CAPÍTULO 18. EL GÉNERO.

Una vez pasado ya el año que le dio nombre, la película 2001: Odisea en el espacio ofrece la oportunidad de comparar la imaginación con la realidad. El clásico de ciencia ficción de Arthur C. Clarke, de 1968, trazaba el destino de nuestra especie desde los simios de la sabana hasta una trascendencia del tiempo, el espacio y los cuerpos que sólo podemos comprender vagamente. Clarke y el director de la película, Stanley Kubrick, imaginaron una visión radical de la vida en el tercer milenio, y en cierto sentido ha ocurrido lo que ellos anticiparon. Se está construyendo una estación espacial permanente, y el correo hablado e Internet forman parte cotidiana de nuestra vida. En otros sentidos, Clarke y Kubrick pecaron de exceso de optimismo sobre la marcha del progreso. Todavía no dejamos la vida en suspenso, no hay misiones a Júpiter ni ordenadores que lean los labios ni tramen motines. Y aún en otros sentidos, se equivocaron por completo. En su visión del año 2001, la gente registraba sus palabras utilizando máquinas de escribir; Clarke y Kubrick no previeron los procesadores de texto ni los ordenadores portátiles. Y en su imagen del nuevo milenio, las mujeres estadounidenses eran «chicas empleadas»: secretarias, recepcionistas y asistentes de vuelo.

El hecho de que estos visionarios no previeran la revolución en el estatus de las mujeres de los años setenta es un agudo recordatorio de lo deprisa que cambian las disposiciones sociales. No hace tanto que se pensaba que las mujeres sólo servían como amas de casa, madres y compañeras sexuales; se les disuadía de tener su propia profesión porque quitarían el sitio a un hombre, y estaban sometidas constantemente a la discriminación, la condescendencia y la extorsión sexual. La liberación de las mujeres en curso, después de milenios de opresión, es uno de los grandes logros morales de nuestra especie, y me considero afortunado de haber vivido algunas de sus victorias más importantes.

El cambio en el estatus de las mujeres tiene varias causas. Una es la lógica inexorable del círculo moral en expansión, que condujo a la abolición del despotismo, la esclavitud, el feudalismo y la segregación racial1 En medio de la Ilustración, la feminista pionera Mary Astell (1688-1731) escribía:

Si la Soberanía absoluta no es necesaria en un Estado, ¿cómo va a serlo en una Familia? O si lo es en una Familia, ¿por qué no en un Estado? Pues no se puede alegar razón alguna para lo uno que no rija con mayor fuerza para lo otro.

Si todos los Hombres nacen libres, ¿cómo es que todas las Mujeres nacen esclavas? ¿Cómo no lo han de ser si estar sometidas a la Voluntad inconstante, incierta y arbitraria de los Hombres es la perfecta Condición de la Esclavitud2?

Otra causa es el progreso tecnológico y económico que hizo posible que las parejas tuvieran relaciones sexuales y criaran hijos sin una división despiadada del trabajo, por la que la madre debía dedicar toda su vida a mantener vivos a sus hijos. El agua potable, la higiene y la medicina moderna hicieron que descendiera la mortalidad infantil y se redujo el deseo de una prole muy numerosa. Los biberones y la leche de vaca pasteurizada, y luego los extractores de leche y los congeladores, posibilitaron que se alimentara a los bebés sin que sus madres estuvieran encadenadas a ellos las veinticuatro horas del día. La producción en masa hizo que fuera más barato comprar las cosas que hacerlas a mano, y el agua corriente, la electricidad y los electrodomésticos disminuyeron aún más el trabajo doméstico. El creciente valor de la inteligencia sobre la fuerza física en la economía, la prolongación de la vida (con la perspectiva de décadas de vida una vez criados ya los hijos) y la posibilidad de una educación generalizada cambiaron los valores de las opciones de las mujeres en la vida. La contracepción, la amniocentesis, los ultrasonidos y las técnicas de reproducción hicieron que las mujeres pudieran aplazar la maternidad hasta el momento óptimo de su vida.

Y, evidentemente, la principal causa del progreso de las mujeres es el feminismo: los movimientos políticos, literarios y académicos que encauzaron esos avances hacia cambios tangibles en las políticas y las actitudes. La primera ola de feminismo, que en Estados Unidos va de la convención de Seneca Falls de 1848 hasta la ratificación de la Decimonovena Enmienda de la Constitución en 1920, dio a las mujeres el derecho al voto, a formar parte de los jurados, a tener propiedades dentro del matrimonio, a divorciarse y a recibir una educación. La segunda ola, que floreció en los años setenta del siglo pasado, llevó a las mujeres al mundo profesional, cambió la división del trabajo en el hogar, desveló la discriminación sexista en las empresas, el gobierno y otras instituciones y dirigió la atención hacia los intereses de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. El reciente progreso en los derechos de las mujeres no ha privado al feminismo de su razón de ser. En gran parte del Tercer Mundo, la posición de las mujeres no ha mejorado desde la Edad Media, y en nuestra propia sociedad, las mujeres sufren aún la discriminación, el acoso y la violencia.

Es idea muy extendida que el feminismo se opone a las ciencias de la naturaleza humana. Muchos científicos creen que las mentes de los dos sexos difieren en el momento de nacer, y las feministas han señalado que tales creencias se han empleado durante mucho tiempo para justificar un trato desigual a las mujeres. Se creía que éstas estaban destinadas a la cría de los hijos y la vida del hogar, y que eran incapaces de poseer la razón necesaria para la política y las profesiones. Se pensaba que los hombres albergaban unos impulsos irresistibles que les llevaban a acosar y violar a las mujeres, y que tal creencia servía para excusar a quienes así hacían y autorizar a padres y maridos a que controlaran a las mujeres, bajo el disfraz de estar protegiéndolas. Por lo tanto, se diría, las teorías que más favorecen a las mujeres son las de la Tabla Rasa (si nada es innato, las diferencias entre los sexos no pueden serlo tampoco) y la del Buen Salvaje (si no albergamos unos impulsos innobles, la explotación sexual se puede eliminar si cambiamos nuestras instituciones).

La idea de que el feminismo exige una tabla rasa y un buen salvaje se ha convertido en un poderoso impulso para la propagación de la desinformación. Un titular de la sección de ciencias de New York Times de 1994, por ejemplo, proclamaba: «Igualdad de sexos en una isla de los mares del Sur3». Se basaba en los trabajos de la antropóloga María Lepowsky, quien (tal vez canalizando el espíritu de Margaret Mead) dijo que las relaciones de género en la isla de Vanatinai demuestran que «la subyugación de las mujeres por los hombres no es un universal humano, y no es inevitable». Después nos enteramos de qué se supone que significa esa «igualdad»: que los hombres deben realizar determinados trabajos para comprar a su esposa, que la guerra la libraban exclusivamente los hombres (que asaltaban las islas vecinas en busca de doncellas), que las mujeres dedicaban más tiempo a los hijos y a barrer los excrementos de los cerdos y que los hombres se dedicaban más a labrarse una fama y a cazar jabalíes (algo a lo que ambos sexos otorgan más valor). En un titular aparecido en 1998 en una historia del Boston Globe, que decía: «Parece que las chicas se acercan al grado de agresividad de los chicos», había una desconexión similar entre lo que el titular insinuaba y los hechos. ¿Hasta dónde se han «acercado»? Según la historia, hoy las chicas cometen asesinatos en un porcentaje del 10% respecto de los chicos4. Y en 1998, en la página de comentarios, el coproductor del «Día de puertas abiertas para las hijas en el trabajo», de la revista Ms. , explicaba los recientes asesinatos ocurridos en un instituto con la sorprendente afirmación de que a los chicos norteamericanos «sus padres, otros adultos y nuestra cultura y los medios de comunicación les enseñan a acosar, atacar, violar y matar a las chicas5».

Por otro lado, algunos conservadores confirman los peores temores de las feministas al invocar unas dudosas diferencias entre los sexos para condenar las opciones de las mujeres. En un editorial del Wall Street Journal, el politólogo Harvey Mansfield escribía que «la protección del hombre se pone en peligro cuando las mujeres pueden acceder a los mismos empleos fuera del hogar6». Un libro de F. Carolyn Graglia titulado Domestic Tranquility: A Brief Against Feminism, exponía la teoría de que la seguridad en uno mismo y la mente analítica que exige una profesión distorsionan los instintos maternal y sexual de las mujeres. Las periodistas Wendy Shalit y Danielle Crittenden hace poco aconsejaban a las mujeres que se casaran pronto, que pospusieran sus profesiones y se ocuparan de sus hijos según el matrimonio tradicional, pese a que ellas mismas no podrían haber escrito sus libros de haber seguido su propio consejo7. Leon Kass ha asumido la responsabilidad de decir a las mujeres jóvenes lo que quieren: «Por primera vez en la historia humana, muchas mujeres, entre los 20 y los 30 años, sus años más fértiles, no viven ni en casa de sus padres ni en la de sus maridos; desprotegidas, solas y sin estar sincronizadas con su naturaleza innata. Algunas mujeres aceptan de buen grado tal estado, pero la mayoría no8».

En realidad, no existe incompatibilidad entre los principios del feminismo y la posibilidad de que hombres y mujeres no sean psicológicamente idénticos. Repitámoslo de nuevo: igualdad no significa afirmar empíricamente que todos los humanos son intercambiables; es el principio moral de que los individuos no se han de juzgar ni limitar por las que son las propiedades medias de su grupo. En el caso del género, la Enmienda por la Igualdad de Derechos, que apenas cuenta con adversarios, lo dice de forma sucinta: «No se negará ni reducirá la Igualdad de Derechos por razones de sexo por parte de Estados Unidos ni de ningún Estado de la Unión». Si reconocemos este principio, nadie tiene por qué urdir mitos sobre el carácter indistinguible de los sexos para justificar la igualdad. Como tampoco nadie ha de invocar las diferencias entre sexos para justificar políticas discriminatorias ni para intimidar a las mujeres para que hagan lo que no quieren hacer.

En cualquier caso, lo que sabemos sobre los sexos no exige ninguna acción que penalice ni limite a un sexo o al otro. Muchos rasgos psicológicos relevantes para el ámbito público, por ejemplo la inteligencia general, son iguales en términos medios en hombres y mujeres, y prácticamente todos los rasgos psicológicos se pueden encontrar en diversos grados entre los miembros de cada sexo. Ninguna de las diferencias de sexo descubiertas hasta hoy se aplica a todos los hombres y a todas las mujeres, de modo que las generalizaciones sobre un sexo siempre serán falsas respecto a muchos individuos. E ideas como el «papel adecuado» y el «lugar natural» carecen de sentido científico y no pueden servir de razón para restringir la libertad.

A pesar de estos principios, muchas feministas atacan con vehemencia los estudios sobre la sexualidad y las diferencias de sexo. La política de género es una razón importante de que la aplicación de la evolución, la genética y la neurociencia a la mente humana cuente con una dura resistencia en la vida intelectual moderna. Pero, a diferencia de otras divisiones humanas como la raza y la etnia, donde cualquier diferencia biológica, si existe, es menor y científicamente irrelevante, no es posible ignorar el género en la ciencia de los seres humanos. Los sexos son tan antiguos y complejos como la vida, y son un tema esencial de la biología evolutiva, la genética y la ecología conductual. No contemplarlos en el caso de nuestra especie significaría hacer una auténtica chapuza en nuestra interpretación del lugar que ocupamos en el cosmos. Y, evidentemente, las diferencias entre hombres y mujeres afectan a todos los aspectos de nuestra vida. Todos tenemos un padre y una madre, a todos nos atraen los miembros del otro sexo (u observamos que somos distintos a ellos) , y nunca nos pasa desapercibido el sexo de nuestros hermanos, nuestros hijos y nuestros amigos. Ignorar el género sería ignorar una parte fundamental de la condición humana.

El objetivo de este capítulo es esclarecer la relación entre la biología de la naturaleza humana y las actuales polémicas sobre los sexos, incluidas las dos más enconadas: la brecha de género y la agresión sexual. En estos dos temas candentes, voy a hablar en contra de la idea tradicional asociada con determinadas personas que dicen hablar en nombre del feminismo. Tal vez esto cree la ilusión de que las argumentaciones van contra el feminismo en general, o incluso contra los intereses de las mujeres. No es así en lo más mínimo, y debo empezar por demostrar por qué.

Muchas veces se ridiculiza el feminismo por las tesis de su sector alocado —por ejemplo, que el coito es una violación, que todas las mujeres deberían ser lesbianas, o que sólo se debería permitir que fuera macho un 10% de la población—9. Las feministas replican que quienes reivindican los derechos de las mujeres no hablan con una única voz, y que el pensamiento feminista abarca muchas posturas, que se han de evaluar de forma independiente10. Es algo completamente legítimo, pero tiene un doble filo. Criticar una determinada propuesta feminista no significa atacar el feminismo en general.

Cualquiera que esté familiarizado con el mundo académico sabe que alimenta cultos ideológicos resistentes a la crítica y propensos a dogmatizar. Muchas mujeres piensan que esto es lo que ocurre hoy con el feminismo. En su libro Who Stole Feminism?, la filósofa Christina Hoff Sommers hace una útil distinción entre dos escuelas de pensamiento11. El feminismo de la igualdad combate la discriminación sexual y otras formas de injusticia con las mujeres. Forma parte de la tradición liberal y humanista clásica que surgió de la Ilustración, guió la primera ola de feminismo y lanzó la segunda. El feminismo de género sostiene que las mujeres siguen estando esclavizadas por un sistema omnipresente de dominación del macho, el sistema de género, en el que «los bebés bisexuales se transforman en las personalidades de género de macho y hembra, una destinada a mandar y la otra, a obedecer12». Se opone a la tradición liberal clásica y, en su lugar, se alía con el marxismo, el posmodernismo, el constructivismo social y la ciencia radical. Se ha convertido en el credo de algunos programas de estudios sobre la mujer, organizaciones feministas y portavoces del movimiento de las mujeres.

