CAPÍTULO 15. EL ANIMAL MORALISTA.

Uno de los miedos más profundos que las personas sienten ante la interpretación biológica de la mente es que nos conduciría al nihilismo moral. Si no fuimos creados por Dios con algún fin superior, dicen los críticos de la derecha, o si somos el producto de unos genes egoístas, dicen los críticos de la izquierda, entonces ¿qué nos impediría que nos convirtiéramos en unos egoístas amorales que sólo buscan ser el número uno? ¿No deberíamos considerarnos unos mercenarios venales de quienes no cabe esperar atención alguna hacia los menos afortunados? Ambas partes apuntan al nazismo como la consecuencia de aceptar las teorías biológicas sobre la naturaleza humana.

En el capítulo anterior demostrábamos que no hay lugar para tales temores. Nada impide que el proceso amoral y sin dios de la selección natural desarrolle una especie social y con cerebro equipada con un refinado sentido moral1. En efecto, es posible que el problema del Homo sapiens no sea que disponemos de una moral escasa. Tal vez el problema sea que tenemos demasiada.

¿Qué induce a las personas a juzgar un acto como inmoral («Matar no está bien»), a diferencia de otro desagradable («Odio el brécol»), de poco gusto («No mezcles las rayas con los cuadros») o imprudente («No bebas vino en los vuelos largos»)? Las personas piensan que las normas morales son universales. La persecución del asesinato o la violación, por ejemplo, no son una cuestión de gustos ni de modas, sino que posee una justificación trascendente y universal. La gente piensa que hay que castigar a quienes cometen actos inmorales: no sólo es correcto provocar daños a las personas que han cometido una infracción moral, sino que es incorrecto no hacerlo, es decir, «dejar que se salgan con la suya». Uno puede decir fácilmente: «No me gusta el brécol, pero no me importa que te lo comas»; pero nadie diría: «No me gusta matar, pero no me importa que asesines a alguien». Por eso los partidarios de la libre elección se equivocan cuando proclaman, como en las pegatinas de los parachoques: «Si estás en contra del aborto, no abortes». Si alguien cree que el aborto es inmoral, dejar que otras personas lo practiquen no es una opción, como no es una opción dejar que las personas violen o asesinen. Por consiguiente, las personas se sienten justificadas cuando invocan el castigo divino o el poder coercitivo del Estado para imponer los castigos. Bertrand Russell escribió: «Cometer actos de crueldad con la conciencia tranquila es un deleite para los moralistas; por eso se inventaron el infierno».

Nuestro sentido moral autoriza la agresión contra los demás como forma de impedir o castigar los actos inmorales. Esto está bien cuando el acto considerado inmoral realmente es inmoral cualquiera que sea el criterio con que se juzgue, por ejemplo la violación o el asesinato, y cuando la agresión se lleva a cabo justamente y sirve de elemento disuasorio. La tesis de este capítulo es que el sentido moral humano no puede garantizar que se escojan esos actos como el objetivo de su justificada indignación. El sentido moral es un dispositivo, como la visión en estéreo o las intuiciones sobre los números. Es un ensamblaje de circuitos neuronales engarzados a partir de piezas más antiguas del cerebro de los primates y configurados por la selección natural para realizar un trabajo. Esto no significa que la moral sea un producto de nuestra imaginación, como la evolución de la percepción de la profundidad no significa que el espacio tridimensional sea un producto de nuestra imaginación. (Como veíamos en los capítulos 9 y 11, la moral tiene una lógica interna, y posiblemente hasta una realidad externa, que una comunidad de pensadores reflexivos puede dilucidar, del mismo modo que una comunidad de matemáticos puede dilucidar verdades sobre el número y la figura.) Pero sí que significa que el sentido moral está cargado de singularidades y es proclive al error sistemático —a las ilusiones morales, por así decir—, igual que nuestras otras facultades.

Consideremos esta historia:

Julie y Mark son hermanos. Ambos son universitarios y viajan juntos por Francia durante las vacaciones de verano. Una noche se encuentran solos en un bungaló cerca de la playa. Piensan que sería interesante y divertido hacer el amor. Como mínimo sería una experiencia nueva para los dos. Julie estaba tomando anticonceptivos, y Mark usa preservativo, para estar seguro. Los dos disfrutan haciendo el amor, pero deciden no volver a hacerlo. Guardan esa noche como un secreto especial, que les hace sentir más unidos aún. ¿Qué le parece? ¿Estuvo bien que hicieran el amor?

