CAPÍTULO 10. EL MIEDO AL DETERMINISMO.
Este capítulo no trata de la palabra despectiva que se suele arrojar (incorrectamente) contra cualquier explicación de una tendencia conductual que hable de la evolución o la genética. Trata del determinismo en su sentido original, la idea que se opone al «libre albedrío» en los cursos de introducción a la filosofía. El miedo al determinismo en este sentido se expresa en el siguiente poema humorístico:
There was a young man who said: «Damn!
It grieves me to think that I am
Predestined to move
In a circumscribed groove:
In fact, not a bus, but a tram.»*
*Había un joven que exclamaba: «¡Maldita sea! / Me entristece pensar que estoy / Predestinado a moverme / por un surco delimitado: / En realidad, no un autobús sino un tranvía». (N. del T.)
Según la concepción tradicional del fantasma en la máquina, en nuestros cuerpos habita un yo o un alma que escoge la conducta que el cuerpo ha de ejecutar. Estas decisiones no las impulsa ningún acontecimiento físico previo, como la bola de billar que golpea a otra y la manda a la tronera. La idea según la cual la causa de nuestra conducta está en la actividad fisiológica de un cerebro configurado genéticamente parecería refutar la idea tradicional. Haría de nuestra conducta una consecuencia automática de las moléculas en acción, y no dejaría espacio para quien pudiera decidir su conducta sin atender a causa alguna.
El miedo al determinismo es fruto de una fuerte desazón existencial: que en última instancia no controlemos nuestras propias decisiones. Se diría que todas nuestras ansias y amarguras por hacer lo correcto no tienen sentido, porque todo está ya predestinado por el estado de nuestros cerebros. Si el lector padece tales angustias, le recomiendo el siguiente experimento. Despreocúpese de sus actos durante unos días. Al fin y al cabo, es una pérdida de tiempo, están ya predeterminados. Así que no se cohíba en lo más mínimo, viva el instante, y si algo le parece bien, hágalo. No, no estoy sugiriendo realmente que lo haga. Pero pensar por un momento qué ocurriría si de verdad uno dejara de tomar decisiones puede actuar de tranquilizante frente a la ansiedad existencial. La experiencia de decidir no es una ficción, con independencia de cómo funcione el cerebro. Es un proceso neuronal real, con la función evidente de seleccionar la conducta de acuerdo con sus previsibles consecuencias. Responde a la información que llega de los sentidos, incluidas las exhortaciones de otras personas. Uno no puede mantenerse al margen de este proceso, ni dejar que avance sin intervenir, porque el proceso es uno mismo. Si la forma más dura de determinismo es real, uno no podría hacer nada al respecto, porque su propia ansiedad ante el determinismo y la forma de afrontarla también estarían determinados. La verdadera forma de perder el tiempo es el miedo existencial al determinismo.
Un miedo más práctico al determinismo es el que se recoge en unas palabras de A. A. Milne: «Seguro que Jack el Destripador se justificaba aduciendo que eran cosas de la naturaleza humana». El temor radica en que la comprensión de la naturaleza humana parece corroer la idea de la responsabilidad personal. Según el punto de vista tradicional, el yo o el alma, habiendo decidido qué hacer, asumen la responsabilidad cuando las cosas se tuercen. Como decía Harry Truman: «La responsabilidad es mía». Pero cuando una acción se atribuye al cerebro, a los genes o a la historia evolutiva, parece que el individuo deja ya de ser el responsable. La biología se convierte en la coartada perfecta, el auto de excarcelación, el informe exculpatorio definitivo del médico. Como hemos visto, tal acusación ha sido planteada por la derecha religiosa y cultural, que aspira a preservar el alma, y por la izquierda académica, decidida a preservar un «nosotros» que pueda construir nuestro propio futuro aunque no en circunstancias que nosotros elijamos.
¿Por qué la idea de libre albedrío está tan estrechamente unida a la de responsabilidad, y por qué se piensa que la biología supone una amenaza para ambas? La explicación es la siguiente. Culpamos a las personas de un acto perverso o de una mala decisión sólo si existe intencionalidad habiendo podido adoptar otra decisión. No condenamos al cazador que dispara contra un compañero de caza al que ha confundido con un venado, ni al conductor que situó el coche en el que iba John F. Kennedy en la línea de fuego, porque ni uno ni otro podían prever lo que sucedería ni estaba en su ánimo que sucediera. Disculpamos a la víctima de la tortura que delata a un camarada, al enfermo que delira y arremete contra la enfermera o al perturbado que ataca a alguien creyendo que se trata de un animal feroz, porque pensamos que no controlan sus facultades. No sometemos a juicio al niño pequeño que cause una muerte, como no juzgamos a un animal o a un objeto inanimado, porque creemos que son constitucionalmente incapaces de tomar una decisión informada.
