Capítulo 14

DE LA MANO

 

(Ayer tu madre, sin venir a cuento —ni sabe aún que te estoy escribiendo cada día—, ha comentado casi de pasada, con un dolor sencillo, que una de las cosas que más echa de menos es no haber podido llevarte nunca de la mano. Fíjate, Cris, después de haber luchado ya ni sé cuántas veces para arrancarte de la muerte, hoy de pronto confiesa que lo que le duele es no haberte llevado nunca de la mano, ese gesto tan simple, tan metafórico también, que yo mismo usé —mintiéndome o enmascarando la verdad— cuando escribí sobre tu hermano y sobre ti:

 

Comprendedme tan solo;

comprended a este hombre

que os llevó de la mano

mientras pudo,

que lloró por vosotros,

con vosotros,

y que nunca os bendijo

ni os ungió con mentiras.

 

No era cierto, Cris, no era cierto; tan solo se trataba de una licencia porque nunca hemos podido llevarte de la mano, no se nos ha concedido ese derecho que encierra tantas cosas: el milagro de ver cómo un día te yergues sobre la tierra, te pones en pie —miles de años han tardado los hombres en su evolución hasta lograrlo—, esos primeros pasos vacilantes y esas manos que se acercan con urgencia para ayudarte en la aventura suprema de aprender a caminar.

Pero no es eso solo lo que duele, hijo; sobre todo, lo que de verdad se clava en el recuerdo y deja huella es la carencia de todo lo que eso significa, esa entrega mutua, ese depositar inconsciente en nosotros tu seguridad, ese placer efímero de guiarte hacia la vida que te espera, hacia ese vértigo llamado libertad que hubiera tenido que ser tu destino.

Qué detalle más pequeño, qué poco dura esa dependencia de llevar de la mano al hijo, de ofrecerle ese seguro y cómo duele aún, después de tantos años, su carencia.

Los vacíos forman parte de la realidad, son la realidad no tangible, pero existen y nuestro mundo, Cris, está lleno e huecos, de vacíos.

Es la mano de tu madre vacía de tu mano.

Son tus ojos sin lágrimas, tu boca sin palabras).