SEXTA PARTE

LA VOZ DE LA ESPECIE.

La Tabla Rasa fue una visión atractiva. Prometía, basándose en los hechos, hacer indefendibles el racismo, el sexismo y los prejuicios de clase. Parecía ser un baluarte contra el tipo de pensamiento que condujo al genocidio. Pretendía evitar que las personas cayeran en un fatalismo prematuro sobre las dolencias sociales evitables. Dirigía la atención hacia el trato de los niños, de los pueblos indígenas y de las clases marginadas. De este modo, se convirtió en parte de una fe secular y parecía constituir la posición general correcta de nuestros tiempos.

Pero la Tabla Rasa tenía, y tiene, un lado oscuro. El vacío que postulaba en la naturaleza humana lo llenaron con avidez los regímenes totalitarios, y nada hizo para evitar sus genocidios. Pervierte la enseñanza, la educación y las artes, y las convierte en formas de ingeniería social. Atormenta a las madres que trabajan fuera de casa y a los padres cuyos hijos no son como ellos quisieran que fueran. Amenaza con proscribir la investigación médica que podría aliviar el sufrimiento humano. Su corolario, el Buen Salvaje, invita a desdeñar los principios de la democracia y de «un gobierno de las leyes y no de los hombres». Nos impide ver nuestras deficiencias cognitivas y morales. Y en cuestiones de política ha antepuesto dogmas ñoños a la búsqueda de soluciones viables.

La Tabla Rasa no es un ideal que todos debiéramos rogar que fuera verdad. Muy al contrario, es una abstracción contraria a la vida y antihumana que niega nuestra humanidad común, nuestros intereses inherentes y nuestras preferencias individuales. Aunque pretende festejar nuestro potencial, hace todo lo contrario, porque nuestro potencial procede de la interacción de unas facultades maravillosamente complejas, y no de una oquedad pasiva ni de una tablilla vacía.

Con independencia de sus efectos buenos y malos, la Tabla Rasa es una hipótesis empírica sobre el funcionamiento del cerebro que se ha de evaluar desde la perspectiva de si es o no es verdadera. Las ciencias modernas de la mente, el cerebro, los genes y la evolución demuestran cada vez con mayor claridad que no lo es. El resultado es un esfuerzo en una última tentativa por salvar la Tabla Rasa, desfigurando para ello la ciencia y la vida intelectual: negar la posibilidad de la objetividad y la verdad, reducir los temas a dicotomías, sustituir los hechos y la lógica por poses políticas.

La Tabla Rasa se atrincheró en la vida intelectual hasta el punto de que la perspectiva de trabajar sin ella puede resultar muy inquietante. En temas que van de la educación de los hijos hasta la sexualidad, de los alimentos naturales hasta la violencia, las ideas cuyo simple cuestionamiento parecía inmoral resulta que no sólo son cuestionables, sino que probablemente son erróneas. Hasta las personas que no tienen un interés personal ideológico pueden sentir vértigo cuando descubren que se rompe este tipo de tabúes: «¡Qué mundo feliz el que alberga a tal clase de personas!». ¿Es que la ciencia nos lleva a donde el prejuicio es algo bueno, a donde la desigualdad y la violencia se asumen con resignación, a donde a las personas se las trata como a máquinas?

¡En absoluto! Al liberar de unos dogmas moribundos unos valores ampliamente compartidos lo único que puede ocurrir es que tales valores cuenten con una base más sólida. Comprendemos por qué condenamos el prejuicio, la crueldad con los niños y la violencia contra las mujeres, y podemos centrar nuestros esfuerzos en cómo poner en práctica los objetivos que más apreciamos. Con ello protegemos estos objetivos de las agitaciones de la interpretación basadas en hechos que la ciencia genera continuamente.

En cualquier caso, abandonar la Tabla Rasa no es algo tan radical como podría parecer. Sí, es una revolución en muchos sectores de la vida intelectual moderna. Pero, excepción hecha de unos pocos intelectuales que han permitido que sus teorías les ganen la batalla, no es una revolución en la idea que la mayoría de las personas tienen del mundo. Sospecho que pocas son las personas que, en el fondo, creen de verdad que niños y niñas son intercambiables, que todas las diferencias en inteligencia proceden del entorno, que los padres pueden macrogestionar la personalidad de sus hijos, que los humanos nacemos libres de tendencias egoístas, o que las historias, las melodías y los rostros atractivos son construcciones sociales arbitrarias. Margaret Mead, icono del igualitarismo del siglo XX, le decía a su hija que atribuía su propio talento intelectual a sus genes, y puedo confirmar que esta doble personalidad es habitual entre los académicos1. Los estudiosos que en público niegan que la inteligencia sea un concepto con sentido la tratan como cualquier cosa menos como algo sin sentido en su vida profesional. Quienes dicen que las diferencias de género son una construcción social reversible no las tratan como tal cuando aconsejan a sus hijas, en sus relaciones con el sexo opuesto, ni en sus momentos de charla distendida, de humor o de reflexión sobre su vida.