El feminismo igualitario es una doctrina moral sobre la igualdad de trato, que no apuesta por ningún tema empírico en discusión de la psicología o la biología. El feminismo de género es una doctrina empírica que se compromete con tres afirmaciones sobre la naturaleza humana. La primera es que las diferencias entre hombres y mujeres no tienen nada que ver con la biología, sino que están completamente construidas socialmente. La segunda es que los seres humanos poseen una única motivación social —el poder— y que la vida social sólo se puede entender desde el punto de vista de cómo se ejerce. La tercera es que las interacciones humanas no surgen de las motivaciones de las personas que se tratan entre sí como individuos, sino de las motivaciones de los grupos que tratan con otros grupos, en este caso el sexo masculino que domina al sexo femenino.

Al abrazar estas doctrinas, las defensoras del feminismo de género encadenan el feminismo a unas vías en las que inevitablemente va a ser arrollado por el tren. Como veremos, la neurociencia, la genética, la psicología y la etnografía documentan unas diferencias de sexo que casi con toda seguridad tienen su origen en la biología humana. Y la psicología evolutiva está documentando una red de motivos distintos a los del dominio de un grupo sobre otro grupo (como el amor, el sexo, la familia y la belleza), que nos involucran en muchos conflictos y confluencias de intereses con los miembros del mismo sexo y del otro. Las feministas de género pretenden o descarrilar el tren o conseguir que las otras mujeres se unan a su martirio, pero las otras mujeres no colaboran. Pese a su notoriedad, las feministas de género no representan a todas las feministas, y mucho menos a todas las mujeres.

Para empezar, los estudios de base biológica de las diferencias de sexo los han dirigido mujeres. Como se dice tan a menudo que estas investigaciones son un complot para mantener sometidas a las mujeres, tendré que dar nombres. Entre las investigadoras sobre la biología de las diferencias de sexo están las neurocientíficas Raquel Gur, Melissa Hines, Doreen Kimura, Jerre Levy, Martha McClintock, Sally Shaywitz y Sandra Witelson, y las psicólogas Camilla Benbow, Linda Gottfredson, Diane Halpern, Judith Kleinfeld y Diane McGuinness. La sociobiología y la psicología evolutiva, a la que muchas veces se le aplica el estereotipo de «disciplina sexista», tal vez sean el campo académico de más doble género de los que me son familiares. Entre sus principales figuras están Laura Betzig, Elizabeth Cashdan, Leda Cosmides, Helena Cronin, Mildred Dickeman, Helen Fisher, Patricia Gowaty, Kristen Hawkes, Sarah Blaffer Hrdy, Magdalena Hurtado, Bobbie Low, Linda Mealey, Felicia Pratto, Marnie Rice, Catherine Salmon, Joan Silk, Meredith Small, Barbara Smuts, Nancy Wilmsen Thornhill y Margo Wilson.

Lo que repele a muchas feministas no es sólo la colisión del feminismo de género con la ciencia. Igual que otras ideologías endogámicas, ha producido unas extrañas excrecencias, como la rama conocida como feminismo de la diferencia. Carol Gilligan se ha convertido en icono del feminismo de género por su afirmación de que hombres y mujeres se guían por principios diferentes en su razonamiento moral: los hombres piensan en los derechos y la justicia; las mujeres tienen sentimientos de compasión, educación y acuerdo pacífico13. Si así fuera, las mujeres quedarían descalificadas para ser abogadas del Estado, jueces del Tribunal Supremo y filósofas morales, que se ganan la vida razonando sobre los derechos y la justicia. Pero no es verdad. Muchos estudios han comprobado la hipótesis de Gilligan y han descubierto que hombres y mujeres difieren muy poco o nada en su razonamiento moral14. Así pues, el feminismo de la diferencia ofrece a las mujeres lo peor de ambos mundos: unas afirmaciones odiosas sin respaldo científico. Asimismo, el clásico del feminismo de género llamado Women’s Ways of Knowing sostiene que los sexos difieren en sus estilos de razonamiento. Los hombres valoran la excelencia y el dominio de los asuntos intelectuales, y evalúan con escepticismo las argumentaciones en términos de lógica y evidencia; las mujeres son espirituales, relacionales, integradoras y crédulas15. Con unas hermanas así, ¿quién necesita machos chauvinistas?

El desprecio que el feminismo de género hace del rigor analítico y los principios liberales clásicos ha sido exorcizado recientemente por las feministas de la igualdad, entre ellas Jean Bethke Elshtain, Elizabeth Fox-Genovese, Wendy Kaminer, Noretta Koertge, Donna Laframboise, Mary Lefkowitz, Wendy McElroy, Camille Paglia, Daphne Patai, Virginia Postrel, Alice Rossi, Sally Satel, Christina Hoff Sommers, Nadine Strossen, Joan Kennedy Taylor y Cathy Young16. Mucho antes que ellas, destacadas escritoras pusieron objeciones a la ideología del feminismo de género, entre ellas Joan Didion, Doris Lessing, Iris Murdoch, Cynthia Ozick y Susan Sontag17. Y lo que supone una alarma para el movimiento, una generación más joven ha rechazado la pretensión del feminismo de género de que el amor, la belleza, el coqueteo, el erotismo, el arte y la heterosexualidad sean constructos sociales perniciosos. El título del libro The New Victorians: A Young Woman’s Challenge to the Old Feminist Order («Las nuevas victorianas: desafío de una joven al viejo orden feminista») recoge la revuelta de escritoras como Rene Denfeld, Karen Lehrman, Katie Roiphe y Rebecca Walker, y de los movimientos llamados Tercera Ola, Movimiento de la Chica Revoltosa, Feminismo Pro-sexo, Lesbianas de Pintalabios, Poder de las Chicas y Feministas por la Libertad de Expresión18.

La diferencia entre el feminismo de género y el feminismo de igualdad explica la tan comentada paradoja de que muchas mujeres no se consideran feministas (alrededor del 70% en 1997, y sobre un 60% diez años antes), pero están de acuerdo con todas las grandes posturas feministas19. La explicación es sencilla: la palabra «feminista» se asocia a menudo con el feminismo de género, pero las posturas que se incluyen en las encuestas son las del feminismo de igualdad. Frente a estos signos de escaso apoyo, las feministas de género han intentado estipular que sólo a ellas se las puede considerar las auténticas defensoras de los derechos de las mujeres. Por ejemplo, en 1992, Gloria Steinem decía de Paglia: «Que se llame feminista es como si un nazi dijera que no es antisemita20». Y han inventado un léxico de epítetos para lo que en otro ámbito se llamaría «desacuerdo»: «reacción violenta», «no comprenderlo», «silenciar a las mujeres», «acoso intelectual21».

Todo esto es un telón de fondo fundamental para lo que voy a exponer. Manifestar que mujeres y hombres no tienen unas mentes intercambiables, que las personas tienen otros deseos que no son el poder y que los motivos pertenecen a las personas individuales y no sólo a todo un sexo no significa atacar el feminismo ni comprometer los intereses de las mujeres, pese a la falsa idea de que el feminismo de género habla en su nombre. Han sido mujeres quienes han planteado de forma más convincente todas las tesis que se exponen en lo que resta del capítulo.

¿Por qué se tiene tanto miedo a que las mentes de hombres y mujeres no sean idénticas en todos los sentidos? ¿Sería realmente mejor si todos fueran como Pat, el andrógino de Saturday Night Live21a? El temor, evidentemente, es que «diferente» implica «desigual», que si los sexos difieren en algún sentido, entonces los hombres tendrán que ser mejores o más dominantes o ser los únicos que puedan divertirse.

Nada podría estar más alejado del pensamiento biológico. Trivers aludía a una «simetría en las relaciones humanas», que abarcaba una «igualdad genética de los sexos22». Desde la perspectiva del gen, estar en el cuerpo de un macho o estar en el cuerpo de una hembra son ambas buenas estrategias, al menos en términos medios (las circunstancias pueden decantar una ventaja hacia cualquier lado)23. La selección natural, pues, tiende a invertir por igual en los dos sexos: cantidades iguales, una misma complejidad del cuerpo y el cerebro, unos diseños para la supervivencia de la misma eficacia. ¿Es mejor tener el tamaño del babuino macho y unos dientes caninos de 15 centímetros, o el tamaño del babuino hembra y no disponer de esos dientes? El simple hecho de formular la pregunta revela su falta de sentido. Un biólogo diría que es mejor tener las adaptaciones del macho para tratar los problemas del macho y las adaptaciones de la hembra para tratar los problemas de la hembra.

Por lo tanto, los hombres no son de Marte ni las mujeres de Venus. Hombres y mujeres proceden de África, la cuna de nuestra evolución, donde evolucionaron juntos como una sola especie. Hombres y mujeres tienen todos los mismos genes, excepto un puñado del cromosoma Y, y sus cerebros son tan similares que el neuroanatomista necesita la vista del lince para encontrar las pequeñas diferencias que existen entre ellos. Sus niveles generales de inteligencia son los mismos, según los mejores cálculos psicométricos24, y emplean el lenguaje y piensan sobre el mundo físico y vivo del mismo modo general. Tienen los mismos sentimientos básicos, y ambos disfrutan del sexo, buscan unos compañeros de matrimonio inteligentes y amables, tienen celos, se sacrifican por los hijos, compiten por conseguir un estatus y parejas y a veces cometen agresiones al buscar favorecer sus intereses.

Pero, naturalmente, las mentes de los hombres y las mujeres no son idénticas, y recientes revisiones de las diferencias de sexo han coincidido en algunas diferencias fiables25. A veces se trata de diferencias grandes, con sólo pequeños solapamientos de las gráficas. A los hombres les gustan mucho más las relaciones sexuales sin compromiso con distintas parejas o parejas anónimas, como se observa en el hecho de que la prostitución y la pornografía visual estén dirigidas casi exclusivamente al consumidor macho26. Los hombres son mucho más propensos a competir violentamente, a veces de forma letal, entre ellos por cuestiones importantes y banales (como en el caso reciente de un cirujano y un anestesista que llegaron a las manos en el quirófano, mientras el paciente esperaba en la mesa de operaciones a que le extirparan la vesícula)27. Entre los niños, los chicos dedican mucho más tiempo a practicar el conflicto violento en lo que los psicólogos denominan «juego brusco28». La habilidad para manipular objetos tridimensionales y el espacio en la mente también demuestra una gran diferencia a favor de los hombres29.

En algunos otros rasgos, las diferencias son pequeñas como término medio, pero pueden ser grandes en los extremos. Ocurre así por dos razones. Cuando dos curvas de Gauss se solapan en parte, cuanto más se aleja uno hacia el final de la curva, mayores son las discrepancias entre los grupos. Por ejemplo, en términos medios, los hombres son más altos que las mujeres, y la discrepancia es mayor en los valores extremos. En la altura de 1,5 metros, los hombres superan a las mujeres en una ratio de treinta a uno; en una altura de 1,80 metros, los hombres superan a las mujeres en una ratio de dos mil a uno. Además, como dato que confirma una expectativa de la psicología evolutiva, para muchos rasgos la curva de los machos es mucho más plana y ancha que la curva de las hembras. Es decir, proporcionalmente hay más machos en los extremos. A lo largo del sector izquierdo de la curva, se observa que los chicos son mucho más propensos a padecer dislexia, discapacidad para el aprendizaje, deficiencia de atención, problemas emocionales y retraso mental (al menos algunos tipos de retraso)30. En el sector derecho, se observa que en una muestra de estudiantes dotados que sacaban una puntuación de 700 (de un total de 800) en la parte de matemáticas de la Prueba de Evaluación Académica, los chicos superaban a las chicas en una proporción de trece a uno, aunque las puntuaciones de chicos y chicas eran similares en el sentido general de la curva31.

Y en otros rasgos, los valores medios para los dos sexos difieren en unas cantidades menores y en sentidos diferentes para los distintos rasgos32. Los hombres, como promedio, son mejores en la tarea de girar mentalmente objetos y mapas, pero las mujeres son mejores para recordar referencias espaciales y la posición de los objetos. Los hombres saben lanzar mejor cosas con la mano; las mujeres tienen mayor habilidad manual. Los hombres son mejores en la resolución de problemas matemáticos formulados con palabras; las mujeres lo son en el cálculo matemático. Las mujeres son más sensibles a los sonidos y los olores, tienen una mejor percepción de la profundidad, ven la relación entre las formas rápidamente, y saben interpretar mucho mejor las expresiones faciales y el lenguaje corporal. Las mujeres deletrean mejor, recuerdan las palabras con mucha mayor fluidez y tienen mejor memoria para el material verbal.

Las mujeres experimentan los sentimientos básicos de forma más intensa, a excepción, quizá, de la ira33. Tienen unas relaciones sociales más íntimas, se preocupan más por ellas y sienten mayor empatía hacia sus amigos, aunque no hacia personas extrañas. (La idea común de que las mujeres son más empáticas con todo el mundo es a la vez improbable desde el punto de vista evolutivo y falsa.) Las mujeres mantienen el contacto visual, y sonríen y ríen con mucha más frecuencia34. Los hombres son más propensos a competir entre ellos por el estatus utilizando la violencia o los logros profesionales; las mujeres suelen emplear más el desprestigio y otras formas de agresión verbal.

