CAPÍTULO 11. EL MIEDO AL NIHILISMO.

El último temor que generan las explicaciones biológicas de la mente es que pueden despojar de sentido y propósito a nuestras vidas. Si no somos más que máquinas que permiten que los genes hagan copias de sí mismos, si nuestras alegrías y satisfacciones no son otra cosa que sucesos bioquímicos, si la vida no se creó con algún fin elevado ni se dirige hacia alguna noble meta, ¿por qué seguir viviendo? La vida tal como la valoramos sería una farsa, una imponente fachada que oculta una gran miseria.

El miedo tiene dos versiones, la religiosa y la secular. Una versión compleja de la inquietud religiosa la formuló el papa Juan Pablo II en una alocución ante la Academia Pontificia de las Ciencias: «La verdad no puede contradecir a la verdad»1. El papa reconocía que la teoría de la evolución de Darwin es «más que una simple hipótesis», porque descubrimientos convergentes realizados en muchos campos independientes, «ni buscados ni fabricados», hablan en su favor. Pero trazaba la línea en «el alma espiritual», una transición en la evolución de los humanos que equivalía a un «salto ontológico» que las ciencias no pueden observar. El espíritu no pudo haber surgido «de las fuerzas de la materia viva», porque en ésta no se puede «asentar la dignidad de la persona»:

El hombre es la única criatura de la tierra que Dios quiso por sí misma […]. En otras palabras, el individuo humano no se puede subordinar como un simple medio o un simple instrumento, ni a la especie ni a la sociedad. Es una persona. Con su intelecto y su voluntad, es capaz de formar una relación de comunión, solidaridad y entrega con sus semejantes […]. El hombre está llamado a participar en una relación de conocimiento y amor con el propio Dios, una relación que encontrará su plena realización más allá del tiempo, en la eternidad […].

Es en virtud de su alma espiritual por lo que toda la persona posee tal dignidad incluso en su cuerpo […]. Si el cuerpo humano tiene su origen en una materia viva preexistente, el alma espiritual está creada inmediatamente por Dios […]. En consecuencia, las teorías de la evolución que, de acuerdo con las filosofías que las inspiran, consideran que el espíritu emerge de las fuerzas de la materia viva, o que es un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre. Y tampoco en ellas se puede asentar la dignidad de la persona.

En otras palabras, si los científicos están en lo cierto al señalar que la mente surgió de la materia viva, deberíamos renunciar al valor y la dignidad del individuo, a la solidaridad y el desprendimiento con nuestros semejantes, y al elevado propósito de materializar estos valores mediante el amor a Dios y el conocimiento de sus planes. Nada nos salvaría de una vida de cruel explotación y de egoísmo.

Huelga decir que discutir al papa es el último ejercicio de la futilidad. El objetivo de este apartado no es refutar sus doctrinas, ni condenar la religión, ni argüir en contra de la existencia de Dios. Las religiones han proporcionado sosiego, un sentido de comunidad y orientación moral a infinidad de personas, y, en opinión de algunos biólogos, un deísmo complejo, hacia el que evolucionan muchas religiones, se puede hacer compatible con una interpretación evolutiva de la mente y la naturaleza humana2. Mi objetivo es defensivo: refutar la acusación de que una idea materialista de la mente es inherentemente amoral, y que hay que apoyar las concepciones religiosas porque son inherentemente más humanas.

Ni siquiera los científicos más ateos defienden una amoralidad insensible, evidentemente. Es posible que el cerebro sea un sistema físico formado por materia ordinaria, pero esta materia está organizada de tal forma que da origen a un organismo sensible con capacidad para sentir el placer y el dolor. Y esto, a su vez, crea el marco para la aparición de la moral. La razón se explica de forma sucinta en la tira cómica de Calvin y Hobbes (véase la pág. 281).

El felino Hobbes, como su tocayo humano, ha demostrado por qué la postura amoral del egoísta es indefendible. Sale ganando mientras nadie le tire al fango, pero no puede exigir que los demás repriman su deseo de tirarle al fango si él no está dispuesto a renunciar a tirarles a ellos. Y dado que a uno le interesa más no tirar y que no le tiren que tirar y que le tiren, merece la pena insistir en un código moral, aunque el precio sea que uno
deba respetarlo. Como han señalado los filósofos a lo largo de los tiempos, una filosofía de la vida que se base en el «No todos, sólo yo» pierde su razón tan pronto como uno se contempla desde un punto de vista objetivo, como una persona igual que las demás. Es como insistir en que «éste de aquí», el punto del espacio que uno ocupe en este momento, es un lugar especial del universo3.

