Capítulo 40

LA DECISIÓN

 

Te habían dado el alta tras una operación sencilla en las caderas, para liberarte de algún ligamento que parecía que de vez en cuando te provocaba un dolor de grito.

Te llevamos a casa, alegres y confiados, seguros de que todo iba a ser mejor a partir de entonces. Pero algo pasaba. En tu cama, entre los tuyos, no eras el de siempre. No había recuperación sino retroceso.

Tu madre y yo pensábamos lo mismo, pero tal vez yo no me atrevía a reconocerlo y cuando ella me decía que estabas mal, que aquello no iba bien, yo me empeñaban en esperar un poco, a ver si mañana empieza a mejorar, a ver que

Pero no estabas bien, Cris. Te habías encerrado en esa especie de autismo con el que te proteges y cada día tus ojitos se hundían un poco más, tenían menos vida. Te apagabas y nosotros asistíamos a aquel ocaso tuyo que nadie entendía.

—Es que ni se le cierran las heridas —insistía tu madre.

—Bueno, vamos a esperar a ver si mañana.

Hasta que una tarde ella me llamó al periódico y me dijo que esperase con el coche cuando llegara, que bajaba contigo y que nos íbamos directamente —otra vez— a urgencias.

Envuelto en una manta, silenciosos, escondido tú entre sus brazos pusimos rumbo al hospital de siempre.

Tu madre me repetía: «Está muy mal, yo sé que está muy mal».

—Bueno, tal vez no sea tanto, le cuesta recuperarse —mentía yo, que tenía tus ojos hundidos clavados en el corazón y en la memoria.

Y a partir de ahí, el infierno.

Los primeros análisis ya eran alarmantes; no voy a entrar en datos concretos, pero aquellas cifras que ofrecía tu analítica parecían escritas por un loco. Eras el desequilibrio total y poco a poco se fue abriendo paso una palabra: septicemia. La infección te había poseído, corría por tus venas y te había envenenado la sangre.

Y te llevaron a la UCI. Zona restringida, esa antesala de la vida o de la muerte.

No nos dieron apenas esperanzas.

 

Te estabas apagando y aún no habías cumplido veinte años, apagando del todo, para siempre.

Tu madre, tu hermano, yo.

Y de pronto la gran pregunta de un profesional humano, la pregunta compasiva, respetuosa, solemne, tan llena de cariño, tan racional:

—¿Qué hacemos? Ya sabes cómo está; habéis hecho todo lo posible desde el principio pero las cosas no van a cambiar.

Lo sé, lo sé. Nos lo dijeron siempre. Esto es así y poco a poco las cosas

—¿Qué hacemos? ¿Le dejamos tranquilo o seguimos hasta donde se pueda?

Y en los pasillos del hospital la gente que iba y que venía. Se oían lejanas las sirenas como la noche en que naciste.

¿Qué hacemos?

Y yo sin poder llorar siquiera porque entonces no sabía.

Y tu madre y tu hermano esperando junto a un ascensor mi llegada sin saber cuál era el mensaje que traía.

¿Qué hacemos? ¿Qué hago?

Ahora soy Dios y dispongo de tu vida y de tu muerte.

Según me voy acercando a ellos veo tu pasado y no me cuesta imaginar tu futuro tan dependiente siempre, tu incomunicación, los mil riesgos que te acosan.

¿Por qué nosotros?

¿Qué hacemos?

Y junto al ascensor, hablando muy bajito, les explico lo que han dicho los médicos. Haremos lo que diga tu madre, ella tiene la única palabra, sobre todo eres suyo, siempre lo has sido tanto como ella es tuya.

ni siquiera me dan tiempo de pedirles que lo pensemos un poco, que el corazón no nos traicione, que, hasta donde se podía llegar, ya lo

Han decido apostar por tu vida desde el primer segundo, lo que sea necesario porque no son capaces de imaginar el mundo sin ti, no lo aceptan. No cabe otra idea ni otra reflexión y se hace plegaria una canción de Zitarrosa:

Quisiera explicarte, mi amor, no tu ausencia

o mis culpas; ayer tú vivías.

Si ya no merezco cantar para ti,

yo te pido: no sigas muriendo.

Pero es tanto amor exigiendo mi amor,

por favor, no te sigas muriendo

Por favor, hijo, no te sigas muriendo, vamos a hacer todo lo posible para que te quedes, pese a todo, con nosotros. No sabemos qué va a pasar, qué puede pasar pero tu madre y tu hermano te quieren a su lado, así que, por favor, no te sigas muriendo.

 

(¿Y yo? ¿Qué sentencia habría yo firmado sobre tu vida o tu muerte, Cris, para ese final sencillo, tranquilo, silencioso? Tenías los ojitos cerrado en la UCI y con tan solo un gesto afirmativo por mi parte, sencillamente ya no te hubieras despertado. Si hubiera dependido de mí, solo, me pregunto cuál habría sido mi sentencia).