Capítulo 22

DIOS (2)

 

Cuando llegaste al mundo, inocente, sin culpa, sin pasado y apenas sin futuro, cuando aquel vértigo injusto se hizo carne, tu carne que habitó entre nosotros, cuando fallaron todos los protocolos y fuiste el resultado previsto por alguna estadística, cuando el «error» —nadie sabe de quién— atravesó un Madrid de nieve camino del sufrimiento y de la incierta vida, entonces miré a Dios otra vez, a aquel Dios abandonado y tan solo necesario —y no lo sé— al margen de su Iglesia. Miré a Dios sin dirigirle la palabra; tan solo le miré esperando una respuesta, no la respuesta, tal vez solo su complicidad, su sonrisa, no sé.

Pero Dios no tenía nada que decirme.

La única respuesta de Dios fue su silencio.

Sus intérpretes hablaban tratando de justificar lo injustificable, tenían argumentos que se estrellaban siempre contra tus ojos inocentes, palabras de consuelo, palmadas de esperanza, nada. Todas las religiones que aceptan sin más a un Dios bueno y cercano al hombre, a un Dios Padre, nada tienen que decir frente al dolor injusto, solo miran hacia otro lado y disimulan cuando se enfrentan al sufrimiento sin causa, al desastre natural, hablan de libertad y se meten en laberintos trascendentes que se rompen como un papel de seda frente a la desmesura de una realidad inexplicable por injusta.

Yo miré a Dios esperando algo.

Le dije: «Estoy aquí, Dios, yo estoy aquí y te abro mis brazos, estoy aquí y te pregunto, sin restos ya de orgullo cosas muy sencillas, te pregunto por qué mi hijo y no yo. Tú sabes, deberías saber que te hubiera cambiado mi vida por la suya sin pensarlo, con dolor, claro, con el mismo dolor que tú lo hiciste, con idénticas dudas, con el mismo miedo, llegando a sudar sangre, si ese era el precio.

»Pero ni siquiera me has dado esa oportunidad. Si tuviera que seguir el relato de tu historia, a ti te permitieron morir para salvarnos no sé de qué ni por qué. Bien, es justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar, aunque no entienda el porqué. Yo, en mi pequeñez, no quería sino cambiar mi vida por la suya sin que nadie lo supiera, sin palabras solemnes.

»Aquí estoy, Dios, mirándote a los ojos sin restos ya de nada, solo con decepción, sin ni siquiera un apunte de ira. Hablo a nadie. Nunca has sido verdad y no necesitaba las explicaciones inútiles, pueriles de los tuyos. Yo solo aspiraba al milagro, no de su curación —no llego a tanto—, sino al de tu complicidad, no a tu silencio, y menos aún a las absurdas verdades hilvanadas por los tuyos.

»Porque la única verdad cierta está luchando por su vida mientras tú, Dios, guardas silencio.

»Porque la única verdad es el dolor de un inocente mientras tú, Dios, guardas silencio.

»Porque la única verdad es su candor inútil.

»¿Qué tienes que decirme? ¿Qué puedes decirme, Dios? Estoy cansado, vacío, deshabitado de cualquier esperanza, atormentado por una culpabilidad que no tengo, por una responsabilidad que me supera. No te hago responsable, solo explícame qué está pasando con mi hijo, qué está pasando con tantos hijos, dame una razón a tanto desatino, y si no la tienes, dame al menos un poco de esa paz que no encuentro, aparta este cáliz de mi vida, aunque sea un momento, o déjame ser yo el héroe que muera a cambio de su vida.

»¿Qué puedes decirme Dios? ¿Qué le puedes decir a este hijo tuyo al que dicen que amas?

Pero Dios guardó silencio.