado y la educación de los hijos y en la interpretación de los problemas sociales como defectos subsanables en nuestras instituciones, más que como tragedias inherentes a la condición humana.
La otra doctrina sagrada que suele acompañar a la de la Tabla Rasa se atribuye generalmente al científico, matemático y filósofo René Descartes (1596-1650):
[…] Hay [una] grandísima diferencia entre el espíritu [la mente] y el cuerpo; el espíritu […] es enteramente indivisible. En efecto, cuando considero el espíritu, esto es, a mí mismo, en cuanto que soy sólo una cosa que piensa, no puedo distinguir partes en mí, sino que conozco una cosa, absolutamente una y entera; y aunque todo el espíritu parece unido a todo el cuerpo, conozco muy bien que nada ha sido sustraído a mi espíritu; tampoco puede decirse propiamente que las facultades de querer, sentir, concebir, etc., son partes del espíritu, pues uno y el mismo espíritu es el que por entero quiere, siente y concibe, etc. Pero en lo corporal o extenso ocurre lo contrario, pues no puedo imaginar ninguna cosa corporal o extensa […] que mi espíritu no divida facilísimamente en varias partes […]. Esto bastaría a enseñarme que el espíritu o alma del hombre es enteramente diferente del cuerpo, si ya no lo hubiera aprendido antes5.
Tres siglos más tarde, un detractor, el filósofo Gilbert Ryle (1900-1976), dio a esta doctrina un nombre memorable:
Hay una doctrina sobre la naturaleza y el lugar de las mentes que tanto prevalece entre los teóricos e incluso entre los legos que merece que se la defina como teoría oficial […]. La doctrina oficial, que procede principalmente de Descartes, viene a ser como sigue: con la dudosa excepción de los idiotas y los niños de pecho, todo ser humano posee tanto un cuerpo como una mente. Algunos preferirían afirmar que todo ser humano es un cuerpo y una mente. Su cuerpo y su mente por lo general se hallan unidos, pero tras morir el cuerpo, la mente puede seguir existiendo y en funcionamiento. Los cuerpos humanos se encuentran en el espacio y se hallan sometidos a las leyes mecánicas que gobiernan todos los demás cuerpos en el espacio […]. Pero las mentes no están en el espacio, ni su funcionamiento está sometido alas leyes mecánicas […].
[…] Esta es en resumen la teoría oficial. Me referiré a menudo a ella, con deliberado sarcasmo, como el «dogma del fantasma en la máquina»6.
El Fantasma en la Máquina, como el Buen Salvaje, surgieron en parte como una reacción contra Hobbes. Este había sostenido que la vida y la mente se podían explicar en términos mecánicos. La luz pone en movimiento nuestros nervios y nuestro cerebro, y esto es lo que significa «ver». Los movimientos pueden persistir, como la estela de un barco o la vibración de una cuerda punteada, y esto es lo que significa «imaginar». Se suman o se restan «cantidades» en el cerebro, y esto es lo que significa «pensar».
Descartes rechazaba la idea de que la mente puede operar por principios físicos. Pensaba que la conducta, en especial el habla, no está causada por nada, sino que es elegida libremente. Observaba que nuestra conciencia, a diferencia de nuestro cuerpo y de otros objetos físicos, no siente como si fuera divisible en partes o estuviera expuesta en el espacio. Señalaba que no podemos dudar de la existencia de nuestra mente —en efecto, no podemos dudar de que somos nuestra mente— porque el propio acto de pensar presupone que la mente existe. Pero podemos dudar de la existencia de nuestro cuerpo, porque podemos imaginar que somos espíritus inmateriales que simplemente sueñan o en sus alucinaciones imaginan haber sido encarnados.
Descartes veía también una ventaja moral en su dualismo (la creencia en que la mente es algo de tipo diferente del cuerpo): «No hay nada que más aparte a los espíritus endebles del recto camino de la virtud que el imaginar que el alma de los animales es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por consiguiente, nada hemos de temer ni esperar tras esta vida, como nada temen ni esperan las moscas y las hormigas»7. Ryle explica el dilema de Descartes:
Cuando Galileo demostró que sus métodos de descubrimiento científico eran válidos para proporcionar una teoría mecánica que abarcara a todos los ocupantes del espacio, Descartes encontró en sí mismo dos motivos opuestos. Como hombre de genio científico no podía sino aprobar las pretensiones de la mecánica, pero como hombre religioso y moral no podía aceptar, como hacía Hobbes, las desalentadoras consecuencias de tales pretensiones: que la naturaleza humana sólo difiere de un mecanismo de relojería por el grado de complejidad8.