Parecería así que una biología de la naturaleza humana situaría a un número creciente de personas en las filas de los inocentes. Un asesino puede no ser literalmente un loco sin remedio, sino que con nuestras herramientas modernas estamos en condiciones de encontrar remedio a una amígdala reducida, a un hipometabolismo de sus lóbulos frontales o a un gen defectuoso para la monoaminooxidasa A, factores que provocan su pérdida de control. O tal vez un test del laboratorio de psicología cognitiva demuestre que padece de una previsión limitada crónica, lo cual le incapacita para prever las consecuencias, o que tiene una teoría de la mente defectuosa, que le incapacita para apreciar el sufrimiento de los demás. Al fin y al cabo, si no existe un fantasma en la máquina, algo en el hardware del criminal debe apartarle de la mayoría de las personas, de aquellas que en las mismas circunstancias no herirían ni matarían. Muy pronto daremos con ello, con lo cual, es de temer, se eliminará el castigo que el asesino merece por su crimen del mismo modo que excusamos a los locos y a los niños pequeños.
Y aún peor, la biología puede demostrar que todos somos inocentes. Según sostiene la teoría evolutiva, las razones últimas de nuestros motivos obedecen a la perpetuación de los genes de nuestros ancestros en el medio donde evolucionamos. Dado que ninguno de nosotros es consciente de tales motivos, a nadie se le puede culpar por ello, como no culpamos al enfermo mental que piensa que está reduciendo a un perro rabioso cuando en realidad está atacando a una enfermera. Nos sorprende la costumbre antigua de castigar a seres sin alma: la ley hebrea de lapidar a un buey que hubiera matado a un hombre, la costumbre ateniense de juzgar un hacha que hubiese herido a alguien (y, si se la declaraba culpable, arrojarla por encima de los muros de la ciudad), el caso de la Francia medieval en que se condenó a una cerda a ser despedazada por haber atacado y herido a un niño, y la flagelación y el entierro de la campana de una iglesia en 1685 por haber ayudado a los herejes franceses1. Pero los biólogos evolutivos insisten en que no somos fundamentalmente distintos de los animales, y los genetistas moleculares y los neurocientíficos afirman que no somos fundamentalmente distintos de la materia inanimada. Si las personas carecen de alma, ¿por qué no es también una estupidez castigarlas? ¿No deberíamos hacer caso a los creacionistas, en opinión de los cuales si a los niños se les enseña que son animales se comportarán como tales? ¿No deberíamos ir más allá incluso de lo que se afirma en las pegatinas de la Asociación Nacional del Rifle («Las armas no matan; son las personas quienes lo hacen») y proclamar que ni siquiera las personas matan, pues son tan mecánicas como las armas?
No se trata en modo alguno de preocupaciones académicas. Los abogados suelen acudir a los neurocientíficos cognitivos confiando en que un pixel díscolo en el escáner cerebral pueda exculpar a su cliente (una situación ingeniosamente representada en la novela de Richard Dooling Brain Storm). Cuando un equipo de genetistas encontró un gen raro que predisponía a los varones de una familia a sufrir ataques de cólera, el abogado defensor de un caso de asesinato cuyo acusado no pertenecía a esa familia arguyó que tal vez su cliente tuviese ese mismo gen. De ser así, aducía el abogado, «es posible que sus actos no hayan sido producto de una voluntad completamente libre»2. Cuando Randy Thornhill y Craig Palmer afirmaron que la violación es una consecuencia de las estrategias reproductoras del macho, otro abogado pensó en utilizar su teoría para la defensa de sospechosos de violación3. (Y aquí cada cual puede añadir su comentario jocoso favorito sobre abogados.) Los especialistas jurídicos que atienden a las complejas cuestiones biológicas, como Owen Jones, sostienen que es casi seguro que una defensa basada en un «gen de la violación» perderá la causa, pero ello no elimina la amenaza general de que las explicaciones biológicas se utilicen para exculpar a los malhechores4. ¿Es éste el brillante futuro que prometían las ciencias de la naturaleza humana: «No fui yo; fue mi amígdala»? ¿Fue Darwin quien me obligó a hacerlo? ¿Los genes se han comido mis deberes de la escuela?
