CAPÍTULO 3. EL ÚLTIMO MURO EN CAER.
En 1755, Samuel Johnson decía que no había que esperar que su diccionario fuera a «cambiar la naturaleza sublunar, y erradicar del mundo la locura, la vanidad y afectación». A pocos les resultará familiar hoy la preciosa palabra sublunar, que literalmente significa «debajo de la Luna». Alude a la antigua creencia en una estricta división entre el cosmos prístino superior, regido por leyes e inmutable, y nuestra Tierra mugrienta inferior, caótica y voluble. La división estaba ya obsoleta cuando Johnson utilizó la palabra: Newton había demostrado que la misma fuerza que dejaba caer una manzana al suelo mantenía la Luna en su órbita celeste.
La teoría de Newton de que un único conjunto de leyes rige los movimientos de todos los objetos del universo fue el primer acontecimiento de uno de los grandes avances del conocimiento humano: la unificación de los conocimientos, que el biólogo E. O. Wilson ha llamado consilience1. La brecha que Newton abrió en el muro que separaba lo terrestre de lo celestial fue seguida por el desplome del muro, otrora igualmente firme (y hoy igualmente olvidado), entre el pasado creativo y el presente estático. Ocurrió cuando Charles Lyell demostró que la Tierra fue esculpida en el pasado por fuerzas que hoy observamos (como los terremotos y la erosión) que han estado actuando a lo largo de inmensos espacios de tiempo.
Asimismo, lo vivo y lo no vivo dejaron de ocupar reinos diferentes. En 1628, William Harvey demostró que el cuerpo humano es una máquina que se mueve según los principios de la hidráulica y otros principios mecánicos. En 1828, Friedrich Wohler demostró que la materia de la vida no es un gel mágico y palpitante, sino unos compuestos corrientes que siguen las leyes de la química. Charles Darwin demostró que la fascinante diversidad de la vida y sus diseños omnipresentes podían surgir del proceso físico de la selección natural entre los reproductores. Gregor Mendel, y después James Watson y Francis Crick, demostraron que la propia reproducción se podía entender en términos físicos.
La unificación de nuestros conocimientos sobre la vida y nuestros conocimientos sobre la materia y la energía fue el mayor logro científico de la segunda mitad del siglo XX. Una de sus muchas consecuencias fue la de fastidiarles los planes a los científicos sociales como Kroeber y Lowie que habían invocado el «sólido método científico» de situar lo vivo y lo no vivo en universos paralelos. Hoy sabemos que las células no siempre procedieron de otras células, y que la aparición de la vida no creó un segundo mundo donde antes sólo había uno. Las células evolucionaron de moléculas más simples que se duplicaban, una parte no viva del mundo físico, y se pueden entender como colecciones de maquinaria molecular: una maquinaria fantásticamente complicada, desde luego, pero, al fin y al cabo, maquinaria.
Todo esto deja en pie un muro en el paisaje del conocimiento: el que los científicos sociales del siglo XX custodiaban con tanto celo. Es el que divide la materia de la mente, lo material de lo espiritual, lo físico de lo mental, la biología de la cultura, la naturaleza de la sociedad y las ciencias de las ciencias sociales, las humanidades y las artes. La división se integró en todas las doctrinas de la teoría oficial: la tabla rasa que ofrecía la biología frente a los contenidos que inscribían la experiencia y la cultura; la nobleza del buen salvaje en su estado natural frente a la corrupción de las instituciones sociales; la máquina que sigue las inevitables leyes frente al espíritu que es libre para decidir y mejorar la condición humana.
Pero también este muro se está desmoronando. Nuevas ideas provenientes de cuatro fronteras del conocimiento —las ciencias de la mente, el cerebro, los genes y la evolución— están abriendo en él una brecha con una nueva interpretación de la naturaleza humana. En este capítulo voy a mostrar cómo rellenan la tabla rasa, desclasan al buen salvaje y exorcizan al fantasma en la máquina. En el capítulo siguiente diré que esta nueva concepción de la naturaleza humana, conectada en su extremo inferior con la biología, puede, a su vez, estar conectada por su extremo superior con las humanidades y las ciencias sociales. Esta nueva concepción permite reconocer los fenómenos de la cultura sin segregarlos en un universo paralelo.
El primer puente entre la biología y la cultura es la ciencia de la mente, la ciencia cognitiva2. El concepto de mente ha venido desconcertando desde que las personas reflexionan sobre sus pensamientos y sus sentimientos. La propia idea ha generado paradojas, supersticiones y singulares teorías en todos los tiempos y todas las culturas. Uno casi comprende a los conductistas y los constructivistas sociales de la primera mitad del siglo pasado, quienes consideraban las mentes como enigmas o trampas conceptuales que mejor era evitar en favor de la conducta manifiesta o los rasgos de una cultura.
Pero a partir de la revolución cognitiva de los años cincuenta todo cambió. Hoy es posible entender los procesos mentales e incluso estudiarlos en el laboratorio. Y con una comprensión más firme del concepto de mente, vemos que muchos principios de la Tabla Rasa que en su momento parecían tentadores, hoy resultan innecesarios o incluso incoherentes. A continuación expongo cinco ideas de la revolución cognitiva que han cambiado nuestra forma de pensar y de hablar de las mentes.
La primera idea: el mundo mental se puede asentar en el mundo físico mediante los conceptos de información, computación y retroalimentación. Una gran división entre la mente y la materia siempre ha parecido natural porque parece que la conducta tenga un desencadenante distinto del de otros sucesos físicos. Los sucesos corrientes tienen causas, parece, pero la conducta humana tiene razones. Participé en cierta ocasión en un debate en la BBC sobre si «la ciencia puede explicar el comportamiento humano». En contra de quienes defendían tal cosa había una pensadora que preguntaba cómo se podía explicar por qué se encierra a alguien en la cárcel. Supongamos que fuera por incitar al odio racial. La intención, el odio, e incluso la cárcel, decía, no se pueden describir con el lenguaje de la física. Sencillamente no hay forma de definir «odio» o «cárcel» en términos de los movimientos de las partículas. Las explicaciones de la conducta son como relatos, sostenía, expresados en las intenciones de los actores: un plano completamente separado de la ciencia natural. O pongamos un ejemplo más sencillo. ¿Cómo se podría explicar por qué Rex se dirigió hacia el teléfono? No diríamos que unos estímulos en forma de teléfono causaron que las extremidades de Rex se balancearan describiendo unos determinados arcos. Al contrario, podríamos decir que quería hablar con su amiga Cecile y sabía que ésta se encontraba en casa. No hay explicación que tenga tanto poder predictivo como ésta. Si Rex ya no quería hablar con Cecile, o si recordaba que ésta había salido a jugar a los bolos esa noche, su cuerpo no se habría movido del sofá.
Durante miles de años, la brecha entre los sucesos físicos, por un lado, y el significado, los contenidos, las ideas, las razones y las intenciones, por otro, parecía partir el universo en dos. ¿Cómo es posible que algo tan etéreo como «incitar al odio» o «querer hablar con Cecile» provoque realmente que la materia se mueva en el espacio? Pero la revolución cognitiva unificó el mundo de las ideas con el mundo de la materia mediante una teoría nueva y poderosa: la de que la vida mental se puede explicar en términos de información, computación y retroalimentación. Las creencias y los recuerdos son colecciones de información, como los hechos incluidos en una base de datos, pero que residen en unos patrones de actividad y estructura en el cerebro. Pensar y planificar son transformaciones sistemáticas de estos patrones, como la operación de un programa informático. Querer e intentar son circuitos de retroalimentación, como el principio en que se basa un termostato: reciben información sobre la discrepancia entre un objetivo y el estado actual del mundo, y luego ejecutan unas operaciones que tienden a reducir la diferencia. La mente está conectada al mundo por los órganos sensoriales, que transforman energía física en estructuras de datos en el cerebro, y por los programas motores, por los que el cerebro controla los músculos.
Esta idea general se puede llamar «teoría computacional de la mente». No es lo mismo que la «metáfora de la computadora» de la mente, la sugerencia de que la mente funciona literalmente como una base de datos de fabricación humana, un programa informático o el termostato. Sólo dice que podemos explicar las mentes y los procesadores de información de fabricación humana utilizando algunos de los mismos principios. Es simplemente como otros casos en que el mundo natural y la ingeniería humana se solapan. El fisiólogo podría invocar las mismas leyes de la óptica para explicar cómo funciona el ojo y cómo funciona una cámara fotográfica sin que ello implique que el ojo sea como una cámara en todos los detalles.
La teoría computacional de la mente no se limita a explicar la existencia del saber, el pensar y el intentar sin invocar un fantasma en la máquina (aunque sólo esto sería ya una gran proeza). Explica también que estos procesos pueden ser inteligentes: que la racionalidad puede surgir de un proceso físico mecánico. Si una secuencia de transformaciones de la información almacenada en un pedazo de materia (como el tejido cerebral o el silicio) refleja una secuencia de deducciones que obedecen a las leyes de la lógica, de la probabilidad o de la causa y el efecto del mundo, generarán predicciones correctas sobre el mundo. Y hacer predicciones correctas en busca de un objetivo es una definición bastante buena de «inteligencia»3.
Nada hay de nuevo bajo el sol, por supuesto; la teoría computacional de la mente ya la anunciaba Hobbes cuando describía la actividad mental como movimientos diminutos, y decía que «razonar no es más que reconocer». Tres siglos y medio después, la ciencia se ha puesto a la altura de su visión. La percepción, la memoria, las imágenes, el razonamiento, la toma de decisiones, el lenguaje y el control motor se estudian en el laboratorio y se modelan con éxito como toda una parafernalia computacional de reglas, cadenas, matrices, indicadores, listas, archivos, árboles, conjuntos, circuitos, proposiciones y redes. Por ejemplo, los psicólogos cognitivos estudian el sistema de gráficos de la cabeza y de ahí explican que las personas «ven» la solución de un problema en una imagen mental. Estudian la telaraña de conceptos de la memoria a largo plazo y explican por qué algunos hechos son más fáciles de recordar que otros. Estudian el procesador y la memoria que utiliza el sistema del lenguaje para averiguar por qué algunas frases son agradables de leer y otras suponen un gran esfuerzo.
Y si la prueba está en la computación, entonces el campo hermano de la inteligencia artificial confirma que la materia corriente puede realizar hazañas que se suponía que sólo podía realizar la materia mental. En los años cincuenta a los ordenadores ya se les llamaba «cerebros electrónicos», porque podían calcular cantidades, organizar datos y demostrar teoremas. Muy pronto pudieron corregir la ortografía, componer textos, resolver ecuaciones y simular a los expertos en unos asuntos limitados, como comprar acciones o diagnosticar enfermedades. Durante décadas, los psicólogos preservamos los jactanciosos privilegios humanos contando a nuestros alumnos que no había ordenador que pudiera leer un texto, descifrar el habla o reconocer las caras, unas presunciones que han quedado obsoletas. Hoy, junto al ordenador nos llevamos a casa unos programas que reconocen los caracteres impresos y las palabras expresadas de viva voz. En muchos buscadores y programas de ayuda se encuentran programas que comprenden o traducen frases, y que no dejan de perfeccionarse. Los sistemas de reconocimiento del rostro han avanzado hasta el punto de que a los defensores de los derechos civiles les preocupa que se abuse de ellos cuando se emplean en las cámaras de seguridad en lugares públicos.