El psicólogo Jonathan Haidt y sus colegas han planteado la historia a mucha gente2. La mayoría de las personas dicen inmediatamente que lo que hicieron Julie y Mark estuvo mal, y luego buscan razones de por qué estuvo mal. Hablan de los peligros de la endogamia, pero se les recuerda que los hermanos emplearon dos métodos anticonceptivos. Señalan que Julie y Mark se sentirían heridos emocionalmente, pero la historia deja claro que no fue así. Insinúan que el acto molestaría a la comunidad, pero luego recuerdan que todo se hizo en secreto. Proponen que podría interferir en sus relaciones futuras, pero reconocen que Julie y Mark acordaron no volver a repetirlo jamás. Al final, muchos de los encuestados admiten: «No sé, no sé cómo explicarlo, pero sé que está mal». Haidt se refiere a esto como el «pasmo moral» y lo ha suscitado con otras situaciones desagradables aunque sin víctimas:

Una mujer que está limpiando el retrete encuentra su vieja bandera de Estados Unidos. No la quiere ya para nada, de modo que la corta en pedazos y la usa para limpiar el baño.

Un coche atropella un perro delante de la casa de sus amos. Éstos habían oído decir que la carne de perro es deliciosa, así que lo descuartizan, lo cocinan y se lo comen para cenar.

Un hombre acude al supermercado una vez a la semana y compra un pollo muerto. Pero antes de cocinarlo lo
utiliza para sus juegos sexuales. Luego lo cocina y se lo come.

Muchos filósofos morales dirían que no hay nada de malo en todos estos actos, porque los actos privados entre personas adultas que los consienten y que no perjudican a otros seres sensibles no son inmorales. Algunos podrían criticar los actos utilizando un argumento más sutil que tiene que ver con el compromiso con las políticas, pero las infracciones se seguirían considerando menores comparadas con otros actos realmente abyectos de que son capaces las personas. Pero para todos los demás, tal argumentación no viene al caso. Las personas tienen unos sentimientos viscerales que les generan unas convicciones morales empáticas, y pugnan por racionalizar las convicciones3. Es posible que estas convicciones tengan poco que ver con unos juicios morales que uno pudiera justificar ante los demás desde el punto de vista de sus efectos sobre la felicidad o el sufrimiento. En vez de esto, surgen del diseño neurobiológico y evolutivo de los órganos que llamamos «sentimientos morales».

Hace poco, Haidt compiló una historia natural de los sentimientos que componen el sentido moral4. Las cuatro grandes familias son justamente lo que cabría esperar de la teoría del altruismo recíproco de Trivers y de los modelos informáticos de la evolución y la cooperación que le siguieron. Los sentimientos de condena del otro —el desprecio, la ira y la indignación— inducen a castigar a los tramposos. Los sentimientos de elogio del otro —la gratitud y un sentimiento que se podría llamar «elevación», el respeto moral o sentirse impresionado— inducen a recompensar a los altruistas. Los sentimientos ante el sufrimiento de los demás —la comprensión, la compasión y la empatía— inducen a ayudar al necesitado. Y los sentimientos de autoconciencia —la culpa, la vergüenza y el oprobio— inducen a evitar el engaño y a reparar sus efectos.

Más allá de estos conjuntos de sentimientos encontramos una distinción entre tres esferas de la moral, cada una de las cuales enmarca de distinto modo los juicios morales. La ética de la autonomía corresponde a los intereses y los derechos del individuo. Destaca la imparcialidad y la justicia como virtudes cardinales, y es el núcleo de la moral tal como la entienden las personas laicas e instruidas en las culturas occidentales. La ética de la comunidad corresponde a las costumbres del grupo social; incluye valores como la obligación, el respeto, la observancia de las convenciones y la deferencia con la jerarquía. La ética de la divinidad corresponde a un sentido de elevada pureza y santidad, que se opone al sentido de contaminación y corrupción.

El primero en desarrollar la tricotomía autonomía-comunidad-divinidad fue el antropólogo Richard Shweder, quien observó que las tradiciones no occidentales tienen unos ricos sistemas de creencias y valores con todas las referencias morales, pero sin la idea occidental de los derechos individuales5. Las refinadas creencias del hinduismo sobre la purificación son un ejemplo claro. Haidt y el psicólogo Paul Rozin parten de la obra de Shweder, pero interpretan las esferas morales no como variantes culturales arbitrarias, sino como facultades mentales universales con diferentes orígenes y facultades evolutivos6. Demuestran que las esferas morales difieren en su contenido cognitivo, sus homólogas en otros animales, sus correlatos fisiológicos y su base neuronal.