Quienes esperen que un alma no determinada en modo alguno pueda rescatar la responsabilidad personal se van a decepcionar. En La libertad de acción: un análisis de la exigencia de libre albedrío, el filósofo Dan Dennett señala que lo último que queremos en un alma es la libertad para hacer cualquier cosa que desee5. Si la conducta la decidiera una voluntad completamente libre, entonces no podríamos realmente responsabilizar a las personas de sus actos. Un ente así no se detendría ante la amenaza del castigo ni se avergonzaría ante la perspectiva de la ignominia, ni siquiera sentiría la punzada de la culpa que pudiera poner freno a una tentación pecaminosa en el futuro, porque siempre podría desafiar esos determinantes de la conducta. No podríamos confiar en reducir los actos perversos mediante la promulgación de códigos morales y legales, porque tales códigos no afectarían a un agente libre, que se hallaría en un plano diferente al de las relaciones entre causa y efecto. Podríamos castigar a un malhechor, pero sería una pura maldad, porque no tendría ningún efecto previsible en la conducta futura del malhechor ni de las otras personas conocedoras del castigo.
Por otro lado, el alma deja de ser verdaderamente libre si se la condiciona previsiblemente ante la perspectiva de la estima o la vergüenza, del premio o el castigo, porque se ve empujada (al menos de modo probabilístico) a respetar tales contingencias. Sea lo que fuere lo que convierte los criterios de responsabilidad en cambios en la probabilidad de la conducta —por ejemplo, la norma «Si la comunidad pensara que eres un canalla por hacer X, no hagas X»—, se puede programar en un algoritmo e implementar en un hardware neuronal. El alma es superflua.
Los científicos más precavidos a veces intentan desviar la acusación de determinismo señalando que esa conducta nunca es perfectamente previsible, sino siempre probabilística, incluso en los sueños de los materialistas más testarudos. (En el apogeo del conductismo de Skinner, sus alumnos formularon la Ley Harvard de la Conducta Animal: «En unas condiciones experimentales controladas de temperatura, tiempo, luz, alimentación y entrenamiento, el organismo se comportará como le dé la realísima gana».) Ni siquiera gemelos univitelinos criados juntos, que comparten todos los genes y la mayor parte del medio, son idénticos en lo que a la personalidad y la conducta se refiere, sólo muy parecidos. Tal vez el cerebro amplía los sucesos aleatorios en el nivel molecular o cuántico. Quizá los cerebros son sistemas dinámicos no lineales sometidos a un caos imprevisible. O tal vez las influencias entrelazadas de los genes y el entorno son tan complicadas que jamás mortal alguno las va a delimitar con suficiente precisión como para predecir la conducta con exactitud.
La en modo alguno perfecta predecibilidad de la conducta desmiente sin duda el cliché de que las ciencias de la naturaleza humana sean «deterministas» en sentido matemático. Pero no consigue disipar el miedo a que la ciencia esté erosionando la idea de libre albedrío y de responsabilidad personal. De poco consuelo sirve que se diga que los genes de un hombre (o su cerebro o su historia evolutiva) le predispusieron en un 99% para que asesinara a su casera, no en un cien por cien. Es cierto que la conducta no estaba predestinada estrictamente, pero ¿por qué ese 1% de probabilidades de que se comportara de otra forma de repente va a hacer que ese tipo sea «responsable»? De hecho, no hay ningún valor de probabilidad que, por sí mismo, determine la responsabilidad. Siempre se puede pensar que hay un 50% de probabilidades de que algunas moléculas del cerebro de Raskolnikov estuvieran dispuestas en ese sentido, y le empujaran a cometer el asesinato, y el 50% de probabilidades de que estuvieran dispuestas en sentido contrario, y le empujaran a no cometerlo. Seguimos sin tener nada como el libre albedrío ni una idea de responsabilidad que prometa reducir los actos perniciosos. Los filósofos lo llaman la guillotina de Hume: «O bien nuestros actos están determinados, en cuyo caso no somos responsables de ellos, o bien son el resultado de sucesos aleatorios, en cuyo caso no somos responsables de ellos».
Quienes confían en que una prohibición de las explicaciones biológicas podría recuperar la responsabilidad personal son quienes más se van a desengañar. Los pretextos más risibles para explicar la mala conducta en las décadas recientes no han surgido del determinismo biológico, sino del determinismo medioambiental: la excusa de los malos tratos, la defensa Twinkie*, la furia ciega, el veneno de la pornografía, la enfermedad social, la violencia de los medios de comunicación, las letras de las canciones y otras costumbres culturales (que recientemente usaba un letrado para defender a un artista timador gitano, y otro letrado para defender a una india canadiense que había asesinado a su novio)6. Sólo durante la semana en que estaba escribiendo este párrafo, aparecieron dos nuevos casos en la prensa. Uno es el de un psicólogo clínico que «pide dialogar» con asesinos en serie para ayudarles a conseguir un atenuante, el perdón o un recurso. Se las arregla para reunir en un solo pasaje la Tabla Rasa, el Buen Salvaje, la falacia moralista y el determinismo medioambiental:
*Defensa de unos muchachos en un conocido juicio, cuyo abogado adujo como circunstancia exculpatoria que sus clientes, antes de cometer el presunto delito, se habían atiborrado de galletas twinkie, muy azucaradas. (N. del T.)