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La dinámica entre Calvin y Hobbes (los tira) es inherente a los organismos razones para pensar que su solución —un sentido moral— evolucionó en nuestra especie, de modo que cada uno de nosotros no la ha de deducir desde el principio después de levantarnos del barro4. Los niños de tan sólo un año y medio dan sus juguetes, se prestan a ayudar e intentan consolar a los adultos o a otros niños que estén visiblemente apenados5. En todas las culturas las personas distinguen lo correcto de lo incorrecto, tienen un sentido de la justicia, se ayudan mutuamente, imponen derechos y obligaciones, creen que hay que corregir lo que está mal, y prohíben la violación, el asesinato y algunos tipos de violencia6. La ausencia de estos sentimientos normales llama la atención en los individuos
aberrantes que llamamos «psicópatas»7. Así pues, la alternativa a la teoría religiosa de la fuente de los valores es que la evolución nos dotó de un sentido moral, y hemos ampliado su círculo de aplicación en el transcurso de la historia mediante la razón (al comprender la permutabilidad lógica de nuestros intereses y los de los demás) , el conocimiento (al descubrir las ventajas de la cooperación a largo plazo) y la compasión (al tener experiencias que nos permiten sentir el dolor de las otras personas).

¿Cómo podemos señalar qué teoría es preferible? Un ejercicio de imaginación las puede enfrentar entre sí. ¿Qué sería lo correcto si Dios hubiera ordenado a las personas que fueran egoístas y crueles en vez de generosas y amables? Quienes basan sus valores en la religión tendrían que proclamar que deberíamos ser egoístas y crueles. Quienes apelan a un sentido moral afirmarían que deberíamos rechazar el mandato de Dios. Esto demuestra, espero, que quien merece prioridad es nuestro sentido moral8.

Este ejercicio de imaginación no es un simple rompecabezas lógico de los que les encantan a los ateos de trece años, como el de por qué se preocupa Dios de cómo nos vamos a comportar si puede ver el futuro y ya lo sabe. La historia de la religión sabe que Dios ha ordenado a las personas cometer todo tipo de actos egoístas y crueles: masacrar a los madianitas y raptar a sus mujeres, lapidar a las prostitutas, ejecutar a los homosexuales, quemar a las brujas, asesinar a los herejes e infieles, arrojar a los protestantes por la ventana, negar la medicina a niños moribundos, cerrar las clínicas abortistas, dar caza a Salman Rushdie, hacer estallar una bomba adosada al cuerpo en los mercados y estrellar aviones contra rascacielos. Recordemos que hasta Hitler pensaba que cumplía la voluntad de Dios9. La recurrencia de los actos perversos cometidos en nombre de Dios demuestra que no son unas perversiones fruto del azar. Una autoridad omnipotente que nadie puede ver supone un útil aliado para los líderes malvados que esperan enrolar a santos guerreros. Y como las creencias que no se pueden verificar no se descubren en el mundo, sino que se transmiten de padres a hijos y entre semejantes, difieren de un grupo a otro y se convierten en estandartes de identidad que propician la división.

¿Y quién dice que la doctrina del alma es más humana que entender la mente como un órgano físico? No veo dignidad alguna en dejar que la gente muera de hepatitis o sucumba a la enfermedad de Parkinson cuando la curación puede estar en la investigación de las células germinales, que los movimientos religiosos pretenden prohibir porque se utilizan conjuntos de células que han hecho el «salto ontológico» hacia las «almas espirituales». Las causas de inmensas desgracias como la enfermedad de Alzheimer, la depresión profunda y la esquizofrenia no se mitigarán tratando el pensamiento y la emoción como manifestaciones de un alma inmaterial, sino tratándolos como manifestaciones de la psicología y la genética10.