Los chauvinistas de lo humano aún pueden menospreciar estas proezas de bajo nivel. Es verdad, dicen, que el proceso de input y output se puede asignar a unos módulos computacionales, pero sigue siendo necesario un usuario humano con capacidad para juzgar, reflexionar y crear. Pero, según la teoría computacional de la mente, estas mismas capacidades son formas de procesado de información y se pueden poner en práctica en un sistema informático. En 1997, un ordenador IBM llamado Deep Blue ganó al campeón mundial de ajedrez Garry Kasparov y, a diferencia de sus predecesores, no sólo calculaba billones de movimientos, sino que estaba equipado con unas estrategias que respondían de forma inteligente a los patrones del juego. Newsweek dijo que la partida fue «la última batalla del cerebro». Kasparov la llamó «el fin de la humanidad».
Se puede aún objetar que el ajedrez es un mundo artificial con unos movimientos diferenciados y un ganador claro, perfectamente adaptado al devorador de reglas que es el ordenador. Las personas, en cambio, viven en un mundo desordenado que ofrece unos movimientos ilimitados y unas metas nebulosas. No hay duda de que esto exige la creatividad y la intuición humanas, y por eso todo el mundo sabe que los ordenadores nunca compondrán una sinfonía, escribirán un cuento ni pintarán un cuadro. Pero es posible que todo el mundo esté equivocado. Los sistemas de inteligencia artificial más recientes han escrito cuentos cortos creíbles4, han compuesto sinfonías de estilo mozartiano convincentes5, han dibujado imágenes sorprendentes de personas y paisajes6 y han concebido ideas inteligentes para anuncios publicitarios7.
Nada de todo esto significa afirmar que el cerebro funciona como un ordenador digital, que la inteligencia artificial puede llegar a copiar la mente humana o que los ordenadores son conscientes en el sentido de tener una experiencia subjetiva en primera persona. Pero sí indica que el razonamiento, la inteligencia, la imaginación y la creatividad son formas de procesado de información, un proceso físico bien conocido. La ciencia cognitiva, con la ayuda de la teoría computacional de la mente, ha exorcizado al menos un fantasma de la máquina.
Una segunda idea: la mente no puede ser una tabla rasa, porque las tablas rasas no hacen nada. Mientras las personas tenían una idea completamente vaga de qué es la mente o de cómo pueda funcionar, la metáfora de la tabla rasa en la que el entorno escribía no parecía demasiado extravagante. Pero en cuanto uno empieza a pensar en serio qué tipo de computación permite que un sistema vea, piense, hable y planifique, el problema de las tablas rasas se hace evidente: no hacen nada. Las inscripciones permanecerán allí eternamente a menos que algo vea en ellas unos patrones, los combine con patrones aprendidos en otros momentos, utilice las combinaciones para garabatear nuevos pensamientos en la tabla y lea los resultados para dirigir la conducta hacia las metas. Locke reconoció este problema y aludió a algo llamado «la comprensión», que miraba las inscripciones que había en el papel en blanco y llevaba a cabo el reconocimiento, la reflexión y la asociación. Pero, evidentemente, explicar cómo comprende la mente invocando algo llamado «la comprensión» es una redundancia.
Esta tesis contra la Tabla Rasa la formuló de forma concisa y expresiva Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Leibniz repetía la consigna empirista: «Nada hay en el intelecto que no estuviera antes en los sentidos», para añadir después: «excepto el propio intelecto»8. Algo debe haber en la mente que sea innato, aunque sólo sean los mecanismos que realizan el aprendizaje. Algo tiene que ver un mundo de objetos, y no un caleidoscopio de relucientes píxels. Algo ha de inferir el contenido de una frase, y no limitarse a repetir las palabras como un loro. Algo tiene que interpretar la conducta de las otras personas como un intento por alcanzar unas metas, y no como trayectorias de las sacudidas de brazos y piernas.
En el espíritu de Locke, uno podría atribuir estas gestas a un nombre abstracto: tal vez no a «la comprensión», sino al «aprendizaje», la «inteligencia», la «plasticidad» o la «adaptabilidad». Pero, como señalaba Leibniz, esto no es más que «[salvar las apariencias] fabricando facultades u ocultando cualidades [ … ] e imaginando que son como demonios o diablillos que sin más pueden realizar todo lo que se quiera, como si los relojes de bolsillo dieran la hora mediante determinada facultad horológica sin necesidad de ruedecillas, o como si los molinos molieran el grano mediante una facultad trituradora sin necesidad de nada parecido a las muelas»9. Leibniz, igual que Hobbes (e influido por él) , se adelantaba a su tiempo al reconocer que la inteligencia es una forma de procesado de información y necesita una maquinaria compleja para llevarlo a cabo. Como bien sabemos hoy, los ordenadores no comprenden el habla ni reconocen el texto cuando salen de la cadena de montaje; antes, alguien debe instalar en ellos el software adecuado. Probablemente ocurra lo mismo con la actuación mucho más exigente del ser humano. Los modeladores cognitivos han descubierto que desafíos rutinarios como andar entre los muebles, comprender una frase, recordar un hecho o adivinar las intenciones de alguien son unos formidables problemas de ingeniería, que se encuentran en las fronteras de la inteligencia artificial o más allá de ella. Sugerir que se puedan solucionar con un trozo de esa plastilina Silly Putty, que algo llamado «cultura» moldea de forma pasiva, simplemente no está a la altura de las circunstancias.
Esto no significa decir que los científicos cognitivos hayan dejado tras de sí por completo el debate de la naturaleza frente a la educación; se encuentran aún situados a lo largo de un continuo de opinión sobre cuánto equipamiento estándar acompaña a la mente humana. En uno de sus extremos están el filósofo Jerry Fodor, que señala que todos los conceptos pueden ser innatos (incluso los de «pomo de la puerta» y «pinzas»), y el lingüista Noam Chomsky, que sostiene que la palabra «aprendizaje» es engañosa y que, en su lugar, deberíamos decir que los niños «cultivan» el lenguaje10. En el otro extremo se encuentran los conexionistas, incluidos Rumelhart, McClelland, Jeffrey Elman y Elizabeth Bates, que construyen modelos informáticos relativamente simples y los explotan hasta el extremo11. Los entusiastas sitúan el primer extremo, que se originó en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), en el polo este, el lugar mítico desde el que todas las direcciones parten hacia el oeste, y colocan el segundo extremo, que se originó en la Universidad de California en San Diego, en el polo oeste, el lugar mítico desde el que todas las direcciones parten hacia el este. (Los nombres los sugirió Fodor durante un seminario celebrado en el MIT, cuando despotricaba contra un «teórico de la costa oeste» y alguien señaló que tal teórico trabajaba en Yale, que, técnicamente, se encuentra en la costa este)12.
Pero ahí está la razón de que el debate del polo este frente al polo oeste sea diferente de lo que durante milenios preocupó a los filósofos: ninguna de las dos partes cree en la Tabla Rasa. Todos reconocen que no puede existir aprendizaje sin un conjunto de circuitos innatos para realizar el aprendizaje. En su manifiesto del polo oeste, Rethinking Innateness, Bates y Elman, y sus coautores, admiten alegremente este punto: «Ninguna regla de aprendizaje puede carecer por completo de un contenido teórico, ni la tabla puede ser nunca completamente rasa»13. Y explican:
Está extendida la idea de que los modelos conexionistas (y los modeladores) están comprometidos con una forma extrema de empirismo; y que hay que huir como de la peste de cualquier forma de conocimiento innato […]. Evidentemente, no suscribimos este punto de vista […]. Hay buenas razones para pensar que algunos tipos de limitaciones anteriores [sobre los modelos de aprendizaje] son necesarias. De hecho, todos los modelos conexionistas necesariamente hacen algunas presunciones que se deben entender como limitaciones constituyentes innatas»14.
Los desacuerdos entre los dos polos, aunque importantes, se refieren a los detalles: cuántas redes de aprendizaje innatas hay, y en qué medida están diseñadas específicamente para unos determinados trabajos. (En el capítulo 5 hablaremos de algunos de estos desacuerdos.)
Una tercera idea: se puede generar una variedad infinita de conducta mediante unos programas combinatorios finitos de la mente. La ciencia cognitiva ha socavado en otro sentido las ideas de la Tabla Rasa y del Fantasma en la Máquina. Se puede disculpar que las personas se mofen cuando se insinúa que la conducta humana está «en los genes» o es «un producto de la evolución», en el sentido familiar derivado del mundo animal. Los actos humanos no se seleccionan de un repertorio de reacciones instintivas, como el pez que ataca cualquier punto rojo, o la gallina que empolla los huevos. Al contrario, las personas pueden adorar a diosas, participar en la subasta kitsh en Internet, desmelenarse simulando tocar la guitarra mientras se escucha música rock, apresurarse a expiar sus pecados, construir fortalezas con las sillas del jardín, etc., al parecer sin ningún tipo de límites. Basta con echar un vistazo al National Geographic para darse cuenta de que ni siquiera los actos más extraños de nuestra cultura agotan lo que nuestra especie es capaz de hacer. Podría pensarse que, después de todo, somos esa plastilina Silly Putty, o unos agentes sin limitaciones.
Pero la interpretación computacional de la mente ha hecho obsoleta esta impresión, una interpretación que apenas se podía concebir en los tiempos en que surgió la idea de la Tabla Rasa. El ejemplo más claro es la revolución chomskiana del lenguaje15. El lenguaje es la personificación de la conducta creativa y variable. La mayor parte de nuestras preferencias son combinaciones completamente nuevas de palabras que jamás se habían dicho antes en la historia de la humanidad. No nos parecemos en nada a esas muñecas que hablan y que tienen programada una lista invariable de respuestas verbales. Pero el lenguaje, decía Chomsky, pese a su carácter abierto, no es una tierra de nadie: obedece a unas reglas y unos patrones. El hablante puede expresar una cadena de palabras que no tenga precedentes, por ejemplo: «Todos los días nacen universos nuevos», o «Le gustan las tostadas con queso cremoso y ketchup», o «Mi coche se ha esfumado como por arte de magia», pero nadie diría «magia como por arte de coche esfumado se ha mi», ni la mayoría de las otras posibles combinaciones de las mismas palabras. Debe de haber algo en la cabeza que sea capaz de generar no sólo cualquier combinación de palabras, sino combinaciones muy sistemáticas.
Me estoy refiriendo a un tipo de software, una gramática generativa que puede poner en marcha nuevas disposiciones de palabras. Una batería de reglas como: «Una frase debe contener un sujeto y un predicado» y «El sujeto de comer es el que come» puede explicar la creatividad sin límites del hablante humano. Con unos pocos miles de sustantivos, que pueden ocupar la posición del sujeto, y unos pocos miles de verbos, que pueden ocupar la posición del predicado, se dispone ya de varios millones de formas de iniciar una frase. Las combinaciones posibles enseguida se multiplican hasta cantidades inimaginables. En efecto, el repertorio de frases es teóricamente infinito, porque las reglas del lenguaje emplean un truco llamado «recursividad». Una regla recursiva permite que una frase contenga un ejemplo de sí misma, como en «Ella piensa que él piensa que ellos piensan que él sabe», y así hasta el infinito. Y si el número de frases es infinito, también lo es el número de pensamientos e intenciones posibles, porque prácticamente toda frase expresa un pensamiento o una intención diferentes. Un conjunto fijo de mecanismos de la mente puede generar una variedad infinita de conductas mediante los músculos16.