Los hombres toleran mejor el dolor y tienen una mayor disposición a arriesgarlo todo por el estatus, la consideración social y otras recompensas de dudoso valor. Los Premios Darwin, que se conceden anualmente a «personas que sostienen la supervivencia a largo plazo de nuestra especie, olvidándose de la que es su dotación genética de forma sublimemente idiota», casi siempre se conceden a hombres. Entre los últimos premiados hay un hombre que quedó aplastado debajo de una máquina expendedora de refrescos después de inclinarla hacia delante para conseguir una lata gratis; tres hombres que compitieron para ver quién podía pisar más fuerte sobre una mina antitanques y el piloto frustrado que ató unos globos sonda a su silla de jardín, ascendió unas dos millas y fue arrastrado hasta el mar (por lo que sólo consiguió una Mención Honorífica, porque fue rescatado por un helicóptero).

Las mujeres prestan más atención a los lloros habituales de sus bebés (aunque ambos sexos reaccionan igual cuando los lloros denotan una aflicción extrema) y son más solícitas con sus hijos en general35. Las niñas juegan más a papás y mamás y a imitar roles sociales; los chicos lo hacen más a luchar, perseguirse y manipular objetos. Y hombres y mujeres difieren en su respectivo patrón de celos sexuales, las preferencias en la elección de pareja y los incentivos para irse a la cama con cualquiera.

Evidentemente, muchas diferencias de sexo no tienen nada que ver con la biología. La forma de vestir y peinarse varía caprichosamente a lo largo de los siglos y en las distintas culturas, y en las últimas décadas la participación en las universidades, las profesiones y los deportes ha pasado de ser mayoritariamente masculina a ser del 50% para ambos sexos o mayoritariamente femenina. Por lo que sabemos, algunas de las actuales diferencias de sexo pueden ser algo efímero. Pero las feministas de género sostienen que todas las diferencias de sexo, excepto las anatómicas, tienen su origen en las expectativas de los padres, los compañeros de juego y la sociedad. La científica radical Anne Fausto-Sterling dice:

El hecho biológico clave es que chicos y chicas tienen unos genitales diferentes, y es esta diferencia biológica la que lleva a los adultos a interactuar de modo distinto con los diferentes bebés, a los que damos el adecuado código del color rosa o azul para no tener que revolver en los pañales en busca de información sobre el género36.

Pero la teoría del rosa y el azul cada vez es menos creíble. A continuación relaciono una docena de tipos de pruebas que indican que la diferencia entre hombres y mujeres va mucho más allá de los genitales:

  • Las diferencias de sexo no son una característica arbitraria de la cultura occidental, como la decisión de conducir por la derecha o por la izquierda. En todas las culturas, se considera que hombres y mujeres tienen naturalezas distintas. Todas las culturas dividen el trabajo en función del sexo, de modo que a las mujeres se les da más responsabilidad en la cría de los hijos y a los hombres un mayor control del ámbito público y del político. (La división del trabajo apareció incluso en una cultura en la que todos tenían la obligación de erradicarla: el kibbutz israelí.) En todas las culturas, los hombres son más agresivos, más dados al robo, más proclives a la violencia letal (incluida la guerra) y más propensos a cortejar, seducir y ofrecer favores para conseguir sexo. Y en todas las culturas existe la violación, como existen leyes que la prohíben37.
  • Muchas de las diferencias psicológicas entre los sexos son exactamente las que supondría un biólogo evolutivo que sólo conociera sus diferencias físicas38. En todo el reino animal, cuando la hembra ha de invertir más calorías y arriesgarse más en cada hijo (en el caso de los mamíferos, a través del embarazo y la cría), también invierte más en la cría del hijo después del nacimiento, ya que sustituir un hijo es más caro para la hembra que para el macho. La diferencia de inversión va acompañada de una mayor competencia entre los machos por la oportunidad de aparearse, ya que con un apareamiento con muchas hembras es más probable que se multiplique el número de vástagos. Si el macho medio es mayor que la hembra media (como ocurre con los hombres y las mujeres) denota una historia de mayor competencia violenta por parte de los machos por las oportunidades de apareamiento. Otros rasgos físicos de los hombres, por ejemplo la llegada más tardía de la pubertad, la mayor fuerza de los adultos y la vida más corta, también indican una historia de selección para una competencia en la que hay mucho en juego.
  • Muchas de estas diferencias se encuentran ampliamente en otros primates y en toda la clase de los mamíferos39. Los machos tienden a competir con mayor agresividad y a ser más polígamos; las hembras suelen invertir más en la maternidad. En muchos mamíferos, un mayor ámbito territorial va acompañado de una capacidad mejorada para navegar utilizando la geometría de la disposición espacial (frente al recuerdo de los hitos individuales). Suele ser más frecuente que el macho tenga un mayor ámbito territorial, como ocurre con los cazadores-recolectores humanos. Seguramente no es una coincidencia la ventaja de los hombres en el uso de mapas mentales y en realizar una rotación mental tridimensional40.
  • Los genetistas han descubierto que la diversidad del ADN en la mitocondria de las diferentes personas (que hombres y mujeres heredan de la madre) es mucho mayor que la diversidad de ADN en los cromosomas Y (que los hombres heredan del padre). Esto indica que durante decenas de milenios los hombres tuvieron una mayor variación en su éxito reproductor que las mujeres. Algunos hombres tenían muchos descendientes y otros ninguno (lo cual nos dejó una pequeña cantidad de cromosomas Y diferenciados) , mientras que un mayor número de mujeres tenía una cantidad de descendientes distribuida de forma más uniforme (lo cual nos dejó un número mayor de genomas mitocondriales diferenciados). Estas son precisamente las condiciones que causan la selección sexual, en la que los machos compiten por oportunidades para aparearse y las hembras eligen a los machos de mejor calidad41.
  • El cuerpo humano contiene un mecanismo que causa que el cerebro de los niños y el cerebro de las niñas se separen durante el desarrollo42. El cromosoma Y desencadena el crecimiento de los testículos en el feto macho, que segregan andrógenos, las hormonas característicamente masculinas (incluida la testosterona). Los andrógenos tienen unos efectos duraderos en el cerebro durante el desarrollo fetal, en los meses posteriores al nacimiento y durante la pubertad, y unos efectos pasajeros en otros momentos. Los estrógenos, las hormonas sexuales característicamente femeninas, también afectan al cerebro a lo largo de toda la vida. Los receptores de las hormonas del sexo se encuentran en el hipotálamo, el hipocampo y la amígdala del sistema límbico del cerebro, además de en la corteza cerebral.
  • El cerebro de los hombres difiere visiblemente del de las mujeres en diversos sentidos43. Los hombres tienen un cerebro mayor y con más neuronas (aun teniendo en cuenta el tamaño del cuerpo), aunque las mujeres tienen un mayor porcentaje de materia gris. (Dado que hombres y mujeres son en general igualmente inteligentes, se desconoce la trascendencia de estas diferencias.) Los núcleos intersticiales del hipotálamo anterior, y un núcleo de la estría terminal, también en el hipotálamo, son mayores en los hombres; se les ha relacionado con la conducta sexual y la agresividad. Parece las comisuras cerebrales, que unen izquierdo y derecho, son mayores en las cerebro de éstas puede funcionar asimétrica que el de los hombres. El socialización pueden afectar a la microestructura y el funcionamiento del cerebro humano, por supuesto, pero probablemente no al tamaño de sus estructuras anatómicas visibles.
  • La variación en el nivel de testosterona entre los diferentes hombres, y en el mismo hombre en las distintas estaciones o en momentos distintos del día, guarda relación con la libido, la autoconfianza y el instinto de dominar44. Los delincuentes violentos tienen unos niveles superiores a los de los delincuentes no violentos; los abogados que intervienen en juicios, unos niveles superiores a los de sus ayudantes. Las relaciones son complicadas por una serie de razones. Para una amplia variedad de valores, la concentración de testosterona en la corriente sanguínea no importa. Algunos rasgos, como las habilidades espaciales, alcanzan su punto máximo en niveles moderados, más que en altos. Los efectos de la testosterona dependen del número y la distribución de receptores de la molécula, no sólo de su concentración. Y el estado psicológico de la persona puede afectar a los niveles de testosterona, y al revés. Pero existe una relación causal, aunque complicada. Cuando a las mujeres que se preparan para un cambio de sexo se les administran andrógenos, mejoran en los test de rotación mental y empeoran en los de fluidez verbal. El periodista Andrew Sullivan, cuya situación médica le había rebajado los niveles de testosterona, describe los efectos que produce su inyección: «La sensación cuando recibes una dosis de T no se parece a la que se experimenta al salir por primera vez con una chica ni cuando se habla en público. Yo me siento fuerte. Después de una inyección, casi me metí en una reyerta por primera vez en mi vida. Siempre hay un momento en que el deseo alcanza su punto máximo, y siempre me encuentra desprevenido45». Aunque los niveles de testosterona en hombres y mujeres no se solapan, las variaciones de nivel tienen un tipo de efectos similares en ambos sexos. Las mujeres con elevados niveles de testosterona sonríen menos a menudo y tienen más relaciones extraconyugales, una presencia social más fuerte e incluso dan la mano con más energía.
  • La fuerza y la debilidad cognitivas de las mujeres varían según la fase de su ciclo menstrual46. Cuando los niveles de estrógeno son altos, las mujeres realizan aún mejor las tareas que suelen realizar mejor que los hombres, por ejemplo la fluidez verbal. Cuando los niveles son bajos, realizan mejor las tareas que suelen hacer mejor los hombres, por ejemplo la rotación mental. Una serie de motivos sexuales, como el gusto por los hombres, varía también con el ciclo menstrual47.
  • Los andrógenos tienen unos efectos permanentes en el cerebro en desarrollo, no sólo unos efectos pasajeros en el cerebro adulto48. Las niñas con hiperplasia adrenal congénita producen un exceso de androstenediona, la hormona andrógena que hizo famosa el magnífico bateador de béisbol Mark McGwire. Estas niñas, aunque sus hormonas alcanzan un nivel normal poco después de nacer, inician un desarrollo de características poco femeninas, con mucho juego brusco, mayor interés por los coches que por la muñecas, mejores habilidades espaciales y, cuando se hacen mayores, más fantasías y deseos sexuales en los que intervienen otras niñas. Las que no reciben un tratamiento con hormonas hasta las últimas fases de la infancia muestran unos patrones sexuales masculinos al llegar a la juventud, entre ellos una rápida excitación ante imágenes pornográficas, un instinto sexual autónomo centrado en la estimulación genital y lo equivalente a las poluciones nocturnas49.
  • El experimento imaginario definitivo para separar la biología de la socialización sería tomar a un bebé varón, someterle a una operación de cambio de sexo y hacer que sus padres le educaran como a una niña y lo mismo hicieran las demás personas. Si el género se construye socialmente, el niño debería tener la mente de una niña normal; si depende de las hormonas prenatales, debería sentirse como un niño atrapado en un cuerpo de niña. Lo interesante es que tal experimento se ha realizado en la vida real, no como resultado de la curiosidad científica, por supuesto, sino como consecuencia de enfermedades y accidentes. En un estudio se analizó a veinticinco niños que habían nacido sin pene (un defecto de nacimiento conocido como extrofia cloacal) y a los que posteriormente se castró y educó como niñas. Todos mostraron unos patrones masculinos, se dedicaban a juegos bruscos y tenían unas actitudes y unos intereses típicamente masculinos. Más de la mitad de ellos declararon espontáneamente que eran niños, uno cuando sólo tenía cinco años50.

    En un famoso estudio de casos, un niño de ocho meses perdió el pene en una circuncisión mal hecha (que, para mi tranquilidad, no fue obra de un mohel, sino de un médico torpe). Sus padres consultaron al famoso investigador John Money, quien había dicho: «La naturaleza es una estrategia política de quienes están obligados a mantener el statu quo de las diferencias de sexo». Les aconsejó que dejaran que los médicos castraran al pequeño y le implantaran una vagina artificial, y los padres le educaron como a una niña sin contarle lo que había pasado51. Me enteré del caso en mi época de universitario, en los años setenta, cuando se presentaba como prueba de que los bebés nacen neutros y adquieren un género a partir de la educación que se les da. En un artículo del New York Times de la época se decía que Brenda (a quien al nacer se le había puesto el nombre de Bruce) «ha ido avanzando con satisfacción en su infancia como una auténtica niña52». Los hechos se ocultaron hasta 1977, cuando se descubrió que, desde muy pequeña, Brenda se sentía un niño atrapado en un cuerpo de niña y un rol de género53. Rasgaba los vestidos con volantes, rechazaba las muñecas y prefería las armas, le gustaba jugar con chicos y hasta insistía en orinar de pie. A los 14 años se sentía tan desgraciada que decidió que o bien vivía su vida como chico o bien acababa con ella, y al final su padre le contó la verdad. Se sometió a una nueva serie de operaciones, asumió una identidad masculina y hoy está felizmente casado con una mujer.