Reconocer la naturaleza humana no significa invalidar nuestras ideas personales sobre el mundo, y, si tal hiciera, nada podría proponer yo como sustituto. Significa únicamente sacar la vida intelectual de su universo paralelo y volver a unirla a la ciencia y, cuando ésta la confirme, al sentido común. La alternativa es hacer de la vida intelectual algo cada vez más irrelevante para los asuntos humanos, convertir a los intelectuales en hipócritas, y a todos los demás, en antiintelectuales.

Los científicos y los intelectuales públicos no son las únicas personas que han reflexionado sobre cómo funciona la mente. Todos somos psicólogos, y algunos, sin el beneficio de nada que se lo acredite, unos grandes psicólogos. Entre estas personas están los poetas y los novelistas, cuya empresa, como veíamos en el capítulo anterior, es crear «representaciones justas de la naturaleza general». Paradójicamente, en el clima intelectual de hoy, los novelistas pueden tener un mandato más claro que los científicos de contar la verdad sobre la naturaleza humana. Las personas con profundos conocimientos adoptan un aire despectivo ante las comedias de entretenimiento y los romances almibarados en las que se unen todos los cabos y, al final, todos son felices y comen perdices. La vida no es así, nos damos cuenta, y en las artes buscamos un rearme espiritual ante los dolorosos dilemas de la condición humana.

Pero cuando se trata de la ciencia de los seres humanos, estas mismas personas dicen: ¡Dennos sensiblería! El «pesimismo» se considera una crítica legítima de las observaciones de la naturaleza humana, y la gente espera que las teorías sean una fuente de exaltación sentimental. «Shakespeare no tenía conciencia; yo, tampoco», decía George Bernard Shaw. No era una confesión de psicopatía, sino una afirmación de la obligación que el buen dramaturgo tiene de tomarse en serio el punto de vista de todos los personajes. Los científicos de la conducta humana tienen la misma obligación, y esto no les exige desconectar su conciencia en los ámbitos en los que deban utilizarla.

Los poetas y los novelistas han hablado de muchos de los temas que se tratan en este libro con mayor inteligencia y más fuerza que cualquier escritorzuelo académico. Ellos me permiten concluir el libro volviendo a algunos de sus temas principales sin limitarme a repetirlos. Lo que sigue son cinco estampas de la literatura que, en mi opinión, captan algunas de las moralejas de las ciencias de la naturaleza. Subrayan que los descubrimientos de estas ciencias no se han de afrontar con miedo ni aversión, sino con el equilibrio y el criterio que empleamos cuando reflexionamos sobre la naturaleza humana en los demás ámbitos de nuestra vida.

The Brain —is wider than the Sky—

For —put them side by side—

The one the other will contain

With ease —and you— beside—

The Brain is deeper than the sea—

For —hold them— Blue to Blue—

The one the other will absorb

As Sponges —Buckets— do—

The Brain is just the weight of God—

For —Helft them— Pound the Pound—

And they will differ —if they do—

As Syllable from Sound1a

El primer verso de Emily Dickinson, «El cerebro es más grande que el cielo», expresa la grandeza de la idea de una mente que responde a la actividad del cerebro2. En éste y en otros de sus poemas, Dickinson se refiere al «cerebro», y no al «alma» o ni siquiera a la «mente», como para recordar a los lectores que la sede de nuestro pensamiento y de nuestra experiencia es un pedazo de materia. Sí, en cierto sentido, la ciencia nos «reduce» a los procesos fisiológicos de un órgano de kilo y medio no muy atractivo. Pero no un órgano cualquiera. En su asombrosa complejidad, su explosivo cálculo combinatorio y su ilimitada capacidad para imaginar mundos reales y ficticios, el cerebro, qué duda cabe, es más grande que el cielo. El propio poema da fe de ello. Simplemente para comprender la comparación de cada verso, el cerebro del lector debe contener el cielo y absorber el mar y visualizar ambos a la misma escala que el mismo cerebro.