La mayoría de las personas no cometen crímenes horrendos si no han sufrido daños importantes. No es que los monstruos nazcan a diestro y siniestro. Son los niños los que nacen a diestro y siniestro y están sometidos a circunstancias horribles. Como consecuencia, terminan por hacer cosas terribles. Y prefiero vivir en un mundo así que en un mundo en el que los monstruos lo fueran de nacimiento7.
El otro se refiere a una estudiante de trabajo social de Manhattan:
Tiffany F. Goldberg, una mujer de 25 años de Madison, fue atacada por un extraño que le golpeó en la cabeza con un cascote de hormigón. Luego, la mujer manifestó su preocupación por el agresor, pensando que debió de haber tenido una infancia problemática.
Estudiantes de trabajo social de Columbia manifestaron que la actitud de la señora Goldberg era coherente con la idea que ellos tenían de la violencia. «La sociedad tiende a culpar a los individuos —decía Kristen Miller, de 17 años, una estudiante—. La violencia se transmite de generación en generación8.»
Se suele censurar a los psicólogos evolutivos por «excusar» la promiscuidad de los hombres con la teoría de que a nuestros ancestros se les premió tal actitud con una mayor descendencia. Les animará leer una reciente biografía donde se afirma que la inseguridad que Bruce Springsteen sentía «le hacía buscar a menudo la compañía de sus fans más incondicionales»9 , o la reseña de un libro donde se cuenta que las indiscreciones sexuales de Woody Allen «tenían su origen en un trauma» y en una relación «de malos tratos» con su madre10, o la explicación que Hillary Clinton daba de la libido de su marido en aquella entrevista de infausta memoria concedida a Talk:
Era muy pequeño, tenía apenas 4 años, cuando quedó marcado por tales malos tratos que ni siquiera es capaz de detenerse a pensar en ellos. Había un terrible conflicto entre su madre y su abuela. En cierta ocasión, un psicólogo me dijo que la peor situación posible es la de un muchacho que se encuentre entre dos mujeres. Siempre está el deseo de complacer a ambas11.
La señora Clinton fue el centro de las críticas de los expertos por intentar justificar los devaneos sexuales de su marido, pese a que no dijo una palabra sobre cerebros, genes o evolución. La lógica de la condena parece ser ésta: si alguien intenta explicar un acto como el efecto de una causa, lo que está diciendo es que el acto no se eligió libremente y que no se puede responsabilizar a quien lo cometió.
El determinismo medioambiental es tan común que en torno a él ha surgido un género satírico. En una tira cómica de New Yorker, una señora testifica ante el tribunal: «Es verdad, mi marido me pegaba por la infancia que tuvo; pero yo le maté por la que tuve yo». En la tira Non sequitur, en el directorio de un centro de salud mental se lee: «1.ªplanta: culpa de la madre. 2.ªplanta: culpa del padre. 3.a planta: culpa de la sociedad». ¿Y quién no recuerda a los Jets de West Side Story, que imaginaban las explicaciones que le iban a dar al sargento Krupke: «Somos unos depravados porque somos unos desfavorecidos»?
Dear kindly Sergeant Krupke,
You gotta understand,
It’s just our bringin’up-ke,
That gets us out of hand.
Our mothers all are junkies,
Our fathers all are drunks.
Golly Moses, natcherly we’re punks*!
*Querido sargento Krupke, / Tiene que comprender usted / Que lo que nos hace así / Es la forma en que nos criamos. / Nuestras madres son todas unas yonquis, / Nuestros padres, todos unos borrachos, / Y, claro, nosotros somos unos gamberros. (N. del T.)
Algo ha fallado estrepitosamente. Se ha confundido la explicación con la exculpación. Contrariamente a lo que de forma implícita argumentan los críticos de las teorías biológica y medioambiental sobre las causas de la conducta, explicar una conducta no significa exonerar al que la adopta. Hillary Clinton pudo haber dado la explicación más tonta de la historia de la psicohabladuría, pero no se merece la acusación de intentar excusar la conducta del presidente. (En un artículo de New York Times se describía la respuesta del señor Clinton a las críticas que la gente hacía a su esposa: «"No he excusado en modo alguno lo que es inexcusable, y tampoco lo ha hecho ella, créanme", dijo, arqueando las cejas para poner mayor énfasis en sus palabras»)12. Si la conducta no es completamente aleatoria, tendrá alguna explicación; si la conducta fuera completamente aleatoria, en ningún caso se podría responsabilizar a la persona. Por consiguiente, si alguna vez responsabilizamos a las personas de su conducta, tendrá que ser a pesar de cualquier explicación causal que pensemos que esté justificada, sea lo que fuere lo que se invoque: los genes, los cerebros, la evolución, las imágenes de los medios de comunicación, la inseguridad sobre uno mismo, la educación recibida o las peleas entre mujeres. La diferencia entre explicar la conducta y excusarla queda reflejada en el refrán «Comprender no significa perdonar», y en ella han insistido de diferentes formas muchos filósofos, incluidos Hume, Kant y Sartre13. La mayoría de los filósofos piensan que, a menos que una persona esté literalmente forzada (es decir, a menos que alguien le apunte en la sien con una pistola) , debemos considerar que sus actos se han elegido libremente, aunque estuvieran causados por unos sucesos que se produjeran en el interior de su cráneo.