  • Los niños con síndrome de Turner son genéticamente neutros. Tienen un único cromosoma X, heredado de la madre o del padre, en vez de los habituales dos cromosomas X de las niñas (uno de la madre y el otro del padre) o un cromosoma X y un cromosoma Y de los niños (el X de la madre y el Y del padre). Dado que entre los mamíferos el plano corporal por defecto es el femenino, esos niños parecen niñas y actúan como tales. Los genetistas han descubierto que los cuerpos de padres y madres pueden imprimir molecularmente genes en el cromosoma X, de modo que se convierten en más o menos activos en los cuerpos y los cerebros en desarrollo de sus hijos. Una niña con síndrome de Turner que reciba su cromosoma X de su padre puede tener unos genes que se han optimizado evolutivamente para las niñas (ya que un cromosoma X paterno siempre produce una hija). Una niña de Turner que reciba su cromosoma X de su madre puede tener genes que estén optimizados evolutivamente para los niños (ya que un cromosoma X materno, aunque puede producir cualquiera de los dos sexos, actuará sin oposición sólo en un hijo varón, que no tiene rival en los genes X de su enclenque cromosoma Y). Y, de hecho, las niñas con síndrome de Turner difieren psicológicamente en función de si recibieron su cromosoma X del padre o de la madre. Las que lo recibieron del padre (que se traduce en una niña) eran mejores en la interpretación del lenguaje corporal, la lectura de los sentimientos, el reconocimiento de rostros, el manejo de palabras y la relación con otras personas, en comparación con las que tenían un cromosoma X recibido de su madre (que es completamente activo sólo en el niño)54.
  • Contrariamente a lo que se suele pensar, hoy, en Estados Unidos, los padres no tratan de forma muy distinta a los hijos y las hijas55. Una reciente evaluación de 172 estudios, en los que intervenían 28.000 niños, descubrió que chicos y chicas reciben unas cantidades similares de estímulo, cariño, educación, prohibición, disciplina y claridad de comunicación. La única diferencia sustancial era que a más o menos dos terceras partes de los chicos se les inducía a que no jugaran con muñecas, sobre todo por parte del padre, por miedo a que se convirtieran en homosexuales. (Los chicos que prefieren los juguetes de niñas muchas veces son luego homosexuales, pero prohibirles los juguetes no cambia el proceso.) Las diferencias entre chicos y chicas tampoco dependen de que observen una conducta masculina en el padre y una conducta femenina en la madre. Aunque Hunter tiene dos mamás, actúa como un chico, tanto como si tuviera una mamá y un papá55a.

No parece que la realidad le sea propicia a la teoría de que niños y niñas nacen idénticos, con la única excepción de los genitales, y que todas las demás diferencias tienen su origen en el trato que reciben de la sociedad. Si así fuera, sería una coincidencia sorprendente que la moneda que se lanza al aire para asignar a cada sexo una serie de roles cayera siempre del mismo lado (o que un sorteo fatídico de estas características realizado en los albores de la especie hubiera mantenido su resultado sin interrupción a lo largo de todos los grandes cambios producidos en los últimos cien mil años). Igualmente sorprendente sería que, una y otra vez, las asignaciones arbitrarias de la sociedad coincidieran con las predicciones que un biólogo marciano haría sobre nuestra especie basándose en nuestra anatomía y en la distribución de nuestros genes. Parecería extraño que las hormonas que nos hacen macho o hembra en primer lugar modulen también los rasgos mentales característicamente masculinos y femeninos, tanto de forma decisiva en el desarrollo temprano del cerebro como en grados más pequeños a lo largo de nuestra vida. Y sería igualmente extraño que un segundo mecanismo genético que diferencia los sexos (la impronta genómica) instale también los talentos característicos masculinos y femeninos. Por último, han sido pasto de las llamas dos supuestos clave de la teoría de la construcción social: que los niños a los que se trata como niñas desarrollan una mente propia de niña y que las diferencias entre niños y niñas se pueden atribuir al diferente trato que les dan sus padres.

El hecho de que muchas diferencias de sexo tengan sus raíces en la biología no significa, por supuesto, que un sexo sea superior, que las diferencias se produzcan en todas las personas y en todas las circunstancias, que la discriminación de un persona basada en el sexo esté justificada, ni que haya que obligar a las personas a hacer las cosas típicas de su sexo. Pero las diferencias tampoco carecen de consecuencias.

Hoy muchas personas no tienen reparos en señalar lo que hace pocos años no se debía decir entre gente educada: que machos y hembras no tienen unas mentes intercambiables. Hasta en las páginas humorísticas se habla del cambio que ha experimentado el debate, como se ve en este diálogo entre Zippy, el amante de la comida basura y defensor de la libertad de asociación, y Griffy, el alter ego del humorista:

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Pero entre muchas mujeres profesionales, la existencia de diferencias de sexo sigue siendo una fuente de intranquilidad. Como me decía una colega: «Mira, ya sé que machos y hembras no son idénticos. Lo veo en mis hijos, lo veo en mí misma y lo sé por los estudios. No sé cómo explicarlo, pero cuando oigo hablar de diferencias de sexo, me salgo de mis casillas». La causa más probable de su desasosiego queda reflejada en un reciente editorial de Betty Friedan, la cofundadora de la Organización Nacional para las Mujeres, y autora de Mística de la feminidad, un libro publicado en 1963:

Aunque el movimiento femenino ha empezado a conseguir la igualdad para las mujeres en muchas medidas económicas y políticas, la victoria sigue siendo incompleta. Para tomar dos de los indicadores más simples y evidentes: las mujeres siguen ganando no más de 72 centavos por cada dólar que ganan los hombres, y estamos muy lejos de la igualdad numérica en los centros de toma de decisiones de las empresas, el gobierno o las profesiones56.

Igual que Friedan, mucha gente piensa que la brecha de género en los salarios, y el «techo de cristal» que impide que las mujeres asciendan a los niveles superiores de poder, son las dos principales injusticias a las que se enfrentan las mujeres occidentales hoy. En su discurso sobre el Estado de la Unión de 1999, Bill Clinton decía: «Podemos sentirnos orgullosos de este avance, pero 75 centavos sobre un dólar siguen siendo tres cuartas partes, y los norteamericanos no nos podemos sentir satisfechos hasta lograr la igualdad». La brecha de género y el techo de cristal han sido motivo de demandas contra empresas que tienen demasiadas pocas mujeres en
los puestos superiores, de presiones al gobierno para que regule todos los salarios hasta que a hombres y mujeres se les pague según el «valor comparable» de su trabajo, y de medidas agresivas para cambiar las actitudes de las niñas ante el trabajo, por ejemplo el «Día de puertas abiertas para las hijas en el trabajo».

Científicos e ingenieros abordan el tema desde la perspectiva de la hipótesis de la «tubería agujereada56a». Aunque las mujeres constituyen el 60% de los alumnos universitarios, y más o menos la mitad de los que se especializan en muchos campos de la ciencia, el porcentaje de las que pasan a la siguiente fase profesional disminuye a medida que pasan de estudiantes de licenciatura a estudiantes de posgrado, ayudantes posdoctorales, profesores no numerarios o profesores numerarios. Las mujeres constituyen menos del 20% de la población activa en el campo de las ciencias, la ingeniería y el desarrollo tecnológico, y sólo el 20% en el de la ingeniería57. Los lectores de revistas insignia como Science y Nature han sido testigos de dos décadas de titulares como: «La diversidad: del dicho al hecho, todo un trecho» y «Los esfuerzos por estimular la diversidad se encuentran con problemas persistentes58». Una historia típica, en la que se comentaba las muchas comisiones nacionales creadas para investigar el problema, decía: «La finalidad de estas actividades es seguir socavando un problema que, según los expertos, empieza con unos mensajes negativos en la escuela, continúa en los programas de licenciatura y de posgrado que levantan barreras (económicas, académicas y culturales) a todos los candidatos que no sean los mejores, y sigue en el lugar de trabajo59». En una reunión de los rectores de nueve universidades estadounidenses de elite celebrada en 2001, se reclamaban «cambios importantes», por ejemplo crear becas y ayudas exclusivas para las mujeres de los claustros, darles los mejores sitios de aparcamiento en el campus, y garantizar que el porcentaje de mujeres en los claustros fuera el mismo que el de alumnas60.

Pero hay algo raro en estas teorías sobre mensajes negativos, barreras ocultas y prejuicios de género. El método que sigue la ciencia es formular cualquier hipótesis que pueda explicar un fenómeno y descartarlas todas menos la correcta. Los científicos valoran la capacidad de pensar en explicaciones alternativas, y se espera que quienes lanzan una hipótesis refuten hasta las improbables. No obstante, en los debates tipo «tubería agujereada» de la ciencia, pocas veces se menciona siquiera una alternativa a la teoría de las barreras y los prejuicios. Una de las raras excepciones fue un suplemento de un artículo aparecido en Science en 2000, que citaba una exposición de la científica social Patti Hausman en la Academia Nacional de Ingeniería:

La pregunta de por qué las mujeres no eligen las carreras de ingeniería tiene una respuesta evidente: porque no quieren. Dondequiera que vayamos, nos encontraremos con que las mujeres entienden mucho menos que los hombres qué tienen de fascinante los ohmios, los carburadores o los quarks. Reinventar el currículo no hará que me interese más averiguar cómo funciona mi lavavajillas61.

Una eminente ingeniera del público inmediatamente tachó el análisis de Hausman de «pseudociencia». Pero Linda Gottfredson, especialista en literatura sobre preferencias profesionales, señaló que Hausman tenía los datos de su parte: «En términos generales, a las mujeres les interesa más ocuparse de las personas, y a los hombres, de las cosas». Los tests profesionales demuestran también que los niños tienen más interés por profesiones «realistas», «teóricas» y de «investigación», y las niñas, por profesiones «artísticas» y «sociales».

Hausman y Gottfredson son unas voces solitarias, porque la brecha de género casi siempre se analiza de la siguiente forma: cualquier desequilibrio entre hombres y mujeres en su trabajo o sus ingresos es una prueba directa de prejuicio de género, si no en forma de discriminación abierta, en forma de mensajes desalentadores y barreras ocultas. La posibilidad de que hombres y mujeres puedan diferir entre sí de una forma que afecte al trabajo que realizan o a lo que se les paga nunca se puede mencionar en público, porque va a suscitar la causa de la igualdad en el lugar de trabajo y dañará los intereses de las mujeres. Fue esta convicción la que llevó a Friedan y Clinton, por ejemplo, a afirmar que no habremos alcanzado la igualdad entre los sexos hasta que los salarios y la representación en las profesiones sean idénticos para hombres y mujeres. En una entrevista por televisión de 1998, Gloria Steinem y la congresista Bella Abzug se refirieron a la idea de las diferencias de sexo como «paparruchas» y una «idea tonta antinorteamericana», y cuando le preguntaron a Abzug si igualdad de género significaba cantidades iguales en todos los campos, replicó: «Mitad y mitad, rotundamente62». «Este análisis de la brecha de género también se ha convertido en la postura oficial de las universidades. El hecho de que los rectores de las universidades de elite del país no tengan reparos en acusar a sus colegas de vergonzoso prejuicio, sin ni siquiera considerar las explicaciones alternativas (las fueran a aceptar o no), demuestra cuán enraizado está el tabú.

El problema de este análisis es que la desigualdad en el resultado no se puede aducir como prueba de una desigualdad de oportunidades, a menos que los grupos que se comparen sean idénticos en todos sus rasgos psicológicos, lo cual sólo es probable que sea verdad si somos unas tablas rasas. Pero la teoría de que la brecha de género puede surgir, aunque sea en parte, de unas diferencias entre los sexos puede ser un insulto. Es seguro que a cualquiera que la defienda se le va a acusar de «querer mantener a las mujeres en su lugar» o de «justificar el statu quo». Esto tiene tanto sentido como afirmar que el científico que estudia por qué las mujeres viven más que los hombres «quiere que los hombres viejos se mueran». Y los análisis que desvelan los fallos de la teoría del techo de cristal, lejos de ser un ardid de hombres interesados, son obra en gran medida de mujeres, incluidas Hausman, Gottfredson, Judith Kleinfeld, Karen Lehrman, Cathy Young y Camilla Benbow, las economistas Jennifer Roback, Felice Schwartz, Diana Furchgott-Roth y Christine Stolba, la especialista en derecho Jennifer Braceras y, con más reservas, la economista Claudia Goldin y la especialista en derecho Susan Estrich63.

Creo que estas autoras nos ofrecen una interpretación de la brecha de género mejor que la estándar, por una serie de razones. Su análisis no teme la posibilidad de que los sexos puedan diferir y, por consiguiente, no nos obliga a escoger entre las conclusiones científicas sobre la naturaleza humana y el trato justo de las mujeres. Ofrece una comprensión mucho más compleja de las causas de la brecha de género, una interpretación que es coherente con nuestra mejor ciencia social. Tiene una visión más respetuosa de las mujeres y de sus decisiones. Y, en última instancia, promete unos remedios más humanos y efectivos para las desigualdades de género en el trabajo.

Antes de exponer el nuevo análisis que de la brecha de género hacen las feministas de la equidad, voy a reiterar tres puntos que no se discuten. Primero, desalentar a las mujeres en la realización de sus ambiciones y discriminarlas por su sexo son injusticias que hay que detener dondequiera que se descubran.

Segundo, no hay ninguna duda de que las mujeres se enfrentaron a una discriminación generalizada en el pasado y lo siguen haciendo hoy en algunos sectores. Esto no se puede demostrar alegando que los hombres ganan más que las mujeres o que la ratio entre sexos se aleja del cincuenta por ciento para cada uno, sino que hay que demostrarlo de otra forma. Se puede realizar el experimento de mandar falsos currículos o propuestas de subvenciones que sean idénticos en todos los sentidos excepto en el sexo del solicitante, y ver si reciben un trato diferente. Los economistas pueden hacer un análisis de regresión que mida las cualificaciones y los intereses de las personas y determine si los hombres y las mujeres ganan cantidades distintas, o se les promociona a un ritmo diferente, cuando sus cualificaciones e intereses se mantienen estadísticamente constantes. La idea de que las diferencias en el resultado no demuestran una discriminación a menos que se hayan equiparado otros rasgos relevantes es elemental en la ciencia social (por no hablar del sentido común), y la aceptan todos los economistas cuando analizan conjuntos de datos en busca de pruebas de discriminación salarial64.

Tercero, no tiene sentido la pregunta de si las mujeres están «cualificadas» para ser científicas, directoras ejecutivas, dirigentes de los países o profesionales de élite de cualquier tipo. Se respondió definitivamente hace años: unas sí y otras no, igual que unos hombres están cualificados y otros no. La única pregunta es si las proporciones de hombres y mujeres cualificados han de ser idénticas.