La enigmática estrofa final, con la sorprendente imagen de Dios y el cerebro sopesados como si fueran coles, ha desconcertado a los lectores desde que se publicó el poema. Algunos lo interpretaron como creacionismo (Dios hizo el cerebro), otros como ateísmo (el cerebro ideó a Dios). El símil con la fonología —el sonido es un continuo sin costuras; una sílaba es una unidad delimitada de sonido— sugiere un cierto panteísmo: Dios está en todas partes y en ninguna parte, y todo cerebro encarna una medida finita de la divinidad. La condición, «si se distinguen», sugiere misticismo —es posible que Dios y el cerebro de alguna manera sean lo mismo— y, por supuesto, agnosticismo. No hay duda de que la ambigüedad es intencionada, y dudo de que alguien pueda defender como correcta una única interpretación.

Me gustaría interpretar que el poema sugiere que la mente, al contemplar su lugar en el mundo, llega a alcanzar sus propias limitaciones y se aboca a unos misterios que parecen pertenecer a un reino separado y divino. El libre albedrío y la experiencia subjetiva, por ejemplo, son ajenos a nuestra idea de causalidad y parecen una chispa divina alojada en nuestro interior. Parece que la moral y el sentido son inherentes a una realidad que existe con independencia de nuestros juicios. Pero este carácter separado puede ser la ilusión de un cerebro que nos imposibilita no pensar que están separados de nosotros. En última instancia, no tenemos forma de saberlo, porque somos nuestro cerebro y no tenemos modo alguno de salirnos de él para comprobarlo. Pero si, en consecuencia, estamos atrapados, es una trampa de la que no podemos quejarnos, pues es más grande que el cielo, más profunda que el mar, y tal vez pese lo mismo que Dios.

El cuento de Kurt Vonnegut «Harrison Bergeron» es tan transparente como críptico es el poema de Dickinson. Así empieza:

Corría el año 2081, y por fin todos eran iguales. No sólo eran iguales ante Dios y ante la ley. Eran iguales en todos los sentidos. Nadie era más inteligente que nadie. Nadie más guapo que nadie. Nadie más fuerte ni más rápido que nadie. Toda esta igualdad se debía a las Enmiendas 211, 212 y 213 a la Constitución, y a la permanente vigilancia de los agentes del Discapacitador General de Estados Unidos3.

Para imponer la igualdad, el Discapacitador General neutraliza cualquier bien heredado (y, por consiguiente, inmerecido). Las personas inteligentes han de llevar al oído una radio sintonizada a un transmisor del gobierno que emite un sonido agudo cada veinte segundos (parecido al sonido que se produce al romper una botella de leche con un martillo) , para impedir que se aprovechen indebidamente de su cerebro. A las bailarinas se les cuelgan bolsas de perdigones y se les cubre la cara con una máscara, para que nadie se pueda incomodar al ver a alguien más bello o con mayor gracia. Se selecciona a los locutores por sus dificultades para hablar. El héroe del cuento es un adolescente superdotado al que se obliga a llevar auriculares, unas gruesas gafas onduladas, trescientas libras de virutas de hierro y unas fundas negras en la mitad de los dientes. El cuento trata de su desventurada rebelión.

La historia no tiene nada de sutil, pero «Harrison Bergeron» es una ingeniosa síntesis de una falacia demasiado común. El ideal de la igualdad política no es garantía de que las personas sean innatamente indistinguibles. Es una política para tratar a las personas en determinados ámbitos (la justicia, la educación, la política) teniendo en cuenta sus méritos individuales y no las estadísticas de cualquier grupo al que pertenezcan. Y es una política para reconocer unos derechos inalienables a todas las personas en virtud de que son seres humanos sensibles. Las políticas que insisten en que las personas sean idénticas en sus resultados deben imponer unos costes a los humanos que, como todos los seres vivos, varían en su dotación biológica. Dado que los talentos, por definición, son escasos y sólo se pueden desarrollar en su totalidad en raras circunstancias, para conseguir una igualdad obligada es más fácil rebajar el extremo superior (con lo que se priva a todos del fruto de los talentos de las personas) que subir el inferior. En los Estados Unidos de 2081 de Vonnegut, el deseo de una igualdad de resultados se representa como una farsa, pero durante el siglo XX condujo a menudo a auténticos crímenes contra la humanidad, y en nuestra propia sociedad el tema suele ser un tabú.

Vonnegut es un estimado escritor al que nunca se ha tachado de racista, sexista, elitista ni darwinista social. Imaginemos cuál habría sido la reacción si hubiera formulado su mensaje de manera no ficticia en vez de hacerlo en un cuento satírico. Toda generación tiene sus provocadores, desde los bufones de Shakespeare a Lenny Bruce, que prestan su voz a verdades que son innombrables en una sociedad respetuosa. Los humoristas a tiempo parcial actuales como Vonnegut, y los de dedicación exclusiva como Richard Pryor, Dave Barry y los autores de The Onion, continúan esa tradición.