Por último, la doctrina de un alma que sobrevive al cuerpo puede ser cualquier cosa menos honesta, porque devalúa necesariamente la vida que vivimos en esta tierra. Cuando Susan Smith envió a sus dos hijos pequeños al fondo de un lago, tranquilizaba su conciencia razonando que «mis hijos merecen tener lo mejor, y ahora lo van a tener». Las alusiones a una vida feliz después de la muerte son típicas en las cartas de despedida de los padres que arrebatan la vida de sus hijos antes de suicidarse11, y hace poco hemos contemplado de nuevo que tales creencias envalentonan a suicidas que se adosan bombas al cuerpo y a secuestradores kamikazes. Por esto debemos rechazar el razonamiento de que si las personas dejaran de creer en el castigo divino cometerían la maldad con toda impunidad. Es verdad que si los no creyentes pensaran que podían eludir el sistema legal, el oprobio de sus comunidades y su propia conciencia, no les detendría la amenaza de pasar la eternidad en el infierno. Pero tampoco se sentirían tentados a masacrar a miles de personas por la promesa de pasar la eternidad en el cielo.

Incluso la tranquilidad emocional que supone creer en una vida después de la muerte es un arma de doble filo. ¿Perdería la vida su propósito si dejáramos de existir cuando muere nuestro cerebro? Al contrario, nada da más sentido a la vida que percatarse de que cada momento de sensibilidad es un don precioso. ¿Cuántas peleas se han evitado, cuántas amistades han renacido, cuántas horas no se han dilapidado, cuántos gestos de afecto se han hecho porque a veces nos acordamos de que «la vida es breve»?

¿Por qué los pensadores seculares temen que la biología vaya a vaciar de sentido la vida? Es porque parece que la biología va a devaluar los valores que más apreciamos. Si la razón por la que amamos a nuestros hijos es que una pequeña dosis de oxitocina en el cerebro nos impulsa a proteger nuestra dotación genética, ¿no quedaría minada la nobleza de la paternidad y perderían valor los sacrificios que ésta supone? Si la compasión, la confianza en las personas y el deseo de justicia evolucionaron como una forma de conseguir favores y de disuadir a los tramposos, ¿no implicaría esto que eso que llamamos «altruismo» y «justicia» no existen por sí mismos? Miramos con desdén al filántropo que se beneficia de su dádiva porque se ahorra impuestos, al telepredicador que brama contra el pecado pero frecuenta los prostíbulos, al político que defiende a los oprimidos sólo cuando está ante las cámaras y al joven sensible de la New Age que apoya el feminismo porque es una buena forma de atraer a las mujeres. Parece que la psicología evolutiva esté diciendo que todos somos así de hipócritas, permanentemente.

El miedo a que el conocimiento científico socave los valores humanos me recuerda la escena inicial de Annie Hall, en la que llevan al médico al joven Alvy Singer:

MADRE: Está deprimido. De repente no puede hacer nada.

DOCTOR: ¿Por qué estás deprimido, Alvy?

MADRE: Cuéntaselo al doctor Flicker. [Responde por él.] Es algo que ha leído. DOCTOR: ¿Algo que ha leído, sí?

ALVY [Cabizbajo]: El universo se expande.

DOCTOR: ¿El universo se expande?

ALVY: Bueno, el universo lo es todo, y si se expande, algún día se romperá y se acabará todo.

MADRE: ¿Y a ti qué te importa? [Al médico.] Dejó de hacer los deberes.

ALVY: ¿Qué sentido tiene?

La escena resulta divertida porque Alvy ha confundido dos niveles de análisis: la escala de los miles de millones de años con la que medimos el universo, y la escala de décadas, años y días con que medimos nuestras vidas. Como señala la madre de Alvy: «¿Qué tiene que ver el universo con esto? ¡Tú estás en Brooklyn! ¡Brooklyn no se expande!».

Las personas que se deprimen al pensar que todo lo que nos mueve es el egoísmo están tan confundidas como Alvy. Confunden la causalidad última (por qué algo evolucionó por la selección natural) con la causalidad próxima (cómo funciona ese ente aquí y ahora). La confusión es natural porque las dos explicaciones pueden parecerse mucho.