La ira, por ejemplo, que es el sentimiento de condena del otro en la esfera de la autonomía, se desarrolló a partir de sistemas para la agresión y se asumió para llevar a la práctica la estrategia de castigo del tramposo que exigía el altruismo recíproco. La repugnancia, el sentimiento de condena del otro en la esfera de la divinidad, se desarrolló a partir de un sistema para evitar los contaminantes biológicos, como la enfermedad y los desperdicios. Tal vez se asumió para señalar el círculo moral que separa los entes con quienes nos relacionamos moralmente (por ejemplo, nuestros iguales) de aquellos a quienes tratamos instrumentalmente (por ejemplo, los animales) y de aquellos a quienes rehuimos activamente (por ejemplo, las personas que padecen alguna enfermedad contagiosa). Avergonzarse, el sentimiento de timidez en la esfera de la comunidad, es idéntico a los gestos de apaciguamiento y sumisión que se encuentran en otros primates. La razón de que el dominio se fusionara con la moral en primer lugar es que la reciprocidad depende no sólo de la disposición de la persona a conceder y devolver favores, sino de su capacidad para hacerlo, y las personas dominantes poseen esta capacidad.

Los relativistas podrían interpretar que las tres esferas de la moral demuestran que los derechos individuales son una costumbre provinciana de Occidente, y que deberíamos respetar, como alternativa igualmente válida, la ética de la comunidad y de la divinidad de otras culturas. Mi conclusión, al contrario, es que la construcción del sentido moral hace a las personas de todas las culturas vulnerables a confundir los juicios morales defendibles con pasiones y prejuicios irrelevantes. La ética de la autonomía o la imparcialidad en realidad no es exclusivamente occidental; Amartya Sen y la estudiosa del derecho Mary Ann Glendon han demostrado que también tiene hondas raíces en el pensamiento asiático7. Y al revés, la ética de la comunidad y la ética de la divinidad son omnipresentes en Occidente. La ética de la comunidad, que equipara la moral con la conformidad con las normas locales, subyace en el relativismo cultural que en los campus universitarios ha adquirido un gran predicamento. Algunos profesores han observado que sus alumnos no están preparados para explicar por qué el nazismo estaba mal, porque los estudiantes piensan que no se puede permitir criticar los valores de otras culturas8. (Yo mismo puedo confirmar que hoy los alumnos protegen reflexivamente sus juicios morales diciendo cosas como ésta: «Nuestra sociedad otorga un gran valor a ser buenos con las otras personas».) Donald Symons comenta que los juicios de las personas pueden hacer toda una pirueta cuando pasan de la moral basada en la autonomía a la basada en la comunidad:

Si una sola persona en el mundo sujetara a una muchacha aterrorizada que se resiste y chilla, y con una cuchilla infectada le cortara los genitales, y luego la cosiera dejando sólo un pequeño orificio para orinar y para el flujo menstrual, la única pregunta sería con qué severidad habría que castigar a esa persona, y si la pena de muerte sería una sanción lo suficientemente dura. Pero cuando lo hacen millones de personas, esa monstruosidad, en vez de multiplicarse por millones, de repente se convierte en «cultura», y con ello, por arte de magia, pasa a ser no más horrible, sino menos, y hasta la defienden «pensadores morales» occidentales, entre quienes se incluyen feministas9.

La ética de la comunidad también supone respeto por la jerarquía establecida, y la mente (incluida la mente occidental) refunde con toda facilidad el prestigio con la moral. Lo vemos en palabras y expresiones que implícitamente equiparan el estatus con la virtud —cortés, con clase, caballeroso, honorable, noble— y el rango inferior con el pecado —clase baja, renta baja, miserable, desagradable, raído, mezquino, villano (que originariamente significaba «campesino»), vulgar—. El mito del Buen Salvaje es evidente en la adoración que hoy se profesa a los famosos. A miembros de la realeza como la princesa Diana y su equivalente estadounidense, John F. Kennedy Jr., se les otorgan los símbolos de la santidad, pese a que moralmente fueron unos personajes nada excepcionales (sí, Diana colaboraba con organizaciones benéficas, pero hoy en día tal dedicación forma parte de la definición de la tarea de una princesa). Su buen aspecto físico hace que reluzca aún más su halo, porque las personas piensan que los hombres y las mujeres atractivos son más virtuosos10. Al príncipe Carlos, que también colabora con entidades benéficas, nunca se le reconocerán los símbolos de la santidad, aunque muera de forma trágica.

