CAPÍTULO 14. LAS MÚLTIPLES RAÍCES DE NUESTRO SUFRIMIENTO.

La primera edición de El gen egoísta de Richard Dawkins incluía un prólogo del biólogo que concibió algunas de las ideas clave de la obra, Robert Trivers. Concluía bellamente:

La teoría social darwinista nos deja entrever una simetría y una lógica subyacentes en las relaciones sociales que, si las entendiéramos en toda su extensión, deberían revitalizar nuestra comprensión política y servir de base intelectual a una ciencia y una medicina de la psicología. De paso nos deberían proporcionar una comprensión más profunda de las múltiples raíces de nuestro sufrimiento1.

Eran unas afirmaciones fascinantes para un libro que trataba de biología, pero Trivers sabía de lo que hablaba. La psicología social, la ciencia que trata de cómo las personas se comportan entre sí, muchas veces es una mezcolanza de fenómenos interesantes a cuya «explicación» se le da unos nombres extravagantes. Carece de la rica estructura deductiva de otras ciencias, en la que unos pocos principios pueden generar una inmensa cantidad de predicciones sutiles —esa teoría que los científicos elogian como «hermosa» o «elegante»—. Trivers dedujo la primera teoría de la psicología social que merece el calificativo de «elegante». Demostró que un principio aparentemente simple —seguir los genes— puede explicar la lógica de todos los principales tipos de relaciones humanas: lo que sentimos hacia nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros amantes, nuestros amigos y nosotros mismos2. Pero Trivers sabía que la teoría servía también para algo más.

Ofrecía una explicación científica de la tragedia de la condición humana.

«La naturaleza es un juez implacable», dice el viejo refrán. Muchas tragedias provienen de nuestra constitución física y cognitiva. Nuestro cuerpo es una disposición extraordinariamente improbable de la materia, de modo que son muchas las formas en que las cosas pueden ir mal, y muy pocas aquellas en que pueden ir bien. Es seguro que vamos a morir, y tenemos la suficiente inteligencia para saberlo. Nuestra mente está adaptada a un mundo que ya no existe, es proclive a unos malentendidos que sólo se pueden corregir mediante una ardua educación y está condenada a la perplejidad ante las preguntas más profundas que podamos considerar.

Pero algunos de los golpes más dolorosos proceden del mundo social —de las manipulaciones y las traiciones de otras personas—. Dice la fábula que un escorpión le pidió a una rana que le subiera a sus espaldas para cruzar el río, asegurándole que no la iba a picar porque, si lo hacía, también él se ahogaría. A medio camino, el escorpión la picó, y cuando la rana, mientras se hundía, le preguntó por qué, el escorpión contestó: «Es mi naturaleza». Técnicamente hablando, un escorpión con esa naturaleza no podría haber evolucionado, pero Trivers explica por qué a veces parece como si la naturaleza humana fuera como el escorpión de la fábula, condenada a un conflicto aparentemente sin sentido.

No es ningún misterio por qué a veces unos organismos se hacen daño mutuamente. La evolución no tiene conciencia, y si una criatura hace daño a otra en beneficio propio, por ejemplo cuando se la come, se hace su parásito, la intimida o le pone los cuernos, sus descendientes llegarán a imponerse, dotados de esas aborrecibles costumbres. Todo esto resulta familiar por el sentido habitual que se da a «darwinista» como sinónimo de «despiadado» y por la representación que Tennyson hace de la naturaleza, con sus dientes y sus garras ensangrentadas. Si no hubiera nada más en la evolución de la condición humana, tendríamos que aceptar lo que dice la canción «Life sucks, then you die» [La vida es un porquería y uno se muere].

Pero la vida no siempre es una porquería, por supuesto. Muchas criaturas cooperan, crían y viven en paz, y en particular los seres humanos encuentran consuelo y alegría en su familia, sus amigos y su comunidad. También esto les resultará familiar a quienes hayan leído El gen egoísta y los otros libros sobre la evolución del altruismo que se han publicado después de él3. Hay varias razones de por qué los organismos pueden desarrollar una disposición a realizar buenas acciones.

Pueden ayudar a otras criaturas al tiempo que persiguen sus propios intereses; por ejemplo, cuando forman un rebaño que confunde a los depredadores, o cuando viven de sus mutuos subproductos. A esto se le llama «mutualismo», «simbiosis» o «cooperación». Entre los seres humanos, los amigos que tienen unos mismos gustos, unas mismas aficiones o unos mismos enemigos son una especie de pareja simbionte. El padre y la madre de una prole de hijos son un ejemplo mejor. Sus genes están unidos en el mismo paquete, sus hijos, de manera que lo bueno para uno es bueno para el otro, y ambos tienen interés en que el otro siga vivo y sano. Estos intereses compartidos crean el marco donde se desarrollan el amor familiar y el conyugal.

Y en algunos casos, unos organismos pueden beneficiar a otros a sus propias expensas, lo que los biólogos llaman «altruismo». El altruismo, en este sentido técnico, se puede desarrollar de dos formas principales. En primer lugar, dado que los parientes comparten unos genes, cualquier gen que incline a un organismo a ayudar a un pariente aumentará la probabilidad de supervivencia de una copia de sí mismo que se encuentra en ese pariente, aunque quien preste la ayuda sacrifique su propia salud en ese acto de generosidad. Tales genes, como término medio, llegarán a predominar, siempre y cuando el coste para el que ayuda sea menor que el beneficio para quien recibe la ayuda multiplicado por su grado de parentesco (es decir, cuanto más cercana fuera la relación, mayor sería el favor que uno estaría dispuesto a hacer). Se puede desarrollar el amor a la familia —el amor a los hijos, los hermanos, los padres, los abuelos, los tíos, los sobrinos y los primos—. A esto se le llama «nepotismo».

También se puede desarrollar el altruismo cuando los organismos intercambian favores. Uno beneficia a otro acicalándole, alimentándole, protegiéndole o respaldándole, y a su vez recibe ayuda cuando es él quien lo necesita. A esto se le llama «mutualismo recíproco», y se puede desarrollar cuando las partes se reconocen mutuamente, interactúan de forma repetida, pueden reportar un gran beneficio a otros a un coste muy pequeño para sí mismos, recordar los favores ofrecidos o negados y se sienten empujadas a corresponder. El altruismo recíproco se puede desarrollar porque a quienes cooperan les van mejor las cosas que a los eremitas y misántropos. Disfrutan los beneficios del intercambio de sus excedentes, y se limpian mutuamente el pelo de garrapatas, se ayudan a no morir de hambre o ahogados y cuidan de sus hijos. A quienes corresponden, las cosas les pueden ir mejor también a largo plazo que a los estafadores que aceptan favores sin corresponderlos, porque los primeros llegarán a reconocer a esos estafadores y les rehuirán o castigarán.

Las exigencias del altruismo recíproco pueden explicar por qué se desarrollaron los sentimientos sociales y morales. La compasión y la confianza inducen a las personas a ampliar el primer favor. La gratitud y la lealtad les inducen a devolver los favores. La culpa y la vergüenza les disuaden de hacer daño a los demás o de no corresponderles. La ira y el desprecio les inducen a evitar a los estafadores o a castigarles. Y entre los seres humanos, no hay por qué conocer de primera mano cualquier inclinación de un individuo a corresponder o a estafar, sino que tal información se puede transmitir a través del lenguaje. Esto lleva a interesarse por la reputación de los demás (que se transmite con las habladurías y la aprobación o la condena públicas), y a preocuparse por la propia reputación. Pueden surgir sociedades, amistades, alianzas y comunidades, trabadas por esos sentimientos y esas preocupaciones.

En este punto muchas personas empiezan a ponerse nerviosas, pero la intranquilidad no procede de las tragedias que explicaba Trivers. Al contrario, procede de dos falsas ideas, que ya hemos visto antes. En primer lugar, todo eso de los genes que influyen en la conducta no significa que seamos relojes de cucú ni pianolas, ejecutores mecánicos de los dictados del ADN. Los genes en cuestión son aquellos que nos dotan de los sistemas neuronales para la conciencia, la deliberación y la voluntad, y cuando hablamos de la selección de estos genes, nos referimos a las diferentes formas en que esas facultades podrían haber evolucionado. El error tiene su origen en la Tabla Rasa y en el Fantasma en la Máquina: si uno empieza por pensar que la sociedad imprime nuestras facultades mentales superiores, o que éstas son inherentes a un alma, luego, cuando los biólogos mencionan la influencia genética, las primeras alternativas que se nos ocurren son las marionetas o los raíles del tranvía. Pero si las facultades superiores, incluidos el aprendizaje, la razón y la decisión, son productos de una organización no aleatoria del cerebro, debe haber genes que ayuden a realizar esa organización, y esto plantea la pregunta de cómo se habrían seleccionado esos genes en el transcurso de la evolución humana.

La segunda idea falsa es pensar que hablar de costes y beneficios implica que las personas son cínicas y maquiavélicas, que calculan fríamente las ventajas genéticas de entablar una amistad o de casarse. Inquietarse por esta imagen, o denunciarla por su fealdad, supone confundir la causalidad próxima con la causalidad última. A las personas no les preocupan los genes; les preocupan la felicidad, el amor, el poder, el respeto y otras pasiones. Los cálculos de costes y beneficios son una forma metafórica de describir la selección de genes alternativos a lo largo de miles de años, y no una descripción literal de lo que sucede en el cerebro humano en tiempo real. Nada impide que el proceso amoral de selección natural desarrolle un cerebro con unos auténticos sentimientos de generosidad. Se dice que aquellos a quienes gustan las leyes y las salchichas no deberían ver cómo se hacen. Lo mismo ocurre con los sentimientos humanos.

Así pues, si se pueden desarrollar el amor y la conciencia, ¿dónde está la tragedia? Trivers observó que la confluencia de unos intereses genéticos que dan origen a los sentimientos sociales es sólo parcial. Dado que no somos clones, o ni siquiera insectos sociales (que pueden compartir hasta tres cuartas partes de sus genes), lo que en última instancia es mejor para una persona no es lo mismo que lo que en última instancia es mejor para otra. Así que todas las relaciones humanas, hasta las más leales e íntimas, llevan la semilla del conflicto. En la película Hormigaz, una hormiga con la voz de Woody Allen se lamenta ante su psicoanalista:

Es todo eso del superorganismo agresivo lo que sencillamente no aguanto. Lo intento, pero no lo consigo.

¿Qué ocurre? ¿Se supone que he de hacer todo lo que haga falta por la colonia…? ¿Y mis necesidades?

El humor está en el conflicto entre la psicología de las hormigas, que tiene su origen en un sistema genético que hace que los trabajadores tengan entre sí una relación más estrecha que con sus hijos, y la psicología humana, en la que nuestra exclusividad nos lleva a preguntar: «¿Y mis necesidades, qué?». Trivers, siguiendo la obra de William Hamilton y George Williams, realizó algunos cálculos que predicen hasta qué punto las personas deben hacerse tal pregunta4.

