Capítulo 21
DIOS
Tengo que hablarte de Dios, es importante y trascendente para explicarse el mundo, para explicarme a ti. Tú eres el ser más inocente que conozco, tú serías parte de Dios, tú eres Dios y, como Dios, guardas silencio. Y, sin embargo, pese a todo, debo hablarte de él y mi agonía. Pero no sé a qué Dios referirme exactamente, Cris. Han sido muchos, el mismo con distintas caras. Aquel Dios que
En realidad, no sé nada de Dios. Ya no. De Dios solo conozco su silencio, su abandono, la traición y el olvido. Y como esto no puede ser cierto, no sé nada Dios.
Te confieso este desconocimiento con ninguna arrogancia; al contrario. Hubiera sido tan hermoso —tan cómodo también— tener dónde agarrarse, creer que, realmente, todo lo que nos contaron era cierto, todo menos el miedo, la amenaza permanente en la que crecimos, la tristeza amarga y humillante con la que llenaron nuestra infancia y que se nos pegó como un cáncer violento a nuestra piel de críos y el sentido de culpa, culpa, culpa, mea maxima culpa.
Dios. No sé de qué Dios te estoy hablando; ha habido tantos a lo largo de mi vida y ha resultado tan doloroso desprenderse de tanta mentira inculcada a plomo y a castigo, despellejarse de aquella capa más fuerte que la piel, lograr abrir los ojos de la razón después de que te hubieran cegado con el hierro candente de mentiras y patrañas imposibles, absurdas tanta veces, ridículas y humillantes. Aquel no podía ser Dios, aquel era un Dios de luto y de tormenta.
Te cuento todo esto porque formó parte de mi mundo y por tanto del nuestro. Te lo cuento sin gritos, tranquila y tristemente, con pena porque quizás muy pronto me rebelé con una ira, entonces más que justificada, contra todo aquello. No se trata, claro, de ahondar en cuestiones teológicas que ciertamente me superan y que ya son pasado. Te hablo de mí con la humildad del que no sabe y reconoce su ignorancia. Pero aquel Dios primero no podía ser cierto porque era un Dios cruel y vengativo, amenazador, injusto, que exigía la humillación constante de los que llamaba hijos suyos.
No soy digno.
Perdóname, Señor.
Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.
Postrado ante ti.
¿Pero quién se creía que era Dios? ¿Por qué la intolerable culpabilidad tan solo por el hecho de haber sido nacidos? ¿A qué tanta permanente humillación? No podía ser Dios alguien tan necesitado de adulación sin tregua. Incienso para Dios y golpes de pecho para sus hijos abandonados a su suerte en este valle de lágrimas. No, no merecía ser Dios. No podía ser así.
Después de aquel primer rechazo adolescente, llegó la indiferencia fruto del repudio y de la culpa siempre. Y después de la indiferencia vino la reflexión: deliberadamente nos habían ocultado a un posible Dios y comenzó la agonía del encuentro, la lucha por intentar llegar a una verdad al menos aceptable. Pero ellos habían tenido muchos siglos para perpetrar una historia miserable y mi razón, no sin sufrimiento, se negaba a aceptar lo que no era sino una fabulosa acumulación de mentiras acordadas. Entonces aparqué durante mucho tiempo cualquier idea trascendente y si algo hice mal fue por ser humano y si en algo acerté o ayudé a alguien, no fue en espera de ninguna recompensa. El respeto a los otros, el bien de todos, la justicia, fueron los
Pero aquello es ya solo pasado.