Las personas también confunden la moral con la pureza, incluso en el Occidente secular. Recordemos del capítulo 1 que muchas palabras para designar la limpieza y la suciedad se aplican también a la virtud y el pecado (puro, sin mancha, inmaculado, etc.). Parece que los sujetos de Haidt equiparaban la contaminación con el pecado cuando condenaban el hecho de comerse el perro, practicar juegos sexuales con un pollo muerto o disfrutar del incesto consentido (lo cual refleja la repulsión instintiva que sentimos hacia el sexo con los hermanos, un sentimiento que se desarrolló para impedir la endogamia).

La mezcla mental de lo bueno y lo limpio puede tener unas consecuencias desagradables. Muchas veces el racismo y el sexismo se expresan como un deseo de evitar contaminantes, como en el ostracismo de la casta de los «intocables» de la India, el aislamiento de las mujeres que menstrúan en el judaísmo ortodoxo, el miedo a contraer el sida por algún contacto fortuito con varones homosexuales, las dependencias separadas, criterios segregacionistas para comer, beber, asearse y dormir durante los regímenes de Jim Crow y el apartheid, y las leyes de «higiene racial» de la Alemania nazi. Una de las cuestiones inquietantes de la historia del siglo XX es cómo fue posible que tantas personas corrientes cometieran tantas atrocidades en tiempo de guerra. El filósofo Jonathan Glover ha documentado que un denominador común es la degradación: la disminución del estatus, de la limpieza, o de ambas cosas, de la víctima. Cuando alguien despoja a una persona de su dignidad, con chistes sobre su sufrimiento, obligándola a asumir un aspecto humillante (con orejas de burro, un incómodo mono carcelario o con la cabeza burdamente rapada), o a vivir en condiciones de suciedad, la compasión de las personas normales se puede evaporar, y les resulta fácil tratar a la víctima de tales escarnios como a un animal o un objeto11.

La peculiar mezcla de justicia, estatus y pureza que constituye el sentido moral debería hacernos sospechar de quienes apelan a los sentimientos puros para resolver la cuestiones morales difíciles. En un influyente ensayo titulado «The wisdom of repugnance» («La sabiduría de la repugnancia»), Leon Kass (hoy presidente del Consejo de Bioética de George W. Bush) sostenía que cuando se trata de la clonación deberíamos abandonar el razonamiento moral y emplear nuestros sentimientos más viscerales.

La perspectiva de la clonación de seres humanos nos repele no por lo extraño o lo novedoso de la empresa, sino porque intuimos y sentimos, de forma inmediata y sin argumentarlo, que se violan cosas que con toda razón consideramos de suma importancia. La repugnancia, aquí como en cualquier otra parte, se revuelve contra los excesos de la terquedad humana, y nos advierte de que no debemos transgredir cosas de inefable profundidad. En efecto, en estos tiempos en que se dice que todo es permisible siempre que se haga libremente, en los que nuestra particular naturaleza humana ya no infunde respeto, en los que se considera que nuestros cuerpos son meros instrumentos de nuestra voluntad racional autónoma, la repugnancia puede ser la única voz que nos quede y que hable en defensa del que es el núcleo de nuestra humanidad. Superficial es el alma que ha olvidado cómo estremecerse12.

Puede que existan buenos argumentos en contra de la clonación humana, pero la prueba del estremecimiento no es uno de ellos. Las personas se han estremecido ante todo tipo de violaciones moralmente inapropiadas de los criterios de pureza de su cultura: tocar a un intocable, beber de la misma fuente de la que ha bebido un negro, permitir que sangre judía se mezcle con sangre aria, tolerar la sodomía entre hombres que lo consientan. Hasta en 1978, muchas personas (incluido Kass) se estremecían ante las nuevas tecnologías de la fecundación in vitro o, como entonces se les llamaba, de los «niños probeta». Pero hoy no constituye excepcionalidad moral alguna y, para cientos y miles de personas, es una fuente de felicidad inconmensurable o incluso de vida.

La diferencia entre una postura moral defendible y un sentimiento visceral atávico es que con la primera podemos dar razones de por qué es válida nuestra convicción. Podemos explicar por qué la tortura, el asesinato y la violación están mal, o por qué debemos oponernos a la discriminación y a la injusticia. Por otro lado, no se pueden dar buenas razones para demostrar que haya que suprimir la homosexualidad o segregar a las razas. Y las buenas razones para una postura moral no salen de la nada: siempre tienen que ver con lo que beneficia o perjudica a las personas, y se asientan en la lógica de que debemos tratar a los demás como exigimos que se nos trate.