Lo que resta de este capítulo está dedicado a esos aparentemente simples cálculos, y a cómo sus resultados acaban con muchas concepciones de la naturaleza humana. Desacreditan la Tabla Rasa, que predice que la consideración de las personas para con sus semejantes está determinada por su «rol», como Si fuera el papel asignado arbitrariamente a un actor. Pero también desacreditan algunas visiones ingenuas de la evolución que son habituales entre las personas que no creen en la Tabla Rasa. La mayoría de las personas tiene intuiciones sobre el estado natural de las cosas. Pueden pensar que si actuaran como la naturaleza «quiere» que lo hagamos, las familias funcionarían como unidades armoniosas, o los individuos actuarían por el bien de la especie, o las personas mostrarían cómo son realmente tras las máscaras sociales, o, como dijo Newt Gingrich en 1995, el macho de nuestra especie cazaría jirafas y se revolcaría en los charcos como hacen los cerditos5. La comprensión de los patrones del solapamiento genético que nos unen y nos dividen puede sustituir visiones simplistas de todo tipo por una comprensión más sutil de la condición humana. En efecto, puede iluminar la condición humana de forma que complemente las ideas de los artistas y los filósofos a lo largo de los siglos.

La tragedia humana más evidente nace de la diferencia entre nuestros sentimientos hacia los parientes y nuestros sentimientos hacia los no parientes, una de las divisiones más profundas del mundo de los seres vivos. Cuando se trata del amor y la solidaridad entre las personas, la fuerza de la sangre está siempre presente, desde los clanes y las dinastías de las sociedades tradicionales hasta los atascos de los aeropuertos en época de vacaciones, cuando las personas viajan por todo el mundo para reunirse con sus familiares6. Un hecho que han confirmado también estudios cuantitativos. En las sociedades recolectoras tradicionales, los familiares genéticos son más propensos a vivir juntos, trabajar en sus campos, protegerse entre ellos y adoptar a los hijos necesitados o huérfanos de los demás, y menos propensos a atacarse, pelear y matarse entre ellos7. Incluso en las sociedades modernas, que tienden a romper los vínculos de parentesco, cuanto más estrecha es la relación genética entre dos personas, más tienden a ayudarse mutuamente, sobre todo en situaciones de vida o muerte8.

Pero el amor y la solidaridad son relativos. Afirmar que las personas se preocupan más de sus familiares es como decir que son más insensibles con quienes no son sus familiares. El epígrafe del libro de Robert Wright sobre la psicología evolutiva es un fragmento de El poder y la gloria, de Graham Greene, cuyo protagonista reflexiona sobre su hija: «Dijo él: "¡Dios mío! ¡Ayúdala! Condéname a mí, me lo merezco, pero deja que ella viva para siempre". Este era el amor que él debería haber sentido por todas las almas del mundo: todo el temor y el deseo de la salvación concentrados injustamente en una sola niña. Empezó a sollozar […]. Pensaba: esto es lo que siempre debería sentir por todos».

Efectivamente, el amor familiar subvierte el ideal de lo que deberíamos sentir por todas las almas del mundo. Los filósofos morales juegan con un dilema hipotético: unas personas pueden huir por la puerta de la izquierda de un edificio en llamas y salvar así a una cantidad de niños, o huir por la puerta de la derecha y salvar a su propio hijo9. Si el lector tiene hijos, considere esta pregunta: ¿existe alguna cantidad de niños que le llevara a decidirse por la puerta de la izquierda? La cartera nos pone a todos en evidencia sobre cuáles son nuestras preferencias, cuando gastamos dinero en nimiedades para nuestros hijos (una bicicleta, la ortodoncia y la educación en una escuela o una universidad privadas) en vez de salvar la vida de niños con quienes no nos une parentesco alguno del mundo en vías de desarrollo, donando ese dinero a organizaciones benéficas. Asimismo, la costumbre de los padres de legar su riqueza a sus hijos es uno de los mayores impedimentos para una sociedad económicamente igualitaria. Sin embargo, pocos aceptarían que el Estado confiscara el cien por cien de sus propiedades, porque la mayoría de las personas consideran a sus hijos una prolongación de sí mismas y, por lo tanto, los adecuados beneficiarios de todo aquello por lo que han luchado en la vida.

El nepotismo es una inclinación humana universal, y un azote universal de las grandes organizaciones. Tiene fama de socavar los países que dirigen dinastías hereditarias y de paralizar gobiernos y empresas del Tercer Mundo. Una solución histórica recurrente fue la de conceder puestos del poder local a personas que no tuvieran vínculos familiares, tales como los eunucos, los célibes, los esclavos o personas muy alejadas de un hogar10. Una solución más reciente es proscribir o regular el nepotismo, aunque las regulaciones siempre contienen compensaciones y excepciones. En las pequeñas empresas —o, como se les suele llamar, las «empresas familiares» o «empresas de papá y mamá»— el nepotismo es muy habitual, por lo que puede entrar en conflicto con los principios de igualdad de oportunidades y granjearse el rencor de la comunidad en que se encuentra.

B. F. Skinner, maoísta él, decía en los años setenta que había que recompensar a las personas por comer en grandes comedores comunales y no en casa con su familia, porque la ratio entre superficie y volumen de los grandes pucheros es menor que la de los pucheros pequeños, y por consiguiente los primeros son más eficientes en lo que se refiere a la energía. La lógica es impecable, pero tal mentalidad chocó con la naturaleza humana en repetidas ocasiones durante el siglo XX —de la forma más horrible en las colectivizaciones forzosas de la Unión Soviética y China, y de forma más benigna en los kibbutz israelíes, que enseguida abandonaron la política de criar a los hijos alejados de sus padres—. Un personaje de una novela de la autora israelí Batya Gur refleja el tipo de sentimiento que llevó a ese cambio: «Quiero arropar a mis hijos por la noche […] y cuando tengan pesadillas, quiero que acudan a mi cama, no a ningún interfono, y no quiero que se les obligue a salir por la noche a oscuras buscando nuestra habitación, tropezando en las piedras, creyendo que todas las sombras son fantasmas, y al final quedándose de pie frente a una puerta cerrada o siendo arrastrados de nuevo al hogar infantil»11.

La solidaridad con los parientes no sólo socava las bases de los sueños recientes de colectivismo. El periodista Ferdinand Mount ha documentado que la familia ha sido una institución subversiva a lo largo de la historia. Los lazos familiares trascienden los vínculos que unen a camaradas y hermanos y por ello suponen un incordio para gobiernos, cultos, bandas, movimientos revolucionarios y religiones asentadas. Pero ni siquiera un autor tan comprensivo con la naturaleza humana como Noam Chomsky reconoce que lo que las personas sienten por sus hijos sea distinto de lo que sienten por conocidos y extraños. El siguiente es un fragmento de una entrevista con el guitarrista principal del grupo de música metal rap Rage Against the Machine:

RAGE: Otra idea indiscutible es que las personas son competitivas por naturaleza y que, por consiguiente, el capitalismo es la única forma adecuada de organizar la sociedad. ¿Está de acuerdo?

CHOMSKY: Fíjese en lo que le rodea. En una familia, por ejemplo, ¿si los padres tienen hambre les roban la comida a los hijos? Lo harían si fueran competitivos. En la mayoría de los agrupamientos humanos que sean medianamente sanos, las personas se apoyan mutuamente, son comprensivas, ayudan, cuidan unas de las otras, etc. Son sentimientos humanos normales. Se necesita mucha formación para erradicar estos sentimientos de la cabeza de la gente, son unos sentimientos que aparecen por doquier12.

A menos que las personas traten a los otros miembros de la sociedad como tratan a sus propios hijos, la respuesta es incongruente: es posible que las personas se preocuparan mucho por sus hijos, pero tuvieran otros sentimientos sobre los millones de otras personas que componen la sociedad. El propio planteamiento de la pregunta y la respuesta da por supuesto que los seres humanos son competitivos o comprensivos sin excepción, en vez de tener diferentes sentimientos hacia las personas con quienes tienen distintas relaciones genéticas.

Chomsky dice implícitamente que las personas nacen con unos sentimientos fraternales hacia sus grupos sociales, y que la formación erradica esos sentimientos de sus cabezas. Pero parece que en realidad ocurre todo lo contrario. A lo largo de la historia, cuando los dirigentes han intentado unir un grupo social, han formado a sus miembros para que lo imaginaran como una familia y para redirigir hacia el grupo los sentimientos familiares13. Los nombres que emplean los grupos que luchan por la solidaridad —hermandad, fraternidad, organizaciones fraternales, hermanas, familias del crimen, la familia del hombre— aceptan en tales denominaciones que la familia es el paradigma al que aspiran. (Ninguna sociedad, para fortalecer a la familia, intenta que se parezca a un sindicato, un partido político o un grupo religioso.) Se puede demostrar que la táctica es efectiva. Algunos experimentos han demostrado que a las personas les convence más un discurso político cuando el orador apela a su corazón y su mente con metáforas relacionadas con la familia14.

Las metáforas verbales son una forma de incitar a las personas a tratar a los amigos como a la familia, pero normalmente se necesitan unas tácticas más fuertes. En su estudio etnográfico, Alan Fiske demostró que el espíritu del Reparto Comunal (una de sus relaciones sociales universales) surge espontáneamente entre los miembros de la familia, pero se extiende a los otros grupos sólo con la ayuda de unas costumbres y unas ideologías minuciosas15. Las personas a las que no une ningún parentesco y que quieren compartir como lo hace una familia crean unas mitologías sobre un cuerpo y alma comunes, una ascendencia compartida y un vínculo místico con un territorio (al que se llama «tierra natal», «tierra de nuestros padres», «tierra materna» o «madre patria», lo cual resulta muy revelador). Refuerzan los mitos con comidas sacramentales, sacrificios de sangre y rituales repetitivos, que sumergen al yo en el grupo y crean la impresión de un organismo único, opuesto a una federación de individuos. Sus religiones hablan de posesión por los espíritus y otras fusiones de mentes, lo cual, según Fiske, «indica la posibilidad de que muchas veces las personas deseen tener unas relaciones de Reparto Comunal más intensas o más puras de las que son capaces de tener con los seres humanos corrientes»16. El lado oscuro de esta cohesión es el pensamiento grupal, una mentalidad de culto, y los mitos de la pureza racial, la idea de que quienes no pertenecen al grupo son elementos contaminantes que pervierten la santidad del grupo.