Una vez que se empieza a pensar en un software mental, en vez de una conducta física, las diferencias radicales entre las culturas humanas se reducen, lo cual lleva a una cuarta idea: Bajo la variación superficial entre las culturas puede haber unos mecanismos mentales universales. Una vez más, podemos utilizar el lenguaje como ejemplo paradigmático de conducta ilimitada. Los seres humanos hablan unas seis mil lenguas mutuamente incomprensibles. No obstante, los programas gramáticos de sus mentes difieren muchísimo menos que el habla que expresan sus labios. Se sabe desde hace mucho tiempo que todas las lenguas humanas pueden servir para comunicar los mismos tipos de ideas. La Biblia se ha traducido a cientos de lenguas no occidentales, y durante la Segunda Guerra Mundial, la Marina de Estados Unidos enviaba mensajes secretos a través del Pacífico utilizando la lengua de los indios navajos, que los traducían en uno y otro sentido. El hecho de que se pueda emplear cualquier lengua para expresar una proposición, desde parábolas teológicas a órdenes militares, indica que todas las lenguas están cortadas por el mismo patrón.
Chomsky proponía que las gramáticas generativas de las lenguas individuales son variaciones de un patrón único, al que llamó Gramática Universal. Por ejemplo, en inglés [como en español] el verbo precede al objeto (drink beer / beber cerveza) y la preposición precede al grupo nominal (from the bottle / de la botella). En japonés, el objeto se sitúa antes del verbo (cerveza beber) y el grupo nominal, antes de la preposición, o, más exactamente, la posposición (la botella de). Pero, para empezar, es un descubrimiento significativo que tales lenguas tengan verbos, objetos y preposiciones o posposiciones, frente a la posibilidad de que tuvieran otros muchos tipos de recursos que podrían alimentar un sistema de comunicación. Y aún más significativo es el hecho de que lenguas que no guardan relación alguna construyan sus frases mediante el ensamblaje de un núcleo (como un verbo o una preposición) y un complemento (como un grupo nominal) y asignando un orden coherente a ambos. En inglés [igual que en español] , el núcleo aparece en primer lugar; en japonés, al final. Pero el resto de la estructura de la frase es casi el mismo en ambas lenguas.
Y así ocurre frase tras frase y lengua tras lengua. Los tipos comunes de núcleos y complementos se pueden ordenar de 128 formas lógicamente posibles, pero el 95% de las lenguas del mundo emplea o bien el orden del inglés o el orden inverso del japonés17. Una forma sencilla de entender esta uniformidad es decir que todas las lenguas tienen la misma gramática, a excepción de un parámetro o interruptor que puede conmutar los modelos «núcleo-primero» o «núcleo-después». El lingüista Mark Baker resumía hace poco una docena de esos parámetros, que sucintamente recogen la mayor parte de la variación conocida entre las lenguas del mundo18.
Destilar una variación a partir de unos patrones universales no es una simple forma de poner orden en unos datos caóticos. También puede dar pistas sobre el conjunto de circuitos innatos que hacen posible el aprendizaje. Si en la circuitería neuronal que guía a los niños cuando aprenden la lengua por primera vez se halla integrada la parte universal de una regla, se podría explicar cómo aprenden la lengua con tanta facilidad y uniformidad sin necesidad de instrucción. En vez de interpretar el sonido que sale de los labios de mamá como un simple ruido interesante que hay que copiar exactamente o cortar de forma arbitraria, el niño busca núcleos y complementos, se fija en cómo están ordenados y construye un sistema gramatical coherente con ese orden.
Esta idea puede explicar otros tipos de variabilidad de las diversas culturas. Muchos antropólogos cercanos al constructivismo social afirman que los sentimientos que a nosotros nos resultan familiares, como la ira, están ausentes en otras culturas19. (Muy pocos antropólogos sostienen que hay culturas donde no existen los sentimientos)20. Por ejemplo, Catherine Lutz decía que los ifaluk (un pueblo de Micronesia) no experimentan nuestra «ira», sino que, en su lugar, tienen la experiencia de lo que ellos denominan song. El song es un estado de indignación desencadenado por una infracción moral, como la de romper un tabú o actuar con arrogancia. Autoriza a que uno rechace, desapruebe, amenace o critique al infractor, pero no a atacarle físicamente. La persona objeto del song experimenta otro sentimiento que se supone inexistente en los pueblos occidentales: el metagu, un estado de terror que la lleva a apaciguar al que siente song mediante disculpas, el pago de una multa o el ofrecimiento de un presente.
Los filósofos Ron Mallon y Stephen Stich, inspirados por Chomsky y otros científicos cognitivos, señalan que el tema de si el song de los ifaluk y la ira de los occidentales expresan el mismo sentimiento o sentimientos diferentes se trata de una nimiedad sobre el significado de las palabras que indican sentimientos: tanto si hay que definirlos en términos de conducta superficial o de computación mental subyacente21. Si un sentimiento se define por la conducta, entonces no hay duda de que los sentimientos difieren entre las diversas culturas. Los ifaluk reaccionan emocionalmente ante una mujer que trabaje en los jardines de colocasias mientras está con la menstruación, o ante un hombre que entra en una casa donde tenga lugar un parto; nosotros, en cambio, no. Nosotros reaccionamos emocionalmente ante alguien que profiera una frase racista o levante el dedo corazón; en cambio, por lo que sabemos, los ifaluk, no. Pero si un sentimiento se define por los mecanismos mentales —lo que psicólogos como Paul Ekman y Richard Lazarus llaman «programas afectivos» o «fórmulas si-entonces» (obsérvese el vocabulario computacional)—, los ifaluk y nosotros, después de todo, no somos tan diferentes22. Es posible que todos estemos equipados con un programa que, ante una afrenta a nuestros intereses o a nuestra dignidad, responde con un sentimiento desagradable y ardiente que nos lleva a castigar o a exigir una compensación. Pero qué se entienda por afrenta, en qué situaciones pensamos que es permisible fruncir el ceño, y a qué tipo de compensación creemos tener derecho son cosas que dependen de nuestra cultura. Los estímulos y las respuestas pueden diferir, pero los estados mentales son los mismos, con independencia de que en nuestro idioma se pueden expresar perfectamente o no.
Como en el caso del lenguaje, sin algún mecanismo innato para la computación mental, no habría forma de aprenderse los papeles de una cultura que realmente haya que aprender. No es una coincidencia que las situaciones que provocan song entre los ifaluk incluyan la violación de un tabú, la pereza o la falta de respeto y negarse a compartir, pero no incluyan el respeto del tabú, ser amable y deferente o hacer el pino. Los ifaluk construyen las tres primeras situaciones como similares porque provocan el mismo programa afectivo: se perciben como afrentas. Esto facilita aprender que exigen la misma reacción y hace más probable que esas tres situaciones se agrupen como los desencadenantes aceptables de un único sentimiento.
La moraleja, pues, es que las categorías de conducta familiares —las costumbres referentes al matrimonio, los tabúes sobre la comida, las supersticiones tradicionales, etc.— ciertamente varían entre las culturas y se deben aprender, pero los mecanismos más profundos de la computación mental que las genera pueden ser universales e innatos. Las personas pueden vestir de diferente forma, pero es posible que todas pugnen por alardear de su estatus a través de su aspecto. Pueden respetar exclusivamente los derechos de los miembros de su clan o pueden extender este respeto a cualquiera de la tribu, la nación-Estado o la especie, pero en todos los casos se divide el mundo entre los «del grupo» y los «que no son del grupo». Pueden diferir en los resultados que atribuyan a las intenciones de los seres conscientes, de modo que algunos pensarán que los artefactos se fabrican deliberadamente; otros, que las enfermedades proceden de conjuros mágicos de los enemigos; y aún otros, que todo el mundo fue obra de un creador. Pero todos ellos, para explicar determinados acontecimientos, invocan la existencia de entidades con unas mentes que batallan por alcanzar unas metas. Los conductistas lo decían al revés: es la mente, no la conducta, la que sigue unas leyes.
Una quinta idea: la mente es un sistema complejo compuesto de muchas partes que interactúan. Los psicólogos que estudian los sentimientos en las diferentes culturas han hecho otro descubrimiento importante. Parece que las expresiones faciales que reflejan franqueza son las mismas en todas partes, pero en algunas culturas se aprende a mantener la cara inexpresiva cuando se está entre gente educada23. Una explicación sencilla es que los programas afectivos ponen en marcha las expresiones faciales del mismo modo en todas las personas, pero un sistema separado de «normas de exposición» controla cuándo se pueden manifestar.
La diferencia entre estos dos mecanismos pone de relieve otra idea de la revolución cognitiva. Antes de la revolución, los comentaristas invocaban enormes cajas negras como «el intelecto» o «el entendimiento», y hacían pronunciamientos radicales sobre la naturaleza humana, como el de que somos esencialmente buenos o esencialmente malos. Pero hoy sabemos que la mente no es un orbe homogéneo dotado de poderes unitarios o de unos rasgos uniformes y sin excepción. La mente es modular, con muchas partes que cooperan para generar un pensamiento hilvanado o una acción organizada. Posee unos sistemas diferenciados de procesado de información para filtrar las distracciones, aprender las habilidades. controlar el cuerpo, recordar los hechos, manejar información de forma temporal, y almacenar y ejecutar reglas. Entre estos sistemas de procesado de datos se encuentran las facultades mentales (algunas veces llamadas «inteligencias múltiples»), que se emplean en diferentes tipos de contenidos, como el lenguaje, la cantidad, el espacio, las herramientas y los seres vivos. Los científicos cognitivos del polo este sospechan que los módulos basados en contenidos se diferencian en gran medida por los genes24; los del polo oeste sospechan que empiezan como pequeños sesgos de la atención y luego se coagulan a partir de patrones estadísticos del input sensorial25. Pero en ambos polos coinciden en que el cerebro no es algo uniforme. Se puede encontrar otra capa más de sistemas de procesado de información en los programas afectivos, es decir, los sistemas para la motivación y el sentimiento.