¿Pero cómo pueden existir a la vez la explicación, con su exigencia de una causalidad correcta, y la responsabilidad, con su exigencia del libre albedrío? Para disponer de ambas no necesitamos resolver la antigua y quizás irresoluble antinomia entre libre albedrío y determinismo. Basta con que pensemos con claridad qué queremos conseguir con la idea de responsabilidad. Cualquiera que pueda ser su valor abstracto inherente, la responsabilidad tiene una función eminentemente práctica: disuadir de la conducta perniciosa. Cuando decimos que responsabilizamos a alguien de un acto improcedente, esperamos que sea él mismo quien se imponga el castigo —mediante la indemnización a la víctima, la aceptación de la humillación, de las penas, o la expresión de un remordimiento creíble—, y nos reservamos el derecho de castigarle nosotros. A menos que una persona esté dispuesta a sufrir alguna consecuencia desagradable (y, por consiguiente, disuasoria), aceptar la responsabilidad es algo vano. Richard Nixon fue objeto de todas las burlas cuando sucumbió a las presiones y finalmente «aceptó la responsabilidad» del caso Watergate, pero sin asumir ningún coste, por ejemplo el de disculparse, dimitir o destituir a sus ayudantes.
Una razón para responsabilizar a alguien es disuadir a la persona de cometer actos similares en el futuro. Pero no puede acabar aquí todo, porque sólo hay una diferencia de grado respecto a las contingencias del castigo que empleaban los conductistas para modificar el comportamiento de los animales. En un organismo social, que emplea el lenguaje y que razona, la política también puede impedir actos similares de otros organismos que aprenden de las contingencias y controlan su conducta para no incurrir en actos que acarreen unas penas. Ésta es la razón última por la que nos sentimos impulsados a castigar a los viejos criminales de guerra nazis, aunque exista poco peligro de que fueran a perpetrar otro holocausto si dejáramos que murieran en su cama en Bolivia. Al hacerles responsables —es decir, al forzar públicamente una política de desenmascaramiento y castigo del mal, dondequiera y cuando quiera que se produzca— confiamos en disuadir a otros de cometer males comparables en el futuro.
Esto no significa que el concepto de responsabilidad sea una recomendación que hacen los adictos a la política para prevenir el mayor número posible de actos perniciosos al menor coste posible. Aunque los expertos determinaran que castigar a un nazi no evitaría futuras atrocidades, o aunque se pudieran salvar más vidas si se emplearan los recursos en detener a los conductores ebrios, no por ello dejaríamos de querer llevar a los nazis ante la justicia. La exigencia de responsabilidad puede proceder del ardiente deseo de que uno reciba su merecido, y no sólo de los cálculos literales de cómo impedir mejor determinados actos.
Pero el castigo, incluso en el sentido puro de dar a uno su merecido, en última instancia es una política disuasoria. Se sigue de una paradoja inherente a la lógica del determinismo: aunque la amenaza del castigo puede disuadir de la conducta, si ésta se produce, el castigo no cumple otro propósito que el del puro sadismo o de un deseo ilógico de hacer la amenaza creíble con carácter retroactivo. «No hará que la víctima resucite», dicen quienes se oponen a la pena de muerte, pero lo mismo se puede afirmar de cualquier forma de castigo. Si empezamos la película en el momento en que hay que aplicar un castigo, parece una maldad, porque supone un gran coste para quien castiga y produce un daño al castigado, sin que nadie obtenga un beneficio inmediato. En las décadas intermedias del siglo XX, la paradoja del castigo y el avance de la psicología y la psiquiatría llevaron a algunos intelectuales a defender que el castigo penal era un vestigio de los tiempos de la barbarie, que se debía sustituir por la terapia y la reinserción. La postura estaba clara en libros como el de George Bernard Shaw The Crime of Imprisonment y el del psiquiatra Karl Menninger The Crime of Punishment. La articularon también destacados juristas como William O. Douglas, William Brennan, Earl Warren y David Bazelon. Estos emuladores radicales del sargento Krupke no tenían miedo al determinismo; lo aceptaban con los brazos abiertos.