Nada de todo esto significa que quienes no guardan una relación de parentesco compitan despiadadamente entre sí. Sólo significa que no cooperan con la misma espontaneidad con que lo hacen los parientes. Y curiosamente, respecto a todo esto de la solidaridad, la comprensión y la sangre común, pronto veremos que las familias tampoco son esas unidades armónicas.

La famosa observación de Tolstoi de que las familias felices son todas iguales, pero que cada familia infeliz lo es a su manera, no es verdad en el nivel de la causalidad (evolutiva) última. Trivers demostró que las semillas de la infelicidad de todas las familias tienen la misma fuente oculta17. Aunque los parientes tienen unos intereses comunes debido a sus genes comunes, el grado de solapamiento no es idéntico en todas las permutaciones y combinaciones de los miembros de la familia. Los padres están emparentados con sus hijos por un mismo factor, el 50%, pero cada hijo está emparentado consigo mismo por un factor del cien por cien. Y esto tiene una implicación sutil pero profunda para el funcionamiento de la vida familiar, la inversión de los padres en sus hijos.

La inversión de los padres es un recurso limitado. El día sólo tiene veinticuatro horas, la memoria a corto plazo sólo puede retener pedazos de información y, como señalan muchas madres hechas polvo: «No tengo más que dos manos». En un extremo de la vida, los hijos descubren que la madre no puede producir una cantidad ilimitada de leche; en el otro, descubren que los padres no dejan tras de sí grandes herencias.

En la medida en que los sentimientos entre las personas reflejan su parentesco genético típico, sostiene Trivers, los miembros de una familia deberían disentir sobre la forma de repartir la inversión de los padres. Estos querrían dividir su inversión de forma igual entre los hijos —si no en partes exactamente iguales, de acuerdo con la capacidad de cada hijo para sacar provecho de la inversión—. Pero cada hijo querrá que el padre o la madre le dé el doble de la inversión que la da a su hermano, porque los hijos comparten la mitad de sus genes con cada hermano, pero comparten todos los genes consigo mismos. Dados una familia con dos hijos y un solo pastel para repartir, cada hijo querrá que se divida en una ratio de dos tercios y un tercio, mientras que los padres querrán dividirlo en dos mitades. El resultado es que ninguna división contentará a todos. Evidentemente, no se trata de que padres e hijos se peleen literalmente por el pastel, la leche o la herencia (aunque pueden hacerlo), y desde luego no se pelean por los genes. En nuestra historia evolutiva, la inversión parental afectó a la supervivencia del hijo, la cual afectó a la probabilidad de que los genes de los diversos sentimientos familiares de los padres y los hijos pasaran hoy a nosotros. Lo previsible es que las expectativas que cada miembro de la familia tiene sobre los demás no estén perfectamente sincronizadas.

El conflicto entre padres e hijos, y su anverso, el conflicto entre hermanos, se pueden observar en todo el reino animal18. Los miembros de una misma camada o nidada se pelean entre sí, a veces de forma letal, y se pelean con sus madres para tener acceso a la leche, la comida y los cuidados. (Como señalaba el personaje al que da voz Woody Allen en Hormigaz: «Cuando eres el hijo del medio en una familia de cinco millones, no te prestan mucha atención».) El conflicto también se plantea en la fisiología del desarrollo prenatal humano. Los fetos acceden a la corriente sanguínea de sus madres para extraer todos los nutrientes posibles de su cuerpo, mientras el cuerpo de la madre se resiste para mantenerse en buena forma para futuros hijos19. Y se sigue planteando después del parto. Hasta hace poco, en la mayor parte de las culturas, las madres que tenían pocos recursos para sustentar al recién nacido hasta su madurez, cortaban por lo sano y dejaban que muriera20. Los mofletes sonrosados y la reacción inmediata en el rostro de un bebé pueden ser un anuncio de salud creado para decantar la decisión a su favor21.

Pero los conflictos más interesantes son los psicológicos, que se representan en los dramas familiares. Trivers hablaba de la naturaleza liberadora de la sociobiología invocando una «asimetría subyacente en nuestras relaciones sociales» y unos «actores sumergidos del mundo social»22. Se refería a las mujeres, como veremos en el capítulo sobre el género, y a los niños. La teoría del conflicto entre padres e hijos sostiene que las familias no contienen unos padres todopoderosos y omniscientes y unos hijos pasivos y agradecidos. La selección natural debió de haber equipado a los hijos con unas tácticas psicológicas que les permiten defenderse en la lucha con sus padres, sin que ninguna de las dos partes se imponga siempre. Los padres tienen una ventaja efímera puramente física, pero los hijos se pueden defender con sus zalamerías, sus lloros, sus pataletas, haciendo que los demás se sientan culpables, atormentando a sus hermanos, interponiéndose entre sus padres y amenazando con un comportamiento autodestructivo23. Como bien se dice, la locura es hereditaria: la heredamos de los hijos.

Y lo que es más importante, los niños no permiten que sus padres les configuren su personalidad con sus insistencias, sus halagos y sus intentos de ofrecerse como modelo24. Como veremos en el capítulo dedicado a los hijos, el efecto de que a uno le críen unos determinados padres y en una determinada cultura es sorprendentemente pequeño: los hijos que crecen en el mismo hogar no acaban con una personalidad más parecida que la de los hijos que se separaron al nacer; los hermanos adoptados no llegan a parecerse más que dos personas extrañas. Las conclusiones de los estudios contradicen rotundamente las predicciones de todas las teorías de la historia de la psicología, excepto una. Sólo Trivers pronosticó:

El hijo no puede confiar en que sus padres le orienten de forma desinteresada. Uno espera que el hijo esté programado para oponerse a cierta manipulación parental al tiempo que está abierto a otras formas. Cuando el padre o la madre imponen un sistema arbitrario de refuerzo (castigo y recompensa) para manipular al hijo de modo que actúe en contra de sus mejores intereses, la selección favorecerá al hijo que se oponga a tales programas de refuerzo25.

El hecho de que los hijos no lleguen a ser como los padres quisieran es, para muchas personas, una de las lecciones más agridulces de la paternidad. «Tus hijos no son tus hijos —dijo el poeta Kahlil Gibran—. Les puedes dar tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen los suyos propios26».

La predicción más evidente de la teoría del conflicto entre padre e hijo es que padres y hermanos tendrán unas percepciones diferentes de cómo los primeros trataron a los segundos. En efecto, estudios sobre miembros adultos de las familias demuestran que la mayoría de los padres manifiestan haber tratado a sus hijos por igual, mientras que la mayoría de los hermanos sostienen que no se les dio lo que les correspondía27. Un hecho que los investigadores llaman efecto de los Hermanos Smother, por la pareja cómica de esa serie cuyo miembro más soso decía: «Mamá siempre te quiso más a ti».

Pero la lógica del conflicto entre padres e hijos no sólo se aplica a los hermanos contemporáneos. Los hijos de cualquier edad tácitamente compiten contra los descendientes no nacidos que los padres pudieran tener si se les diera tiempo y energía. Dado que los hombres siempre pueden engendrar hijos (especialmente en los sistemas polígamos que hasta hace poco eran característicos de la mayoría de las sociedades), y dado que ambos sexos pueden prodigar inversiones en los nietos, los conflictos de intereses potenciales entre padres e hijos se ciernen sobre ellos durante toda la vida. Cuando los padres disponen un matrimonio, pueden establecer un trato que sacrifique el interés del hijo a futuras consideraciones que benefician a un hermano o al padre. Hijos y adultos pueden tener opiniones distintas sobre si el hijo ha de permanecer junto a la familia para ayudarla o si ha de emprender su propia carrera reproductora. Los hijos casados deben decidir cómo distribuir el tiempo y la energía entre la familia nuclear que han creado y la extensa familia en la que nacieron. Los padres han de decidir si distribuir sus recursos en partes iguales o beneficiar al hijo que mejor uso pueda hacer de ellos.

La lógica de los conflictos entre padres e hijos y entre hermanos arroja una nueva luz sobre la doctrina de los «valores familiares» a la que tanto alude la derecha religiosa y cultural contemporánea. Según esta doctrina, la familia es un remanso de atención y benevolencia, que permite que los padres transmitan a sus hijos los valores que mejor sirven a sus intereses. Se supone que las fuerzas culturales modernas, al dejar que las mujeres pasen menos tiempo con los hijos pequeños y al ampliar el mundo de los hijos mayores más allá del círculo familiar, han arrojado una granada a su propio nido, perjudicando así por igual a los niños y a la sociedad. Parte de esta teoría es sin duda correcta; los padres y otros familiares tienen mayor interés en el bienestar del hijo que terceras partes. Pero el conflicto entre padre e hijo implica que la realidad es mucho más compleja.

Si se pudiera preguntar a los niños pequeños cuál es su deseo, no hay duda de que dirían que su madre les dedicara toda su atención de forma exclusiva y durante las veinticuatro horas al día. Pero esto no significa que la atención maternal ininterrumpida sea la norma biológica. La necesidad de encontrar un equilibrio entre invertir en un hijo y conservar la salud (que en última instancia significa invertir en otro hijo) es inherente a todos los seres vivos. Las madres humanas no son una excepción, y muchas veces tienen que oponerse a las exigencias de sus pequeños tiranos para no poner en peligro su propia supervivencia y la de sus otros hijos, nacidos o por nacer. La antropóloga Sarah Blaffer Hrdy ha demostrado que el equilibrio entre el trabajo y la maternidad no lo inventaron los trajeados yuppies de los años ochenta. Las mujeres de las sociedades recolectoras usan una diversidad de recursos para criar a sus hijos sin morir de hambre en el proceso, entre ellos buscar un estatus dentro del grupo (que mejora el bienestar de los hijos) y compartir las obligaciones de la atención del hijo con otras mujeres del grupo. Los padres, por supuesto, normalmente son los principales proveedores del sustento, además de la propia madre, pero tienen malas costumbres, como la de morirse, abandonar y no ganarse la vida, y las madres nunca han dependido exclusivamente de ellos28.