Richard Dawkins demostró que una buena forma de comprender la lógica de la selección natural es imaginar que los genes son unos agentes con motivaciones egoístas. Nadie le va a envidiar la metáfora, pero contiene una trampa para incautos. Los genes tienen unos motivos metafóricos —hacer copias de sí mismos— y los organismos que ellos diseñan tienen unos motivos reales. Pero no son los mismos motivos. A veces lo más egoísta que puede hacer un gen es colocar motivos no egoístas en el cerebro humano —una generosidad sincera, sin límites y hasta la médula—. El amor a los hijos (que llevan los genes de uno a la posteridad), al cónyuge fiel (cuyo destino genético es idéntico al propio) , a los amigos y aliados (que confían en uno si es digno de confianza) puede ser infinito e intachable en lo que a los seres humanos se refiere (nivel próximo) , aunque metafóricamente sea interesado en lo que se refiere a los genes (nivel último).

Sospecho que existe otra razón de por qué las explicaciones se confunden tan fácilmente. Todos sabemos que a veces las personas tienen unos motivos ocultos. Pueden ser generosas en público pero avariciosas en privado, piadosas en público pero cínicas en privado, platónicas en público pero lujuriosas en privado. Freud nos acostumbró a la idea de que los motivos ocultos son omnipresentes en la conducta y producen sus efectos desde un estrato inaccesible de la mente. Unamos esto a la falsa idea habitual de que los genes son una especie de esencia o núcleo de la persona y obtendremos un híbrido de Dawkins y Freud: la idea de que los motivos metafóricos de los genes son los motivos ocultos profundos e inconscientes de la persona. Es un error. Brooklyn no se expande.

Hasta quienes saben mantener separados los genes y las personas en su mente se pueden sentir desengañados. La psicología nos ha enseñado que determinados aspectos de nuestra experiencia pueden ser puras fantasías, artefactos del modo en que la información se procesa en la mente. La diferencia cualitativa entre nuestra experiencia del rojo y nuestra experiencia del verde no refleja una diferencia cualitativa en las ondas luminosas del mundo —las longitudes de onda de la luz, que originan nuestra percepción del color, forman un suave continuo—. El rojo y el verde, percibidos como propiedades cualitativamente distintas, son constructos de la química y de la circuitería de nuestro sistema nervioso. Podrían estar ausentes en un organismo que tuviera fotopigmentos diferentes o conexiones distintas; en efecto, las personas que padecen la ceguera más habitual para los colores son simplemente este tipo de organismos. Y el colorido emocional de un objeto es una fantasía en el mismo grado que lo es su colorido físico. El dulzor de la fruta, el miedo a las alturas y el asco ante la carroña son fantasías de un sistema nervioso que evolucionó para reaccionar de forma adaptativa ante esos objetos.

Las ciencias de la naturaleza humana parecen insinuar que lo mismo se puede argumentar de lo correcto y lo incorrecto, el valor y la falta de valor, la belleza y la fealdad, la santidad y la vileza. Son constructos neuronales, películas que proyectamos en el interior de nuestro cráneo, formas de alegrar los centros de placer del cerebro, sin más realidad que la diferencia entre el rojo y el verde. Cuando el fantasma de Marley le pregunta a Scrooge por qué duda de sus sentidos, éste le dice: «Porque lo más mínimo les afecta. Un pequeño trastorno del estómago hace que nos engañen. Tú podrías ser un pedazo de carne no digerido, una mancha de mostaza, una miga de queso, un trozo de patata poco cocida. Tienes más de salsa que de sepultura, seas lo que seas». Parece que la ciencia sostiene que lo mismo ocurre con todo lo que valoramos.

Pero del hecho de que nuestros cerebros estén preparados para pensar de determinadas maneras no se sigue que los objetos de esos pensamientos sean ficticios. Muchas de nuestras facultades evolucionaron para engranar con las entidades reales del mundo. Nuestra percepción de la profundidad es el producto de la complicada circuitería del cerebro, una circuitería que está ausente en otras especies. Pero esto no significa que no haya árboles ni acantilados reales, ni que el mundo sea llano como la palma de la mano. Y lo mismo puede ocurrir con entes más abstractos. Parece que los seres humanos, como los animales, poseen un sentido innato del número, que se puede explicar por las ventajas que supuso razonar sobre la realidad numérica durante nuestra historia evolutiva. (Por ejemplo, si entran tres osos en una cueva y salen dos, ¿es seguro entrar en ella?) Pero el simple hecho de que evolucionara una facultad para el número no significa que los números sean alucinaciones. Según la concepción platónica del número que muchos matemáticos y filósofos defienden, los entes como los números y las formas tienen una existencia independiente de la mente. El número tres no es pura invención; tiene unas propiedades reales que se pueden descubrir y explorar. Ninguna criatura racional equipada con la circuitería para comprender el concepto «2» y el concepto de adición podría descubrir que 2 más 1 es igual a algo que no sea 3. Por esta razón esperamos que en las distintas culturas, e incluso en diferentes planetas, surjan cuerpos de resultados matemáticos similares. De ser así, el sentido del número evolucionó para abstraer del mundo unas verdades que existen independientemente de las mentes que las comprenden.