La fantasía distópica de Vonnegut se representó como una farsa de la extensión de un cuento, pero la más famosa de este tipo de farsas se representó como una pesadilla de la extensión de una novela. La obra de George Orwell 1984 representa de forma vívida cómo sería la vida si las inclinaciones represoras de la sociedad y el gobierno se extrapolaran al futuro. En los cincuenta años posteriores a la publicación de la novela, se han condenado muchos avances porque se asociaron con el mundo de Orwell: el eufemismo del gobierno, los documentos nacionales de identidad, las cámaras de vigilancia, los datos personales en Internet, e incluso, en el primer anuncio televisivo del ordenador Macintosh, el PC de IBM. Ninguna otra obra de ficción ha producido tal impacto en las opiniones de la gente sobre cuestiones del mundo real.

La novela 1984 es una obra literaria inolvidable, no sólo un discurso político, gracias a la forma en que imaginó Orwell los detalles de cómo iba a funcionar su sociedad. Todos los componentes de la pesadilla encajaban entre sí para formar un conjunto rico y creíble: el gobierno omnipresente, la guerra eterna con enemigos cambiantes, el control totalitario de los medios de comunicación y de la vida privada, la neolengua, la constante amenaza de la traición personal.

Menos conocido es que el régimen poseía una filosofía bien articulada. Se le explica a Winston Smith en el desgarrador pasaje en que se le sujeta a una mesa con unas correas y el agente del gobierno O’Brien va alternando la tortura con el sermón. La filosofía del régimen es rigurosamente posmodernista, explica O’Brien (sin emplear la palabra, por supuesto). Cuando Winston objeta que el Partido no puede hacer realidad su lema: «Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado», O’Brien replica:

Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmoral puede captar la realidad4.

O’Brien admite que para determinados fines, por ejemplo navegar por el océano, es útil presumir que la Tierra gira alrededor del sol y que hay estrellas en unas lejanas galaxias. Pero, sigue diciendo, el Partido también podría utilizar astronomías alternativas en las que el sol gire alrededor de la Tierra y las estrellas sean bolas de fuego situadas a unos pocos kilómetros. Y aunque O’Brien no lo explica en este pasaje, la neolengua es la definitiva «prisión del lenguaje», «una lengua que piensa al hombre y su "mundo"».

El sermón de O’Brien debería dar que pensar a los partidarios del posmodernismo. Tiene gracia que una filosofía que se enorgullece de desbaratar los ejércitos del poder tenga que abrazar un relativismo que imposibilita cuestionar el poder, porque niega que existan unas referencias objetivas con las que se puedan evaluar los engaños de los poderosos. Por la misma razón, estos pasajes deberían dar que pensar a los científicos radicales que insisten en que las aspiraciones que los otros científicos tienen a propósito de una realidad objetiva (incluidas las teorías sobre la naturaleza humana) en realidad son armas para defender los intereses de clase, sexo y raza dominantes5. Sin una idea de verdad objetiva, la vida intelectual degenera en una batalla para dirimir quién aplica mejor la fuerza bruta para «controlar el pasado».

Otro precepto de la filosofía del Partido es la doctrina del superorganismo: ¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula supone el vigor del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas6?

La doctrina de que una colectividad (una cultura, una sociedad, una clase, un sexo) es un ser vivo con sus propios intereses y su sistema de creencias está en la base de las filosofías políticas marxistas y de la tradición de la ciencia social que Durkheim inició. Orwell muestra su lado oscuro: el rechazo del individuo —la única entidad que literalmente siente el placer y el dolor— como un mero componente que existe para favorecer los intereses del conjunto. La sedición de Winston y de su amante Julia empezó en la búsqueda de los placeres humanos más simples —el azúcar con el café, el papel blanco para escribir, la conversación privada, las relaciones sexuales con verdadero afecto—. O’Brien deja claro que no se va a tolerar tal individualismo: «No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano7».

El Partido también cree que los lazos sentimentales con la familia y los amigos son «hábitos» que se entrometen en el camino de una sociedad que funcione sin problemas:

Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista. […] No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad8.

Es difícil leer este pasaje sin pensar en el actual entusiasmo por las propuestas en que unos mandarines iluminados van a rediseñar la educación de los hijos, las artes y la relación entre los sexos, en un esfuerzo por construir una sociedad mejor.