El debilitamiento del dominio de los padres sobre sus hijos mayores tampoco es simplemente una reciente víctima de unas fuerzas destructoras. Forma parte de una prolongada extensión de la libertad en Occidente que ha concedido a los hijos su deseo siempre presente de más autonomía de la que los padres están dispuestos a dar. En las sociedades tradicionales, se encadenaba a los hijos a la tierra de la familia, se les comprometía en matrimonio según los padres disponían y su destino estaba en manos del patriarca de la familia29. Luego se inició un cambio en la Europa medieval, y algunos historiadores sostienen que fue el primer paso en la extensión de los derechos que asociamos con la Ilustración y que culminaron con la abolición del feudalismo y la esclavitud30. Es cierto que hoy algunos hijos se pervierten por unas malas compañías o una cultura popular. Pero los compañeros, los vecinos o los profesores logran rescatar a algunos de familias que los maltratan o los manipulan. Muchos niños se han beneficiado de unas leyes —por ejemplo la escolarización obligatoria y la prohibición de los matrimonios forzados— que pueden invalidar las pretensiones de sus padres. Algunos pueden aprovechar una información —por ejemplo sobre anticonceptivos o sobre carreras profesionales— que sus padres intentan ocultar. Y algunos tienen que escapar de un gueto cultural asfixiante para descubrir las delicias cosmopolitas del mundo moderno. La novela Shosha, de Bashevis Singer, empieza con el recuerdo de la infancia del protagonista en la parte judía de Varsovia a principios del siglo XX:

Me crié en tres lenguas muertas —el hebreo, el arameo y el yídish […]— y en una cultura que se desarrolló en Babilonia: el Talmud. La cheder [aula] donde estudiaba era una habitación donde el profesor comía y dormía, y donde cocinaba su mujer. Allí yo no estudiaba aritmética, geografía, física, química ni historia, sino las leyes que rigen para un huevo que se haya puesto en día festivo, y los sacrificios realizados en un templo que había sido destruido hacía dos mil años. Pese a que mis antepasados habían llegado a Polonia seiscientos o setecientos años antes de que yo naciera, sólo sabía unas pocas palabras de la lengua polaca […]. Era un anacronismo en todos los sentidos, pero no lo sabía.

En el recuerdo de Singer hay más nostalgia que amargura, y es evidente que en la mayoría de las familias es mucho más el cariño que la represión o los conflictos. En el ámbito más próximo, probablemente tenía razón Tolstoi cuando decía que hay familias felices e infelices, y que las infelices lo son de diversas formas, dependiendo de la química de las personas que la genética y el destino han reunido. El conflicto inherente a las familias no significa que los lazos familiares sean menos esenciales para la existencia humana. Sólo implica que el equilibrio de intereses opuestos que rige todas las interacciones humanas no acaba a la puerta del hogar familiar.

Entre las combinaciones de personas que Trivers consideró se encuentra la pareja que forman un hombre y una mujer. La lógica de su relación tiene sus raíces en la diferencia más fundamental entre los sexos: no sus cromosomas ni su constitución, sino su inversión parental31. En los mamíferos, las inversiones parentales mínimas del macho y la hembra difieren drásticamente. El macho puede cumplir con unos minutos de cópula y una cucharada de semen, pero la hembra lleva al hijo en su seno durante meses, y le nutre antes y después de que nazca. Como se dice de las aportaciones respectivas que el pollo y el cerdo hacen a los huevos y al beicon, el primero participa, pero el segundo se entrega. Dado que para hacer un bebé nuevo se necesita un miembro de cada sexo, el acceso a las hembras es el recurso que los machos tienen limitado en la reproducción. Para que el macho maximice el número de sus descendientes ha de aparearse con el mayor número posible de hembras; para que la hembra maximice el número de sus descendientes, ha de aparearse con el macho de mejor calidad disponible. Esto explica las dos diferencias sexuales más extendidas en muchas especies del reino animal: los machos compiten, las hembras eligen; los machos buscan la cantidad, las hembras, la calidad.

Los seres humanos son mamíferos, y nuestra conducta sexual es coherente con ello. Donald Symons resume el registro etnográfico sobre las diferencias entre sexos en la sexualidad: «En todos los pueblos, son principalmente los hombres quienes buscan, cortejan, hacen proposiciones, seducen, emplean los encantos y la magia del amor, ofrecen regalos a cambio del sexo y usan los servicios de prostitutas»32. Entre los pueblos occidentales, los estudios han demostrado que los hombres buscan más compañeras sexuales que las mujeres, tienen menos escrúpulos en la selección de una compañera ocasional y una tendencia mucho mayor a consumir pornografía33. Pero el macho de la especie Homo sapiens difiere del de la mayoría de otros mamíferos en un sentido fundamental: los hombres invierten en sus descendientes, y no dejan que toda la inversión la haga la hembra. El hombre, aunque carece de órganos que puedan proporcionar alimento directamente a sus hijos, les puede ayudar indirectamente: les alimenta, les protege, les enseña y les educa. Sin embargo las inversiones mínimas del hombre y de la mujer son desiguales, porque la madre puede tener un hijo cuyo padre haya huido, en cambio no puede ocurrir al revés. Sin embargo la inversión del hombre es mayor que cero, lo cual significa que las mujeres también habrán de competir en el mercado del apareamiento, aunque deberán hacerlo por los machos que más proclives sean a invertir (y aquellos de mejor calidad genética) , más que por los que más dispuestos estén a copular.

La economía genética del sexo también pronostica que ambos sexos tienen un incentivo genético para cometer adulterio, aunque en parte por razones diferentes. El hombre dado a las aventuras amorosas puede tener hijos adicionales dejando embarazadas a otras mujeres además de a su esposa. Una mujer que guste de las aventuras amorosas puede tener unos hijos mejores si los concibe de un hombre que tenga mejores genes que su marido, mientras deja que su marido siga con ella para que ayude a criar al hijo. Pero cuando la esposa saca lo mejor de sus aventuras, el marido sale perdiendo, porque invierte en los genes de otro hombre que han usurpado el lugar de los suyos. Y así comprendemos la otra cara de la evolución de los sentimientos del padre: la evolución de los celos sexuales del macho, surgidos para evitar que su mujer tenga un hijo de otro hombre. Los celos de las mujeres se orientan más a evitar la pérdida del afecto del hombre, una señal de que éste está dispuesto a invertir en los hijos de otra mujer a expensas de los de la esposa34.

La tragedia biológica de los sexos es que los intereses genéticos del hombre y de la mujer pueden coincidir tanto que casi constituyen un único organismo, pero la probabilidad de que sus intereses se diferencien nunca es muy lejana. El biólogo Richard Alexander señala que si un hombre y una mujer se casan para toda la vida, se mantienen perfectamente monógamos y anteponen su familia nuclear a la familia de cada uno de ellos, sus intereses genéticos son idénticos, encerrados en ese único cesto en que se encuentran sus hijos35. En este estado ideal, el amor entre un hombre y una mujer debería ser el vínculo emocional más fuerte del mundo vivo —dos corazones que palpitan como si de uno solo se tratara— y desde luego así ocurre con algunas parejas afortunadas. Lamentablemente, las premisas para llegar a una conclusión así no son fáciles. El poder del nepotismo implica que los parientes políticos y, si los hay, los hijastros, siempre tiran de los cónyuges para atraerles a su lado. Y los incentivos del adulterio significan que lo mismo pueden hacer los amantes y las amantes. Al biólogo evolutivo no le extraña que la infidelidad, los parientes políticos y los hijastros estén entre las principales causas de las peleas conyugales.

Tampoco es extraño que exista el conflicto en el propio acto del amor. El sexo es la fuente más concentrada de placer físico que nos concede nuestro sistema nervioso, de modo que ¿por qué constituye tal espino emocional? En todas las sociedades, el sexo es como mínimo algo «sucio». Se practica en privado, se considera hasta la obsesión, lo regulan la costumbre y el tabú, es objeto de habladurías y de engaños y desencadena la furia de los celos36. Durante un breve periodo de los años sesenta y setenta, la gente soñó en una erotopía en la que hombres y mujeres podían entregarse al sexo sin complejos ni inhibiciones. El protagonista de Miedo a volar, de Erica Jong, soñaba con «joder sin cremalleras»: el sexo anónimo, informal, sin sentimiento de culpa ni celos. «If you can’t be with the one you love, love the one you’re with»36a, cantaba Stephen Stills. «If you love somebody, set them free»36b, cantaba Sting.

Pero Sting también cantaba: «Every move you make, I’ll be watching you»36c. E Isadora Wing concluía que la cópula sin límites es «más rara que el unicornio». Incluso en una época en que parece que todo vale, la mayoría de las personas no practican el sexo con la misma informalidad con que participan de la comida o de la conversación. Algo que se aplica también a los campus universitarios, que tienen fama de albergar frecuentes encuentros sexuales informales. La psicóloga Elizabeth Paul resume así sus estudios sobre el fenómeno: «El sexo informal no es superficial; pocos son los que salen de él indemnes»37. Las razones son tan profundas como todo en biología. Uno de los peligros del sexo es un bebé, y un bebé no es cualquier cosa sino, desde un punto de vista evolutivo, nuestra razón de ser. Siempre que una mujer tiene relaciones sexuales con un hombre asume la probabilidad de condenarse a años de maternidad, con el riesgo adicional de que los caprichos de su compañero la conviertan en madre soltera. La mujer entrega un trozo de su output reproductor finito a los genes y las intenciones de ese hombre, renunciando a la oportunidad de emplearlo en algún otro hombre que pudiera tener mejores genes, mejores intenciones o ambas cosas. El hombre, por su parte, puede estar poniendo lo mejor de sí en ese niño incipiente, o fingiendo ante su compañera tales intenciones.

Y esto sólo abarca a los participantes inmediatos. Como se lamentaba Jong en otro sitio, en la cama nunca hay sólo dos personas. En sus mentes siempre les acompañan los padres, antiguos amantes y rivales reales e imaginarios. En otras palabras, terceras partes tienen interés en el posible resultado de una relación sexual. Los rivales románticos del hombre o de la mujer, a quienes con el acto de amor de éstos se engaña, se abandona o se condena al celibato, tienen razones para desear estar en su lugar. Los intereses de terceras partes nos ayudan a entender por qué el sexo se practica en privado casi de forma universal. Symons señala que como el éxito reproductor de un hombre está estrictamente limitado por su acceso a las mujeres, en la mente de los hombres el sexo siempre es un bien escaso. Las personas pueden practicar el sexo en privado por la misma razón que en tiempos de hambre comen en privado: para evitar provocar una envidia peligrosa38.

Y por si no hubiera ya bastantes personas en la cama, todo hijo de un hombre y una mujer es el nieto de otros dos hombres y otras dos mujeres. Los padres tienen interés en la reproducción de sus hijos porque a la larga es también su reproducción. Y peor aún, el carácter precioso de la capacidad reproductora de la hembra convierte a ésta en un recurso valioso para los hombres que la controlan en las sociedades patriarcales, es decir, su padre y sus hermanos. Pueden intercambiar una hija o una hermana por más esposas o recursos para ellos, por lo que tienen interés en proteger su inversión y evitar que la mujer se quede embarazada de hombres que no sean aquellos a quienes desean venderla. Así pues, la actividad sexual de la mujer tiene un interés de propiedad no sólo para el marido o el novio, sino también para su padre y sus hermanos39. A los occidentales les horrorizaba el trato que recibían las mujeres en Afganistán durante el régimen de los talibán, entre 1995 y 2000, cuando iban cubiertas con el burka y se les prohibía trabajar, asistir a la escuela y salir de casa solas. Wilson y Daly han demostrado que leyes y costumbres con idénticos propósitos —otorgar a los hombres el control de la sexualidad de sus esposas y sus hijas— han sido habituales a lo largo de la historia y en muchas sociedades, incluida la nuestra40. Muchos padres de muchachas adolescentes han pensado fugazmente que, después de todo, el burka no es tan mala idea.