El resultado final es que un impulso o un hábito que proceda de un módulo puede ser traducido a una conducta de diferentes formas —o eliminado por completo— por algún otro módulo. Para poner un ejemplo sencillo, los psicólogos cognitivos piensan que un módulo llamado «sistema del hábito» subyace en nuestra tendencia a producir determinadas respuestas de forma habitual, como la de, ante una palabra impresa, reaccionar pronunciándola en silencio. Pero otro módulo, llamado «sistema de la atención supervisora», puede anular el anterior y centrarse en la información que sea relevante para el problema formulado, por ejemplo nombrando el color de la tinta con que está impresa la palabra, o pensar en alguna acción que vaya con la palabra26. Más en general, la interacción de los sistemas mentales puede explicar que las personas alimenten fantasías de venganza que nunca llevarán a la práctica, o que puedan cometer adulterio sólo de pensamiento. De esta forma, la teoría de la naturaleza humana que surge de la revolución cognitiva tiene más en común con la teoría judeocristiana de la naturaleza humana, y con la teoría psicoanalítica que proponía Sigmund Freud, que con el conductismo, el constructivismo social y otras versiones de la Tabla Rasa. La conducta no sólo se emite o se provoca, ni surge directamente de la cultura o la sociedad. Procede de una batalla interna entre los módulos mentales que tienen diferentes planes y diferentes metas.
La idea de la revolución cognitiva de que la mente es un sistema de módulos computacionales generativos universales elimina el marco en el que durante siglos se han planteado los debates sobre la naturaleza humana. Hoy es sencillamente un error preguntar si los seres humanos son flexibles o están programados, si la conducta es universal o varía entre las diversas culturas, si los actos se aprenden o son innatos, si somos esencialmente buenos o esencialmente perversos. Los seres humanos se comportan flexiblemente porque están programados: sus mentes están equipadas con el software combinatorio que puede generar un conjunto ilimitado de pensamientos y de conductas. La conducta puede variar bastante entre las culturas, pero el diseño de los programas mentales que la generan no tiene por qué variar. La conducta inteligente se aprende con éxito porque poseemos unos sistemas innatos que realizan el aprendizaje. Y todas las personas pueden tener móviles buenos y malos, pero no todas pueden traducirlos a una conducta de la misma forma.
El segundo puente entre la mente y la materia es la neurociencia, en especial la neurociencia cognitiva, el estudio de cómo se implementan en el cerebro la cognición y el sentimiento27. Francis Crick escribió un libro sobre el cerebro titulado La búsqueda científica del alma, aludiendo a la idea de que todos nuestros pensamientos y sentimientos, alegrías y penas, sueños y deseos consisten en actividades fisiológicas del cerebro28. Los neurocientíficos, hastiados, que dan la idea por supuesta, se rieron del título, pero Crick tenía razón: la hipótesis asombra a las personas la primera vez que se ponen a pensarla. ¿Quién no va a comprender al preso Dmitri Karamazov cuando intenta entender lo que acaba de aprender de un académico que le ha visitado?:
Imagínate: dentro, en los nervios, en la cabeza, es decir, estos nervios están en el cerebro […] (¡malditos sean!) hay una especie de pequeñas colas, las colas de esos nervios, y en cuanto empiezan a agitarse […] es decir, comprendes, miro algo con mis ojos y luego empiezan a agitarse, esas colitas […] y cuando se agitan, aparece una imagen […] no aparece de inmediato, sino que pasa un instante, un segundo […] y luego aparece algo como un momento; es decir, no un momento —¡al infierno con el momento!—, sino una imagen; es decir, un objeto, o una acción, ¡maldita sea! Por esto veo y después pienso, por esas colitas, y no porque tenga alma, y que soy una especie de imagen y de retrato. ¡Nada de eso tiene sentido! Ayer me explicó todo esto Rakitin, hermano, y sencillamente me dejó boquiabierto. Esta ciencia, Alyosha, es magnífica. Está surgiendo un hombre nuevo: eso es lo que yo interpreto […]. Y, sin embargo, siento perder a Dios29.
La presciencia de Dostoievski es asombrosa, porque en 1880 sólo se conocían los rudimentos del funcionamiento neuronal, y cualquier persona razonable podría haber dudado de que toda experiencia surja de la agitación de esas colas de los nervios. Pero ya no es así. Se puede afirmar que la actividad de procesado de información del cerebro causa la mente, o se puede afirmar que es la mente, pero en ambos casos existen pruebas abrumadoras de que todos los aspectos de nuestra vida mental dependen enteramente de sucesos fisiológicos que se producen en los tejidos del cerebro.
Cuando el cirujano envía una corriente eléctrica al interior del cerebro, la persona puede tener una experiencia vívida, muy real. Cuando unos productos químicos se filtran en el cerebro pueden alterar la percepción de la persona, su humor, su personalidad y su razonamiento. Cuando muere un trozo de tejido cerebral, puede desaparecer una parte de la mente: un paciente neurológico puede perder la capacidad de nombrar herramientas, reconocer caras, prever el resultado de su conducta, empatizar con los demás o conservar en la mente una región del espacio o de su propio cuerpo. (De modo que Descartes se equivocaba cuando decía que «la mente es enteramente indivisible» y concluía que debe ser completamente distinta del cuerpo.) Todo sentimiento y todo pensamiento emiten señales físicas, y las nuevas tecnologías para detectarlas son tan precisas que literalmente pueden leer la mente de una persona y revelar al neurocientífico cognitivo si la persona está imaginando una cara o un lugar. Los neurocientíficos pueden sacarle un gen al ratón (un gen que también se encuentra en los seres humanos) e impedir que el ratón pueda aprender, o insertar copias extra y hacer que el ratón aprenda más deprisa. En el microscopio, el tejido cerebral muestra una complejidad asombrosa —cien mil millones de neuronas conectadas por cien billones de sinapsis— que se corresponde con la sorprendente complejidad del pensamiento y la experiencia humanos. Los modeladores de la red neuronal han empezado a demostrar cómo se pueden implementar en el conjunto de circuitos neuronales los bloques con que se construye la computación mental, como el almacenamiento y la recuperación de un patrón. Y cuando el cerebro muere, la persona deja de existir. Pese a los esfuerzos coordinados de Alfred Russel Wallace y otros científicos victorianos, parece que no es posible comunicarse con los muertos.
Las personas formadas saben, evidentemente, que la percepción, la cognición, el lenguaje y la emoción tienen sus raíces en el cerebro. Pero no deja de ser tentador imaginar éste tal como se representaba en las antiguas ilustraciones educativas, como un panel de control con indicadores y palancas manejadas por un usuario: el yo, el alma, el espíritu, la persona. Pero la neurociencia cognitiva está demostrando que también el yo es sólo una red de sistemas cerebrales.
La primera pista llegó de Phineas Gage, el trabajador del ferrocarril del siglo XIX del que tanto han oído hablar generaciones de estudiantes de psicología. Gage estaba utilizando un pincho de un metro de largo para apisonar pólvora en el agujero practicado en una roca cuando una chispa prendió la pólvora e hizo que el pincho le entrara por el pómulo, le atravesara el cerebro y saliera por la parte superior del cráneo. Phineas sobrevivió con la percepción, la memoria, el lenguaje y las funciones motrices intactas. Pero, en la famosa expresión de uno de sus compañeros de trabajo, «Gage ya no era Gage». Un trozo de hierro le había convertido literalmente en una persona diferente: de hombre educado, responsable y ambicioso, en hombre grosero, informal y holgazán. Y ocurrió porque algo le atravesó la corteza prefrontal ventromedial, la región del cerebro situada encima de los ojos, de la que hoy se sabe que tiene que ver con el razonamiento sobre las demás personas. Junto con otras zonas de los lóbulos prefrontales y el sistema límbico (la sede de los sentimientos), prevé las consecuencias de las propias acciones y selecciona la conducta adecuada a los objetivos propuestos30.
Los neurocientíficos cognitivos no han exorcizado el espíritu, pero han demostrado que el cerebro ni siquiera tiene una parte que haga exactamente lo que se supone que hace ese espíritu: revisar todos los hechos y tomar una decisión que deberá llevar a la práctica el resto del cerebro31. Todos sentimos que lo que se controla es un único «yo». Pero se trata de una ilusión que el cerebro pone todo su empeño en producir, como la impresión de que nuestros campos visuales son ricos en detalles de un extremo al otro. (De hecho, no vemos los detalles que se encuentran fuera del punto de atención. Movemos rápidamente los ojos hacia cualquier cosa que parezca interesante, y esto nos lleva a pensar que el detalle estuvo ahí permanentemente.) El cerebro dispone, en efecto, de unos sistemas supervisores en los lóbulos prefrontales y la corteza cingulada anterior, que pueden pulsar los botones de la conducta y anular los hábitos y los impulsos. Pero esos sistemas son unos artilugios con unas peculiaridades y unas limitaciones específicas; no son la implementación del agente libre racional que tradicionalmente se identifica con el alma o el yo.
Una de las demostraciones más espectaculares de la ilusión del yo unificado es la de los neurocientíficos Michael Gazzaniga y Roger Sperry, que demostraron que cuando los cirujanos cortan el cuerpo calloso que une los hemisferios cerebrales, literalmente parten el yo en dos, y cada hemisferio puede actuar libremente, sin el consejo ni el consentimiento del otro. Y lo que es aún más desconcertante, el hemisferio izquierdo teje constantemente una explicación coherente pero falsa de la conducta escogida sin que lo sepa el derecho. Por ejemplo, si el que realiza el experimento lanza la señal «Andar» al hemisferio derecho (manteniendo la señal en la parte del campo visual que sólo el hemisferio derecho puede ver), la persona cumplirá la orden y empezará a andar para salir de la habitación. Pero cuando a la persona (concretamente, al hemisferio izquierdo de la persona) se le pregunta por qué se levantó, dirá, con toda sinceridad: «Para tomar una Coca-Cola», y no «Pues no lo sé» o «Simplemente me entraron ganas de hacerlo» o «Llevan años haciéndome pruebas desde que me operaron, y a veces hacen que haga cosas pero no sé exactamente qué es lo que me pidieron». Asimismo, si al hemisferio izquierdo del paciente se le muestra un pollo, y al derecho se le muestra un paisaje nevado, y ambos hemisferios han de escoger una imagen que se corresponda con lo que ven (cada uno utilizando una mano diferente), el hemisferio izquierdo elige una pata de pollo (correctamente) , y el derecho, una pala (también correctamente). Pero cuando al hemisferio izquierdo se le pregunta por qué la persona en su conjunto tomó esas decisiones, dice alegremente: «Pues es muy sencillo. La pata del pollo va con el pollo, y se necesita una pala para limpiar el gallinero»32.
Lo espeluznante es que no tenemos razones para pensar que el generador de tonterías del hemisferio izquierdo del paciente se comporte en modo alguno de forma distinta a los nuestros cuando nosotros interpretamos las inclinaciones que emanan del resto de nuestro cerebro. La mente consciente —el yo o el alma— es un creador y manipulador de opinión, no el comandante en jefe. Sigmund Freud escribió sin ningún recato que «en el transcurso del tiempo, la humanidad tuvo que soportar tres grandes atentados de manos de la ciencia contra su ingenuo amor propio»: el descubrimiento de que nuestro mundo no es el centro de las esferas celestes, sino un punto en un vasto universo; el descubrimiento de que no se nos creó de forma especial, sino que descendemos de los animales; y el descubrimiento de que a menudo nuestra mente consciente no controla nuestra forma de actuar, sino que simplemente nos cuenta un cuento sobre nuestras acciones. Tenía razón sobre el efecto acumulativo, pero quien asestó el tercer golpe fue la neurociencia cognitiva, no el psicoanálisis.