Imaginarnos como engranajes y muelles con pretensiones puede ser muy triste, qué duda cabe. Las máquinas carecen de sentimientos, están hechas para ser utilizadas, y se pueden desechar; los seres humanos sienten, tienen dignidad y derechos y poseen un valor infinito. Una máquina tiene alguna finalidad banal, por ejemplo, moler el grano o afilar un lápiz; un ser humano alberga fines más elevados, como el amor, el culto, las buenas obras y la creación de conocimientos y de belleza. El comportamiento de las máquinas lo determinan de forma ineludible las leyes de la física y la química; la conducta de las personas se elige libremente. De la elección nace la libertad y, por consiguiente, el optimismo sobre nuestras posibilidades para el futuro. De la elección nace también la responsabilidad, que nos permite pedir a las personas cuentas de sus actos. Y, evidentemente, si la mente está separada del cuerpo, puede seguir existiendo cuando el cuerpo deja de funcionar, y nuestros pensamientos y nuestros placeres no se desvanecerán algún día para siempre.
Como ya he señalado, la mayoría de los estadounidenses siguen creyendo en un alma inmortal, hecha de alguna sustancia no física, que se puede separar del cuerpo. Pero incluso los que no comparten tal creencia en toda su formulación imaginan que de algún modo debemos ser algo más que una actividad eléctrica y química del cerebro. La elección, la dignidad y la responsabilidad son dones que distinguen a los seres humanos del resto del universo, y parecen incompatibles con la idea de que no somos sino meros conjuntos de moléculas. Los intentos de explicar la conducta en términos mecánicos se denuncian habitualmente como «reduccionistas» o «deterministas». Los denunciantes raramente saben con exactitud qué quieren indicar con estas palabras, pero todos son conscientes de que se refieren a algo malo. La dicotomía entre mente y cuerpo está presente también en el habla cotidiana, como cuando decimos «Usa la cabeza», cuando hablamos de «experiencias extracorporales», y cuando decimos «El cuerpo de John» o, para el caso, «El cerebro de John», que presupone un propietario, John, que de algún modo está separado del cerebro que posee. A veces los periodistas especulan sobre los «trasplantes de cerebro» cuando en realidad deberían llamarlos «trasplantes de cuerpo», porque, como ha señalado el filósofo Dan Dennett, se trata de una operación de trasplante en la que es mejor ser donante que receptor.
Las doctrinas de la Tabla Rasa, el Buen Salvaje y el Fantasma en la Máquina —o, como las llaman los filósofos, el empirismo, el romanticismo y el dualismo— son lógicamente independientes, pero en la práctica a menudo se encuentran unidas. Si la tabla es rasa, entonces, hablando en sentido estricto, carece de todo mandamiento para hacer el bien o para hacer el mal. Pero el bien y el mal son asimétricos: hay más formas de dañar a las personas que de ayudarlas, y los actos dañinos pueden herirlas en un grado mayor de lo que los actos virtuosos pueden hacer que se sientan mejor. Por lo tanto, una tabla rasa, comparada con otra llena de motivos, nos va a impresionar más por su incapacidad para herir que por su incapacidad para hacer el bien. Rousseau no creía literalmente en una tabla rasa, pero sí pensaba que la mala conducta es un producto del aprendizaje y la socialización9. «Los hombres son perversos —dijo—; huelgan las pruebas ante la triste y permanente experiencia»10. Pero esta maldad surge de la sociedad: «No existe en el corazón humano la perversidad original. No se puede encontrar en él ni un solo vicio del que no se pueda explicar cómo y cuándo penetró en él»11. Si las metáforas que a diario empleamos al hablar pueden ser algún indicio, entonces todos nosotros, igual que Rousseau, asociamos esa vacuidad con la virtud más que con la nada. Pensemos en las connotaciones morales de los adjetivos y las expresiones limpio, justo, inmaculado, blanco como la nieve, puro, sin mancha, sin defecto e impoluto, y en los sustantivos imperfección, borrón, marca, mancha y mácula.
