Capítulo 38

LÁGRIMAS

 

Los médicos han decido ponerte una sonda nasogástrica para poder alimentarte. Mamá no está y doy gracias a los dioses de que así sea.

Van a hacerlo. Yo te sujetaré las manos y poco a poco el tubo entrará por tu nariz e irá bajando hasta que llegue y entre en el estómago. Hay que hacerlo despacio, con cuidado; es posible que no entre a la primera, que te salga por la boca.

—Traga, Cristóbal, hijo, traga —dice la enfermera con un dolor que comparte generosa.

—Cristóbal no va a tragar, Cristóbal no entiende lo que le pides.

No sé cuánto tiempo pasó. Al fin la sonda llegó donde debía y todos respiraron con alivio. Entonces pude mirarte; iba a secarte el sudor de la frente con una toalla mojada.

Entonces me encontré con ellas y el corazón se partió.

Estaban allí, inmóviles aun en tus mejillas. Nunca antes la había visto.

Habías llorado, hijo, habías llorado.

Por primera vez, sin ruido, sin aviso, sin saber qué pasaba, y yo más preocupado de sujetarte para que la sonda no saliera por la boca o no rozara el pulmón y sin ver tus ojos.

Y tú lloraste en silencio y yo ni me di cuenta.

Aún tenías tres lágrimas en las mejillas cuando iba a refrescarte la frente con una toalla húmeda.

Allí estaban tus lágrimas mirándome, quietas, bajo tus párpados, inmóviles, esperándome, sin llegar a caer, quietas bajo tus párpados.

Y entonces me rompí.

Esperé a que todos se hubieran ido y me rompí y maldije y te besé y acaricié tus manos y pasé muy despacio mis dedos por tus ojos mientras te amaba con un amor lleno de luz, de miedo y de ternura; con un amor desesperado.

Eran tres lágrimas, tus primeras tres lágrimas después de tantos años y se quedaron ahí, junto a tus ojos, mudas, quietas, mirándome.

Debí recogerlas en un cáliz y beberlas.

Toma y bebe porque este es el cáliz de sus lágrimas, porque este es el cáliz de su dolor y de su vida.