Las novelas distópicas recurren a la exageración grotesca, por supuesto. Se puede hacer que, en su caricatura, cualquier idea parezca aterradora, aunque sea de una moderación razonable. No quiero decir con ello que una preocupación por los intereses de la sociedad o por mejorar las relaciones humanas sea un paso hacia el totalitarismo. Pero la sátira puede demostrar que las ideologías populares se han olvidado de los inconvenientes —en este caso, que la idea de que el lenguaje, el pensamiento y los sentimientos son convenciones sociales abre la posibilidad de que los ingenieros sociales intenten reformarlos—. Una vez conscientes de los inconvenientes, ya no tenemos que tratar a las ideologías como vacas sagradas a las que haya que supeditar los descubrimientos a partir de los hechos.

Y por último llegamos al núcleo de la filosofía del Partido. O’Brien ha refutado todos los argumentos de Winston, ha truncado todas sus esperanzas. Le ha dicho: «Si quieres una imagen del futuro, imagina una bota que aplasta un rostro humano, para siempre». Hacia el final de este diálogo, O’Brien desvela la proposición que hace posible toda la pesadilla (y cuya falsedad, podemos suponer, la haría imposible).

Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su desacuerdo con O’Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos, sin nada en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le producía lo que había dicho O’Brien, volvió al ataque.

—No sé, no me importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.

—Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la naturaleza humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros creamos la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables9.

Las tres obras de las que he hablado son didácticas y no están ancladas en ningún momento ni lugar existentes. Las dos que quedan son distintas. Ambas están enraizadas en una cultura, un escenario y una época. Ambas saborean el lenguaje, el medio y las filosofías de la vida de sus personajes. Y ambos autores advirtieron a sus lectores de que no generalizaran a partir de sus historias. Pero los dos son famosos por sus perspicaces ideas sobre la naturaleza humana, y creo que les hago justicia al presentar sus episodios desde este punto de vista.

Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain constituye una fuente especialmente peligrosa de lecciones porque empieza con la siguiente orden del autor: «Quienes intenten encontrar un motivo de esta historia serán procesados; quienes traten de encontrar en ella una moraleja serán desterrados; quienes intenten encontrarle un argumento serán fusilados». Esto no ha impedido que todo un siglo de críticos señalaran su doble poder. Huckleberry Finn nos muestra tanto las flaquezas del sur anterior a la guerra como las flaquezas de la naturaleza humana, vistas a través de los ojos de dos buenos salvajes, que las descubren mientras descienden por el río Mississippi.

Huckleberry Finn desvela muchas imperfecciones humanas, pero tal vez lo más tragicómico sea el origen de la violencia en una cultura del honor. En realidad, la cultura del honor es una psicología del honor: una serie de sentimientos que incluyen la lealtad a los familiares, la sed de venganza y un impulso por mantener la fama de dureza y valor. Cuando otros pecados humanos —la envidia, la lujuria, el autoengaño— despiertan tales sentimientos, éstos pueden alimentar un círculo vicioso de violencia, ya que todas las partes se sienten incapaces de renunciar a la venganza contra las demás. El círculo se puede agrandar en determinados lugares, entre ellos en el sur de Estados Unidos.

Huck se encontró con la cultura del honor en dos ocasiones muy seguidas. La primera sucedió mientras viajaba de polizón en una barcaza que tripulaban «unos tipos rudos» y con gran afición a la bebida. Después de que uno de los hombres se dispusiera a cantar a grito pelado la enésima estrofa de una canción subida de tono, se produjo un altercado por causas relativamente triviales, y dos hombres se encararon, dispuestos a la pelea:

[Bob, el hombre más corpulento del barco] se levantó de un salto, hizo sonar los tacones y gritó: «¡Eh! ¡Soy el auténtico mandíbula de hierro, cuerpo de bronce, vientre de cobre y fabricante de cadáveres de la agreste Arkansaw! ¡Miradme! ¡Soy el hombre al que llaman Muerte Súbita y Desolación General! ¡Hijo de un huracán, hecho por un terremoto, hermanastro del cólera, medio pariente de la viruela por parte de madre! ¡Miradme! Me tomo diecinueve pellejos y un tonel de whisky para desayunar cuando tengo la salud de hierro, y una fanega de serpientes de cascabel cuando estoy enfermo. Parto las eternas rocas con la mirada y hago callar al trueno cuando hablo. ¡Eh! ¡Retiraos y dejadme el sitio que corresponde a mi fuerza! La sangre es mi bebida natural y el gemido del moribundo me suena a música celestial. ¡Fijaos en mí, caballeros; sentaos y contened la respiración, porque estoy a punto de estallar!» […]