La neurociencia no sólo está socavando el Fantasma en la Máquina, sino también al Buen Salvaje. La lesión de los lóbulos frontales no sólo entorpece a la persona o le limita su repertorio conductual, sino que puede desencadenar ataques agresivos33. Ocurre porque los lóbulos dañados ya no sirven como frenos inhibidores de las partes del sistema límbico, en particular un circuito que une la amígdala con el hipotálamo por una vía llamada stria terminalis. Las conexiones entre el lóbulo frontal de cada hemisferio y el sistema límbico constituyen una palanca con la que el conocimiento y los objetivos de la persona pueden anular otros mecanismos, y entre estos mecanismos parece que hay uno diseñado para generar la conducta que daña a otras personas34.
La estructura física del cerebro tampoco es una tabla rasa. A mediados del siglo XIX, el neurólogo Paul Broca descubrió que los pliegues y las arrugas de la corteza cerebral no garabatean al azar como las huellas dactilares, sino que tienen una geometría reconocible. En efecto, su disposición es tan constante en todos los cerebros que a cada pliegue y a cada arruga se le puede dar un nombre. Desde entonces, los neurocientíficos han descubierto que la anatomía general del cerebro —los tamaños, las formas y la conectividad de sus lóbulos y núcleos, y el plano básico de la corteza cerebral— está configurada en gran medida por los genes en el desarrollo prenatal normal35. Lo mismo ocurre con la materia gris de las distintas regiones de los cerebros de personas diferentes, incluidas las regiones correspondientes al lenguaje y el razonamiento36.
Esta geometría y este cableado innatos pueden tener unas consecuencias reales para el pensamiento, el sentimiento y la conducta. Como veremos en uno de los capítulos siguientes, los niños que sufren alguna lesión en determinadas zonas del cerebro se suelen desarrollar con unas deficiencias permanentes en ciertas facultades mentales. Y las personas que nacen con unas variaciones en el plano típico difieren en la forma en que funciona su mente. Según un reciente estudio de los cerebros de hermanos gemelos univitelinos y bivitelinos, las diferencias en la cantidad de materia gris en los lóbulos frontales no sólo están influidas genéticamente, sino que guardan una importante relación con las diferencias en la inteligencia37. Un estudio del cerebro de Albert Einstein reveló que tenía unos lóbulos parietales inferiores grandes y de una forma poco habitual, unos lóbulos que participan en el razonamiento espacial y en las intuiciones sobre los números38. Es probable que los varones homosexuales tengan más pequeño el tercer núcleo intersticial del hipotálamo anterior, un núcleo del que se sabe que desempeña un papel en las diferencias entre los dos sexos39. Y los asesinos convictos y otras personas violentas y antisociales suelen tener una corteza prefrontal más pequeña y menos activa, la parte del cerebro que rige la toma de decisiones e inhibe los impulsos40. Es casi seguro que estas características del cerebro no las esculpe la información que llega de los sentidos, lo cual implica que las diferencias en la inteligencia, el genio científico, la orientación sexual y la violencia impulsiva no son enteramente aprendidas.
En efecto, hasta hace poco el carácter innato de la estructura del cerebro era toda una dificultad para la neurociencia. No era posible que el cerebro estuviera conectado por los genes hasta la última sinapsis, porque casi no existe información suficiente en el genoma para ello. Y sabemos que las personas aprenden a lo largo de la vida, y los productos de ese aprendizaje han de almacenarse de algún modo en el cerebro. A menos que se crea en el fantasma en la máquina, todo lo que una persona aprende debe afectar a alguna parte del cerebro; más exactamente, el aprendizaje es un cambio de alguna parte del cerebro. Pero era difícil encontrar características del cerebro que reflejaran esos cambios en medio de toda esa estructura innata. Adquirir mayor dominio de las matemáticas, de la coordinación motriz o de la diferenciación visual no ocupa en el cerebro un lugar como la mayor fuerza en el levantamiento de pesos ocupa un lugar en los músculos.
Hoy, por fin, la neurociencia está empezando a ponerse a la altura de la psicología al descubrir en el cerebro unos cambios que subyacen al aprendizaje. Como veremos, las fronteras entre las muestras de la corteza dedicadas a las diferentes partes del cuerpo, las dotes e incluso los sentidos físicos se pueden ajustar mediante el aprendizaje y la práctica. Algunos neurocientíficos se sienten tan entusiasmados con estos descubrimientos que intentan empujar el péndulo en el sentido contrario, insistiendo en la plasticidad de la corteza cerebral. Pero, por razones que reseñaré en el capítulo 5, la mayoría de los neurocientíficos cree que estos cambios tienen lugar dentro de una matriz de estructura organizada genéticamente. Es mucho lo que no comprendemos sobre cómo se dispone el cerebro en el desarrollo, pero sabemos que no es infinitamente maleable por la experiencia.
El tercer puente entre lo biológico y lo mental es la genética conductual, el estudio de cómo los genes afectan a la conducta41. Todo el potencial para pensar, aprender y sentir que distingue a los seres humanos de otros animales reside en la información contenida en el ADN del óvulo fecundado. Este hecho se hace más evidente cuando se comparan las especies. Los chimpancés que se crían entre personas no hablan, piensan ni actúan como éstas, y ello se debe a la información de los diez megabytes de ADN que difieren entre nosotros. Incluso dos especies de chimpancés, los comunes y los bonobos, que sólo difieren en unas pocas decenas del 1% de sus genomas, se diferencian en su conducta, como se descubrió en los zoológicos cuando, de forma inadvertida, se mezclaron. Los chimpancés comunes están entre los mamíferos más agresivos que se conocen en zoología, y los bonobos, entre los más pacíficos; en los comunes, los machos dominan a las hembras; en los bonobos, son las hembras las dominantes; los comunes tienen relaciones sexuales con fines reproductores; los bonobos, por placer. Unas pequeñas diferencias en los genes pueden conducir a grandes diferencias en la conducta. Pueden afectar al tamaño y la forma de las diferentes partes del cerebro, a sus conexiones, y a la nanotecnología que libera, une y recicla las hormonas y los neurotransmisores.
La importancia de los genes en la organización del cerebro normal se pone de relieve por las muchas formas en que los genes no estándar pueden dar lugar a mentes no estándar. Cuando yo estudiaba en la universidad, en un examen de Psicología Anormal se hizo esta pregunta: «¿Cuál es el mejor indicio de que una persona llegará a ser esquizofrénica?». La respuesta era: «Tener un hermano gemelo univitelino que sea esquizofrénico». En su momento se trataba de una pregunta trampa, porque las teorías dominantes sobre la esquizofrenia apuntaban al estrés societal, las «madres esquizofrénicas», las ambivalencias y otras experiencias de la vida (ninguna de las cuales resultó tener mucha importancia, si es que tuvo alguna); casi nadie pensaba en los genes como posible causa. Pero incluso entonces las pruebas estaban ahí: la esquizofrenia suele repetirse muy a menudo entre gemelos univitelinos, que comparten todo el ADN y la mayor parte de su entorno, pero se repite mucho menos en gemelos bivitelinos, que sólo comparten la mitad de su ADN (del ADN que varía en la población) y la mayor parte de su entorno. Esa pregunta trampa se podría hacer —y tendría la misma respuesta— sobre prácticamente todos los trastornos o las diferencias cognitivas o emocionales que se hayan podido observar alguna vez. El autismo, la dislexia, el retraso en el lenguaje, los trastornos en el habla, la discapacidad para el aprendizaje, el hecho de ser zurdo, las depresiones graves, el trastorno bipolar, el trastorno obsesivo-compulsivo, la orientación sexual y muchas otras situaciones que se dan en las familias se repiten más en los gemelos univitelinos que en los bivitelinos, los predicen mejor los parientes biológicos de las personas que sus parientes de adopción, y se pueden predecir poco por cualquier característica apreciable del entorno42.
Los genes no sólo nos empujan hacia situaciones excepcionales del funcionamiento mental, sino que nos sitúan dentro de la variedad normal, y son la causa de gran parte de la diversidad de capacidad y temperamento que observamos en las personas que nos rodean. La famosa viñeta de Chas Addams en The New Yorker sólo es una pequeña exageración:
Los gemelos univitelinos piensan y sienten de forma tan similar que a veces creen que están unidos por la telepatía. En los casos en que se les separó en el momento de nacer, y se reencuentran de adultos, manifiestan que sienten que se conocen de toda la vida. Las pruebas confirman que los hermanos gemelos univitelinos, separados o no en el momento del parto, se parecen (aunque distan de ser idénticos) en casi todos los rasgos que se puedan medir, un parecido que casi resulta inquietante. Se parecen en la inteligencia verbal, matemática y general, en su grado de satisfacción vital y en rasgos de la personalidad como la introversión, la simpatía, las manías, la escrupulosidad y la actitud abierta a la experiencia. Tienen actitudes similares sobre cuestiones polémicas, como la pena de muerte, la religión y la música moderna. No sólo se parecen en los test, sino también en conductas como ser jugador, divorciarse, cometer delitos, verse involucrados en accidentes y ver la televisión. Y muestran docenas de rasgos peculiares compartidos, come el reírse incesantemente, dar unas respuestas interminables a preguntas sencillas, mojar tostadas con mantequilla en el café y, en el caso de Abigail van Buren y Ann Landers, escribir columnas de consejos indistinguibles en la prensa. Los picos y valles de sus electroencefalogramas (ondas cerebrales) son tan parecidos como los de una misma persona registrados en dos momentos distintos, y las arrugas de sus cerebros y la distribución de la materia gris en las zonas corticales son también similares43.
Los efectos que las diferencias de los genes producen en las diferencias de las mentes se pueden medir, y de los datos salta el mismo resultado aproximado —sustancialmente mayor que cero, pero sustancialmente menor que el cien por cien—, cualquiera que sea la vara con que se mida. Los gemelos univitelinos se parecen muchísimo más que los bivitelinos, se hayan criado juntos o no; los univitelinos que se crían separados son muy parecidos; los hermanos biológicos, criados juntos o aparte, se parecen mucho más que los hermanos de adopción. Muchas de estas conclusiones proceden de numerosos estudios realizados en los países escandinavos, cuyos gobiernos mantienen unas inmensas bases de datos sobre sus ciudadanos, y emplean los instrumentos de medición mejor validados que se conocen en psicología. Los escépticos han dado explicaciones alternativas que tratan de reducir a cero los efectos de los genes: sugieren que los gemelos univitelinos separados en el momento del parto pueden haber estado en hogares adoptivos similares; haber estado en contacto entre ellos antes de que se les hicieran las pruebas; que son muy parecidos y, por consiguiente, se les habrá tratado de la misma manera; y que, además de los genes, compartieron el seno materno. Pero, como veremos en el capítulo sobre los hijos, todas estas explicaciones se han comprobado y se han rechazado. Desde hace poco se pueden añadir nuevas pruebas. Los «gemelos virtuales» son la imagen contraria de los gemelos univitelinos criados por separado: son hermanos que no guardan relación alguna, uno o ambos son adoptados, y se han criado juntos desde la infancia. Aunque tienen la misma edad y se crían en la misma familia, la psicóloga Nancy Segal descubrió que sus puntuaciones en los test de coeficiente intelectual apenas tenían alguna relación44. Un padre de los que participaron en el estudio decía que, a pesar de los esfuerzos por tratarles de la misma forma, los hermanos virtuales son «como la noche y el día».