Como ocurre con otros muchos temas relacionados con la naturaleza humana, la negativa de las personas a pensar en términos estadísticos ha llevado a unas dicotomías falsas y sin sentido. De lo que se trata es de cómo pensar en las distribuciones de género en las profesiones sin tener que escoger entre los extremos de «Las mujeres no están cualificadas» y el «Mitad y mitad, rotundamente», o entre «No existe discriminación» y «Sólo existe la discriminación».

En un mercado de trabajo libre y sin prejuicios, a las personas se les contrata y se les paga de acuerdo con el ajuste entre sus rasgos y las exigencias de un trabajo. Un determinado empleo requiere cierta mezcla de dotes cognitivas (por ejemplo, una destreza matemática o lingüística), rasgos de personalidad (por ejemplo, la asunción de riesgos o la cooperación) y tolerancia a las exigencias del estilo de vida (programas rígidos, traslados, capacidad de actualización en el trabajo). Y ofrece cierta mezcla de recompensas personales: gente, entretenimiento, ideas, salir de casa, orgullo y camaradería. En el salario influye, entre otras cosas, la oferta y la demanda: cuántas personas quieren el trabajo, cuántas lo pueden realizar y a cuántas puede pagar el patrón para que lo hagan. Los puestos de trabajo que se cubren enseguida se pagarán menos; los que son difíciles de cubrir se pagarán más.

Las personas varían en los rasgos relevantes para el trabajo. La mayoría sabe pensar de forma lógica, trabajar con personas, tolerar el conflicto o un entorno desagradable, etc., pero no en la misma medida; cada uno tiene un perfil exclusivo de virtudes y defectos. Dadas todas las pruebas de las diferencias de sexo (unas biológicas, otras culturales y otras mixtas) , no es probable que la distribución de estas virtudes y estos defectos entre hombres y mujeres sea idéntica. Si uno busca la correspondencia entre la distribución de los rasgos de hombres y mujeres y la distribución de las demandas de los empleos en la economía, la probabilidad de que el porcentaje de hombres y mujeres en cada profesión sea idéntico, o de que el salario medio de unos y otras sea idéntico, se acerca mucho a cero, aun en el caso de que no existieran barreras ni discriminación.

Nada de todo esto implica que las mujeres vayan a quedar relegadas a los últimos puestos. Depende del menú de oportunidades que una determinada sociedad ofrezca. Si existen más trabajos de alta remuneración que requieren unas virtudes típicamente masculinas (por ejemplo, la disponibilidad a asumir situaciones de riesgo, o un interés por las máquinas), es posible que a los hombres les vayan mejor las cosas; si son más los trabajos de esa clase los que exigen virtudes típicamente femeninas (por ejemplo, una buena competencia lingüística, o interés por las personas), las cosas les irán mejor a las mujeres en términos generales. En cualquier caso, habrá miembros de ambos sexos en los dos tipos de trabajo, aunque en cantidades diferentes. Por esto algunas profesiones relativamente de prestigio están dominadas por las mujeres. Un ejemplo es mi propio campo profesional, el estudio del desarrollo del lenguaje en los niños, en el que las mujeres superan a los hombres por un amplio margen65. En su libro El primer sexo, la antropóloga Helen Fisher especula sobre la idea de que la cultura de la empresa, en nuestra economía globalizada e impulsada por los conocimientos, pronto va a favorecer a las mujeres. Las mujeres saben expresarse mejor, son más colaboradoras, no se obsesionan tanto por el rango y saben negociar mejor unos resultados que beneficien a todos. Los trabajos del nuevo siglo, aventura la autora, exigirán cada vez más este tipo de cualidades, y es posible que las mujeres aventajen a los hombres en estatus e ingresos.

Hoy, la brecha favorece a los hombres, qué duda cabe. Parte de la brecha tiene su causa en la discriminación. Es posible que los patronos subestimen las destrezas de las mujeres, o supongan que una plantilla exclusivamente masculina es más eficiente, o teman que los empleados recelen de las supervisoras, o tengan miedo de la resistencia de unos clientes llenos de prejuicios. Pero las pruebas apuntan a que no todas las diferencias de sexo en las profesiones están causadas por estas barreras66. No es probable, por ejemplo, que en el ámbito académico los matemáticos tengan unos prejuicios inusuales con las mujeres, los psicolingüistas del desarrollo los tengan con los hombres y los psicólogos evolutivos estén libres de prejuicios.

En algunas pocas profesiones, las diferencias de habilidad pueden desempeñar cierto papel. El hecho de que más hombres que mujeres tengan unas habilidades excepcionales en el razonamiento matemático y en la manipulación mental de objetos tridimensionales basta para explicar un alejamiento de la ratio del 50% entre los ingenieros, los físicos, los químicos orgánicos y los profesores de algunas ramas de las matemáticas (lo cual, por supuesto, no significa que la proporción de mujeres deba aproximarse a cero, ni mucho menos).

En la mayoría de las profesiones, las diferencias medias de habilidad son irrelevantes, pero las diferencias medias en las preferencias pueden situar a los sexos en trayectorias distintas. El ejemplo más claro procede del análisis de David Lubinski y Camilla Benbow de una muestra de alumnos de séptimo de primaria precoces en destrezas matemáticas, en un estudio de ámbito nacional67. Los adolescentes habían nacido durante la segunda ola de feminismo, habían recibido el estímulo de sus padres para que desarrollaran sus dotes (todos habían asistido a programas de verano de matemáticas y ciencias) , y eran perfectamente conscientes de su capacidad. Pero las niñas les decían a los responsables del estudio que les interesaban más las personas, los «valores sociales» y los objetivos humanitarios y altruistas, mientras que los niños decían que sentían mayor interés por las cosas, los «valores teóricos» y la indagación intelectual abstracta. En la universidad, las jóvenes elegían una amplia variedad de cursos de humanidades, arte y ciencias sociales, mientras que los jóvenes se aferraban a las matemáticas y las ciencias. Y menos del 1% de las muchachas se doctoraba en matemáticas, ciencias físicas o ingeniería, mientras que en los chicos la media era del 8%. Las mujeres optaban por medicina, derecho, humanidades y biología.

Esta asimetría es patente en estudios masivos sobre valores relacionados con el trabajo y decisiones profesionales, otro tipo de estudio en el que hombres y mujeres dicen realmente lo que quieren, sin que haya unos activistas que hablen por ellos68. Como promedio, la autoestima de los hombres está más vinculada a su estatus, su salario y su riqueza, como lo está también su atractivo como pareja sexual y de matrimonio, como revelan estudios sobre lo que las personas buscan en el sexo contrario69. Y, algo que no es extraño, los hombres dicen que están más dispuestos a trabajar más horas y a sacrificar otras partes de su vida —vivir en una ciudad menos atractiva, o separarse de los amigos y la familia si han de trasladarse— para ascender en el trabajo o conseguir destacar en su campo. En términos generales, los hombres también tienen mayor disposición a aceptar la incomodidad y el peligro físicos, por lo que es más probable encontrarlos en trabajos desagradables pero relativamente lucrativos, por ejemplo en la reparación de equipamientos de producción, en plataformas petrolíferas o con el martillo neumático arrancando los sedimentos en el interior de los tanques de petróleo. Las mujeres, como promedio, tienden más a escoger trabajos de apoyo administrativo, de salarios inferiores, en oficinas con aire acondicionado. Los hombres asumen más riesgos, algo que se refleja en sus trayectorias profesionales incluso cuando las cualificaciones se mantienen constantes. Los hombres prefieren trabajar para empresas; las mujeres, para organismos estatales y organizaciones sin ánimo de lucro. Los médicos se suelen especializar más y dedicarse a la medicina privada; las médicas suelen ser de medicina general y trabajar en hospitales y clínicas. Los hombres son más propensos a ocupar cargos de gestión en empresas; las mujeres, cargos de gestión de recursos humanos o de comunicación corporativa.

En general, las madres están más unidas a sus hijos que los padres. Así ocurre en todas las sociedades del mundo, y probablemente así haya ocurrido desde que se desarrollaron los primeros mamíferos hace unos doscientos millones de años. Como dice Susan Estrich: «Esperar que se rompa la conexión entre paternidad y género supone esperar a Godot». Esto no significa que en ninguna sociedad las mujeres jamás hayan tenido interés por el trabajo; en las sociedades de cazadores-recolectores, las mujeres hacen la mayor parte de la recolección, y algunas la caza, especialmente cuando intervienen redes, y no piedras o lanzas70. Tampoco significa que en cualquier sociedad los hombres sean indiferentes con sus hijos; la inversión parental del macho es una característica llamativa y zoológicamente inusual del Homo sapiens. Pero sí que significa que machos y hembras pueden situar en distintos puntos el equilibrio biológicamente omnipresente entre invertir en un hijo y trabajar para mantenerse sano (en última instancia, para engendrar o invertir en otros hijos). Las mujeres no sólo son el sexo que cuida, sino que se preocupan más por el bienestar de sus bebés y, según dicen en las encuestas, otorgan mayor valor a pasar tiempo con sus hijos71.

De modo que, aunque los dos sexos valoran el trabajo y ambos valoran a los hijos, el diferente peso que dan a tal valor puede llevar a las mujeres, más a menudo que a los hombres, a tomar decisiones profesionales que les permitan estar más tiempo con sus hijos —menos horas u horarios más flexibles, menos traslados, unas destrezas que no queden obsoletas tan pronto— a cambio de un salario inferior o menos prestigio. Como señala la economista Jennifer Roback: «Cuando vemos que las personas sacrifican los ingresos económicos por otras cosas placenteras, prácticamente no podemos deducir nada de la comparación del salario de una persona con el de otra72». Gary Becker ha demostrado que el matrimonio puede magnificar los efectos de las diferencias de sexo, aunque sean pequeñas, debido a lo que los economistas llaman «la ley de la ventaja comparativa». En las parejas donde el marido puede ganar un poco más que la mujer, pero ésta de algún modo se entiende mejor con los hijos, ambos pueden decidir racionalmente que estarán mejor si ella trabaja menos que él73.

Digámoslo una vez más: nada de todo esto significa que la discriminación sexual haya desaparecido ni que, cuando se produce, esté justificada. Lo que ocurre es simplemente que las brechas de género por sí mismas nada dicen de la discriminación, a menos que las tablas de hombres y mujeres sean rasas, cosa que no es así. La única forma de establecer la discriminación es comparar el trabajo y el salario de unos y otras cuando las opciones y las cualificaciones están igualadas. Y de hecho, un reciente estudio de datos del Estudio Nacional Longitudinal de la Juventud descubrió que las mujeres sin hijos de entre 27 y 33 años ganan 98 centavos por cada dólar que ganan los hombres74. Algo que no debería sorprender ni siquiera a quienes recelan de las motivaciones de los patronos norteamericanos. En un mercado implacable, cualquier empresa que sea lo bastante estúpida para prescindir de mujeres cualificadas o para pagar en exceso a hombres no cualificados quedaría marginada del negocio por otro competidor más meritocrático.

Ahora bien, nada hay en la ciencia ni en las ciencias sociales que descarte políticas de una distribución del 50% de los salarios y los empleos entre los sexos, si una democracia decidiera que se trata de un objetivo con un valor inherente. Pero lo que sí dicen los estudios es que tales políticas, además de beneficios, tendrán unos costes. El beneficio evidente de las políticas de igualdad de resultados es que pueden neutralizar la discriminación que aún existe contra las mujeres. Pero si hombres y mujeres no son intercambiables, hay que considerar también los costes.

Algunos costes recaerán en los hombres o en ambos sexos. Los dos más evidentes son la posibilidad de una discriminación opuesta contra los hombres y de una falsa presunción de sexismo entre los hombres y las mujeres que hoy deciden en cuestiones de contratación y salarios. Otro coste que recaerá en ambos sexos es la ineficacia que se pudiera derivar si las decisiones de empleo se basasen en factores que no fueran el mejor ajuste entre las exigencias de un trabajo y los rasgos de la persona.

Pero muchos de los costes de las políticas de igualdad de resultados los sufrirán las mujeres. Muchas científicas se oponen a unas preferencias de género estrictas en la ciencia, por ejemplo a determinar puestos en el claustro específicos para mujeres, o la política (que una activista defiende) de repartir las ayudas federales a la investigación de forma exactamente proporcional al número de hombres y mujeres que las soliciten. El problema de estas políticas bienintencionadas es que pueden sembrar en la mente de las personas la semilla de la duda sobre la excelencia de los beneficiarios. Como señalaba la astrónoma Lynne Hillenbrand: «Si se te da una oportunidad por el hecho de ser mujer, no te hacen ningún favor; hace que la gente se pregunte por qué estás donde estás75».

Es evidente que existen barreas institucionales que dificultan el progreso de las mujeres. Las personas somos mamíferos, y deberíamos pensar en las implicaciones éticas del hecho de que es la mujer quien pare, cuida y educa, en un grado fuera de toda proporción, a los hijos. No deberíamos suponer que el ser humano por defecto es el hombre, y que los hijos son un lujo o un accidente que le ocurre a un subconjunto desviado. Por consiguiente, las diferencias de sexo se pueden utilizar para justificar, más que para poner en peligro, las políticas de protección de la mujer, como el permiso por maternidad, las subvenciones para el cuidado de los hijos, los horarios flexibles, la prolongación del periodo destinado a reunir los requisitos para obtener una plaza de profesor definitiva, o la eliminación completa de ese periodo (una posibilidad a la que se refería hace poco la bióloga y rectora de la Universidad de Princeton, Shirley Tilghman).