Luego, el hombre que había empezado la discusión […] se levantó de un salto e hizo sonar los tacones tres veces antes de envalentonarse de nuevo […] y empezó a gritar: «¡Eh! ¡Inclinad la cabeza y apartaos, pues llega el reino de la pesadumbre! ¡Sujetadme al suelo, pues siento que se desencadenan mis poderes; muerdo un trozo de la luna y se apresuran las estaciones; tiemblo y se desmoronan las montañas! Ni se os ocurra clavar vuestra mirada en mí. Soy el hombre del corazón de piedra y vísceras de hierro. La masacre de las comunidades aisladas es el pasatiempo en mis ratos de holgazán; la destrucción de los pueblos, la gran empresa de mi vida. La inmensidad sin límites del gran desierto americano es mi propiedad cercada, y entierro a los muertos en mis propias posesiones […] ¡Eh! Inclinad la cabeza y apartaos, porque llega el Hijo Preferido de la Calamidad10».

Empezaron a girar uno alrededor de otro, a mover brazos y piernas y a golpearse, hasta que Bob, tal como lo describe Huck, dijo:

[…] no importaba, no iba a ser la última vez, porque él era un hombre que nunca olvidaba y nunca perdonaba, de modo que mejor era que El Hijo se retirara porque llegaba el momento, tan cierto como que estaba vivo, en que debería responderle con la sangre de su cuerpo. El Hijo dijo que no existía hombre más dispuesto que él para ese momento, y que le advertía a Bob seriamente, en aquel momento, de que nunca se cruzara de nuevo en su camino, porque no descansaría hasta haber caminado sobre su sangre, pues tal era su naturaleza, aunque ahora le disculpara por su familia, si es que tenía alguna11.

Y entonces, un «tipo de bigotes negros» hizo que se sentaran los dos. Con los ojos morados y la nariz roja, se dieron la mano, dijeron que siempre se habían respetado y convinieron en olvidar el pasado.

Más adelante, en el mismo capítulo, Huck alcanza la orilla nadando y tropieza con la cabaña de una familia llamada los Grangerford. Huck se queda paralizado ante unos perros amenazadores, hasta que desde una ventana una voz le indica que entre despacio en la cabaña. Abre la puerta y se encuentra ante los cañones de tres escopetas. Cuando los Grangerford ven que Huck no es un Shepherdson, la familia con la que mantienen una relación hostil, le invitan a quedarse con ellos. A Huck le cautiva su vida refinada; sus preciosos muebles, sus elegantes vestidos y sus exquisitos modales, especialmente el patriarca, el coronel Grangerford. «Era todo un caballero, como toda su familia. Bien nacido, como se suele decir, y esto es un mérito tanto en un hombre como en un caballo.»

Tres de los hijos Grangerford habían muerto con motivo del enfrentamiento, y el superviviente más joven, Buck, se hizo amigo de Huck. Cuando los dos muchachos salen a pasear y Buck dispara contra un Shepherdson, Huck le pregunta por qué quiere matar a alguien que no ha hecho nada para herirle. Buck explica la idea de enfrentamiento:

—Bueno —dice Buck—, un enfrentamiento funciona así: un hombre discute con otro hombre y le mata; luego, el hermano de ese otro hombre le mata a él; después, los otros hermanos de ambos bandos se enfrentan entre sí; entonces intervienen los primos, y al final todos se matan y ya no hay más hostilidad. Pero todo va muy despacio y hace falta mucho tiempo.

—¿Y ésta hace mucho que dura, Buck?

—Pues, a ver si me acuerdo. Empezó hace treinta años, más o menos. Hubo unos problemas y luego un juicio para solucionarlos, y la sentencia fue contraria a uno de los hombres; por eso se dirigió al que ganó el pleito y le disparó; algo natural, por supuesto. Cualquiera habría hecho lo mismo.

—¿Y cuáles eran esos problemas, Buck? ¿Las tierras? —Quizá. No lo sé.

—¿Y quién fue el que disparó? ¿Un Grangerford o un Shepherdson?

—¿Pero cómo me voy a acordar? Hace ya mucho tiempo de eso.

—¿Nadie lo sabe?

—Sí, claro, papá lo sabe, y algunos otros viejos; pero no saben cuál fue el motivo de la primera disputa12.