Los experimentos sobre hermanos gemelos y hermanos adoptados ofrecen unas sólidas pruebas indirectas de que las diferencias de las mentes pueden tener su origen en las diferencias de los genes. Hace poco, los genetistas localizaron algunos de los genes que pueden causar las diferencias. Un único nucleótido caprichoso de un gen llamado FOXP2 es causa de un trastorno hereditario del habla y el lenguaje45. Un gen de un mismo cromosoma, LIM-kinase1, produce una proteína que se encuentra en las neuronas en crecimiento y que ayuda a instalar la facultad de la cognición espacial: cuando se elimina el gen, la persona tiene una inteligencia normal, pero no sabe ensamblar objetos, disponer bloques ni copiar formas46. Una versión del gen IGF2R se asocia con una elevada inteligencia general, y explica hasta cuatro puntos del coeficiente intelectual y el 2 % de la variación de la inteligencia entre individuos normales47. Si uno tiene una versión más larga de la media del gen receptor de dopamina D4DR, tiene más probabilidades de ser un buscador de emociones, el tipo de persona que salta de los aviones, trepa por cascadas heladas o tiene relaciones sexuales con extraños48. Si uno tiene una versión más corta de una secuencia de ADN que inhibe el gen transportador de serotonina del cromosoma 17, tiene más probabilidades de ser neurótico y ansioso, la clase de persona que apenas sabe desenvolverse en las reuniones sociales, por miedo a molestar a alguien o comportarse como un estúpido49.
Los genes únicos que provocan grandes consecuencias son los ejemplos más espectaculares de los efectos de los genes en la mente, pero no son los ejemplos más representativos. La mayoría de los rasgos psicológicos son producto de muchos genes con efectos pequeños que se modulan por la presencia de otros genes, y no el producto de un único gen con un gran efecto que se ponga de manifiesto en cualquier circunstancia. Por esto los estudios sobre gemelos univitelinos (dos personas que comparten todos sus genes) demuestran sistemáticamente unos contundentes efectos genéticos sobre un rasgo incluso cuando la búsqueda de un único gen para ese rasgo no tiene éxito.
En 2001 se publicó la secuencia completa del genoma humano, y con él llegó la capacidad nueva y potente de identificar los genes y sus productos, incluidos aquellos que son activos en el cerebro. En la próxima década, los genetistas identificarán los genes que nos distinguen de los chimpancés; deducirán cuáles de ellos estuvieron sometidos a la selección natural durante los millones de años en que nuestros ancestros evolucionaron hasta llegar a ser humanos; determinarán qué combinaciones se asocian con las habilidades mentales normales, anormales y excepcionales; y empezarán a trazar la cadena de causalidad en el desarrollo fetal por la que los genes configuran los sistemas cerebrales que nos permiten aprender, sentir y actuar.
Las personas a veces temen que si los genes afectan de algún modo a la mente, deben determinarla en todos sus detalles. Es un error, por dos razones. La primera es que la mayoría de los efectos de los genes son probabilísticos. Si un hermano gemelo univitelino posee un rasgo, normalmente no hay más que una probabilidad entre dos de que el otro lo tenga, pese a tener en común un genoma completo. Los genetistas conductuales calculan que sólo más o menos la mitad de la variación en muchos rasgos psicológicos dentro de un entorno dado guarda relación con los genes. En el capítulo sobre los hijos, estudiaremos qué significa esto y de dónde procede la otra mitad de la variación.
La segunda razón de que los genes no lo son todo es que sus efectos pueden variar en función del medio. Un ejemplo sencillo se puede encontrar en cualquier manual de genética. Las diferentes variedades de trigo de un mismo campo tendrán distinta altura debido a sus genes, pero una única variedad de trigo plantada en campos diferentes —uno de secano y el otro de regadío— variará también en la altura debido al medio. Un ejemplo humano procede de Woody Allen. Aunque su fama, su fortuna y su habilidad para atraer a mujeres hermosas puede depender de que posee unos genes que destacan el sentido del humor, en Recuerdos [Stardust Memories] explica a un amigo de la infancia envidioso que existe también un factor medioambiental fundamental: «Vivimos en una sociedad que da un gran valor a los chistes […]. Si yo hubiera sido un indio apache, esos tipos no necesitaban comediantes, de modo que yo no funcionaría».
Habrá que averiguar en cada caso qué significan los descubrimientos de la genética conductual para nuestra comprensión de la naturaleza humana. Un gen aberrante que cause un trastorno demuestra que es necesaria la versión estándar de ese gen para tener una mente humana normal. Pero qué hace la versión estándar no es algo inmediatamente obvio. Si un engranaje con un diente roto golpetea en cada vuelta, no concluimos que el diente en su forma intacta eliminará ese golpeteo. Del mismo modo, un gen que perturbe el desarrollo de una habilidad mental no tiene por qué ser una versión defectuosa de un gen que cause esa habilidad. Es posible que produzca una toxina que interfiera en el desarrollo normal del cerebro, o puede ser que abra una rendija en el sistema inmunológico que permita que un elemento patógeno infecte el cerebro, o puede hacer que la persona parezca estúpida o siniestra y de esta forma influir en cómo reaccionen ante ella las demás personas. Antes, los genetistas no podían descartar las posibilidades aburridas (aquellas que no implican la función cerebral directamente) , y los escépticos insinuaban que todos los efectos genéticos podían ser aburridos, que no hacían sino combar o desfigurar una tabla rasa, y no eran una versión efectiva de un gen que ayudara a dar una estructura a un cerebro complejo. Pero los investigadores pueden vincular cada vez más los genes con el cerebro.
Un ejemplo prometedor es el gen FOXP2, asociado con un trastorno del habla y el lenguaje en una familia numerosa50. El nucleótido aberrante se ha encontrado en todos los miembros de la familia que padecen ese trastorno (y en una persona que no tenía relación con la familia y que padecía el mismo síndrome) , pero no se encontró en ninguno de los miembros sanos de la familia, ni en los 364 cromosomas de personas normales no relacionadas con ésta. El gen pertenece a una familia de genes para los factores de transcripción —proteínas que activan otros genes— de los que se sabe que desempeñan un papel importante en la embriogénesis. La mutación perturba la parte de la proteína que se pega a una región particular de ADN, el paso clave para activar él gen correcto en el momento adecuado. Parece que el gen es muy activo en el tejido cerebral del feto, y una versión estrechamente relacionada encontrada en los ratones participa de forma activa en el desarrollo de la corteza cerebral. Según los autores del estudio, todo esto indica que la versión normal de un gen desencadena una cascada de sucesos que ayudan a organizar una parte del cerebro en desarrollo.
El significado de la variación genética entre individuos normales (en oposición a los defectos genéticos que causan un trastorno) también se ha de considerar con cuidado. Una diferencia innata entre diversas personas no es lo mismo que una naturaleza humana innata que sea universal en toda la especie. El hecho de documentar las formas en que varían las personas no va a desvelar directamente el funcionamiento de la naturaleza humana, como el hecho de documentar las formas en que varían los automóviles no va a revelar directamente cómo funcionan los motores. No obstante, no hay duda de que la variación genética tiene implicaciones para la naturaleza humana. Si una mente puede variar genéticamente de muchas maneras, ha de tener muchas partes y atributos en los que influya la genética y que hagan posible la variación. Además, cualquier concepción de la naturaleza humana que se base en la biología (a diferencia de las concepciones tradicionales que se basan en la filosofía, la religión o el sentido común) debe predecir que las facultades que constituyen la naturaleza humana muestran una variación cuantitativa, aunque su diseño fundamental (cómo funcionan) sea universal. La selección natural depende de la variación genética y, aunque reduce esta variación al configurar los organismos a lo largo de generaciones, nunca la agota por completo51.
Cualquiera que resulte ser su interpretación exacta, los descubrimientos de la genética conductual son altamente perjudiciales para la Tabla Rasa y demás doctrinas que la acompañan. La tabla no puede ser rasa si los distintos genes la pueden hacer más o menos inteligente, articulada, aventurera, tímida, feliz, escrupulosa, neurótica, abierta, introvertida, dada a la risa tonta, torpe en la orientación espacial, o proclive a mojar tostadas con mantequilla en el café. Para que los genes afecten a la mente de todas estas formas, ésta ha de disponer de muchas partes o características a las que los genes pueden afectar. Asimismo, si la mutación o la eliminación de un gen pueden determinar una habilidad cognitiva tan específica como la construcción espacial, o un rasgo de la personalidad tan concreto como la búsqueda de sensaciones, ese rasgo puede ser un componente diferenciado de una psique compleja.
Además, muchos de los rasgos en los que influyen los genes distan mucho de ser nobles. Los psicólogos han descubierto que nuestras personalidades difieren en cinco sentidos principales: somos, en distintos grados, introvertidos o extravertidos, neuróticos o estables, indiferentes o abiertos a la experiencia, simpáticos u hostiles, y concienzudos o irreflexivos. La mayoría de los miles de adjetivos que se refieren a rasgos de la personalidad que pueda contener un diccionario se pueden relacionar con una de estas cinco dimensiones, incluidos pecados y defectos tales como los de ser desorientado, conformista, impaciente, intolerante, grosero, autocompasivo, egoísta, desconfiado, poco dispuesto a colaborar y poco de fiar. Las cinco dimensiones principales son hereditarias, y quizás el 40 o 50% de la variación de una población típica está relacionada con las diferencias de sus genes. El pobre desdichado que sea introvertido, neurótico, intolerante, egoísta y poco de fiar probablemente sea así debido en parte a sus genes, al igual, casi con toda seguridad, que el resto de nosotros que tenemos tendencias en cualquiera de esas direcciones si nos comparamos con nuestros compañeros.
No sólo los temperamentos desagradables son en parte hereditarios, sino también la propia conducta con sus consecuencias reales. Estudio tras otro se ha demostrado que la disposición a cometer actos antisociales, incluidos el mentir, robar, iniciar peleas y destruir la propiedad, es en parte hereditaria (aunque, como ocurre con todos los rasgos hereditarios, se ejerce más en unos entornos que en otros)52. De las personas que cometen actos realmente abyectos, como estafar a ancianos los ahorros de toda su vida, violar a mujeres o disparar contra los dependientes a los que se hace tumbar en el suelo durante un atraco, se dice a menudo que padecen una «psicopatía» o un «trastorno de personalidad antisocial»53. La mayoría de los psicópatas muestran signos de maldad desde la infancia. Acosan y molestan a los niños más pequeños, torturan a los animales, mienten habitualmente y son incapaces de empatizar o de sentir remordimientos, muchas veces a pesar de una situación familiar normal y de los mejores esfuerzos de sus angustiados padres. La mayor parte de los especialistas en psicología piensan que la causa está en una predisposición genética, aunque en algunos casos puede proceder de alguna temprana lesión cerebral54.
En cualquier caso, la genética y la neurociencia demuestran que no siempre se puede culpar de un corazón siniestro a los padres o a la sociedad.