Desde un punto de vista estrictamente racional, la volatilidad del sexo es una paradoja, porque en la era de los anticonceptivos y de los derechos de las mujeres esos enredos no deberían imponerse a nuestros sentimientos. Deberíamos amar sin cremalleras a quien esté con nosotros, y el sexo no debería ser más motivo de habladurías, música, ficción, humor picante y fuertes emociones que comer o hablar: El hecho de que a las personas les atormente la economía darwinista de los bebés que ya no tienen atestigua el largo alcance de la naturaleza humana.

¿Y qué ocurre con las personas que no tienen lazos de sangre ni hijos? Nadie duda de que los seres humanos hacen sacrificios en favor de personas con las que no están emparentadas. Pero lo pueden hacer de dos formas diferentes.

Los seres humanos, igual que las hormigas, podrían tener algún exaltado superorganismo que les impulse a hacerlo todo por la colonia. La idea de que las personas son instintivamente comunales es un precepto importante de la doctrina romántica del Buen Salvaje. Aparecía en la teoría de Marx y Engels según la cual el «comunismo primitivo» fue el primer sistema social; en el anarquismo de Piotr Kropotkin (que dijo: «Las hormigas y las termitas han renunciado a la "guerra hobbesiana", lo cual las ha beneficiado») ; en la utopía de la familia del hombre de los años sesenta; y en los escritos de científicos radicales contemporáneos como Lewontin y Chomsky41. Algunos científicos radicales imaginan que la única alternativa es un individualismo como el de Ayn Randian, en el que todo hombre es una isla. Steven Rose y la socióloga Hilary Rose, por ejemplo, concluyen que la psicología evolutiva es «un ataque libertario de derechas contra la colectividad»42. Una acusación que es incorrecta tanto si nos basamos en hechos —como veremos en el capítulo sobre política, muchos psicólogos evolutivos se sitúan en la izquierda política— como conceptualmente. La auténtica alternativa al colectivismo romántico no es el «libertario de derechas», sino el reconocimiento de que la generosidad social procede de una compleja serie de pensamientos y sentimientos cuyas raíces están en la lógica de la reciprocidad. Esto le da una psicología muy distinta del reparto comunal que practican los insectos sociales, las familias humanas y los cultos que intentan simular que son familias43.

Trivers desarrolló las tesis de Williams y Hamilton según las cuales no es probable que entre personas no emparentadas se desarrolle ese altruismo puro y solidario —un deseo de beneficiar al grupo o a la especie a expensas de uno mismo—, porque se presta a que se aprovechen de uno los estafadores que prosperan con el disfrute de las buenas obras de los demás sin que ellos aporten nada. Pero como ya he dicho, Trivers también demostró que se puede desarrollar un altruismo recíproco medido. Quienes corresponden con su ayuda a quienes les han ayudado, y quienes castigan o rechazan a quienes no han sabido ayudarles, disfrutarán los beneficios del intercambio y superarán a los individualistas, a los estafadores y a los altruistas puros44. Los seres humanos están bien equipados para las exigencias del altruismo recíproco. Se recuerdan mutuamente como individuos (quizá con la ayuda de las regiones especializadas del cerebro) y tienen una vista de lince y una memoria de elefante para los estafadores45. Tienen sentimientos moralistas —el gusto, la compasión, la gratitud, la culpa, la vergüenza, el enojo— que son una asombrosa aplicación de las estrategias del altruismo recíproco de las simulaciones informáticas y de los modelos matemáticos. Los experimentos han confirmado la suposición de que las personas se sienten más inclinadas a ayudar a un extraño cuando lo pueden hacer a un bajo coste, cuando el extraño está necesitado y cuando está en condiciones de corresponder46. Les gustan las personas que les hacen favores, hacen favores a quienes les gustan, se sienten culpables cuando no han hecho un posible favor y castigan a quienes les niegan posibles favores47.

Puede ocurrir que un espíritu de reciprocidad gobierne no sólo los intercambios uno a uno sino las aportaciones al bien público, por ejemplo la caza de animales que son demasiado grandes para que el cazador se los coma él solo, la construcción de un faro que aleja de las rocas los barcos de todos, o unirse para invadir a los vecinos o para repeler sus invasiones. El problema inherente de los bienes públicos se refleja en la fábula de Esopo: «¿Quién le pondrá el cascabel al gato?». Los ratones de una hacienda acuerdan que vivirían mejor si el gato llevara un cascabel en el cuello que les avisara de su presencia, pero ningún ratón quiere arriesgar su vida o su integridad física para colgarle el cascabel al gato. No obstante, se puede desarrollar una disposición a ponérselo —es decir, a contribuir al bien público— si va acompañada de una disposición a recompensar a quienes asuman tal carga o a castigar a quienes engañen para eludirla48.

La tragedia del altruismo recíproco es que los sacrificios en nombre de quienes no son parientes no pueden perdurar sin una red de sentimientos desagradables como la ansiedad, la desconfianza, la culpa, la vergüenza y el enojo. Como dice el periodista Matt Ridley en su estudio de la evolución de la cooperación:

La reciprocidad pende, como una espada de Damocles, sobre la cabeza de todo ser humano. Me invita a su fiesta, por tanto haré una buena reseña de su libro. Han venido a cenar a casa dos veces y no nos han invitado a la suya ni una sola vez. Después de todo lo que hice por él, ¿cómo me puede haber hecho esto? Si haces esto por mí, te prometo que te lo recompensaré más adelante. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Me lo debes. Obligación, deuda, favor, trato, intercambio, acuerdo… Nuestra lengua y nuestra vida están impregnadas de ideas de reciprocidad49.

Los estudios que los economistas conductuales han hecho sobre el altruismo han esclarecido esa espada de Damocles y han demostrado que las personas no son ni los egoístas amorales de la teoría económica clásica, ni los comunalistas del todos para uno y uno para todos de las fantasías utópicas. En el juego del Ultimátum, por ejemplo, un primer participante o proponente consigue una gran suma de dinero que ha de distribuir entre él y el otro participante, quien la puede tomar o dejar. Si la deja, ninguno de los dos consigue nada. Un proponente egoísta se quedaría con la mejor parte; un segundo participante egoísta aceptaría las migajas sobrantes, por pequeñas que fueran, porque es mejor una parte del pan que ninguna. En realidad, el proponente tiende a ofrecer casi la mitad de la suma total, y el otro participante no acepta mucho menos de la mitad, pese a que rechazar una parte más pequeña sería un acto de rencor que perjudica a ambos jugadores. Parece que al segundo participante le mueve un sentido de enojo razonable y castiga en consecuencia al proponente egoísta; el proponente lo prevé y hace una oferta que es lo bastante generosa como para que se acepte. Sabemos que la generosidad del proponente se mueve por el miedo a una respuesta rencorosa fruto de las dos alternativas del experimento. En el juego del Dictador, el proponente simplemente distribuye la cantidad entre los dos jugadores y el segundo participante nada puede hacer al respecto. Al no existir el miedo a las represalias, el proponente hace una oferta mucho más tacaña. La oferta sigue siendo más generosa de lo que ha de ser, porque el proponente teme ganarse una fama de tacaño que a la larga se le podría volver en contra. Sabemos esto por el juego del Doble ciego del Dictador, en el que se esconden las propuestas de muchos jugadores y ni el participante que debe aceptarlas ni quien realiza el experimento saben cuánto ofreció cada uno. En esta variante, la generosidad cae en picado; una mayoría de los proponentes se lo guardan todo para sí50.

Y luego está el juego del Bien Público, en el que todos hacen una aportación voluntaria a un bote de dinero común; en este caso, quien realiza el experimento lo dobla, y el bote se reparte en partes iguales entre los participantes, cualquiera que haya sido su aportación. La mejor estrategia para cada jugador que actúe individualmente es la del jinete solitario y no aportar nada, confiando en que los demás aportarán algo y pueda recibir una parte de sus aportaciones. Naturalmente, si todos los participantes piensan lo mismo, el bote se queda vacío y nadie recibe un centavo. Lo óptimo para el grupo es que todos los jugadores aporten todo lo que tengan para así poder doblar su dinero. Sin embargo, cuando se juega de forma repetida, todo el mundo intenta ser el jinete solitario, y el bote disminuye hasta el cero que a todos perjudica. Por otro lado, si se deja que las personas contribuyan al bote y multen a quienes no lo hagan, la conciencia hace que todos sean unos cobardes, y casi todos contribuyen al bien común, permitiendo que todos se beneficien51. Los psicólogos sociales han documentado el mismo fenómeno, al que denominan «holgazanería social». Cuando las personas forman parte de un grupo, tiran menos de la cuerda, aplauden con menor entusiasmo y aportan menos ideas en una sesión de generación de ideas, a menos que crean que se controlan sus aportaciones al esfuerzo del grupo52.

Estos experimentos pueden ser artificiales, pero las motivaciones que revelan se manifestaron también en las llamadas «comunidades utópicas», unos experimentos de la vida real. En el siglo XIX y las primeras décadas del XX, aparecieron por todo Estados Unidos unas comunidades autosuficientes basadas en la filosofía del reparto comunal. Todas ellas se descompusieron debido a las tensiones internas: las que se guiaban por unas ideas socialistas, al cabo de una media de dos años; las que se basaban en una ideología religiosa, al cabo de una media de veinte años53. El kibbutz israelí, impulsado originariamente por el socialismo y el sionismo, fue desmantelando de forma sistemática su filosofía colectivista a lo largo de décadas. Se vio socavado por el deseo de sus miembros de vivir con sus familias, ser dueños de sus propios vestidos y conservar pequeños lujos o cantidades de dinero conseguidos fuera del kibbutz. Y los kibbutz fueron arrastrados hasta su desaparición por las ineficacias nacidas del problema del jinete solitario: en palabras de uno que vivió en ellos, los kibbutz eran un «paraíso para los parásitos»54.

