Capítulo 23

DIOS (3)

 

Han pasado los años y es ahora, cuando empieza de verdad a revelarse la vejez con toda su crudeza, cuando vuelvo los ojos al pasado para encontrar respuestas a este jinete que galopa sin descanso. De nuevo la agonía como expresión de la vida misma, de la lucha del hombre por mantenerse vivo y que en mi caso al menos se trata sobre todo de una confrontación humilde entre lo que la razón me dice y el corazón quisiera.

Borges o Saramago hablaron alguna vez de su agnosticismo místico, lo mismo que Pániker se sentía cómodo con la idea de un dios cómplice; todos, desde luego, lejos de una Iglesia oficial que resulta en muchos casos no solo despreciable sino pecadora. Pero no hace falta recurrir a intelectuales. Aún tenemos pendiente C y yo (C es el padre de H, compañera tuya de calvario, Cris) una charla larga sobre todo esto que no es nada sencillo de resolver si quiero ser coherente con mis propios pensamientos.

Lo fácil es ser ateo o católico sin más. Negar absolutamente o creer sin preguntarte por qué crees. No soy ni lo uno ni lo otro. C tampoco; él tiene una fe cierta —y creo que envidiable— porque se ha hecho su propia religión, no una religión a su medida, que eso tiene trampa, sino una interpretación comprometida, reflexionada, profunda y que, naturalmente, se enfrenta de forma radical a la mitología de una Iglesia que sigue siendo dogmática.

Me gustaría ser como él, tener su seguridad —incluso sus dudas— y mantener así una cierta esperanza, pero no puedo aceptar la idea de un Dios personal, Creador, Padre y Redentor nuestro.

(Ahora que te hablo de Dios, me viene a la memoria la plegaria que desde pequeño decía en latín, sin ni siquiera saber lo que decía y, creo, tiene el origen en un milagro narrado en los Evangelios que Jesús hizo en la persona del criado enfermo de un soldado romano que fue a buscarle y le dijo: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarle». Y el Señor, tras alabar su fe, respondió: «Anda; que te suceda como has creído». Y en aquella hora sanó el criado. Así de fácil.

Cuántas veces en los primeros días terribles de tu vida esperé yo algo parecido, pero mucho más humilde; no volver a casa y que mi hijo hubiera «sanado», no pedía algo tan aparatoso. Le decía: «Dios, quien quiera que seas, dónde quiera que estés, contempla a mi hijo que ha nacido inocente, sin culpa y sufre y sufre; solo te pido un poco de dignidad para su vida, solo te pido una evolución menos dura, una pizca de libertad para él, reparte su cruz conmigo si es necesario, pero él es inocente, no se merece nada de esto, es inocente».

Pero, como te dije, Cris, Dios guardó silencio.

Lo sé; aquel discurso —además de una necesidad— no era sino una reminiscencia de muchos años de educación, pero hoy me hace sonreír con ternura y un respeto infantil. Seguramente confunda la fe con la angustia, pero la fe, por lo visto es un don que tal vez me llegó en su momento y lo debí perder por el camino. El teólogo Guillermo Juan Morado explica categórico un principio que la Iglesia aún admite: «La doctrina católica enseña, por ello, que la fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios. Es Él quien perfecciona, con su ayuda, la potencia de nuestro entendimiento para que pueda abrirse a lo que, por sí mismo, no podría abrirse nunca: la vida íntima de Dios».

… en fin).

Ahora sigo en esa agonía y cada vez más creo que Dios es el conjunto de todo, que todo conforma la divinidad y que tú, Cris, hijo mío, no eres parte de Dios, sino que lo conformas junto al resto de cuanto nos rodea. La verdad es que no sé muy bien qué es todo esto y la única conclusión que hoy me parece válida es vulgar y se podría enunciar de mil maneras filosóficas, pero para qué: solo se trata de ser eso que la gente llama «una buena persona».