Pocos son hoy los que defienden que el castigo penal sea algo obsoleto, aunque se reconozca que (aparte de incapacitar a algunos delincuentes habituales) no tiene sentido a corto plazo. La razón es que si llegáramos a calcular los efectos a corto plazo de la decisión de castigar, los posibles malhechores podrían prever esos cálculos y tenerlos en cuenta en su conducta. Podrían prever que no consideraríamos que valiera la pena castigarles cuando ya fuera demasiado tarde para evitar el delito, y podrían actuar impunemente, poniéndonos en evidencia. La única solución es adoptar una política decidida de castigar a los malhechores independientemente de los efectos inmediatos. Si la amenaza del castigo va de veras, no hay farol que valga. Como explicaba Oliver Wendell Holmes: «Si fuera a tener una charla filosófica con el hombre al que fuera a colgar (o electrocutar), le diría: "No dudo de que su acto sea para usted inevitable, pero para hacer que sea más evitable para otros proponemos sacrificarle a usted en aras del bien común. Puede considerarse usted el soldado que muere por su patria, si así le place. Pero la ley ha de cumplir lo que promete"»14. Este cumplimiento de las promesas subyace en la política de aplicar la justicia «como cuestión de principio», con independencia de cuáles sean los costes inmediatos, o incluso de que pueda haber una incoherencia con el sentido común. Si uno que se encuentra en el corredor de la muerte intenta suicidarse, le llevamos enseguida a la puerta de urgencias, luchamos por reanimarle, le aplicamos la mejor medicina para ayudarle a que se recupere, y le matamos. Lo hacemos como parte de una política que cierra todas las posibilidades de «burlarse de la justicia».
La pena de muerte es un ejemplo claro de la lógica paradójica de la disuasión, pero la lógica se aplica a castigos penales menores, actos de venganza personales y castigos sociales intangibles como el ostracismo y el desprecio. Los psicólogos evolutivos y los teóricos del juego sostienen que la paradoja de la disuasión condujo a la evolución de los sentimientos que refuerzan un deseo de justicia: la necesidad implacable de la represalia, la ardiente sensación de que un acto perverso sacude el equilibrio del universo y sólo se puede eliminar mediante un castigo proporcional. Las personas emocionalmente propensas a tomar represalias contra quienes les contrarían, aun a coste de ellas mismas, son unos adversarios más creíbles y tienen menos probabilidades de que abusen de ellas15. Muchos teóricos de la justicia sostienen que la ley penal no es más que una puesta en práctica controlada del deseo humano de castigo, y está pensada para evitar que éste se desborde y adquiera caracteres de vendetta. El jurista victoriano James Stephen decía que «la ley penal tiene con el deseo de venganza la misma relación que el matrimonio tiene con el deseo sexual»16.
Las concepciones religiosas del pecado y la responsabilidad no hacen sino ampliar esta idea hasta la afirmación de que cualquier acto malo que no descubran ni castiguen los semejantes, lo descubrirá y lo castigará Dios. Martin Daly y Margo Wilson resumen el principio último de nuestras intuiciones sobre la responsabilidad y el castigo divino:
Desde la perspectiva de la psicología evolutiva, esta especie de imperativo moral casi místico y aparentemente irreductible es el resultado de un mecanismo mental con una simple función adaptativa: calcular la justicia y administrar el castigo de forma que se asegure que los infractores no obtienen beneficio alguno de sus fechorías. La enorme confusión oficial mística y religiosa sobre la expiación, el arrepentimiento, la justicia divina y demás está en adjudicar a una autoridad superior y alejada lo que en realidad es un asunto prosaico y pragmático: disuadir de los actos conflictivos en beneficio propio reduciendo a cero su rentabilidad17.
La paradoja de la disuasión también está en la base de parte de la lógica de la responsabilidad que nos hace expandirla y contraerla cuando nos enteramos del estado mental de una persona. Las sociedades modernas no se limitan a escoger cualquier política que sea la más eficaz para disuadir a los malhechores. Por ejemplo, si el único valor que se contempla es reducir el delito, siempre se podría imponer a éste unos castigos especialmente crueles, como muchas sociedades hacían hasta hace poco. Se podría condenar a las personas por una acusación, una actitud culpable o una confesión forzada. Se podría ejecutar a toda la familia de un delincuente, o a todo su clan o su pueblo. A los adversarios se les podría decir, como Vito Corleone a los jefes de las otras familias del crimen en El Padrino: «Soy un hombre supersticioso. Y si mi hijo sufre algún accidente desgraciado, si a mi hijo le mata un rayo, echaré la culpa a algunos de los que estáis aquí».