También en otras culturas la generosidad se ejerce de acuerdo con un complejo cálculo mental. Recordemos el estudio etnográfico de Fiske, que demuestra que el espíritu del Reparto Comunal surge espontáneamente sobre todo en las familias (y en algunas ocasiones concretas, por ejemplo en los festejos). El Ajuste a la Igualdad —es decir, el altruismo recíproco— es la norma para las interacciones cotidianas entre los parientes más lejanos y los que no son parientes55. Una posible excepción es la distribución de carne entre las bandas de recolectores, que comparten los peligros de la caza a gran escala (con sus grandes ganancias, aunque imprevisibles) y para ello comparten lo que se caza56. Incluso en este caso, el espíritu dista mucho de la generosidad sin límites, y del hecho de compartir se afirma que lleva incorporado un «grado de hostilidad»57. A los cazadores normalmente no les es fácil defender sus presas de los demás, de modo que, más que compartirlas, lo que hacen es no hacer nada mientras los demás se las confiscan. Su esfuerzo cazador se trata como un bien público, y si se resisten a la confiscación, se les castiga con las habladurías y el ostracismo, mientras que si la toleran, se les recompensa con la buena reputación (que les proporciona compañeras sexuales) , y pueden adquirir el derecho de que se les compense cuando las cosas cambien. Una psicología similar se puede encontrar entre los cazadores-recolectores de nuestra propia cultura, los pescadores comerciales. En La tormenta perfecta, Sebastian Junger escribe:

Los capitanes que faenan en alta mar en la captura del pez espada se ayudan siempre que pueden; se prestan piezas del motor, aconsejan en cuestiones técnicas, regalan alimentos o carburante. Afortunadamente, la competencia entre una docena de barcos que se afanan en llevar una mercancía perecedera al mercado no elimina un sentimiento inherente de ayuda mutua. Puede parecer algo de una nobleza extraordinaria, pero no es así, o al menos no del todo. También hay un interés personal. Todo capitán sabe que puede ser el siguiente al que se le agarrote un inyector o en tener fugas en el sistema hidráulico58.

A partir de Ashley Montagu en 1952, los pensadores con simpatías colectivistas intentaron buscar un lugar para la generosidad no calculada invocando para ello la selección de grupo, una competición darwinista entre los grupos de organismos más que entre los organismos individuales59. Lo que se espera es que los grupos cuyos miembros sacrifican sus intereses en aras del bien común superarán a aquellos en que cada uno vaya a la suya, y el resultado será que en la especie llegarán a imponerse los impulsos generosos. Williams desbarató el sueño en 1966, cuando señaló que a menos que un grupo sea genéticamente fijo y esté herméticamente sellado, se infiltrarán en él mutantes o inmigrantes de forma continua60. Un infiltrado egoísta pronto dominaría el grupo con sus descendientes, que serían más numerosos porque se habrían beneficiado de las ventajas de los sacrificios de los demás sin ellos haber hecho ninguno. Esto ocurriría mucho antes de que el grupo pudiera emplear su cohesión para hacerse con la victoria frente a grupos vecinos e impedir que los nuevos grupos repitieran el proceso.

La expresión «selección de grupo» pervive en la biología evolutiva, pero normalmente tiene sentidos distintos de lo que Montagu pensaba. Es cierto que los grupos formaron parte de nuestro entorno evolutivo, y que nuestros ancestros desarrollaron unos rasgos, como la preocupación por la propia reputación, que les llevaron a prosperar en grupo. A veces, los intereses de un individuo y los de un grupo pueden coincidir; por ejemplo, ambos se benefician de que el grupo no sea exterminado por un enemigo. Algunos teóricos invocan la selección de grupo para explicar una disposición a castigar a esos jinetes solitarios que no contribuyen al bien público61. El biólogo David Sloan Wilson y el filósofo Elliot Sober redefinían «grupo» como un conjunto de partes que practican la reciprocidad mutua, y ofrecían un lenguaje alternativo con el que describir la teoría de Trivers, aunque no una alternativa a la propia teoría62. Pero nadie cree en la idea original de que la selección entre los grupos conduzca al desarrollo del autosacrificio sin límites. Incluso dejando de lado las dificultades teóricas que Williams explicaba, sabemos empíricamente que las personas de todas las culturas hacen cosas que les llevan a prosperar a expensas de su grupo, por ejemplo mentir, competir por la pareja, tener amantes, sentir celos o pelear por imponerse.

En cualquier caso, la selección de grupo no se merece tan buena fama. Nos dotara o no de la generosidad para con los miembros de nuestro grupo, no hay duda de que sí nos dotó del odio hacia los miembros de otros grupos.

(Recordemos que la selección de grupo fue la versión del darvinismo que se tergiversó hasta llegar al nazismo.) Esto no significa que la selección de grupo sea incorrecta, sino que suscribir una teoría científica únicamente por su aparente encanto político puede resultar contraproducente. Como subraya Williams: «Afirmar que [la selección natural en el ámbito de grupos en competencia] es moralmente superior a la selección natural en el ámbito de individuos en competencia, implicaría, en su aplicación humana, que el genocidio sistemático es moralmente superior al asesinato indiscriminado»63.

Las personas hacen por sus semejantes mucho más que devolver favores y castigar a los estafadores. A menudo realizan actos generosos sin pensar en absoluto en recibir nada a cambio, desde dejar propina en un restaurante al que no han de volver jamás hasta arrojarse sobre una bomba para salvar a los compañeros de batalla. Trivers, además de los economistas Robert Frank y Jack Hirshleifer, ha señalado que en un entorno de personas que quieran distinguir a los amigos que sólo están a las maduras de aquellos que están también a las duras, se puede desarrollar la magnanimidad pura64. Los signos de lealtad y generosidad sinceras sirven de aval de las promesas que uno hace, con lo que se reduce el recelo de quien pueda pensar que vamos a engañarle. La mejor forma de convencer a un escéptico de que uno es generoso y digno de confianza es ser generoso y digno de confianza.

Evidentemente, tal virtud no puede ser el modo dominante de interacción humana, de lo contrario podríamos prescindir de todo el descomunal aparato diseñado para garantizar la justicia de los intercambios —el dinero, los registros de saldo, los bancos, las entidades contables, los departamentos de facturación, los tribunales— y basar nuestra economía en el honor. En el polo opuesto, las personas también cometen actos de traición descarada, entre ellos el hurto, el fraude, la extorsión, el asesinato y otras formas de beneficiarse a expensas de los demás. Los psicópatas, que carecen de cualquier rastro de conciencia, son el caso más extremo, pero los psicólogos sociales han documentado lo que ellos denominan «rasgos maquiavélicos» en muchos individuos que no llegan a ser psicópatas65. Es evidente que muchas personas se encuentran entre esos dos extremos, y muestran una mezcla de reciprocidad, generosidad pura y codicia.

¿Por qué la gente se comporta dentro de ese espectro tan amplio? Tal vez todos seamos capaces de ser santos o pecadores, dependiendo de las tentaciones y las amenazas a que nos enfrentemos. Tal vez la educación o las costumbres del grupo al que pertenecemos nos coloquen en uno de esos caminos muy pronto en la vida. Quizá escojamos ese camino muy pronto porque estamos dotados de una serie de estrategias condicionales sobre cómo desarrollar la personalidad: si descubres que eres atractivo y encantador, intenta ser manipulador; si eres fuerte y autoritario, intenta acosar a los demás; si estás rodeado de personas generosas, intenta serlo tú también; etc. Quizás estemos predispuestos por nuestros genes a ser más o menos agradables o desagradables. Tal vez el desarrollo humano es una lotería, y el destino nos asigna una personalidad al azar. Lo más probable es que nuestras diferencias procedan de varias de estas fuerzas o de algún híbrido que de ellas nazca. Por ejemplo, todos podemos desarrollar un sentimiento de generosidad si contamos con amigos y vecinos suficientes que sean generosos, pero el umbral del multiplicador de esta función puede diferir entre nosotros genéticamente o de forma aleatoria: algunas personas necesitan sólo unos cuantos vecinos amables para ser amables, mientras que otros necesitan muchos más.

No hay duda de que los genes son un factor. La escrupulosidad, la amabilidad, la neurosis, la psicopatía y la conducta delictiva son sustancialmente hereditarias (aunque en modo alguno completamente hereditarias) , y quizá lo sea también el altruismo66. Pero esto no hace sino sustituir por otra la pregunta original (¿por qué el grado de egoísmo varía entre las personas?). La selección natural tiende a hacer a los miembros de una especie iguales en lo que se refiere a sus rasgos adaptativos, porque cualquier versión de un rasgo que sea mejor que los demás se seleccionará, y las versiones alternativas se extinguirán. Por eso la mayoría de los psicólogos evolutivos atribuyen las diferencias sistemáticas de las personas a sus entornos, y sólo atribuyen a los genes las diferencias aleatorias. Este ruido genético puede proceder al menos de dos fuentes. Dentro del genoma, la oxidación nunca cesa: constantemente entran unas mutaciones aleatorias que la selección elimina sólo de forma lenta y desigual67. Y la selección puede favorecer una variabilidad molecular por sí misma para ponernos un paso por delante de los parásitos que se desarrollan continuamente para infiltrarse en nuestras células y nuestros tejidos. Las diferencias de funcionamiento de todos los cuerpos y cerebros podrían ser un subproducto de esta agitación de secuencias de proteínas68.

Pero la teoría del altruismo recíproco abre otra posibilidad: que algunas de las diferencias genéticas entre las personas respecto a sus sentimientos sociales sean sistemáticas. Una excepción a la regla de que la selección reduce la variabilidad surge cuando la mejor estrategia depende de lo que hagan otros organismos. El juego infantil de Piedra/Tijeras/Papel68a es una analogía; otra se puede encontrar en la decisión de qué ruta seguir para ir a trabajar. Cuando los conductores empiezan a evitar una carretera congestionada y optan por una ruta menos concurrida, esta última dejará ya de ser menos concurrida, de manera que muchos optarán por la primera, hasta que se congestione, lo cual va a inducir a otros conductores a decidirse por la segunda ruta, y así sucesivamente. Al final, los conductores se distribuirán según una determinada ratio entre las dos carreteras. En la evolución puede ocurrir lo mismo, algo que se llama «selección dependiente de la frecuencia».

Un corolario del altruismo recíproco que se desprende de muchas simulaciones es que la selección dependiente de la frecuencia puede producir unas mezclas permanentes o temporales de estrategias. Por ejemplo, incluso en el caso de que en una población predominen los altruistas, a veces puede sobrevivir una minoría de estafadores, que se aprovechan de la generosidad de los primeros mientras su número no crezca hasta el extremo de que puedan encontrarse demasiado a menudo con otros estafadores y puedan ser reconocidos y castigados por los altruistas. Que la población termine siendo homogénea o haya en ella una mezcla de estrategias depende de qué estrategias estén en competencia, cuáles partan en mayor número, con qué facilidad se introduzcan en la población y la abandonen, y las contrapartidas de la cooperación y la defección69.