Otra característica extraña de los sentimientos morales es que se pueden encender y apagar como si de un interruptor se tratara. Estos clincs mentales se llaman «moralización» y «amoralización», y recientemente Rozin los ha estudiado en el laboratorio13. Se trata de decidir entre una mentalidad que juzga la conducta desde la perspectiva de la preferencia y una mentalidad que juzga la conducta desde la perspectiva del valor.

Hay dos tipos de vegetarianos: los que no comen carne por razones de salud, concretamente para reducir las grasas y las toxinas en su dieta, y quienes no comen carne por razones morales, concretamente para respetar los derechos de los animales. Rozin ha demostrado que los vegetarianos morales, comparados con los que se rigen por cuestiones de salud, ofrecen más razones para no comer carne, tienen una mayor reacción emocional ante ésta y son más proclives a considerarla un contaminante —por ejemplo, rechazan tomarse una sopa en la que haya caído una gota de caldo de carne—. Es más probable que los vegetarianos morales piensen que las demás personas deberían ser vegetarianas, y que integren en sus costumbres cotidianas virtudes estrafalarias, por ejemplo creer que comer carne hace a las personas más agresivas y les provoca mayores tendencias animales. Pero no sólo los vegetarianos asocian los hábitos dietéticos con el valor moral. Cuando a los universitarios se les dan unas descripciones de personas y se les pide que las clasifiquen según su carácter, consideran que la persona que come hamburguesas con queso y batidos de leche es menos amable y considerada que la que come pollo y ensalada.

Rozin señala que recientemente se ha moralizado el fumar. La decisión de fumar o no hacerlo se trató durante muchos años como una cuestión de preferencia o prudencia: a algunas personas simplemente no les gustaba fumar o lo evitaban porque les perjudicaba la salud. Pero hoy, al descubrirse los efectos nocivos que el tabaco produce en el fumador pasivo, el hecho de fumar se considera un acto inmoral. Se destierra y condena a los fumadores, y entra en juego la psicología del asco y de la contaminación. Los no fumadores no sólo evitan fumar, sino cualquier cosa que haya podido estar en contacto con el humo: en los hoteles exigen habitaciones, e incluso plantas, para no fumadores. Asimismo, se ha despertado el deseo de castigo: los tribunales han impuesto durísimas sanciones económicas a las empresas tabaqueras, unas sanciones a las que acertadamente se ha llamado «castigos ejemplares». Esto no significa que tales decisiones sean injustificadas, sólo que debemos ser conscientes de los sentimientos que pueden estar impulsándolas.

Al mismo tiempo, se han amoralizado muchas conductas, que, a los ojos de muchas personas, han pasado de ser errores morales a ser decisiones sobre el modo de vida. Los actos amoralizados incluyen el divorcio, los hijos ilegítimos, las madres que trabajan fuera de casa, el consumo de marihuana, la homosexualidad, la masturbación, la sodomía, el sexo oral, el ateísmo y cualquier práctica de una cultura no occidental. De modo parecido, muchos males se atribuyen hoy a causas distintas, y han pasado de ser fruto del pecado a serlo de la mala suerte, por lo que se les ha cambiado el nombre. Antes, a los sin hogar se les llamaba «vagabundos»; las enfermedades de transmisión sexual eran antes enfermedades venéreas. La mayoría de los profesionales que trabajan con la drogadicción afirman que no se trata de una mala decisión, sino de un tipo de enfermedad.

Para la derecha cultural, todo esto demuestra que la moral ha sido objeto de las embestidas de la élite cultural, como se ve en la secta que se autodenomina la Mayoría Moral. Para la izquierda, demuestra que el deseo de estigmatizar la conducta privada es arcaico y represivo, como en la definición que H. L. Mencken hace del puritanismo como «el miedo inquietante de que alguien, en algún lugar, pueda ser feliz». Ambas partes se equivocan. Como si de compensar todas las conductas que se han amoralizado en las últimas décadas se tratara, nos encontramos hoy en medio de una campaña para moralizar otras. Los puritanos y quienes profesan las ideas convencionales de la clase media han sido sustituidos por los activistas que anhelan un Estado protector y por las ciudades universitarias que simulan intervenir en política exterior, pero la psicología de la moralización es la misma. Los siguientes son ejemplos de cosas que han adquirido un tinte moral hace muy poco:

  • la publicidad infantil
  • la seguridad de los coches
  • las muñecas Barbie
  • las grandes superficies
  • las fotos de mujeres desnudas
  • la ropa fabricada en el Tercer Mundo
  • la seguridad del consumidor
  • las granjas de propiedad corporativa
  • los estudios financiados por Defensa
  • los pañales desechables
  • los chistes étnicos
  • los salarios de ejecutivo
  • la comida rápida
  • ligar en el trabajo
  • los aditivos de los alimentos
  • las pieles
  • las presas hidroeléctricas
  • los test de coeficiente intelectual
  • la tala de árboles
  • la extracción de minerales
  • la energía nuclear
  • la extracción de petróleo
  • la propiedad de determinadas reservas
  • las granjas avícolas
  • las festividades públicas (Día de la Hispanidad, de Martin Luther King)
  • la investigación sobre el sida
  • la investigación sobre el cáncer de mama
  • los azotes a los niños
  • las zonas residenciales («expansión»)
  • el azúcar
  • las deducciones fiscales
  • los juguetes bélicos
  • la violencia en la televisión
  • el peso de las modelos

Muchas de estas cosas pueden tener unas consecuencias nocivas, qué duda cabe, y nadie querría que se trivializaran. La cuestión es si se abordan mejor con la psicología de la moralización (con su búsqueda de culpables, su elogio de los acusadores y la movilización de la autoridad para imponer el castigo) o desde el punto de vista de los costes y beneficios, la prudencia y el riesgo, el buen gusto y el mal gusto. La contaminación, por ejemplo, se trata a menudo como un delito de profanación de lo sagrado, como canta el grupo de rock Traffic: «Why dont’we […] try to save this land, and make a promise not to hurt again this holy ground13a». Se puede contrastar esto con la actitud de economistas como Robert Frank, quien (refiriéndose a los costes de la limpieza de residuos) dice: «Existe en el medio ambiente una cantidad óptima de contaminación, igual que en casa existe una cantidad óptima de suciedad».

Además, todas las actividades humanas tienen consecuencias, a menudo con diversos grados de beneficio o perjuicio para las diferentes partes, pero no todas se consideran inmorales. No mostramos desdén por el hombre que no cambia las pilas de la alarma contra incendios, se lleva a su familia de vacaciones (con lo que les multiplica el riesgo de accidente mortal) o se muda a una zona rural (con lo que aumenta la contaminación y el uso de carburante al tener que desplazarse en coche para ir a trabajar o de compras). Conducir un todoterreno SUV de los que consumen abundante gasolina se considera moralmente dudoso; en cambio no ocurre lo mismo con un Volvo que consuma lo mismo; tomarse una Big Mac resulta sospechoso, pero tomar queso importado o tiramisú, no. Ser conscientes de la psicología de la moralización no tiene por qué hacernos moralmente obtusos. Al contrario, nos puede advertir de la posibilidad de que la decisión de tratar un acto desde el punto de vista de la virtud y el pecado, y no desde el de los costes y los beneficios, se haga por razones moralmente inapropiadas —en particular, si los santos y los pecadores estarían en la coalición de uno o en la de otro—. Mucho de lo que hoy se llama «crítica social» consiste en miembros de las clases altas que denuncian los gustos de las clases bajas (el entretenimiento procaz, la comida rápida, el afán consumista) al tiempo que ellos se consideran igualitarios.

Hay otro aspecto de la psicología moral que normalmente se asocia con el pensamiento primitivo pero que sigue vivito y coleando en las mentes modernas: las ideas de sagrado y de tabú. Algunos valores se consideran no sólo dignos de consideración, sino también sacrosantos. Tienen un mérito infinito o trascendental, que se impone a todas las demás consideraciones. Ni siquiera se puede pensar en canjearlos por otros valores, porque el propio pensamiento es manifiestamente pecaminoso y sólo puede ser motivo de condena e indignación.