La razón de que tal forma de actuar nos parezca una atrocidad es que produce más daño del necesario para impedir el mal en el futuro. Como afirmaba el escritor político Harold Laski: «"Civilización" significa, ante todo, una negativa a infligir un dolor innecesario». El problema de los métodos de disuasión de amplio espectro es que cogen en sus redes a personas inocentes, personas a las que, para empezar, no se las podría haber disuadido de cometer un acto indeseable (por ejemplo, el pariente del hombre que apretó el gatillo, o alguien que pasara por ahí cuando el rayo mató al hijo del Padrino). Dado que el castigo de estos inocentes no podría disuadir en modo alguno a otros como ellos, el daño no reporta ningún beneficio compensador ni siquiera a la larga, y lo consideramos injustificado. Procuramos ajustar nuestra política punitiva de forma que se aplique únicamente a quienes pudiera haber disuadido. Son los que consideramos «responsables», aquellos que pensamos que «se merecen» el castigo.
Una política disuasoria bien ajustada explica por qué eximimos del castigo a algunos que causan daños. No castigamos a quienes no eran conscientes de que sus actos causarían un daño, porque tal política no haría nada por prevenir que ellos mismos u otros cometieran actos similares en el futuro. (No se puede disuadir a los conductores de que lleven a un presidente a la línea de fuego si no tienen forma de saber que habrá una línea de fuego.) No aplicamos el castigo penal a los perturbados, los locos, los niños pequeños, los animales o los objetos inanimados, porque juzgamos que, del mismo modo que los entes similares a ellos, carecen del aparato cognitivo que podría informarse de la política y, en consecuencia, inhibir la conducta. Eximimos de responsabilidad a esos entes no porque sigan las leyes previsibles de la biología cuando todos los demás siguen las misteriosas no-leyes del libre albedrío. Les eximimos porque, a diferencia de la mayoría de los adultos, carecen de un sistema cerebral que funcione y pueda reaccionar ante las contingencias públicas del castigo.
Y esto explica por qué la exención habitual de responsabilidad no se debe conceder a todos los machos, ni a todas las víctimas de malos tratos ni a toda la humanidad, aun cuando pensemos que podemos explicar qué les llevó a actuar como lo hicieron. Las explicaciones nos pueden ayudar a entender las partes del cerebro que hicieron tentadora una conducta, pero nada dicen sobre las otras partes del cerebro (principalmente las de la corteza prefrontal) que pudieran haber inhibido la conducta al prever cómo iba a reaccionar ante ella la comunidad. Nosotros somos esa comunidad, y nuestra mayor fuerza de influencia consiste en apelar a ese sistema cerebral inhibidor. ¿Por qué íbamos a desechar nuestra capacidad para intervenir en el sistema de la inhibición simplemente porque comprendemos el sistema de la tentación? Si pensamos que no debemos hacerlo, esto basta para responsabilizar a las personas de sus actos, sin apelar a una voluntad, un alma, un yo o cualquier otro fantasma en la máquina.
Toda esta argumentación corre paralela a un prolongado debate sobre el ejemplo más ostensible de una explicación psicológica que anula la responsabilidad: la defensa de la demencia18. Muchos sistemas jurídicos de los países de habla inglesa siguen la norma decimonónica de M’Naughten:
[…] en todos los casos hay que advertir a los miembros del jurado de que se presume que todo hombre está cuerdo y posee un grado de razón suficiente para ser responsable de sus delitos, mientras no se demuestre lo contrario y así lo entienda el jurado; por ello, para establecer una defensa basada en la demencia se ha de demostrar claramente que, en el momento de cometer el acto, la parte acusada actuaba bajo tal defecto de la razón, tal enfermedad mental, que desconocía la naturaleza y la cualidad del acto que realizaba o, si las conocía, no sabía que lo que hacía estaba mal.
Se trata de una caracterización excelente de una persona a la que no se puede disuadir. Si alguien está demasiado confundido para saber que un acto va a dañar a otra persona, no se puede hacer que se inhiba de tal acto con la amenaza: «No dañes a los demás, de lo contrario…». La norma de M’Naughten pretende evitar el castigo por rencor, aquel que produce un daño en el infractor sin esperar que le disuada, ni a él ni a personas semejantes a él.
La defensa de la demencia alcanzó su actual notoriedad, con las contiendas entre psiquiatras y las ingeniosas justificaciones por malos tratos, cuando pasó de ser una prueba práctica con la que se comprobaba si el sistema cognitivo funcionaba ante la disuasión, a constituir una de las pruebas más nebulosas sobre qué pueda decirse que produjo la conducta. En el veredicto Durham de 1954, Bazelon invocaba «la ciencia de la psiquiatría» y «la ciencia de la psicología» para crear una nueva base para la defensa de la demencia:
La norma que hoy defendemos es simplemente que un acusado no es penalmente responsable si su acto contrario a las leyes fue producto de una enfermedad o un defecto mentales.