Disponemos de un símil intrigante. En el mundo real, las personas difieren genéticamente en sus tendencias egoístas. Y en los modelos de la evolución y el altruismo, los actores pueden desarrollar diferencias en sus tendencias egoístas. Podría ser una coincidencia, pero probablemente no lo es. Algunos biólogos han aportado pruebas de que la psicopatía es una estrategia de engaño que se desarrolló por la selección dependiente de la frecuencia70. Los análisis estadísticos demuestran que un psicópata, más que situarse en el extremo de uno o dos rasgos, posee un grupo de rasgos distintivos (un encanto superficial, impulsividad, irresponsabilidad, crueldad, ausencia de sentimiento de culpa, mendacidad y tendencia a la explotación) que le sitúan al margen del resto de la población71. Y muchos psicópatas no demuestran ninguna de las sutiles anormalidades físicas producidas por el ruido biológico, lo cual indica que la psicopatía no siempre es un error biológico72. La psicóloga Linda Mealey sostiene que la selección dependiente de la frecuencia ha producido al menos dos tipos de psicópatas. Uno consiste en personas que están genéticamente predispuestas para la psicopatía con independencia de cómo se críen. En el otro tipo están las personas predispuestas para la psicopatía sólo en determinadas circunstancias, en concreto cuando perciben que se encuentran en una situación competitivamente desfavorecida en la sociedad y encuentran su sitio en un grupo de otros iguales antisociales.

La posibilidad de que algunos individuos nazcan con una conciencia débil va directamente en contra de la doctrina del Buen Salvaje. Recuerda a las antiguas ideas de los criminales natos y las malas semillas, que fueron borradas por los intelectuales del siglo XX y sustituidas por la creencia de que todos los malhechores son víctimas de la pobreza o de una atención deficiente por parte de sus padres. A finales de los años setenta, Norman Mailer recibió una carta de un prisionero llamado Jack Henry Abbott, que había pasado la mayor parte de su vida entre rejas por delitos que iban desde firmar cheques sin fondos hasta matar a un compañero de prisión. Mailer estaba escribiendo un libro sobre el asesino Gary Gilmore, y Abbott se ofrecía a ayudarle a entrar en la mentalidad de un asesino prestándole para ello sus diarios de la cárcel y su crítica radical del sistema penitenciario. A Mailer le encandiló el estilo de los escritos de Abbott, de quien proclamó que era un nuevo escritor y pensador brillante —«un intelectual, un radical, un líder potencial, un hombre obsesionado por la idea de unas relaciones humanas más elevadas en un mundo mejor del que la revolución pueda forjar»—. Hizo que se publicaran las cartas de Abbott en New York Review of Books y luego, en 1980, en un libro, En el vientre de la bestia: cartas desde la cárcel. El siguiente es un fragmento en el que Abbott describe la experiencia de apuñalar a alguien hasta la muerte:

Puedes sentir cómo tiembla su vida a través del cuchillo que llevas en la mano. Casi te domina, esa suavidad del sentimiento en el corazón del abyecto acto del asesinato […]. Le acompañas en la caída para acabar con él. Es como cortar mantequilla caliente, no existe resistencia alguna. Al final siempre susurran una cosa: «Por favor». Tienes la extraña impresión de que no te implora que no le hagas daño, sino de que se lo hagas bien.

A pesar de las objeciones de los psiquiatras de la cárcel que pensaban que Abbott llevaba escrita en la cara la palabra «psicópata», Mailer y otros intelectuales de Nueva York le ayudaron a conseguir la libertad condicional. Enseguida se empezó a agasajar a Abbott en cenas literarias, algo comparable a lo que se hizo con Solzhenitsyn y Jacobo Timerman, y se le entrevistó en Good Morning America y en la revista People. Dos semanas más tarde, tuvo una discusión con un joven dramaturgo que trabajaba de camarero en un restaurante y le había pedido que no utilizara los lavabos de los empleados. Abbott le dijo que saliera a la calle, le clavó un cuchillo en el pecho y dejó que se desangrara en la acera hasta que murió73.

Los psicópatas pueden ser inteligentes y encantadores, y Mailer no fue más que el último de una serie de intelectuales de todo el espectro político a quienes se engatusó en los años sesenta y setenta. En 1973, William F. Buckley ayudó a conseguir la libertad anticipada de Edgar Smith, un hombre que había sido declarado culpable de abusar de una animadora y de romperle la cabeza con una piedra. Smith consiguió la libertad a cambio de confesar el crimen, y luego, mientras Buckley le entrevistaba en su programa de televisión de ámbito nacional, se retractó de su confesión. Tres años más tarde fue detenido por golpear a una joven con una piedra, y actualmente está cumpliendo cadena perpetua por intento de asesinato74.

No todos se dejaron engatusar. El humorista Richard Pryor describía su experiencia en la Prisión Estatal de Arizona durante el rodaje de Locos de remate:

Se me partía el corazón, sabes, al ver a todos aquellos negros tan guapos en el talego. ¡Maldita sea! Esos guerreros debían estar ayudando a las masas. Esto es lo que sentía. Era un auténtico ingenuo. Estuve allí seis semanas y hablé con los hermanos. Hablé con ellos y… [Mira a su alrededor, asustado] … ¡Gracias a Dios que tenemos prisiones! A uno le pregunté: «¿Por qué mataste a todos los de la casa?». Y dijo: «Estaban en casa» […] Conocí a un tipo que había secuestrado y asesinado cuatro veces. Yo creía que eran tres, tres veces, ésa fue la última, ¿no? Pregunté: «¿Qué ocurrió?». [Me respondió con voz atiplada]: «No me acuerdo de esa mierda. Pero en dos años tengo la condicional».

Pryor no negaba, claro está, las desigualdades que siguen llevando a la cárcel a un número desproporcionado de afroamericanos. Sólo contrastaba el sentido común de la gente corriente con el romanticismo de los intelectuales, y quizá desvelando la idea condescendiente de éstos de que no se puede esperar que los pobres se abstengan de asesinar y que no hay que alarmarse por los asesinos que andan sueltos.

La idea romántica de que todos los malhechores son depravados por culpa de sus privaciones ha ido perdiendo adeptos tanto entre los especialistas como entre la gente común. Muchos psicópatas tuvieron una vida difícil, sin duda, pero esto no significa que tener una vida difícil le convierta a uno en psicópata. Hay un antiguo chiste sobre dos asistentes sociales que hablan de un niño problemático: «Johnny provenía de una familia rota». «Sí, Johnny era capaz romper cualquier familia.» Las personalidades maquiavélicas se pueden encontrar en todas las clases sociales —existen cleptócratas, barones ladrones, dictadores militares y financieros granujas—, y algunos psicópatas, como el caníbal Jeffrey Dahmer, han salido de hogares respetables de clase media. Y nada de esto significa que todas las personas que recurren a la violencia o la delincuencia sean psicópatas, sólo que algunas de las peores sí lo son.

Por lo que sabemos, los psicópatas no se pueden «curar». En efecto, la psicóloga Marnie Rice ha demostrado que determinadas ideas descabelladas para la terapia, como fomentar su autoestima y enseñarles las destrezas sociales, les pueden hacer más peligrosos aún75. Pero esto no significa que no se pueda hacer nada con ellos. Por ejemplo, Mealey demuestra que de los dos tipos de psicópatas que ella distinguía, los psicópatas inveterados no se inmutan con los programas que intentan conseguir que se percaten del daño que producen, pero pueden ser receptivos a unos castigos más seguros que les induzcan a comportarse con mayor responsabilidad por puro interés. Los psicópatas condicionales, por otro lado, pueden responder mejor a los cambios sociales que les impiden que queden marginados de la sociedad. Sean o no sean éstas las mejores prescripciones, son ejemplos de cómo pueden abordar la ciencia y la política un problema ante el que muchos intelectuales del siglo XX quisieron esconder la cabeza como el avestruz, pero que desde hace mucho ha venido siendo motivo de interés para la religión, la filosofía y la ficción: la existencia del mal.

Según Trivers, toda relación humana —los lazos que nos unen a nuestros padres, hermanos, parejas, amigos y vecinos— tiene una psicología exclusiva forjada según un patrón de intereses convergentes y divergentes. ¿Y qué ocurre con la relación que, según reza la canción, es «el mayor amor de todos»: la relación con el propio yo? En un pasaje conciso y hoy muy conocido, Trivers escribió:

Si […] el engaño es fundamental para la comunicación animal, entonces tiene que haber una fuerte selección para descubrirlo, y esto, a su vez, debería proporcionar un grado de autoengaño, de modo que no tengamos conciencia de algunos hechos y motivos para no traicionar, por los sutiles signos del autoconocimiento, el engaño que se esté llevando a cabo. Así pues, la idea convencional de que la selección natural favorece los sistemas nerviosos que producen unas imágenes del mundo cada vez más precisas debe de ser una idea muy ingenua de la evolución mental76.

La idea convencional puede ser correcta en gran medida cuando se trata del mundo físico, que permite que múltiples observadores comprueben la realidad, y donde es probable que los errores perjudiquen al perceptor. Pero, como señala Trivers, es posible que no sea correcta cuando se trata del yo, al que uno puede acceder como no pueden hacerlo los demás y donde los errores pueden ser útiles. A veces los padres querrán convencer al hijo de que lo que están haciendo es por su bien, los hijos querrán convencer a los padres de que no son unos glotones sino que tienen hambre, los amantes querrán convencerse mutuamente de que siempre serán fieles, y los tipos a quienes no une relación de parentesco alguna querrán convencerse mutuamente de que son personas que saben cooperar. Estas opiniones suelen ser adornos, cuando no puros cuentos, y quien las manifiesta, para conseguir que quien le escuche las capte, debe creer en ellas para no empezar a tartamudear, sudar o caer en contradicciones. Es evidente que los mentirosos fríos y calculadores pueden conseguir colar sus mentiras más audaces a los extraños, pero también tendrán problemas para conservar los amigos, que nunca se tomarán en serio sus promesas. El precio de parecer creíble es ser incapaz de mentir sin inmutarse, y esto significa que una parte de la mente ha de estar diseñada para creerse su propia propaganda, al tiempo que otra parte registra la suficiente verdad para mantener el concepto del propio yo en contacto con la realidad.

El sociólogo Erving Goffman anunció la teoría del autoengaño en 1959, en su libro La presentación de la persona en la vida cotidiana, donde discutía la idea romántica de que detrás de las máscaras que mostramos a los demás está el verdadero yo. No, decía Goffman, no hay más que máscaras. Muchos descubrimientos posteriores han confirmado sus ideas77.

Los psicólogos y psiquiatras modernos tienden a rechazar la teoría freudiana ortodoxa, pero muchos reconocen que Freud tenía razón en lo que decía sobre los mecanismos de defensa del ego. Cualquier terapeuta confirmará que las personas protestan demasiado, niegan o reprimen los hechos desagradables, proyectan sus errores sobre los demás, convierten su intranquilidad en problemas intelectuales abstractos, se distraen con actividades que consumen tiempo, y racionalizan sus motivaciones. Los psiquiatras Randolph Nesse y Alan Lloyd sostienen que estas costumbres no salvaguardan al yo contra los estrafalarios deseos y miedos sexuales (por ejemplo acostarse con la propia madre), sino que son tácticas de autoengaño: eliminan las pruebas de que no somos tan caritativos ni competentes como nos gustaría pensar78. Como dijo Jeff Goldblum en Reencuentro: «Las racionalizaciones son más importantes que el sexo». Ante las objeciones de su amigo, contestó: «¿Has pasado alguna vez una semana sin hacer ninguna racionalización?».