Y los genes, aunque en modo alguno sellen nuestro destino, tampoco concuerdan fácilmente con la idea de que somos unos fantasmas en una máquina. Imaginemos que estamos dándole vueltas a una decisión: qué carrera escoger, si casarnos o no, a quién votar, qué ponernos al día siguiente. Por fin tomamos una decisión, cuando suena el teléfono. Es un hermano gemelo univitelino cuya existencia desconocíamos. Durante la feliz conversación descubrimos que nuestro hermano acaba de escoger una carrera similar, ha decidido casarse más o menos por las mismas fechas, piensa votar al mismo candidato y lleva una camisa del mismo color, todo lo que los genetistas conductistas que nos estudian habrían pronosticado. ¿Qué grado de criterio propio tuvo ese «nosotros» que tomó las decisiones, si el resultado se podría haber predicho de antemano, al menos de forma probabilística, a partir de unos sucesos que ocurrieron en las trompas de Falopio de nuestra madre hace ya bastantes años?
El cuarto puente entre la biología y la cultura es la psicología evolutiva, el estudio de la historia filogenética y de las funciones adaptativas de la mente55. Tiene la esperanza de comprender el diseño o el propósito de la mente, no en un sentido místico ni teológico, sino en el sentido del simulacro de ingeniería que está omnipresente en el mundo natural. Vemos estos signos de ingeniería por todas partes: en los ojos, que parecen diseñados para formar imágenes; en los corazones, que parecen diseñados para bombear la sangre; en las alas, que parecen diseñadas para el vuelo de las aves.
Darwin demostró, por supuesto, que la ilusión del diseño del mundo natural se puede explicar por la selección natural. Es cierto que el ojo está demasiado bien montado como para que haya aparecido por azar. Ninguna verruga, ningún tumor ni ningún producto de una gran mutación podía tener la fortuna de contar con un cristalino, un iris, una retina, unos conductos lacrimales, etc., todos perfectamente dispuestos para formar una imagen. Tampoco es el ojo una obra maestra de ingeniería literalmente concebida por un diseñador universal que creara a los humanos a su imagen y semejanza. El ojo humano es increíblemente parecido a los ojos de otros organismos, y tiene unos extravagantes vestigios de ancestros que se extinguieron; por ejemplo, una retina que parece que se haya instalado hacia atrás56. Los órganos actuales son réplicas de los órganos de nuestros ancestros, cuyo diseño funcionó mejor que sus alternativas, por lo que pudieron convertirse en nuestros ancestros57. La selección natural es el único proceso físico que conocemos que pueda simular procesos de ingeniería, porque es el único proceso en el que lo bien que algo funcione puede desempeñar una función causal en cómo llegó a existir.
La evolución es fundamental para comprender la vida, incluida la vida humana. Como todos los seres vivos, somos el resultado de la selección natural; hemos llegado hasta aquí porque heredamos unos rasgos que a nuestros ancestros les permitieron sobrevivir, encontrar pareja y reproducirse. Este hecho trascendental explica nuestros afanes más profundos: por qué tener un hijo ingrato duele más que la mordedura de una serpiente, por qué es una verdad reconocida universalmente que un hombre soltero que posea una buena fortuna debe buscar esposa, por qué no nos resignamos sumisos a la noche, sino que protestamos, protestamos por la muerte de la luz.
La evolución es fundamental para entendernos a nosotros mismos, porque los signos del diseño de los seres humanos no acaban en el ojo. Pese a su exquisita obra de ingeniería, el ojo no sirve para nada sin el cerebro. Su output no son las figuras sin significado del salvapantallas, sino la materia prima de un conjunto de circuitos que procesa una representación del mundo externo. Esta representación alimenta otros circuitos que interpretan el mundo mediante la asignación de unas causas a unos efectos y su distribución en categorías que hacen posibles unas predicciones útiles. Y esta interpretación, a su vez, trabaja al servicio de móviles como el hambre, el miedo, el amor, la curiosidad y la búsqueda del estatus y de la estima. Como ya he mencionado, las habilidades que nos parece que no requieren esfuerzo alguno —categorizar sucesos, la deducción entre causa y efecto y perseguir objetivos opuestos— son grandes desafíos en el diseño de un sistema inteligente, unas habilidades que los diseñadores de robots intentan reproducir, de momento sin éxito.
Así pues, los signos de la ingeniería de la mente humana siguen manifestándose, por eso la psicología siempre ha sido evolutiva. Las facultades cognitivas y emocionales siempre se han reconocido como no aleatorias, complejas y útiles, y esto significa que deben ser producto o del diseño divino o de la selección natural. Pero hasta hace poco, la evolución raramente se invocaba explícitamente en el ámbito de la psicología, porque en muchos temas la intuición tradicional sobre qué es adaptativo basta para avanzar. No necesitamos que un biólogo evolutivo nos diga que la percepción de la profundidad evita que un animal caiga por el precipicio y se estrelle contra los árboles, que la sed impide que se deshidrate, o que es mejor recordar qué funciona y qué no que ser amnésico.
Pero en otros aspectos de nuestra vida mental, sobre todo en el reino de lo social, no es tan fácil adivinar la función de una facultad. La selección natural favorece a los organismos que saben reproducirse en un determinado medio. Cuando el medio consiste en piedras, hierba y serpientes, es evidente qué estrategias funcionan y cuáles no. Pero cuando el medio relevante consiste en otros miembros de la especie que desarrollan sus propias estrategias, ya no es tan evidente. En el juego de la evolución, ¿es mejor ser monógamo o polígamo?, ¿afable o agresivo?, ¿cooperador o egoísta?, ¿indulgente con los hijos o severo?, ¿optimista, pragmático, pesimista?
Ante preguntas de este tipo, de nada sirven los presentimientos, y por esto la biología evolutiva cada vez se ha ido acercando más a la psicología. Los biólogos evolutivos aseguran que es un error pensar que algo que propicie el bienestar de las personas —la cohesión del grupo, evitar la violencia, las relaciones monógamas, el placer estético, la auto-estima— sea una «adaptación». Lo que es «adaptativo» en la vida cotidiana no es necesariamente una «adaptación» en el sentido técnico de ser un rasgo favorecido por la selección natural en la historia evolutiva de una especie. La selección natural es el proceso moralmente indiferente en el que los reproductores más eficaces superan a las alternativas y llegan a prevalecer en una población. Por consiguiente, los genes seleccionados serán los «egoístas», en la metáfora de Robert Dawkins (más exactamente, los megalómanos, aquellos que hacen más copias de sí mismos)58. Una adaptación es cualquier cosa que aportan los genes que les ayude a cumplir esta obsesión metafórica, satisfaga o no las aspiraciones humanas. Y ésta es una concepción sorprendentemente distinta de nuestras intuiciones cotidianas sobre la finalidad del diseño de nuestras facultades.
La megalomanía de los genes no significa que la benevolencia y la cooperación no puedan evolucionar, como la ley de la gravedad demuestra que el vuelo no puede mejorar. Sólo significa que la benevolencia, como el vuelo, es un estado especial de las cosas que requiere una explicación, y no algo que simplemente ocurra. Puede evolucionar sólo en determinadas circunstancias y debe contar con el apoyo de toda una serie de facultades cognitivas y emocionales. Así que la benevolencia (y otros móviles sociales) se debe situar en primer plano, en vez de tratarla como parte del decorado. En la revolución sociobiológica de los años setenta, los biólogos evolutivos reemplazaron la confusa idea de que los organismos evolucionan para servir al mayor bien por deducciones sobre qué tipo de móviles es probable que evolucionen cuando los organismos interactúan con los hijos, las parejas, los hermanos, los amigos, los extraños y los adversarios.
Cuando las predicciones se combinaron con algunos hechos básicos sobre el modo de vida de los cazadores-recolectores al que evolucionaron los seres humanos, resultó que partes de la psique que anteriormente eran inescrutables tenían unos principios tan legibles como los de la percepción de la profundidad y la regulación de la sed. El gusto por la belleza, por ejemplo, capta las caras que muestran signos de salud y fertilidad, justo lo que uno habría previsto en la evolución para ayudar a quien contempla encontrar la mejor pareja59. Los sentimientos de simpatía, gratitud, culpa e ira permiten que las personas se beneficien de la cooperación sin que les exploten los mentirosos y tramposos60. La fama de duro y la sed de venganza eran la mejor defensa contra la agresividad en un mundo en que no se podía llamar al 091 para avisar a la policía61. Los niños adquieren el lenguaje hablado de forma instintiva, pero el escrito lo aprenden sólo con el sudor de su frente, porque el lenguaje hablado ha sido una característica de la vida humana durante decenas o cientos de milenios, mientras que el escrito fue invención reciente y que se extendió muy despacio62.
Nada de esto significa que las personas luchen literalmente por reproducir sus genes. Si así funcionara la mente, los hombres harían cola en los bancos de esperma y las mujeres pagarían para que se fertilizaran sus óvulos e impedir que cayeran en manos de parejas estériles. Sólo significa que los sistemas heredados para aprender, pensar y sentir tienen un diseño que, en términos medios, condujo a una mejor supervivencia y reproducción en el medio en que evolucionaron nuestros ancestros. A las personas les gusta comer y, en un mundo sin comida basura, esto les condujo a tener que nutrirse ellos mismos, aunque el contenido nutritivo de los alimentos jamás entrara en sus mentes. A las personas les gusta el sexo y aman a los hijos y, en un mundo sin anticonceptivos, esto era suficiente para que los genes cuidaran de sí mismos.
La diferencia entre los mecanismos que impulsan a los organismos a comportarse en el tiempo real y los mecanismos que configuraron el diseño del organismo a lo largo del tiempo evolutivo tiene la suficiente importancia como para merecer cierta jerga. Una causa próxima de la conducta es el mecanismo que pulsa los botones de la conducta en el tiempo real, tales como el hambre y el deseo, que llevan a las personas a comer y a tener relaciones sexuales. Una causa última es el principio adaptativo que hizo que la causa próxima evolucionara; por ejemplo, la necesidad de nutrición y reproducción que nos dieron los impulsos del hambre y el deseo. La distinción entre causalidad próxima y última es indispensable para comprendernos a nosotros mismos, porque determina la respuesta a toda pregunta del tipo: «¿Por qué actuó como lo hizo esa persona?». Para poner un ejemplo sencillo, las personas practican el sexo en última instancia para reproducirse (porque la causa última del sexo es la reproducción), pero en primera (o próxima) instancia pueden hacer todo lo que les sea posible para no reproducirse (porque la causa próxima del sexo es el placer).
La diferencia entre objetivos próximos y últimos es otro tipo de prueba de que no somos una tabla rasa. Siempre que las personas se afanan en pos de recompensas evidentes, como la salud o la felicidad (lo cual tiene sentido tanto desde la perspectiva próxima como desde la última), se puede suponer razonablemente que la mente está equipada sólo con un deseo de ser feliz y sano y un cálculo de causa y efecto que les ayuda a conseguir lo que quieren. Pero a menudo las personas tienen deseos que subvierten su bienestar próximo, unos deseos que no saben articular y que (junto con la sociedad) pueden intentar extirpar sin éxito. Pueden desear a la mujer del prójimo, comer hasta enfermar, explotar por desprecios mínimos, no saber amar a los hijastros, ponerse nerviosas como respuesta a un elemento estresante que no saben combatir o del que no pueden huir, extenuarse por conseguir no ser menos que los demás o por ascender en el trabajo, y preferir un compañero de cama muy atractivo a otro más normal pero fiable. Estos impulsos personalmente desconcertantes tienen una lógica evolutiva transparente, e indican que la mente está llena de antojos configurados por la selección natural, y no de un deseo genérico de bienestar personal.