A menos que se piense que los actos corrientes los decide un fantasma en la máquina, todos los actos son producto de los sistemas cognitivo y emocional del cerebro. Los actos delictivos son relativamente raros —si todo el mundo que estuviera en la piel del acusado actuara como él lo hizo, la ley que infringió se revocaría— de modo que los actos abyectos a menudo serán producto de un sistema cerebral que en cierto modo se diferencia de la norma, y la conducta se puede construir como «un producto de una enfermedad o un defecto mentales». La decisión Durham y otras normas similares sobre la demencia, al distinguir entre la conducta que es producto de una situación cerebral y la conducta que es otra cosa, amenaza con convertir cualquier avance en nuestra comprensión de la mente en un corrosivo de la responsabilidad.
Ahora bien, algunos descubrimientos sobre la mente y el cerebro realmente podrían tener algún efecto en nuestras actitudes hacia la responsabilidad, pero pueden abogar por una ampliación del ámbito de la responsabilidad, no por una reducción. Supongamos que muchos hombres albergan deseos de acosar y maltratar a las mujeres en algunas ocasiones. ¿Significa esto de verdad que hay que castigar a los hombres con mayor indulgencia por esos delitos, porque no los pueden evitar? ¿O significa que se les ha de castigar con mayor rigor y determinación, porque es la mejor forma de contrarrestar un impulso fuerte o extendido?
Supongamos que se descubre que un psicópata sanguinario posee un sentido defectuoso de la compasión, que hace que le sea más difícil apreciar el sufrimiento de las víctimas. ¿Deberíamos mitigar el castigo porque tiene disminuida esa capacidad? ¿O deberíamos aplicarle un >castigo más duro para enseñarle con el único lenguaje que entiende?
¿Por qué las intuiciones de las personas van en direcciones opuestas: tanto «Si le es difícil controlarse, se le debe castigar con más indulgencia», como «Si le es difícil controlarse, se le debe castigar con mayor severidad»? Volvemos a la paradoja de la disuasión. Supongamos que unas personas necesitan la amenaza de un latigazo para disuadirles de aparcar frente a una boca de incendios. Imaginemos que personas con un mal gen, un mal cerebro o una mala infancia necesitan la amenaza de diez latigazos. Una política que castigue a quienes aparquen ilegalmente con nueve latigazos causará un daño innecesario y no solucionará el problema: nueve latigazos es más de lo necesario para disuadir a las personas corrientes, y menos de lo necesario para disuadir a las personas con defectos. Sólo castigar con diez latigazos puede reducir tanto el aparcamiento ilegal como el daño: se disuadirá a todos, nadie va a bloquear las bocas de incendio, y no se va a azotar a nadie. De modo que, paradójicamente, las dos políticas extremas (el castigo duro y el no castigo) son defendibles; no así las intermedias. Naturalmente, el umbral de la disuasión de las personas en la vida real no está situado en sólo dos valores, sino que se distribuye de forma muy amplia (un latigazo para algunas personas, dos para otras, etc.), de manera que se podrán defender muchos niveles intermedios, dependiendo de cómo se valore la relación entre los beneficios de disuadir a los infractores y los costes de infligir un daño.
Incluso a quienes es completamente imposible disuadir, por una lesión del lóbulo frontal, unos genes que propician la psicopatía o cualquier otra supuesta causa, no debemos permitir que sean liberados por los abogados para que nos perjudiquen a los demás. Ya disponemos de un mecanismo para quienes previsiblemente van a producirse un daño a sí mismos, o se lo van a producir a los demás, pero no responden a los incentivos y amenazas del sistema jurídico penal: el compromiso civil involuntario, en el que sacrificamos ciertas garantías de las libertades civiles por la seguridad de estar protegidos frente a los posibles depredadores. En todas estas decisiones, las ciencias de la naturaleza humana pueden ayudar a calcular la distribución de las disuasiones, pero no pueden sopesar los valores opuestos de evitar la mayor cantidad posible de castigo innecesario e impedir la mayor cantidad posible de maldades futuras19.
No pretendo haber solucionado el problema del libre albedrío, sólo haber demostrado que no necesitamos solucionarlo para preservar la responsabilidad personal ante la comprensión cada vez mayor de las causas de la conducta. Tampoco digo que la disuasión sea la única forma de estimular la virtud, sólo que deberíamos considerarla el ingrediente activo que hace que merezca la pena mantener la responsabilidad. Y sobre todo, confío en que habré disipado dos falacias que han hecho que las ciencias de la naturaleza hayan sembrado un miedo innecesario. La primera falacia es que las explicaciones biológicas corroen la responsabilidad como no lo hacen las explicaciones medioambientales. La segunda falacia es que las explicaciones causales (tanto biológicas como medioambientales) corroen la responsabilidad como no lo hace una creencia en una voluntad o un alma no causados.