Nada se da gratis, por supuesto, y estas políticas son también decisiones —tal vez justificables— de penalizar a los hombres y a las mujeres que no tienen hijos, que ya los tienen criados o deciden quedarse en casa con sus hijos. Pero incluso a la hora de valorar estos equilibrios, pensar en la naturaleza humana puede suscitar cuestiones nuevas y profundas que en última instancia podrían mejorar la situación de las mujeres que trabajan. ¿Cuáles de las onerosas exigencias del trabajo impiden que las mujeres contribuyan realmente a la eficacia económica, y cuáles son carreras de obstáculos en las que los hombres compiten por la condición de alfas? Al reflexionar sobre la justicia en el trabajo, ¿debemos considerar a las personas como individuos aislados, o debemos considerarlas como miembros de unas familias que probablemente tendrán hijos en algún momento de su vida, y que probablemente también en algún momento de su vida se ocuparán de sus padres ancianos? Si cambiamos cierta eficacia económica por unas condiciones laborales más agradables en todos los empleos, ¿podría haber un aumento neto de la felicidad? No tengo respuestas, pero merece la pena hacerse las preguntas.

Hay otra razón de que reconocer las diferencias de sexo pueda ser más humano que negarlas. Son los hombres y las mujeres, no el sexo masculino ni el sexo femenino, quienes prosperan o sufren, y esos hombres y esas mujeres están dotados de unos cerebros —que tal vez no sean idénticos— que les dan valores y una capacidad para tomar decisiones. Estas decisiones se han de respetar. Son habituales las historias de mujeres a quienes se hace sentir avergonzadas por quedarse en casa con sus hijos. Como ellas dicen siempre: «Creía que se suponía que el feminismo tenía que ver con las decisiones». Lo mismo se debe aplicar a las mujeres que deciden trabajar pero renuncian a parte de los ingresos para «tener una vida» (y, por supuesto, a los hombres que toman la misma decisión). No es obviamente progresista insistir en que sea la misma cantidad de hombres y mujeres la que trabaje semanas de cuarenta horas en un bufete de abogados o que dejen a sus familias durante meses para sortear tuberías de acero en una plataforma petrolífera. Y es grotesco exigir (como hacían en las páginas de Science los abogados de la paridad de género) que se «condicione» a más mujeres jóvenes «a escoger ingeniería», como si fueran ratones de la caja de Skinner76.

Gottfredson señala: «Si se insiste en usar la paridad de género como medida de la justicia social, significa que hay que impedir a hombres y mujeres que realicen el trabajo que más les guste y obligarles a trabajar en lo que no les gusta77». Kleinfeld, al referirse al fenómeno de la tubería agujereada en las ciencias, repite la misma idea: «Si las mujeres [de inteligencia excepcional] deciden ser maestras y no matemáticas, periodistas y no físicas, abogadas y no ingenieras, no deberíamos mandarles mensajes en que se les diga que son unos seres humanos de menor valor, menos valiosos para nuestra civilización, perezosos o de baja condición social78». No son éstas preocupaciones hipotéticas: un estudio reciente de la Fundación Nacional de Ciencias descubrió que muchas más mujeres que hombres dicen que se especializaron en ciencias, matemáticas o ingeniería por la presión de los profesores o la familia, y no por seguir las que eran sus propias aspiraciones —y que muchas al final abandonaron por esa razón—79. Dejaré la última palabra a Margaret Mead, quien, pese a equivocarse en sus inicios profesionales al hablar de la maleabilidad del género, no hay duda de que estaba en lo cierto cuando decía: «Si queremos alcanzar una cultura más rica, rica en un contraste de valores, tenemos que reconocer toda la gama de potencialidades humanas, y así elaborar un tejido social menos arbitrario, en el que cada uno de los diversos dones humanos encuentre su lugar».

Además de la brecha de género, el tema actual más enconado referente a los sexos ha sido el de la naturaleza y las causas de la violación. Cuando el biólogo Randy Thornhill y el antropólogo Craig Palmer publicaron A Natural History of Rape («Una historia natural de la violación»), en 2000, lanzaron una amenaza al consenso que se había mantenido inmutable en la vida intelectual durante un cuarto de siglo, e hicieron caer sobre la psicología evolutiva más condenas de las que se le habían lanzado por otros temas en muchos años80. Resulta doloroso escribir sobre la violación, pero también es inevitable. En ninguna otra parte de la vida intelectual moderna se insiste con más pasión en la negación de la naturaleza humana, y en ninguna otra parte se interpreta peor la alternativa. Creo que si se esclarecen estos temas se dará un gran paso para conciliar tres ideales que, sin necesidad alguna, se han enfrentado: los derechos de las mujeres, una comprensión biológicamente informada de la naturaleza humana y el sentido común.

El horror de la violación le da una gravedad especial cuando interpretamos la psicología de los hombres y de las mujeres. En el estudio de la violación, hay un imperativo moral primordial: reducir su frecuencia. Cualquier científico que esclarezca las causas de la violación merece nuestra admiración, como el investigador médico que esclarezca las causas de una enfermedad, porque comprender un mal es el primer paso para eliminarlo. Y dado que nadie llega a la verdad por revelación divina, debemos respetar también a quienes exploran teorías que pueden resultar incorrectas. Parece que la crítica moral sólo se puede dirigir a quienes imponen dogmas, ignoran pruebas o impiden la investigación, porque protegen su reputación a expensas de las víctimas de las violaciones que se podrían haber evitado si comprendiéramos mejor el fenómeno.

Lamentablemente, las sensibilidades actuales son muy diferentes. En la vida intelectual moderna, el imperativo moral principal al analizar la violación es proclamar que ésta nada tiene que ver con el sexo. Hay que repetir el mantra siempre que se suscite el tema: «La violación es un abuso de poder y de control, por el que el violador busca humillar, denigrar, avergonzar, degradar y aterrorizar a la víctima», declaraba Naciones Unidas en 1993. «El objetivo primordial es ejercer el poder y el control sobre otra persona81». Lo mismo se repetía en un artículo de opinión del Boston Globe en 2001, que decía: «La violación no tiene nada que ver con el sexo; es una cuestión de violencia y de uso del sexo para ejercer el poder y el control […]. La violencia doméstica y la agresión sexual son manifestaciones de las mismas fuerzas sociales poderosas: el sexismo y la glorificación de la violencia82». Cuando una columnista iconoclasta escribió un artículo sobre la violación y las palizas que disentía de tales ideas, un lector respondió:

Como persona que durante más de diez años ha sido educador y orientador activo para ayudar a los hombres a abandonar la violencia contra las mujeres, la columna de Cathy Young del día 15 de octubre me parece preocupante y deprimente. La autora confunde los temas porque no sabe reconocer que los hombres se socializan en una cultura patriarcal que sigue apoyando su violencia contra las mujeres si deciden ejercerla83.

Este consejero estaba tan imbuido de la ideología dominante que no se percató de que Young argumentaba contra el dogma que él tomaba como manifiestamente verdadero, y la cuestión no era que no «supiera reconocerlo». Y las palabras que empleaba el lector —«los hombres se socializan en una cultura patriarcal»— reproducen un eslogan increíblemente familiar.

La teoría oficial de la violación nació de un importante libro de 1975, Contra nuestra voluntad, de la feminista de género Susan Brownmiller. El libro se convirtió en emblema de una revolución en la forma de abordar la violación que constituye uno de los mayores logros del feminismo de segunda ola. Hasta los años setenta, el sistema legal y la cultura popular solían tratar la violación sin tener muy en cuenta los intereses de las mujeres. Las víctimas debían demostrar que se resistían a sus agresores hasta arriesgar la vida, de lo contrario se entendía que habían consentido. Su forma de vestir se consideraba un factor atenuante, como si los hombres no se pudieran controlar ante una mujer atractiva. También era atenuante la historia sexual de la mujer, como si acostarse una vez con un hombre fuera lo mismo que aceptar hacerlo siempre y con cualquiera. En las demandas por violación se exigían unas pruebas que no se pedían para otros delitos violentos, por ejemplo la corroboración de un testigo presencial. A menudo, el consentimiento de la mujer se trataba a la ligera en los medios de comunicación. En las películas, no era infrecuente que el hombre agarrara con fuerza a la mujer reticente, que después se deshacía en sus brazos. El sufrimiento de las víctimas de la violación también se trataba a la ligera; recuerdo que, tras la revolución sexual de los años setenta, unas adolescentes bromeaban: «Si la violación es inevitable, lo que hay que hacer es tumbarse boca arriba y disfrutar». La violación en el matrimonio no era delito, no existía la idea de la violación a muchachas con las que se salía, y en tiempos de guerra la violación desapareció de los libros de historia. Estas afrentas a la humanidad han desaparecido o están disminuyendo en las democracias occidentales, y hay que reconocer al feminismo el mérito de tal progreso.

Pero la teoría de Brownmiller fue mucho más allá del principio moral de que las mujeres tienen derecho a no ser agredidas sexualmente. Decía que la violación no tenía nada que ver con el deseo sexual de un hombre individual, sino que era una táctica con la que todo el sexo masculino oprimía a todo el sexo femenino. En las famosas palabras de la autora:

Hay que situar el descubrimiento del hombre de que sus genitales podían servir de arma para generar miedo entre los descubrimientos más importantes de la prehistoria, junto con el fuego y la primera hacha de piedra rudimentaria. Creo que, desde los tiempos prehistóricos hasta la actualidad, la violación ha desempeñado un papel fundamental […] es nada más y nada menos que un proceso consciente de intimidación por el que todos los hombres mantienen a todas las mujeres en un estado de miedo84.

Esto derivó en el catecismo actual: la violación no es una cuestión de sexo, nuestra cultura socializa a los hombres para que violen, glorifica la violencia contra las mujeres. El análisis procede directamente de la teoría feminista de género sobre la naturaleza humana: las personas son tablas rasas (a quienes hay que educar o socializar para que quieran las cosas) ; la única motivación humana significativa es el poder (por lo tanto, el deseo sexual es irrelevante); y todas las demás motivaciones e intereses se deben situar en los grupos (por ejemplo, el sexo masculino y el sexo femenino) y no en las personas individuales.

La teoría de Brownmiller atrae incluso a personas que no son feministas de género por la doctrina del Buen Salvaje. Desde los años sesenta, la mayoría de las personas instruidas han llegado a creer que hay que entender el sexo como algo natural, y no algo sucio ni vergonzoso. El sexo es bueno porque es natural, y lo natural es bueno. Pero la violación es mala; por lo tanto, la violación no tiene nada que ver con el sexo. Las motivaciones de la violación han de proceder de las instituciones, no de nada que sea propio de la naturaleza humana.

El eslogan que culpa a la violencia y no al sexo tiene razón en dos aspectos. Ambas cosas son absolutamente ciertas para la víctima: la mujer que sufre una violación la experimenta como un agresión violenta, no como un acto sexual. Y la parte referente a la violencia es cierta por definición en el caso del violador: si no hay violencia o coacción, no lo llamamos «violación». Pero el hecho de que la violación tenga algo que ver con la violencia no significa que no tenga nada que ver con el sexo, del mismo modo que el hecho de que el robo a mano armada tenga que ver con la violencia no significa que no tenga nada que ver con la codicia. Los hombres perversos emplean la violencia para conseguir el sexo, como usan la violencia para conseguir otras cosas que quieren.

Creo que la doctrina según la cual la violación no es una cuestión de sexo pasará a la historia como un ejemplo de los errores extraordinariamente populares y de la locura de las masas. Es a todas luces absurda, no merece el culto que se le rinde, la contradice una multitud de pruebas y se interpone en el camino de la única meta moralmente relevante respeto a la violación: el esfuerzo por erradicarla.

Pensemos. Primer hecho evidente: los hombres a menudo quieren acostarse con mujeres que no quieren acostarse con ellos. Emplean todas las tácticas que emplea el ser humano para incidir en la conducta de otro: el cortejo, la seducción, la adulación, el engaño, el enfurruñamiento y el dinero. Segundo hecho evidente: algunos hombres utilizan la violencia para conseguir lo que quieren, sin importarles el sufrimiento que causan. Se sabe que los hombres secuestran niños para exigir un rescate (a veces mandando a los padres una oreja o un dedo para demostrar que van en serio), dejan ciega a la víctima del atraco para que no los pueda identificar en el juicio, disparan contra la rodilla del colega por chivarse a la policía o invadir su territorio y matan a un extraño para quitarle las zapatillas de marca. Sería un hecho extraordinario, que contradiría todo lo que sabemos de las personas, que algunos hombres no emplearan la violencia para conseguir sexo.

Apliquemos también el sentido común a la doctrina de que los hombres violan para favorecer los intereses de su sexo. El violador siempre se arriesga a resultar herido a manos de la mujer que se defiende. En una sociedad tradicional, se arriesga a la tortura, la mutilación y la muerte a manos de los familiares de la mujer. En una sociedad moderna, se arriesga a una condena de muchos años de cárcel. ¿Realmente los violadores asumen estos riesgos como sacrificio altruista en beneficio de los miles de millones de extraños que constituyen el sexo masculino? La idea se hace aún menos creíble si recordamos que el violador suele ser un don nadie y un perdedor, mientras que seguramente los principales beneficiarios del patriarcado son los ricos y los poderosos. Los hombres se sacrifican por un bien mayor en la guerra, por supuesto, pero o bien se les lleva contra su voluntad, o bien se les promete la adulación pública cuando se desvelen sus hazañas. Pero los violadores cometen sus actos en privado y procuran mantenerlos en secreto. Y en la mayoría de casos y de lugares, al hombre que viola a una mujer de su comunidad se le trata como a la escoria. La idea de que todos los hombres participan en una brutal guerra contra todas las mujeres choca con el hecho elemental de que los hombres tienen madre, hijas, hermanas y esposas que les importan mucho más de lo que les pueda importar la mayoría de los otros hombres. Para decir lo mismo en términos biológicos, los genes de toda persona se llevan en los cuerpos de otras personas, la mitad de las cuales son del otro sexo.