Buck añade que el enfrentamiento se debe al sentido del honor de las dos familias. «No hay ningún cobarde entre los Shepherdson; ni uno. Y tampoco hay ningún cobarde entre los Grangerford13.» El lector prevé que habrá problemas, y pronto aparecen. Una chica de los Grangerford huye con un chico de los Shepherdson; los Grangerford salen prestos en su busca, y todos los varones Grangerford son abatidos en una emboscada. «No voy a contar todo lo que pasó —dice Huck—; enfermaría de nuevo si lo hiciera. Deseaba no haber saltado a la orilla aquella noche para ver tales cosas14

En el transcurso del capítulo, Huck se encuentra con dos ejemplos de la cultura del honor sureña. Entre los bajos fondos equivalía a unas bravatas vacías y se saldaba con unas carcajadas; entre los aristócratas, llevaba a la devastación de dos familias y era toda una tragedia. Creo que Twain hablaba de la retorcida lógica de la violencia y de que traspasa nuestros estereotipos de gente ordinaria y gente refinada. En efecto, el reconocimiento moral no sólo trasciende las clases, sino que las invierte: la chusma resuelve sus disputas sin sentido a base de mucha verborrea; los caballeros siguen con sus disputas igualmente sin sentido hasta concluirlas de forma terrible.

La perversa psicología de la hostilidad entre los Grangerford y los Shepherdson, aunque totalmente sureña, resulta familiar para la historia y la etnografía de cualquier región del mundo. (En particular, la introducción de Huck a los Grangerford fue reproducida de forma hilarante en el conocido relato que Napoleon Chagnon hizo de su bautismo en el trabajo de campo antropológico, cuando cayó en un pueblo yanomami guerrero y se encontró acorralado por unos perros y ante las puntas envenenadas de unas flechas.) Y es familiar en los ciclos de violencia que siguen representando las bandas, las milicias, los grupos étnicos y los respetables Estados-nación. La imagen que Twain pinta de los orígenes de la violencia endémica en una psicología del honor que le hace caer a uno en la trampa es tan atemporal que, aviso, sobrevivirá a las teorías de moda sobre las causas y las soluciones de la violencia.

El último tema que quisiera retomar tiene que ver con la idea de que la tragedia humana reside en los conflictos de interés parciales que son inherentes a todas las relaciones humanas. Creo que lo podría ilustrar con casi cualquier gran obra de ficción. Un texto literario inmortal expresa «todas las constantes principales del conflicto de la condición del hombre», escribió George Steiner refiriéndose a Antígona. «La gente corriente que experimenta el roce con las páginas es quien nos calienta las manos y el corazón mientras escribimos», observó John Updike. Pero hay una novela que me llamó la atención por mostrar la idea en su título: Enemigos: una historia de amor15, de Bashevis Singer.

Singer, al igual que Twain, se opone rotundamente a la posibilidad de que sus lectores puedan extraer alguna moraleja del trozo de vida que expone. «Aunque no tuve el privilegio de sufrir el Holocausto de Hitler, he vivido muchos años en Nueva York con refugiados de aquella terrible experiencia. Por eso me apresuro a señalar que esta novela no es en modo alguno la historia del típico refugiado, de su vida y su lucha […]. Los personajes no son sólo víctimas de los nazis, sino víctimas de su propia personalidad y de su destino». En literatura, la excepción es la regla, escribe Singer, pero sólo después de señalar que la excepción está enraizada en la regla. Singer ha sido elegido por su atenta observación de la naturaleza humana, y no en menor medida porque imagina qué ocurre cuando el destino sitúa a personajes corrientes ante dilemas extraordinarios. Ésta es la idea subyacente en su libro y en la magnífica adaptación cinematográfica de 1989, en la película dirigida por Paul Mazursky y protagonizada por Anjelica Huston y Ron Silver.

Herman Broder vive en Brooklyn en 194 9 con su segunda esposa, Yadwiga, una campesina que trabajaba de sirvienta de los padres de Herman cuando vivían en Polonia. Diez años antes, su primera mujer, Tamara, había llevado a sus dos hijos a visitar a sus padres y, mientras estaban separados, los nazis invadieron Polonia. Tamara y los niños fueron fusilados. Herman sobrevivió porque Yadwiga le escondió en el pajar de su familia. Cuando acabó la guerra, se enteró de la suerte que había corrido su familia, se casó con Yadwiga y ambos marcharon a Nueva York.

Durante su estancia en el campo de refugiados, Herman se había enamorado de Masha, a la que encuentra de nuevo en Nueva York y con quien mantiene una relación apasionada (más adelante, en el libro, se casará con ella también). Yadwiga y Masha son, en parte, unas fantasías masculinas: la primera, pura pero simple; la segunda, deslumbrante pero histriónica. La conciencia de Herman le impide abandonar a Yadwiga; su pasión le impide abandonar a Masha. Todo esto provoca mucho sufrimiento, pero Singer no nos deja que odiemos demasiado a Herman, porque entendemos que el horror arbitrario del Holocausto ha hecho de él un fatalista que no confía en que sus decisiones puedan influir en el curso de su vida. Además, Herman recibirá amplio castigo por su duplicidad con una vida de fuerte ansiedad, que Singer presenta con un sabor cómico y, a veces, cruel.