El psicólogo Philip Tetlock estudió la psicología de lo sagrado y del tabú de los universitarios estadounidenses14. Les preguntó si se debía permitir la compraventa de órganos para transplantes, la subasta de autorizaciones de adopción de huérfanos, el pago por conseguir nacionalizarse, la venta del voto en unas elecciones o pagar a alguien para que cumpliera por uno una condena o el servicio militar. Como era de esperar, la mayoría de los estudiantes pensaban que tales prácticas no eran éticas y se debían prohibir. Pero sus respuestas no terminaban en ese desacuerdo: les indignaba que alguien pudiera pensar en legalizar tales costumbres, les ofendía que se les hubieran preguntado tales cosas, y querían que se castigara a cualquiera que las tolerara. Cuando se les pedía que justificaran su opinión, todo lo que sabían decir era que tales prácticas eran «degradantes, deshumanizantes e inaceptables». Llegaban incluso a intentar purificarse, y para ello se ofrecían a hacer campaña en contra de un movimiento (ficticio) en favor de la legalización de las subastas de derechos de adopción. Su indignación se mitigaba un poco, aunque sin perder fuerza, después de oír argumentos a favor de las políticas tabú, por ejemplo que un mercado de huérfanos conseguiría que más niños pudieran vivir en un hogar feliz y que a las personas con menos ingresos se les darían vales para que pudieran participar en esas subastas.

En otro estudio se pedía la opinión sobre el administrador de un hospital que tuviera que decidir si invertir un millón de dólares en un transplante de hígado a un niño o emplearlo en otras necesidades del hospital. (Los administradores se enfrentan implícitamente a este tipo de decisiones de forma continua, porque hay procedimientos para salvar la vida de los pacientes que tienen un coste astronómico y no se pueden aplicar a todo el mundo que los necesita.) Los encuestados no sólo querían castigar al administrador que decidiera emplear el dinero en el hospital, sino también a aquel que decidiera salvar al niño pero se lo pensara mucho antes de tomar la decisión (como el personaje tacaño del cómico Jack Benny ante la amenaza de un atracador: «La bolsa o la vida»).

El tabú al pensar en los valores nucleares no es totalmente irracional. Juzgamos a las personas no sólo por lo que hacen, sino por lo que son —no sólo por si alguien ha dado más de lo que ha tomado, sino por si es el tipo de persona que te dejaría en la estacada o te apuñalaría por la espalda si en algún momento le interesara—. Para determinar si alguien está comprometido emocionalmente con una relación, y da garantías de la veracidad de sus promesas, tenemos que asegurarnos de cómo piensa: si considera sagrados nuestros intereses o constantemente los supedita a los beneficios que pueda conseguir si nos traiciona. La idea de carácter se suma a la imagen moral, y con ella la idea de identidad moral: el concepto del propio carácter que se mantiene internamente y se proyecta a los demás.

Tetlock señala que está en la propia naturaleza de nuestros compromisos con otras personas negar que podemos ponerles un precio: «Traspasar estos límites normativos, para adjudicar un valor monetario a las propias amistades, a los propios hijos o a la lealtad de uno con su país, significa descalificarse para asumir determinados roles societales, demostrar que uno simplemente "no lo entiende" —no comprende qué significa ser un verdadero amigo, padre o ciudadano15—». Las compensaciones tabú, que contrastan un valor sagrado con otro secular (como el dinero) , son «moralmente corrosivas: cuanto más considera uno las propuestas indecentes, más irremediablemente pone en entredicho su identidad moral16».

Lamentablemente, una psicología que considere que algunos desiderata tienen un valor infinito puede llevar al absurdo. Tetlock repasa algunos ejemplos. La Cláusula Delaney de la Ley de Alimentos y Fármacos de 1958 pretendía mejorar la salud pública mediante la prohibición de todos los aditivos nuevos que pudieran ser cancerígenos. Parecía algo bueno, pero no era así. La norma dejaba a las personas expuestas a aditivos más peligrosos que ya estaban en el mercado, creaba un incentivo para que los fabricantes introdujeran aditivos nuevos peligrosos, siempre que no fueran cancerígenos, y proscribía productos que podrían haber salvado más vidas de las que ponían en peligro: por ejemplo, la sacarina que utilizaban los diabéticos. Asimismo, después del descubrimiento de los peligrosos vertidos en Love Canal en el año 1978, el Congreso aprobó la Superfund Act, que exigía una limpieza completa de todos los vertederos de residuos peligrosos. Resultó que limpiar el último 10% de un determinado vertedero costó millones de dólares, un dinero que se podría haber empleado en limpiar otros vertederos o reducir otros riesgos para la salud. De modo que tan generosos presupuestos quedaron en bancarrota antes de que una mínima fracción de esos vertederos se pudiera descontaminar, y el efecto que tuvieron en la salud de los estadounidenses quedó en entredicho. Después del vertido del Exxon Valdez, se realizó una encuesta, y cuatro quintas partes de los encuestados decían que el país debería procurar una mayor protección medioambiental «al precio que fuera». Tomado literalmente, esto significaba que estaban dispuestos a cerrar las escuelas, los hospitales y las comisarias, despedir a los bomberos, dejar de financiar programas sociales e investigaciones médicas, acabar con la ayuda al exterior y la defensa nacional, o aumentar los impuestos en un 99%, si esto fuera lo que costara la protección del medio ambiente.