Como veíamos en el capítulo 3, cuando una persona sufre una lesión neurológica, las partes sanas del cerebro se emplean en unas confabulaciones extraordinarias para explicar las flaquezas causadas por la parte dañada (que son invisibles para el yo porque forman parte del yo) y presentar a toda la persona como un actor capaz y racional. El paciente que no experimenta un impulso visceral de reconocimiento cuando ve a su esposa, pero se da cuenta de que se parece a su esposa y actúa como ella, puede deducir que en la casa vive algún gracioso impostor. Una paciente que piensa que está en su casa y a la que enseñan el ascensor del hospital puede decir sin pensárselo: «No pueden imaginar ustedes lo que nos costó instalarlo»79. Después de que el juez del Tribunal Supremo William O. Douglas sufriera un derrame cerebral que le paralizó la mitad del cuerpo y le confinó en una silla de ruedas, invitó a los periodistas a una excursión y les dijo que quería presentarse a una prueba para los Washington Redskins. Cuando se negó a reconocer que su pretensión era descabellada, inmediatamente se le obligó a renunciar a su cargo80.

En los experimentos de psicología social, las personas siempre sobrevaloran su habilidad, su honradez, su generosidad y su autonomía. Sobreestiman su aportación a un esfuerzo conjunto, atribuyen sus éxitos a su habilidad y sus fracasos a la suerte, y siempre piensan que la otra parte ha salido ganando en cualquier acuerdo81. Las personas mantienen estas ilusiones interesadas incluso cuando están conectadas a lo que creen que es un detector de mentiras. Esto demuestra que no mienten a quien realiza el experimento, sino a sí mismas. Los estudiantes de psicología llevan décadas aprendiendo lo de la «reducción de la disonancia cognitiva», por la que las personas cambian cualquier opinión que convenga para conservar una autoimagen positiva82. El humorista Scott Adams lo ilustra perfectamente:

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Pero si en la realidad ocurriera exactamente como en la historieta, la vida sería un concierto cacofónico de clincs.

El autoengaño es una de las raíces más profundas de los conflictos y la locura humanos. Implica que se calibran mal las facultades que nos deberían permitir dirimir nuestras diferencias —buscar la verdad y debatirla racionalmente—, de modo que todas las partes se consideran más inteligentes, más capaces y más nobles de lo que en realidad son. Todas las partes que intervienen en una discusión pueden creer sinceramente que la lógica y las pruebas están de su parte y que sus oponentes se confunden, no son honrados o ambas cosas83. El autoengaño es una de las razones de que, paradójicamente, el sentido moral a veces haga más mal que bien, una calamidad humana que analizaremos en el próximo capítulo.

Las múltiples raíces de nuestro sufrimiento que Trivers ha esclarecido no son razón para llantos y lamentaciones. Los solapamientos genéticos que nos unen y nos dividen son trágicos no en el sentido cotidiano de una catástrofe, sino en el sentido teatral de un estímulo que nos impulsa a considerar nuestra condición. Según una definición de la Cambridge Encyclopedia: «El propósito fundamental de la tragedia […] según Aristóteles, es despertar la compasión y el miedo, un sentimiento de admiración y de sobrecogimiento ante el potencial humano, incluido el potencial para sufrir; supone una afirmación del valor humano ante un universo hostil». Las explicaciones de Trivers de los conflictos inherentes a las familias, las parejas, las sociedades y el yo pueden reforzar ese propósito.

Es posible que la naturaleza haya jugado una mala pasada al desafinar un poco los sentimientos de las personas que comparten su condición de seres de carne y hueso, pero al hacerlo dio trabajo sistemático a generaciones de escritores y dramaturgos. Las posibilidades teatrales inherentes al hecho de que dos personas puedan estar unidas por los más fuertes lazos sentimentales del mundo y al mismo tiempo no querer siempre lo mejor para el otro son infinitas. Aristóteles fue quizás el primero en observar que los relatos trágicos se centran en las relaciones familiares. El interés de una historia de dos extraños que se peleen hasta la muerte, señaló, no se puede comparar con el de una historia sobre dos hermanos que luchen entre sí hasta la muerte. Caín y Abel, Esaú y Jacob, Edipo y Layo, Michael y Fredo, JR y Bobby, Fraiser y Niles, José y sus hermanos, Lear y sus hijas, Hannah y sus hermanas… Como bien han señalado durante siglos los catalogadores de tramas dramáticas, la «enemistad de los familiares» y la «rivalidad entre familiares» son fórmulas perennes84.

En su libro Antígonas, el crítico literario George Steiner demostraba que la leyenda de Antígona ocupa un lugar singular en la literatura occidental. Antígona era hija de Edipo y Yocasta, pero el hecho de que su padre fuera su hermano y que su hermana fuera su madre fue sólo el principio de sus desdichas familiares. Desafiando al rey Creonte, enterró a su hermano asesinado Polinices, y cuando el rey lo descubrió, ordenó que la enterraran viva. Ella se suicidó y así engañó al rey, por lo que el hijo del rey, que estaba locamente enamorado de ella y no podía alcanzar su perdón, se suicidó sobre su tumba. Steiner señala que Antígona se considera ampliamente «no sólo la mejor tragedia griega, sino una obra de arte que se acerca a la perfección más que cualquier otra que haya producido el espíritu humano»85. Se ha representado durante más de dos mil años y ha inspirado innumerables versiones y variaciones. Steiner explica su resonancia permanente:

Creo que sólo se le ha dado a un texto literario poder expresar todas las constantes principales del conflicto de la condición del hombre. Cinco son estas constantes: la confrontación entre hombres y mujeres; entre viejos y jóvenes; entre la sociedad y el individuo; entre los vivos y los muertos; entre los hombres y dios (o dioses). Los conflictos que surgen de estos cinco órdenes de confrontación no son superables. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, el individuo y la comunidad o el Estado, los vivos y los muertos, los mortales y los inmortales se definen a sí mismos en el proceso conflictivo de definirse mutuamente86 […] Los mitos griegos encarnan determinadas confrontaciones biológicas y sociales básicas y las autopercepciones de la historia del hombre, por esto perduran como legado vivo en la memoria y el reconocimiento colectivos87.

El agridulce proceso de definirnos por nuestros conflictos con los demás no es un simple tema para la literatura, sino que puede esclarecer la naturaleza de nuestros sentimientos y el contenido de nuestra conciencia. Si un genio nos permitiera escoger entre pertenecer a una especie que pudiera alcanzar la igualdad y la solidaridad perfectas, y pertenecer a una especie como la nuestra, donde las relaciones con los padres, los hermanos y los hijos tienen un valor único, no está claro que optáramos por la primera posibilidad. Nuestros familiares más cercanos ocupan un lugar especial en nuestro corazón sólo porque el lugar de todos los demás seres humanos es, por definición, menos especial, y hemos visto que muchas injusticias humanas tienen su origen en tal hecho. Asimismo, la fricción social es un producto de nuestra individualidad y de nuestra búsqueda de la felicidad. Podemos envidiar la armonía de una colonia de hormigas, pero cuando Z, el alter ego de Woody Allen, se lamentaba a su psiquiatra de que se sentía insignificante, éste le contestó: «Has hecho un gran avance, Z. Eres insignificante».

Dice Donald Symons que tenemos un conflicto genético para dar las gracias por el hecho de que tengamos algún sentimiento hacia las demás personas88. La conciencia es una manifestación de las computaciones neuronales necesarias para averiguar cómo conseguir las cosas escasas e imprevisibles que necesitamos. Tenemos hambre, saboreamos la comida y tenemos un paladar para un sinfín de gustos fascinantes porque durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva fue difícil conseguir alimentos. Normalmente no añoramos el oxígeno, ni nos produce placer ni fascinación alguna, pese a que es esencial para sobrevivir, porque nunca fue difícil obtenerlo. Simplemente respiramos.

Lo mismo podría ocurrir con los parientes, las parejas y los amigos. Decía antes que si se asegurara que los dos componentes de una pareja fueran fieles, se favorecieran mutuamente y murieran al mismo tiempo, sus intereses genéticos serían los mismos, encarnados en sus hijos comunes. Se puede imaginar incluso una especie en que todas las parejas estuvieran abandonadas en una isla para toda la vida y sus hijos se dispersaran al llegar a la madurez, para no regresar jamás. Dado que los intereses genéticos de los dos que forman la pareja son idénticos, se podría pensar al principio que la evolución les otorgaría la dicha del amor sexual y romántico y la de la amistad perfecta.

Pero, según Symons, nada así ocurriría. La relación entre la pareja evolucionaría hasta ser igual que la relación entre las células de un cuerpo, cuyos intereses genéticos son también idénticos. Las células del corazón y las del pulmón no tienen que enamorarse para vivir en perfecta armonía. Del mismo modo, las parejas de esa especie tendrían relaciones sexuales con el único objetivo de procrear (¿por qué desperdiciar energía?), y el sexo no proporcionaría más placer que el resto de la fisiología reproductora, por ejemplo la liberación de hormonas o la formación de los gametos:

No existiría el enamoramiento, porque no habría compañeros alternativos entre quienes escoger, y enamorarse sería un inmenso despilfarro. Uno querría a su compañero literalmente como a sí mismo, pero ahí está la cuestión: uno no se quiere a sí mismo, excepto metafóricamente; uno es él mismo. Los dos serían, en lo que a la evolución se refiere, una misma carne, y sus relaciones estarían gobernadas por una fisiología mecánica […]. Uno podría sentir dolor si observara que su compañero se corta, pero nunca se desarrollarían todos los sentimientos que tenemos hacia nuestra pareja y que hacen tan maravillosa la relación cuando funciona bien (y tan dolorosa cuando no funciona). Aun en el caso de que la especie los tuviera cuando la pareja inició ese modo de vida, la selección los eliminaría, como eliminó los ojos en el pez que vive en las simas marinas más profundas, porque serían de un alto coste y no reportarían beneficio alguno89.

Lo mismo ocurre con los sentimientos que tenemos hacia nuestra familia y nuestros amigos: la riqueza y la intensidad con que los albergamos en la mente son prueba del valor y la fragilidad que esos lazos tienen en la vida. En resumen, sin la posibilidad de sufrir, lo que tendríamos no sería una dicha armoniosa, sino que, al contrario, careceríamos por completo de conciencia.