Sí, debemos condenar el tratamiento a veces superficial que en la cultura popular se hace de la autonomía de las mujeres. ¿Pero puede creer alguien que nuestra cultura literalmente «enseña a los hombres a violar» o que «glorifica al violador»? Incluso el trato cruel que el sistema legal daba antaño a las víctimas de la violación tiene una explicación más sencilla que la que afirma que todos los hombres se benefician de la violación. Hasta hace poco, a todos los jurados que intervenían en casos de violación se les hacía la advertencia del jurista del siglo XVII lord Matthew Hale de que debían evaluar con cautela el testimonio de la mujer, porque «es fácil acusar [de violación] y difícil defenderse de tal acusación, aunque el acusado sea inocente85». El principio es coherente con la presunción de inocencia integrada en nuestro sistema legal, por la que es mejor dejar libre al culpable que encarcelar al inocente. Aun así, supongamos que los hombres que aplicaron esta política a la violación lo hicieran realmente para favorecer sus intereses colectivos. Imaginemos que manipularon la balanza de la justicia para reducir al mínimo la posibilidad de que se les pudiera acusar en falso de violación (o en circunstancias ambiguas), y que otorgaron un valor insuficiente a la injusticia sufrida por las mujeres, que no verían a sus agresores entre rejas. Sería sin duda algo injusto, pero aún no sería lo mismo que fomentar la violación como táctica consciente para someter a las mujeres. Si tal fuera la táctica de los hombres, ¿por qué, para empezar, iban a hacer de la violación un delito?

Y en cuanto al componente moral de la teoría que se olvida del sexo, no existe. Si reconocemos que la sexualidad puede ser una fuente de conflicto y no sólo un saludable placer mutuo, habremos redescubierto una verdad que los observadores de la condición humana han constatado a lo largo de la historia. Y si el hombre viola por el sexo, no significa ello que simplemente «no pueda evitarlo», ni que tengamos que excusarle, como no tenemos que excusar al hombre que dispara contra el tendero para robar la caja ni al que golpea en la cabeza al conductor para robarle el BMW. La gran aportación del feminismo a la moral de la violación es situar en primer plano los temas del consentimiento y la coacción. Las motivaciones últimas del violador son irrelevantes.

Por último, pensemos en la humanidad de la imagen que la teoría feminista de género ha dibujado. Como señala la feminista de la equidad Wendy McElroy, la teoría sostiene que «hasta el marido, el padre y el hijo más cariñosos y tiernos son beneficiarios de la violación de la mujer que aman. Ninguna ideología que haga tan viles acusaciones contra los hombres como clase puede curar mis heridas. Sólo puede provocar una reacción de hostilidad86».

Brownmiller hacía una pregunta retórica muy significativa:

¿Se necesita una metodología científica para llegar a la conclusión de que la propaganda antifemenina que impregna la producción cultural de nuestro país fomenta un clima en el que los actos de hostilidad sexual dirigidos contra las mujeres no sólo se toleran, sino que se promueven ideológicamente?

McElroy respondía: «La respuesta es un "sí" claro y rotundo. Se necesita la metodología científica para verificar cualquier afirmación empírica». Y llamaba la atención sobre las consecuencias de la actitud de Brownmiller: «Una de las víctimas del nuevo dogma sobre la violación ha sido la investigación. Ya no es "sexualmente correcto" realizar estudios sobre las causas de la violación, porque —como sabe cualquier persona que piense como se debe— sólo existe una causa: el patriarcado. Hace décadas, durante el apogeo del feminismo liberal y la curiosidad sexual, el planteamiento de la investigación era más complejo87». Las sospechas de McElroy surgen de un análisis de «estudios» sobre la violación en que se descubrió que menos de uno de cada diez comprobaba las hipótesis o empleaba métodos científicos88.

La investigación científica sobre la violación y sus conexiones con la naturaleza humana saltó a primer plano en 2000 con la publicación de A Natural History of Rape. Thornhill y Palmer partían de una observación básica: la violación puede traducirse en una concepción, que puede propagar los genes del violador, incluido cualquier gen que le haya hecho propenso a la violación. Por consiguiente, una psicología masculina que incluyera la capacidad de violar no habría tenido una selección negativa, y pudo tenerla a favor. Thornhill y Palmer sostenían que no es probable que la violación sea una estrategia de apareamiento típica debido al peligro de resultar herido a manos de la víctima y sus familiares, y al riesgo de ostracismo por parte de la comunidad. Pero podría ser una táctica oportunista, que se haría más probable cuando el hombre es incapaz de conseguir el consentimiento de las mujeres, esté marginado de la sociedad (y, por consiguiente, no le disuada el ostracismo) y se sienta seguro de que no se le va a detener ni castigar (por ejemplo, en tiempos de guerra o en pogromos). Thornhill y Palmer perfilaban luego dos teorías. La violación oportunista podría ser una adaptación darwiniana seleccionada específicamente, como en determinados insectos que tienen un apéndice sin más función que la de sujetar a la hembra durante la cópula obligada. O la violación podría ser un subproducto de otras dos características de la mente del macho: un deseo de sexo y una capacidad para ejercer la violencia oportunista con tal fin. Los dos autores no estaban de acuerdo en qué hipótesis corroboraban más los datos, y dejaron la cuestión sin resolver.

Ningún lector sincero podría concluir que los autores piensan que la violación es «natural» en el sentido popular de ser algo que se acepta de buen grado y es inevitable. Las primeras palabras del libro son: «Como científicos que quisieran ver que se erradica la violación de la vida humana […]», unas palabras que desde luego no son propias de personas que piensen que la violación es inevitable. Thornhill y Palmer hablan de las circunstancias medioambientales que inciden en la probabilidad de la violación, y hacen sugerencias sobre cómo reducirla. Si a alguien favorece la idea de que la mayoría de los hombres tienen la capacidad de violar es a las mujeres, porque exige estar atentos a la violación por parte de amigos, a la violación marital y a la violación en situaciones de descomposición social. En efecto, el análisis cuadra con los datos de Brownmiller de que los hombres corrientes, incluidos los «buenos» chicos norteamericanos de Vietnam, pueden violar en tiempos de guerra. En este sentido, la hipótesis de Thornhill y Palmer de que la violación se sitúa en un continuo con el resto de la sexualidad del macho les convierte en extraños aliados de las feministas de género más radicales, como Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin, que decían que «muchas veces es difícil distinguir la seducción de la violación. En la seducción, el violador a menudo se molesta en comprar una botella de vino89».

Y lo que es más importante, el libro se centra en la misma medida en el dolor de las víctimas. (El título del primer borrador era ¿Por qué violan los hombres? ¿Por qué sufren las mujeres?) Thornhill y Palmer explican desde un punto de vista darwinista por qué en todo el reino animal las hembras se resisten al sexo obligado, y sostienen que la agonía que sienten las víctimas de la violación está profundamente enraizada en la naturaleza de las mujeres. La violación subvierte la capacidad de decisión de la hembra, el núcleo del mecanismo omnipresente de la selección sexual. Una hembra, al escoger al macho con el que aparearse y las circunstancias en que hacerlo, puede elevar al máximo las probabilidades de que su hijo tenga un padre dotado de unos buenos genes, una disposición y una capacidad para compartir la responsabilidad de criar al vástago, o ambas cosas. Como dicen John Tooby y Leda Cosmides, este cálculo último (evolutivo) explica por qué las mujeres evolucionaron «para ejercer el control sobre su propia sexualidad, sobre las condiciones de sus relaciones y sobre la decisión de qué hombres vayan a ser los padres de sus hijos». Se resisten a ser violadas, y sufren cuando tal resistencia fracasa, porque «se les ha usurpado el control sobre sus decisiones y sus relaciones sexuales90».

La teoría de Thornhill y Palmer refuerza muchas ideas del análisis llevado a cabo por el feminismo de la igualdad. Sostiene que, desde el punto de vista de la mujer, la violación y el sexo consentido son completamente distintos. Afirma que la repugnancia que las mujeres sienten por la violación no es un síntoma de represión neurótica, ni es un constructo social que en otra cultura pudiera ser todo lo contrario. Dice que el sufrimiento que causa la violación es más profundo que el que causan otros traumas físicos u otras agresiones corporales. Esto justifica que pongamos mayor empeño en impedir la violación, y que castiguemos con más dureza a quien la cometa, que en otros tipos de agresiones. Compárese este análisis con la dudosa afirmación de dos feministas de género de que la aversión que las mujeres sienten por la violación se ha de buscar en todo tipo de influencia social que se pueda imaginar:

El miedo femenino […] [procede] no sólo de la historia personal de las mujeres, sino de aquello que las mujeres como grupo han asimilado de la historia, la religión, la cultura, las instituciones sociales y las interacciones sociales cotidianas. El miedo femenino, que se descubre muy pronto en la vida, lo refuerzan constantemente estas instituciones sociales, como la escuela, la Iglesia, la ley y la prensa. Mucho se aprende también de los padres, los hermanos, los profesores y los amigos91.

Pero, pese a que su análisis sirve a los intereses de las mujeres, Thornhill y Palmer habían roto un tabú, y la reacción es bien conocida: hubo manifestaciones, se interrumpieron conferencias y se lanzaron unas invectivas que, como se suele decir, le ponen a uno los pelos de punta. «La última teoría científica nauseabunda» era una reacción típica, y los científicos radicales, para denunciarla, aplicaron sus criterios habituales para determinar la exactitud. Hilary Rose, refiriéndose a la exposición que de la teoría por otro biólogo, escribía: «La defensa que el sociobiólogo David Barash hace de sus afirmaciones misóginas de que los hombres tienen una predisposición natural para la violación ("Si la Naturaleza es sexista no culpemos a sus hijos") no puede encajar ya con el antiguo respeto por la independencia de la ciencia92». Barash no había dicho tales cosas, por supuesto; se había referido a los violadores como criminales que debían ser castigados. La escritora científica Margaret Wertheim empezaba su reseña de la obra de Thornhill y Palmer llamando la atención sobre una reciente oleada de violaciones en Sudáfrica93. Al comparar la teoría de que la violación es «un subproducto del condicionamiento y el caos sociales» con la teoría de que la violación tiene unos orígenes evolutivos y genéticos, decía con sarcasmo que, si lo último fuera cierto, «Sudáfrica ha de ser un criadero de tales genes». Dos difamaciones por el precio de una: la afirmación sitúa a Thornhill y Palmer en una parte simplista de una falsa dicotomía (de hecho, los autores dedicaban muchas páginas a las condiciones sociales que fomentan la violación) e insinúa también que la teoría de los autores es racista. El psicólogo Geoffrey Miller, en su reseña del libro, diagnosticaba la reacción popular:

A Natural History of Rape ha sufrido ya el peor destino que pueda esperar un libro de ciencia divulgativo. Al igual que The Descent of Man y The Bell Curve, se ha convertido en una piedra de toque ideológica. Las personas que desean demostrar su comprensión hacia las víctimas de la violación y las mujeres en general han descubierto ya que han de olvidarse de este libro, por sexista, reaccionario y pseudocientífico. Los artículos que tratan el libro como un síntoma de decadencia cultural chauvinista superan las reseñas que lo consideran un libro de ciencia. Desde un punto de vista sociológico, hacer de los libros una piedra de toque ideológica puede ser útil. Uno se puede integrar con toda eficiencia en la camarilla de ideas afines sin necesidad de leer ni pensar. Sin embargo, en el discurso humano puede haber algo más que la autopropaganda ideológica94.

Desafortunadamente, los propios Thornhill y Palmer establecieron una dicotomía entre la teoría de que la violación es una adaptación (una estrategia sexual seleccionada específicamente) y la teoría de que es un subproducto (una consecuencia de usar la violencia en general), porque alejaba la atención de la afirmación más básica de que la violación tiene algo que ver con el sexo. Creo que su dicotomía es exagerada. Es posible que la sexualidad humana evolucionara en un mundo en que las mujeres discriminaban más que los hombres en la búsqueda de las parejas y los momentos para el apareamiento. Esto habría llevado a los hombres a tratar la reticencia femenina como un obstáculo que había que superar. (Otra forma de decirlo es que se puede imaginar una especie en la que el macho pudiera interesarse sexualmente sólo si detectara signos recíprocos de interés en la hembra, pero no parece que los humanos sean una especie de este tipo.) Cómo se supere la reticencia de la mujer depende del resto de la psicología del hombre y de la evaluación que haga de las circunstancias. La táctica habitual del hombre puede incluir el ser amable, convencer a la mujer de sus buenas intenciones y ofrecer la proverbial botella de vino, pero se puede hacer progresivamente coercitiva a medida que se multiplican determinados factores de riesgo: el hombre es un psicópata (y, por lo tanto, insensible ante el sufrimiento de los demás) , un marginado (y, por lo tanto, inmune al ostracismo) , un perdedor (sin otro recurso para conseguir el sexo), o un soldado o agitador de causas étnicas que considera inhumano al enemigo y piensa que puede someterle. Es claro que la mayoría de los hombres en circunstancias normales no albergan el deseo de violar. Según los estudios, la violación violenta es inusual en la pornografía y las fantasías sexuales, y según los estudios de laboratorio de la excitación sexual de los hombres, las imágenes de violencia real contra una mujer o los signos de su sufrimiento y humillación resultan repelentes95.