Tetlock observa que todos estos fracasos se produjeron porque cualquier político que expusiera honradamente los sacrificios inexorables habría sido crucificado por violar un tabú. Sería culpable de «tolerar el envenenamiento de los alimentos y el agua», o peor aún, de «ponerle precio a la vida humana». Los analistas políticos señalan que estamos atrapados en unos programas derrochadores y discriminatorios porque cualquier político que intentara reformarlos se suicidaría políticamente. Los oponentes inteligentes enmarcan la reforma con el lenguaje del tabú: «perder la fe en los mayores», «traicionar la sagrada confianza de los veteranos que arriesgaron sus vidas por el país», «escatimar la atención y la educación de los jóvenes».

En el prefacio, decía que la Tabla Rasa es una doctrina sagrada, y la naturaleza humana, un tabú moderno. Ahora lo podemos formular como una hipótesis técnica. La ofensiva del movimiento de la ciencia radical quería moralizar el estudio científico de la mente. Recordemos, de la Segunda parte, la furia indignada, el castigo de los herejes, el rechazo a considerar las afirmaciones tal como realmente se formulan, la limpieza moral mediante manifestaciones y manifiestos, y las denuncias públicas. Weizenbaum condenaba las ideas «cuya mera contemplación dé origen a un sentimiento de asco», y denunciaba a los científicos nada humanos a quienes «se les puede llegar a ocurrir algo así». Pero es evidente que la tarea de los estudiosos es pensar las cosas, aunque sólo sea para dejar claro por qué están mal. Así pues, la moralización y el conocimiento van a menudo camino del enfrentamiento.

Esta despiadada disección del sentido moral humano no significa que la moral sea una farsa ni que todo moralista sea un mojigato con pretensiones de superioridad. La psicología moral se puede impregnar del sentimiento, pero entonces, dicen muchos filósofos, la moral no se puede asentar en modo alguno sólo en la razón. Como dijo Hume: «No es contrario a la razón preferir la destrucción de todo el mundo a un arañazo en mi dedo»17. Los sentimientos de compasión, gratitud y culpa son la fuente de innumerables actos de amabilidad, grande y pequeña, y los grandes líderes morales de la historia han debido de sustentarse en una ira comedida y justificada y en una certeza ética.

Glover señala que muchas atrocidades del siglo XX arrancaron con la discapacidad de los sentimientos morales. Personas decentes fueron adormecidas para que cometieran actos terribles mediante toda una diversidad de causas amoralizantes, por ejemplo las ideologías utópicas, las decisiones escalonadas (por las que el objetivo de las bombas puede pasar de fábricas aisladas a fábricas rodeadas de viviendas o a las propias viviendas) y la difuminación de la responsabilidad dentro de la burocracia. Muchas veces era el sentimiento moral básico —identificarse con las víctimas, o hacerse una pregunta que cuestiona la identidad moral: «¿Soy yo el tipo de persona que hace estas cosas?»— el que detenía a las personas en medio de esos actos atroces. El sentido moral, amplificado y extendido por el razonamiento y el conocimiento de la historia, es lo que se sitúa entre nosotros y una pesadilla de psicópatas implacables propia de Mad Max.

Pero en la moralización humana queda aún mucho de lo que hay que recelar: la confusión de la moral con el estatus y la pureza, la tentación de moralizar en exceso cuestiones que corresponden al juicio y, con ello, avalar la agresión contra aquellos de quienes disentimos, los tabúes de pensar en contrapartidas inevitables y el vicio omnipresente del autoengaño, que siempre consigue ponerse del lado de los ángeles. Hitler era un moralista (desde luego, un vegetariano moral) que, según muchas versiones, estaba convencido de la rectitud de su causa. Como dijo el historiador Ian Buruma: «Esto demuestra una vez más que los auténticos creyentes pueden ser más peligrosos que los hábiles egoístas. Estos últimos pueden incumplir un acuerdo; los primeros tienen que llegar al final, y arrastrar el mundo con ellos18».