La cruel broma sigue cuando Herman descubre que incluso lo bueno puede llegar a hartar. Resulta que su primera mujer sobrevivió a los nazis y huyó a Rusia; ha llegado a Nueva York y vive en casa de sus piadosos y ancianos tíos. Todo judío de la época de posguerra sabe de encuentros emotivos de los supervivientes de familias devastadas por el Holocausto, pero el encuentro de una esposa a quien él había dado por muerta constituye una escena de un patetismo casi inimaginable. Herman entra en el apartamento de Reb Abraham:

ABRAHAM: Un milagro del cielo, hermano, un milagro… Tu esposa ha vuelto.

[Sale Abraham. Entra Tamara.]

TAMARA: Hola, Herman.

HERMAN: No sabía que estabas viva.

TAMARA: Es algo que nunca supiste.

HERMAN: Es como si salieras de entre los muertos.

TAMARA: Nos descargaron en una fosa. Creyeron que estábamos todos muertos. Pero yo me arrastré por entre los cadáveres y escapé por la noche. ¿Cómo es que mi tío no sabía dónde estabas? Tuvimos que poner un anuncio en el periódico.

HERMAN: No tengo apartamento propio. Vivo con otra persona.

TAMARA: ¿Qué haces? ¿Dónde vives?

HERMAN: No sabía que estabas viva y…

TAMARA [sonríe]: ¿Quién es la afortunada que ha ocupado mi puesto?

HERMAN [aturdido; luego responde]: Era nuestra criada. La conocías… Yadwiga.

TAMARA [a punto de reír]: ¿Te casaste con ella? Disculpa, pero ¿no era muy tonta? No sabía ni ponerse un par de zapatos. Recuerdo que tu madre me decía que intentaba ponerse el zapato izquierdo en el píe derecho. Si le dabas dinero para comprar algo, lo perdía.

HERMAN: Me salvó la vida.

TAMARA: ¿No había otra forma de recompensárselo? Bueno, será mejor que no haga preguntas. ¿Tienes algún hijo de ella?

HERMAN: No.

TAMARA: No me extrañaría que los tuvieras. Sospechaba que te acostabas con ella incluso cuando estabas conmigo.

HERMAN: No digas tonterías. Nunca me acosté con ella…

TAMARA: ¿De verdad? Bueno, en realidad lo nuestro nunca fue un matrimonio. No hacíamos más que discutir. Nunca sentiste por mí respeto alguno, por mis ideas…

HERMAN: No es verdad. Sabes que…

ABRAHAM [entra en la habitación, se dirige a Herman]: Puedes quedarte con nosotros hasta que encuentres un apartamento. La hospitalidad es un acto de caridad y, además, sois parientes. Como dice el Libro Sagrado: «Y no te ocultarás de los de tu propia carne».

TAMARA [interrumpiendo]: Tío, tiene otra mujer16.

Sí, al cabo de unos segundos de un encuentro milagroso, ya se están peleando, partiendo de donde lo dejaron cuando, diez años antes, se separaron. ¡Cuánta psicología condensada en esa escena! La inclinación de los hombres a la poligamia y las frustraciones que inevitablemente conlleva. La inteligencia social más desarrollada de las mujeres y su preferencia por la agresión verbal frente a la física contra las rivales en el amor. La estabilidad de la personalidad a lo largo de la vida. Cómo las circunstancias particulares de una situación son causa de la conducta social, especialmente las circunstancias de los otros, de forma que dos personas siguen la misma dinámica cada vez que están juntas.

Aunque es una escena muy triste, no carece de cierto humor malicioso, cuando contemplamos a esas almas patéticas renunciando a la oportunidad de saborear un momento de rara fortuna y, en vez de ello, poniéndose a discutir por cosas menores. Pero de quien Singer se ríe sobre todo es de nosotros. Las convenciones dramáticas y la creencia en una justicia cósmica nos inducen a esperar que el sufrimiento ha ennoblecido a los personajes y que estamos a punto de ser testigos de una escena muy dramática e impregnada de pathos. En su lugar, se nos muestra lo que deberíamos haber esperado: unos seres humanos reales con todas sus neuras. El episodio tampoco es una muestra de cinismo o misantropía: no nos sorprendemos cuando, más adelante, Herman y Tamara comparten momentos de ternura, como tampoco de que una clarividente Tamara le ofrezca su única oportunidad de redimirse. Una escena donde alienta la voz de la especie: esa cosa exasperante, entrañable, misteriosa, previsible y eternamente fascinante que llamamos «naturaleza humana».