¿Y qué ocurre con la pregunta más elemental de si el sexo figura entre los motivos de los violadores? La tesis del feminismo de género de que no es así apunta a los violadores que buscan mujeres mayores y estériles, a los que padecen disfunción sexual durante la violación, a quienes obligan a actos sexuales no reproductores y a los que emplean preservativo. La tesis no convence por dos razones. En primer lugar, estos ejemplos constituyen una minoría de las violaciones, de modo que se le podría dar la vuelta a la argumentación y afirmar que en la mayoría de las violaciones existe una motivación sexual. Y todos esos fenómenos ocurren también en el sexo consentido, de modo que la tesis lleva al absurdo de que el propio sexo nada tiene que ver con el sexo. Y un caso especialmente problemático para la tesis del no sexo es la violación a chicas con las que se suele salir. La mayoría de la gente está de acuerdo en que las mujeres tienen derecho a decir que no en cualquier momento de la actividad sexual, y que si el hombre persiste, es un violador. Pero ¿debemos creer también que su motivación ha pasado instantáneamente de desear tener una relación sexual a querer oprimir a las mujeres?

Por otro lado, existe un impresionante número de pruebas (que el especialista en derecho Owen Jones reseñó mejor que Thornhill y Palmer) de que las motivaciones para la violación se solapan con las motivaciones para el sexo96:

  • La cópula forzada está muy extendida entre las especies del reino animal, lo cual indica que no ha tenido una selección negativa y que a veces puede ser la conducta seleccionada. Se encuentra en muchas especies de insectos, aves y mamíferos, incluidos nuestros parientes los orangutanes, los gorilas y los chimpancés.
  • La violación se encuentra en todas las sociedades humanas.
  • Generalmente, los violadores aplican la fuerza necesaria para coaccionar a la víctima a tener relaciones sexuales. Pocas veces provocan heridas graves o fatales, que excluirían la concepción y el parto. Sólo el 4% de las víctimas de violación sufre heridas graves, y muere menos de una de cada quinientas.
  • Las víctimas de la violación se encuentran en la mejor edad para la reproducción de las mujeres, entre los 13 y los 35 años, con una media que la mayoría de los datos sitúan en los 24. Aunque a muchas víctimas de la violación se las considera niñas (menores de 16 años), la mayoría son adolescentes, con una media de edad de 14 años. La distribución por edad es muy distinta de la de las víctimas de otros delitos violentos, y es la opuesta a la que sería si las víctimas de la violación se escogieran por su vulnerabilidad física o por la probabilidad de que ocuparan puestos de poder.
  • Las víctimas de la violación sufren un mayor trauma cuando de ésta puede derivar un embarazo. Produce mayor daño psicológico en las mujeres que se encuentran en sus años de fertilidad, y en las víctimas de unas relaciones obligadas frente a otros tipos de violación.
  • Los violadores no son una representación demográfica del sexo masculino. Son en un gran porcentaje jóvenes, en la edad de la competitividad sexual más intensa. Los jóvenes que supuestamente han sido «socializados» para violar, misteriosamente pierden esta socialización a medida que se hacen mayores.
  • La mayoría de las violaciones no acaban en un embarazo, pero muchas sí. Más o menos el 5% de las víctimas de la violación en edad fértil quedan embarazadas, lo cual significa en Estados Unidos todos los años más de 32.000 embarazos relacionados con la violación. (Por eso el aborto en caso de violación es un tema muy importante.) El porcentaje debió de ser muy superior en la Prehistoria, cuando las mujeres no empleaban contraceptivos a largo plazo97. Brownmiller decía que las teorías biológicas de la violación son «descabelladas» porque «desde la perspectiva de la estrategia reproductora, las eyaculaciones al azar del violador que no realiza más que un acto sexual son una especie de ruleta rusa comparadas con el apareamiento consentido prolongado98». Pero el apareamiento consentido prolongado no es una opción para todos los machos, y las disposiciones que derivaran en un acto sexual al azar podrían ser evolutivamente de mayor éxito que las disposiciones que derivaran en una ausencia completa de sexo. La selección natural puede operar efectivamente con pequeñas ventajas reproductoras, hasta con sólo un 1%.

La compensación de una interpretación de la violación basada en la realidad es la esperanza de reducirla o eliminarla. Dadas las teorías que hay sobre la mesa, hay que contar entre las posibles influencias la violencia, las actitudes sexistas y el deseo sexual.

Todo el mundo conviene en que la violación es un delito de violencia. Probablemente el mayor amplificador de la violación sea el desorden. La violación y el secuestro de mujeres suelen ser el objetivo de los asaltos en las sociedades sin Estado, y la violación es habitual en las guerras entre Estados y en los altercados entre grupos étnicos. En tiempos de paz, la tasa de violaciones suele equilibrarse con la de otros delitos violentos. En Estados Unidos, por ejemplo, el índice de violaciones subió en los años sesenta y bajó en los noventa, junto con las tasas de otros delitos violentos99. Las feministas de género culpan de la violencia contra las mujeres a la civilización y las instituciones sociales, pero es exactamente al revés. La violencia contra las mujeres surge con mayor fuerza en las sociedades que están fuera del alcance de la civilización, y entra en erupción siempre que la civilización se descompone.

Aunque no sé de ningún estudio cuantitativo, no parece que centrarse en las actitudes sexistas sea un medio especialmente prometedor para reducir la violación, pese a que es deseable por otras razones. Países con unos roles de género mucho más rígidos que los de Estados Unidos, como Japón, tienen una tasa de violaciones muy inferior, y dentro de Estados Unidos, los sexistas años cincuenta fueron mucho más seguros para las mujeres que los más liberados años setenta y ochenta. En todo caso, la correlación podría ir en sentido contrario. A medida que las mujeres alcanzan más libertad de movimiento porque son independientes de los hombres, se encontrarán más a menudo en situaciones de peligro.

¿Y las medidas que se centran en los componentes sexuales de la violación? Thornhill y Palmer sugerían que se obligara a los chicos adolescentes a seguir un curso sobre prevención de la violación como requisito para obtener el permiso de conducir, y que había que recordar a las mujeres que vestirse de manera que destacara su atractivo sexual podía aumentar el peligro de ser violadas. Estas prescripciones no comprobadas ilustran a la perfección por qué los científicos deberían mantenerse al margen de la política, pero no merecen el escándalo que siguió. Mary Koss, considerada una autoridad sobre el tema de la violación, decía: «Tal pensamiento es absolutamente inaceptable en una sociedad democrática». (Obsérvese la psicología del tabú: no sólo su sugerencia es un error, sino que el simple hecho de pensar en ello es «absolutamente inaceptable».) Koss continúa: «Dado que la violación es un delito de género, tales recomendaciones dañan la igualdad. Perjudican más las libertades de las mujeres que las de los hombres100».

Se puede comprender la repugnancia ante la sugerencia de que una mujer atractiva por su forma de vestir despierta un impulso irresistible de violación, o que la culpabilidad de cualquier delito ha de pasar de quien lo comete a la víctima. Pero Thornhill y Palmer no decían ninguna de las dos cosas. Hacían una recomendación basada en la prudencia, y no una inculpación basada en la justicia. Por supuesto que las mujeres tienen derecho a vestirse como les dé la gana, pero la cuestión no es a qué tienen derecho las mujeres en un mundo perfecto, sino cómo pueden maximizar su seguridad en este mundo. La indicación de que las mujeres que se encuentran en situaciones peligrosas deben cuidar las reacciones que puedan estar provocando o las señales que inadvertidamente puedan estar mandando es algo de sentido común, y es difícil creer que una persona adulta pueda pensar lo contrario —a menos que la hayan adoctrinado los programas estándar de prevención de la violación en los que se dice a las mujeres que «la agresión sexual no es un acto de gratificación sexual» y que «el aspecto y el atractivo no son relevantes»—101. Las feministas de la igualdad llaman la atención sobre la irresponsabilidad de tales consejos, en unos términos mucho más duros que cualquiera de Thornhill y Palmer. Paglia, por ejemplo, escribía:

Durante toda una década, las feministas han hecho que sus discípulos repitieran una y otra vez: «La violación no es sexo, sino un delito de violencia». Tal tontería acaramelada al estilo Shirley Temple ha puesto a las mujeres al borde del desastre. Confundidas por el feminismo, no piensan que chicos de buena familia que se sientan a su lado en clase les vayan a violar […].

Estas muchachas dicen: «Bueno, he de poder emborracharme en una fiesta de la asociación de alumnos y subir a la habitación de un chico sin que tenga que ocurrir nada». Y yo digo: «¿Ah, sí? ¿Y en Nueva York te dejas el coche abierto con las llaves puestas?». Lo que yo digo es que si después de algo así a uno le roban el coche, sí, la policía debe buscar al ladrón y hay que castigarle. Pero al mismo tiempo, la policía —y yo— tenemos derecho a decir: «¡Serás idiota! ¿En qué demonios estabas pensando?102».

Asimismo, McElroy señala lo ilógico de argumentaciones como la de Koss de que a las mujeres no hay que darles consejos prácticos que «restrinjan más las libertades de las mujeres que las de los hombres»:

El hecho de que las mujeres estén expuestas a la agresión significa que no podemos tenerlo todo. No podemos pasear por la noche por el campus sin luz ni por un callejón oscuro sin meternos en un peligro real. Son cosas que todas las mujeres deberían poder hacer, pero esos «deberían» pertenecen a un mundo utópico. Pertenecen a un mundo en el que uno pierde la cartera en medio de la multitud y se la devuelven, con todas las tarjetas y todo el dinero. Un mundo en el que se puede aparcar el Porsche y dejarlo abierto en cualquier zona deprimida urbana. Y se puede dejar que los niños jueguen en el parque sin vigilarlos. No es ésta la realidad en que vivimos y que nos limita103.

La doctrina según la cual la violación nada tiene que ver con el sexo huye de la realidad, y no sólo deforma los consejos a las mujeres, sino las políticas de disuasión de los violadores. En algunos sistemas penitenciarios se somete a los infractores a terapia de grupo y a sesiones de psicodrama pensadas para sacar a la luz las experiencias de malos tratos infantiles. El objetivo es convencer a los delincuentes de que la agresión contra las mujeres es una forma de expresar la ira contra los padres, las madres y la sociedad. (En un artículo del Boston Globe se acepta que «no hay forma de saber cuál es el índice de éxito de la terapia104»). Otro programa reeduca a los violadores y a quienes maltratan a las mujeres con una «terapia profeminista», que consiste en unas charlas sobre el patriarcado, el heterosexismo y las conexiones entre la violencia doméstica y la opresión racial. En un artículo titulado «El patriarcado me obligó a hacerlo», la psiquiatra Sally Satel comenta: «Resulta tentador concluir que quizá la "terapia" profeminista es justo lo que se merece un hombre violento, pero lo trágico es que las mujeres que han sufrido alguna agresión se encuentran ante peligros aún mayores cuando sus maridos siguen un tratamiento que no sirve para nada105». Se considera que el tratamiento ha tenido éxito cuando los delincuentes espabilados aprenden a repetir los eslóganes feministas como corresponde, con lo que pueden conseguir salir antes de la cárcel y tener oportunidad de buscar una nueva presa.

En su exhaustivo análisis, Jones expone que los temas legales relativos a la violación se pueden esclarecer mejor mediante una interpretación más compleja que no trate el componente sexual fuera de sus límites. Un ejemplo es la «castración química», las inyecciones voluntarias de Depo-Povera, un fármaco que inhibe los andrógenos y disminuye el impulso sexual del delincuente. A veces se administra a los delincuentes que tienen una obsesión patológica con el sexo y cometen delitos de forma compulsiva: violaciones, exhibicionismo y abusos infantiles. La castración química puede atajar drásticamente las tasas de reincidencia —en un estudio, se redujo del 43 al 3 %—. El uso de fármacos plantea unos graves problemas constitucionales, referentes a la intimidad y el castigo, que la biología sola no puede resolver. Pero los problemas, en vez de mejorar, empeoran cuando se declara a priori que «la castración no funcionará porque la violación no es un delito sexual, sino un delito que tiene que ver con el poder y la violencia».

Jones no defiende la castración química (como yo tampoco lo hago). Pide que se consideren todas las opciones para reducir las violaciones y evaluarlas con detenimiento y con una mentalidad abierta. Cualquiera que se altere ante la idea de hablar a la vez de sexo y violación tendrá que estudiar de nuevo las estadísticas. Si se rechaza de antemano una política que podría reducir la violación en un factor de quince, ocurrirá que se violará a muchas mujeres que, de otro modo, no habrían sufrido tan grave experiencia. Tal vez las personas tengan que decidir qué es lo que más valoran: una ideología que dice defender los intereses del sexo femenino o lo que realmente les ocurre en el mundo a las mujeres reales.

Pese a la acritud del debate actual sobre los sexos, existen amplios espacios comunes. Nadie acepta la discriminación sexual ni la violación. Nadie quiere volver atrás y vaciar de mujeres las profesiones y las universidades, incluso si ello fuera posible. Ninguna persona razonable puede negar que el avance que se ha producido en la libertad de las mujeres durante el siglo pasado supone un enriquecimiento incalculable de la condición humana.

Mucha mayor razón para no dejarse confundir por pistas falsas de mucha carga emocional pero moralmente irrelevantes. Las ciencias de la naturaleza humana pueden fortalecer los intereses de las mujeres al separar esas pistas falsas de las metas realmente importantes. El feminismo como movimiento a favor de la igualdad política y social es importante, no así el feminismo como camarilla académica entregada a doctrinas excéntricas sobre la naturaleza humana. Eliminar la discriminación contra las mujeres es importante, no así pensar que mujeres y hombres nacen con unas mentes indistinguibles. La libertad de decisión es importante, no así asegurar que las mujeres constituyan exactamente el 50% en todas las profesiones. Y eliminar las agresiones sexuales es importante, pero no así defender la teoría de que los violadores desempeñan su papel en una vasta conspiración masculina.