La Tabla Rasa coexiste naturalmente con el Fantasma en la Máquina, ya que es un lugar acogedor para el espectro que en ella quiera rondar. Si éste es quien maneja los mandos, la máquina puede funcionar con unos elementos mínimos. El espíritu sabe leer los paneles indicadores del organismo y accionar sus palancas, sin necesidad de programa alguno de alta tecnología, sistema de orientación u ordenador central. En la medida en que el control de la conducta dependa menos de cuestiones mecánicas, menos mecánicos habrán de ser nuestros postulados. Por razones similares, el Fantasma en la Máquina acompaña de buen grado al Buen Salvaje. Si la máquina se comporta de forma innoble, podemos culpar al espíritu, que libremente decidió cometer esos actos inicuos; no tenemos por qué buscar un defecto en la construcción de la máquina.
Hoy en día no se respeta la filosofía. Muchos científicos emplean la palabra como sinónimo de especulación decadente. Cuando mi colega Ned Block le dijo a su padre que iba a especializarse en tal disciplina, éste le replicó: «¡Luft!», que en yiddish significa «aire». Y luego está la historia divertida de aquel joven que le dijo a su madre que iba a ser doctor en Filosofía, y la madre exclamó: «¡Estupendo! ¿Pero qué enfermedad es la filosofía?».
Sin embargo, las ideas de los filósofos, lejos de ser inútiles o etéreas, pueden tener repercusiones durante siglos. La doctrina de la Tabla Rasa y las que la acompañan han ido emergiendo de forma repetida en lugares insospechados. William Godwin (1756-1835), uno de los fundadores de la filosofía política liberal, decía que «los niños son una especie de materia prima puesta en nuestras manos»; sus mentes, «como una hoja de papel en blanco»12. Con resonancias más siniestras, observamos que Mao Zedong justifica su radical ingeniería social con estas palabras: «Los poemas más bellos se escriben en una página en blanco»13. Incluso a Walt Disney le inspiraba la metáfora: «Imagino la mente del niño como un libro en blanco —dijo—. Durante sus primeros años de vida, se escribirán muchas cosas en sus páginas. La calidad de lo que se escriba afectará profundamente a su vida»14.
No imaginaría Locke que algún día sus palabras llegarían a Bambi (con el que Disney pretendía enseñar la confianza en uno mismo); ni Rousseau podía prever la existencia de Pocahontas, la última encarnación del buen salvaje. En efecto, parece que el alma de Rousseau se ha manifestado en uno de los recientes escritos, con ocasión del Día de Acción de Gracias, de un comentarista del Boston Globe:
Creo que el mundo que conocieron los nativos americanos era más estable, más feliz y menos bárbaro que nuestra sociedad actual. […] no había problemas de desempleo, existía una sólida armonía en la comunidad, se desconocía la drogadicción y prácticamente no existía la delincuencia. Las guerras que pudiera haber entre las tribus eran en gran medida rituales, y pocas veces se traducían en una matanza indiscriminada y generalizada. Aunque había momentos difíciles, la vida, en su mayor parte, era estable y previsible […]. Los pueblos nativos respetaban su entorno, razón por la cual no perdían las fuentes de agua y alimento debido a la contaminación o la extinción, ni tampoco faltaban materiales para los menesteres cotidianos fundamentales, como cestos, canoas, cobijo o leña15.
Pero no han faltado los escépticos:
La tercera doctrina también continúa dejándose ver en la actualidad. En 2001, George W. Bush anunciaba que el gobierno estadounidense no iba a financiar las investigaciones sobre las células troncales embrionarias si, para extraerlas, los científicos debían destruir embriones nuevos (se permite investigar en líneas de células troncales que previamente hayan sido extraídas de los embriones). Tal decisión fue tomada después de consultar no sólo a científicos, sino también a filósofos y pensadores religiosos. Muchos de ellos formularon el problema moral desde el punto de vista de la «animación», es decir, el momento en el cual el grupo de células quese convertirán en una criatura es dotado de alma. Algunos defendían que tal hecho se produce en el momento de la concepción, lo cual implica que el blastocisto (la bola de células de cinco días de la que se toman las células troncales) es moralmente equivalente a una persona, y que destruirlo es una forma de asesinato16. Este argumento resultó ser decisivo, lo cual significa que la política estadounidense sobre la que posiblemente sea la tecnología médica más prometedora del siglo XXI se decidió atendiendo a razones morales, como podría haberse hecho varios siglos antes: ¿cuándo entra el fantasma por primera vez en la máquina?
Todas éstas son sólo algunas de las huellas de la Tabla Rasa, el Buen Salvaje y el Fantasma en la Máquina en la vida intelectual moderna. En los capítulos siguientes veremos que las ideas aparentemente etéreas de los filósofos ilustrados se atrincheraron en la conciencia moderna, y que los descubrimientos recientes están poniendo en duda tales ideas.