Las psicología evolutiva también explica por qué la tabla no es rasa. La mente se forzó en la competición darwiniana, y un medio inerte habría sido superado por unos rivales equipados con una alta tecnología: con unos sistemas de percepción agudos, unos espabilados solucionadores de problemas, unos estrategas astutos y unos prácticos circuitos de retroalimentación. Y lo que es aún peor: si nuestras mentes fueran realmente maleables, nuestros rivales las manipularían fácilmente, y podrían moldearnos o condicionarnos para que atendiéramos sus necesidades en vez de las nuestras. Una mente maleable se descartaría pronto en la selección.
Los investigadores de las ciencias humanas han empezado a desarrollar la hipótesis de que la mente evolucionó con un complejo diseño universal. Algunos antropólogos han vuelto a un registro etnográfico que solía pregonar las diferencias entre las culturas, y han descubierto una serie sorprendentemente detallada de aptitudes y gustos que todas las culturas tienen en común. Esta forma compartida de pensar, sentir y vivir hace que parezcamos una única tribu, a la que el antropólogo Donald Brown ha denominado el Pueblo Universal, por la Gramática Universal de Chomsky63. En todas las sociedades documentadas se pueden encontrar cientos de rasgos comunes, desde el miedo a las serpientes a los operadores lógicos; desde el amor romántico a los insultos graciosos; desde la poesía a los tabúes sobre la comida; desde el intercambio de bienes al duelo por los muertos. No es que toda conducta universal refleje directamente un componente universal de la naturaleza humana; muchas surgen de la interacción de las propiedades universales de la mente, las propiedades universales del cuerpo y las propiedades universales del mundo. No obstante, la gran riqueza y el exquisito detalle con que se manifiesta el Pueblo Universal supone un impacto para cualquier idea de que la mente es una tabla rasa o que las culturas pueden variar sin límites, y en el listado siempre hay algo para refutar casi cualquier teoría que parta de esas intuiciones. Nada puede sustituir al propio listado de Brown, que, con su permiso, se reproduce como apéndice (véase la página 627).
La idea de que la selección natural ha dotado a los seres humanos de una mente compleja universal ha recibido el apoyo de otros campos. Los psicólogos infantiles no creen ya que el mundo del niño sea una confusión radiante y sonora, porque han encontrado signos de las categorías básicas de la mente (como las referentes a los objetos, las personas y las herramientas) en los niños más pequeños64. Los arqueólogos y paleontólogos han descubierto que los seres humanos prehistóricos no eran unos trogloditas salvajes, sino que ejercitaban su mente con el arte, el ritual, el comercio, la violencia, la cooperación, la tecnología y los símbolos65. Y los primatólogos han demostrado que nuestros parientes velludos no son como ratas de laboratorio que esperan ser condicionadas, sino que están dotados de muchas facultades complejas que se solían considerar exclusivamente humanas, incluidos los conceptos, un sentido espacial, el uso de herramientas, los celos, el amor de los padres, la reciprocidad, la conciliación y las diferencias entre los sexos66. Con tantas habilidades mentales que aparecen en todas las culturas humanas, en los niños antes de que asimilen la cultura, y en criaturas que tienen poca o ninguna cultura, la mente ya no parece un bulto informe al que ésta haya dado forma.
Pero la doctrina que este nuevo pensamiento revolucionario más despiadadamente ha desacreditado es la del Buen Salvaje. Nada que sea completamente bueno es previsible que sea producto de la selección natural, porque en la competición entre los genes por la representación en la generación siguiente los tipos buenos suelen llegar los últimos. Los conflictos de intereses son omnipresentes entre los seres vivos, ya que dos animales no se pueden comer el mismo pez ni monopolizar la misma pareja. En la medida en que los móviles sociales son adaptaciones que maximizan las copias de los genes que los produjeron, debieran estar diseñados para prevalecer en tales conflictos, y una forma de prevalecer es neutralizar la competición. Como afirmaba William James, con cierta ampulosidad: «Nosotros, los representantes lineales de los protagonistas vencedores de una escena de masacre tras otra, debemos, cualesquiera que sean las otras virtudes pacíficas que podamos poseer, seguir llevando a cuestas, preparados para hacer explotar en llamas en cualquier momento, los rasgos de carácter ardientes y siniestros gracias a los que sobrevivieron a tantas matanzas, hiriendo a los demás y manteniéndose ellos ilesos»67.
Desde Rousseau hasta el editorialista del Día de Acción de Gracias que mencioné en el capítulo 1, muchos intelectuales han creído en la imagen de unos indígenas pacíficos, igualitarios y amantes del medio ambiente. Pero en los últimos veinte años los antropólogos han ido reuniendo datos sobre la vida y la muerte de sociedades preestatales, en vez de aceptar unos estereotipos artificiosamente cómodos. ¿Y qué han descubierto? Brevemente: Hobbes tenía razón, Rousseau estaba equivocado.
Para empezar, las historias sobre la supuesta existencia de tribus que nunca han oído hablar de la violencia no son más que leyendas urbanas. Las descripciones que Margaret Mead hacía de los pacíficos pueblos de Nueva Guinea y de los sexualmente indiferentes de Samoa se basaban en estudios superficiales y eran casi obstinadamente falsas. Como bien documentó posteriormente el antropólogo Derek Freeman, los samoanos pueden pegar o matar a sus hijas si no llegan vírgenes a la noche de bodas, un joven que no sepa cortejar a una virgen puede violar a otra para obligarla a fugarse, y la familia de un marido a quien engañe su mujer puede atacar y matar a la adúltera68. Elizabeth Marshall Thomas describía a los kung-san del desierto de Kalahary como «gente inofensiva», en un libro que lleva este título. Pero en cuanto los antropólogos acamparon el tiempo suficiente para reunir datos, descubrieron que los kung-san tienen un índice de criminalidad superior al de zonas urbanas deprimidas estadounidenses. Descubrieron también que, hacía poco, un grupo de los kung-san, para vengar un asesinato, se había infiltrado en el grupo del asesino y había ejecutado a hombres, mujeres y niños mientras dormían69. Pero los kung-san al menos existen. A principios de los años setenta, en el New York Times Magazine se informaba del descubrimiento de los «buenos tasaday» de la selva tropical de Filipinas, un pueblo que no tenía palabras para designar el conflicto, la violencia o las armas. Resultó que los tasaday eran unos granjeros locales que se habían vestido con unas hojas para hacerse una foto, con el fin de que los compinches de Ferdinand Marcos pudieran hablar de su «patria» como una reserva y disfrutar en exclusiva de los derechos mineros y madereros70.
Antropólogos e historiadores también han ido contando cadáveres. Muchos intelectuales aducen el reducido número de bajas en las sociedades preestatales como prueba de que la guerra primitiva es en gran medida un ritual. No se dan cuenta de que dos muertes en una banda de cincuenta personas equivale a diez millones de muertes en un país del tamaño de Estados Unidos. El arqueólogo Lawrence Keeley ha resumido la proporción de muertes de varones debidas a la guerra en una serie de sociedades de las que se dispone de datos71:
Las ocho primeras barras, que van desde casi el 10% a casi el 60%, se refieren a pueblos indígenas de América del Sur y Nueva Guinea. La barra casi invisible de la parte inferior corresponde a Estados Unidos y Europa en el siglo XX, e incluye las estadísticas de dos guerras mundiales. Además, Keeley y otros autores han señalado que los pueblos indígenas se toman muy en serio la guerra. Muchos de ellos fabrican armas tan dañinas como les permite su tecnología, exterminan a sus enemigos siempre que pueden, torturan a los prisioneros, hacen de ellos trofeos y celebran banquetes con su carne72.
Si en vez de muertos se cuentan sociedades, las cifras son igualmente sombrías. En 1978, la antropóloga Carol Embert ponía de manifiesto que se sabe que el 90% de las sociedades cazadoras-recolectoras participan en guerras, y el 64% las libran al menos una vez cada dos años73. Esa cifra del 90%) puede ser incluso superior, porque muchas veces los antropólogos no pueden estudiar una tribu durante el tiempo suficiente para contabilizar estallidos que se produzcan cada diez años más o menos (imaginemos un antropólogo que estudiara a los pacíficos europeos entre 1918 y 1938). En 1972, otro antropólogo, W. T. Divale, investigó a 99 grupos de cazadores-recolectores de 37 culturas, y descubrió que 68 estaban en guerra en ese momento, 20 lo habían estado entre cinco y veinticinco años antes, y todos los demás hablaban de guerras más alejadas en el tiempo74. Basándose en estos estudios etnográficos, Donald Brown incluye en los universales humanos el conflicto, la violación, los celos, el dominio y la violencia de coalición masculina75.
Es comprensible, sin duda, que las personas sean reacias a reconocer la violencia de las sociedades preestatales. El estereotipo del salvaje salvaje se utilizó durante años para eliminar a los pueblos indígenas y robarles sus tierras. Pero tampoco es necesario pintar una imagen falsa de un pueblo como pacífico y ecológicamente consciente con el fin de condenar los grandes crímenes que se cometan en su contra, como si el genocidio sólo fuera execrable cuando las víctimas son simpáticas.
La preponderancia de la violencia en el tipo de entornos en que evolucionamos no significa que nuestra especie tenga ansias de muerte, una sed innata de sangre ni un imperativo territorial. Existen buenas razones evolutivas para que los miembros de una especie inteligente intenten vivir en paz. Muchas simulaciones por ordenador y muchos modelos matemáticos han demostrado que la cooperación es rentable desde el punto de vista evolutivo, siempre y cuando los cooperantes dispongan de unos cerebros con la combinación correcta de facultades cognitivas y emocionales76. De modo que si el conflicto es un universal humano, también lo es la resolución de conflictos. Todos los pueblos, junto a los móviles repugnantes y salvajes, muestran toda una serie de otros móviles más amables y agradables: un sentido de la ética, la justicia y la comunidad, una capacidad para prever las consecuencias de una determinada actuación y un amor por los hijos, los cónyuges y los amigos77. Que un pueblo vaya a dedicarse a la violencia o se esfuerce por mantener la paz depende del conjunto de móviles que adopte, un tema del que me ocuparé extensamente en los capítulos siguientes.
Pero no todos se van a tranquilizar con estas palabras, porque corroen el tercer supuesto tan querido de la vida intelectual moderna. El amor, la voluntad y la conciencia se encuentran en la descripción tradicional de la labor del alma, y siempre se han opuesto a las funciones meramente «biológicas». Si esas funciones también son «biológicas» —es decir, adaptaciones evolutivas implementadas en el circuito del cerebro—, entonces el espíritu se queda con menos aún por hacer y también se le podría jubilar para siempre.