Capítulo 37
QUÉ HACER
No te voy contar lo que ya sabes; quiero decir: lo que no sabes pero has vivido en tus carnes de gorrión sin alas. No voy a insistir en cada pinchazo, en cada prueba, en cada hora batallando con la mascarilla de oxígeno, en la cara de los médicos demasiado seria, tal vez desconcertada, y la sonrisa abierta pese a todo de las enfermeras que se empeñaban en hablarte y era hermoso porque ellas sabían que no iba a haber respuesta.
Llegaste por una posible neumonía —otra más—, pero de pronto tus pulmones tantas veces dañados no fueron el problema. Tenías el vientre hinchado y duro, hinchado como el de esos niños hijos de la miseria y la injusticia que se mueren en África con la tripa llena de hambre.
Desde el enorme ventanal de tu habitación aséptica se veía el parque del Oeste, la Casa de Campo, cómo se derramaba Madrid en cada ocaso entre colores púrpuras, anaranjados, azules y violetas. Pero el paisaje carecía de figura. Tú estabas al otro lado de cada atardecer sobre tu cama articulada y el pronóstico no era bueno. No había, como en aquella ocasión, la más atroz de nuestras vidas, un peligro inminente. Los pulmones no mejoraban, pero el problema era tu vientre hinchado y dolorido y no descartaban una intervención quirúrgica. Te palpaban los médicos y cerrabas los ojos y apretabas muy fuerte nuestras manos, la mano firme de tu madre, mi mano. Nos acercábamos a ti y te susurrábamos despacio y bajito que pronto acabaría, que tranquilo. Pero tus pies se contraían, y aunque ningún quejido salía de tu boca, era demasiado fácil comprender que sufrías.
¿Cuánto, Cris, cuánto te duele?
Los dedos de tus pies se apretaban y cerrabas los ojos muy, muy fuerte y te agarrabas a nuestras manos.
Yo quería decir que lo dejaran ya, que ya era suficiente. Que por favor no más. Y Madrid era un océano escarlata al otro lado de la ventana mientras en la habitación solo había aparatos con suero, mascarillas, estetoscopios buscando silbidos y sonidos metálicos en tu cuerpo tan nuestro, tan amado. La habitación se llenaba de batas blancas que miraban, palpaban, escuchaban.
—¿Te duele aquí, Cristóbal?
—Cristóbal no va a contestar, doctor, Cristóbal no se comunica con palabras.
Y los de digestivo se iban para valorar si te abrían la tripa y hurgaban en tu interior en busca de algo, lo que fuera, que había paralizado la función intestinal.
Cris, Cris; qué desmesurado es todo esto; cuando aquella vez, el día más atroz de nuestras vidas, al menos no sufrías. Ahora sí, y hay un peligro cierto, pero no has pasado la frontera como entonces. Ahora todo es demasiado cruel; ahora todo resulta demasiado agresivo, doloroso, se te nota que sufres y eso me resulta
¿Qué hacemos, Cris? ¿Qué puedo hacer por ti?
Recuerdo la estrofa de una durísima canción de Víctor Manuel, en la que una madre se preguntaba ante el drama de su hijo:
Qué te puedo dar, que no me sufras,
qué te puedo dar
que no te hunda,
que no vea en tus ojos
reflejos de cristal,
que me mata tu angustia,
que me puede tu mal.
Qué te puedo dar.
¿Qué hacemos, Cris? Realmente, ¿qué podemos hacer por ti?