Tal vez se puede aplicar el mismo razonamiento a la moral. Según la teoría del realismo moral, lo correcto y lo incorrecto existen, y tienen una lógica inherente que autoriza unos argumentos morales y no otros12. El mundo nos ofrece unos juegos de suma cero, en los que a ambas partes les interesa más actuar de forma generosa que egoísta (mejor no echar al otro al fango y que no le echen a uno que echar al otro al fango y que le echen a uno). Dado el objetivo de salir ganando, se siguen necesariamente determinadas condiciones. Ninguna criatura equipada con la circuitería para comprender que es inmoral que tú me hagas daño a mí podría descubrir otra cosa que no fuera que es inmoral que yo te haga daño a ti. Igual que con los números y el sentido numérico, cabría esperar que los sistemas morales evolucionaran hacia conclusiones similares en las diferentes culturas y hasta en planetas distintos. Y la realidad es que la Regla de Oro se ha redescubierto muchas veces: por los autores del Levítico y del Mahabharata; por Hillel, Jesús y Confucio; por teóricos del contrato social como Hobbes, Rousseau y Locke; y por filósofos teóricos como Kant, en su imperativo categórico13. Nuestro sentido moral puede haber evolucionado para encajar con una lógica intrínseca de la ética, en vez de inventarla de la nada en nuestra cabeza.

Pero aun en el caso de que no nos podamos permitir la existencia platónica de la lógica moral, podemos considerar la moral como algo más que una convención social o un dogma religioso. Cualquiera que pueda ser su estatus ontológico, un sentido moral forma parte del equipamiento estándar de la mente humana. Es la única mente que tenemos, y no tenemos más opción que tomarnos en serio sus instituciones. Si estamos constituidos de tal forma que no podemos hacer otra cosa que pensar desde un punto de vista moral (al menos parte del tiempo y en referencia a algunas personas), entonces la moral es tan real para nosotros como lo sería si la hubiera decretado el Todopoderoso o estuviera escrita en el cosmos. Y así ocurre con otros valores humanos como el amor, la verdad y la belleza. ¿Podríamos saber de algún modo si realmente están «ahí fuera» o si simplemente pensamos que están ahí fuera porque el cerebro humano hace que sea imposible no pensar que están ahí fuera? ¿Y hasta qué punto sería malo que fueran inherentes a la forma humana de pensar? Tal vez debemos reflexionar sobre nuestra condición como lo hacía Kant en su Crítica de la razón práctica: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí».

En los últimos cuatro capítulos he mostrado por qué las nuevas ideas de las ciencias de la naturaleza humana no socavan los valores humanos. Al contrario, abren la posibilidad de agudizar nuestro razonamiento ético y de asentar esos valores en una base más firme. En pocas palabras:

  • Es una mala idea afirmar que la discriminación está mal sólo porque los rasgos de todas las personas sean indistinguibles.
  • Es una mala idea afirmar que la violencia y la explotación están mal sólo porque las personas no sientan una inclinación natural hacia ellas.
  • Es una mala idea afirmar que las personas son responsables de sus actos sólo porque las causas de esos actos sean misteriosas.
  • Y es una mala idea afirmar que nuestros motivos carecen de sentido en un sentido personal sólo porque sean inexplicables en un sentido biológico.

Son ideas malas porque hacen que nuestros valores sean rehenes de la fortuna, por lo que algún día los descubrimientos basados en hechos los podrían volver obsoletos. Y son ideas malas porque ocultan los inconvenientes de negar la naturaleza humana: la persecución de quienes consigan el éxito, el entrometimiento de la ingeniería social, la aceptación del sufrimiento en otras culturas, una incomprensión de la lógica de la justicia y la devaluación de la vida humana sobre la tierra.