Capítulo 26
TU LLEGADA (2)
No había flores, Cris. No había ramos de flores ni cajas de bombones ni ese revuelo tan alegremente perturbador de las visitas. Tu llegada al mundo apenas se celebró en aquella habitación del hospital que era un silencio vacío de alegría.
«Hemos tenido un mecano —explicaba yo a tu madre para intentar desdramatizar—, hay que terminar de hacerlo, colocarle el remate final. Le van a fijar la lengua mañana mismo y todo será más fácil, ya verás. Pero está bien, tú descansa, está bien. Mañana todo será más fácil».
Y la noche entraba por la ventana silenciosa y tu madre sentía el vacío en su vientre rajado, tu vacío en sus manos, el vacío de una cuna vacía en el nido de aquel hospital, tu cuna de tan solo unas horas boca abajo para que no te ahogaras con tu propia lengua hasta que la ambulancia llegó rompiendo aquel ambiente de normalidad fingida y te llevó camino de la salvación o de la nada, camino de un destino que nadie podía pronosticar, del que nadie sabía.
No es fácil, Cris, llenar de flores la desgracia, vestir con puntillas la desnudez del dolor, endulzar con bombones la amargura ni sonreír ante una madre que ni siquiera ha tenido tiempo de conocer al hijo. Nueve meses juntos y de un solo tajo la separación, el exilio, la soledad de los dos unida por el puente inútil de un hombre arrumbado por la ignorancia que intenta disimular con una pátina de tranquilidad lo que era ya una tragedia consumada.
«Ya verás, todo será más fácil cuando le fijen la lengua, son cuatro puntos de nada. Todo irá bien, no es nada. Descansa, necesitas descansar».
Y por la noche sacaban al pasillo de la maternidad privada cantidad de ramos de flores y se oía el llanto dulce de los recién nacidos mecidos por sus gentes, las risas, el ir y venir apresurado de amigos y familias de aquellas mujeres que, como tu madre, habían convivido nueves meses con quienes hoy, ya libres, buscaban en sus pechos el calor de la leche y el abrazo.
No, no hubo muchas visitas ni regalos tras tu llegada al mundo. En realidad, no sabemos qué hacer en estos casos, no sabemos si es mejor respetar el silencio y la angustia, no sabemos si nuestra visita va a calmar ese miedo o inevitablemente hay que preguntar sabiendo que cada pregunta es una nueva herida que se abre sobre la gran herida ya abierta.
Hay tantas soledades que se podría hacer un catálogo, una guía, clasificarlas de mil formas. Las soledades nos llevan.
La tuya hubiera sido la primera. Tu soledad protegida por esa cápsula que llamamos incubadora. Allí estabas, ajeno a todo lo que no fuera defender tu vida por instinto, sobreviviente ya desde el primer instante. Pero solo. Solo en tu incubadora en aquella sala tan llena de otras soledades iguales que la tuya. Aquella sala iluminada siempre y blanca. Solo sin saber que estabas solo. Solo sin conciencia de tu drama, sin reconocer siquiera aquella tremenda soledad. Solo con tu dolor. Niño exiliado de ese vientre amoroso de tu madre, cobijo tibio, tan tuyo y tan suyo.
Tan suyo.
La soledad de tu madre.
(Es inútil intentarlo. Jamás tendré las palabras exactas para ese desencuentro, para narrar esa soledad, para explicarte sus silencios y sus palabras, sus miradas, todo lo que podría pasar por aquella imaginación postrada y dolorida aún. Solo puedo imaginar su angustia, el miedo a preguntar detalles de su hijo ausente, lejano y enfermo. No, no, claro; no era miedo a preguntar, lo terrible
Yo intentaba dar las explicaciones justas, no engañarle sobre ti. Pero es que ni siquiera sabía qué decir porque desconocía lo que estaba pasando, lo que podía pasar, lo que seguramente pasaría.
Todo ocurría como fuera del tiempo, era un vértigo, un enorme agujero negro que devoraba cualquier atisbo de comprensión. Y cada día la cita con los médicos, el encuentro programado con el cristal por medio, la distancia insalvable de tu vida y la mía, de tu vida y la suya.
Y ella
«Ella me preguntaba de cosas ignoradas y yo le respondía de cosas imposibles…».
Lo escribió Juan Ramón, pero no había de fondo ninguna dulce música de piano. Ella me preguntaba de cosas que yo ignoraba y yo de vez en cuando le medio mentía con respuestas imposibles.
¿Cuál era tu verdad, Cris, cuál era realmente la verdad? Tu verdad solo podía ser el minuto siguiente, el instante apenas perceptible entre una respiración y otra. Tu verdad era que pasara ese minuto, y que luego pasara otro y otro y