Capítulo 7

«COMO SI»

 

Han pasado muchos días desde los últimos renglones. Me duele esta especie de diario en cada línea y ni sé ya por qué sigo escribiendo. Ni siquiera sé si soy yo quien escribe o es una prolongación mía desconcertante, alguien ajeno a mí pero que soy yo mismo liberado ya de todo. No sé si escribo para ti o solo me sirves de coartada. Tal vez es

Te escribo todo esto, Cris, como si fueras a leerme una tarde llena de paz y de verano, como si de pronto un día nos fuéramos a despertar juntos de este sueño, no por cotidiano y dulce menos atroz, que dura, a día de hoy, treinta y tres años, siete meses y tres días; te preguntaría: «¿Cómo estás?», y te acariciaría el pelo, aunque sé que no ibas a dejarme que lo hiciera: tu pelo y tu boca son dos templos sagrados casi inexpugnables.

Te preguntaría: «¿Cómo estás, hijo?». Y hasta ahí llego.

Ahí termino porque ni tan siquiera puedo imaginar una respuesta a lo que no es más que un absurdo imposible. Ni tan siquiera puedo ponerte un tono de voz, soñar una palabra tuya articulada, un sonido que no sea el sonido de tu risa o de tu angustia, que no sea el sonido de tu mundo de sonidos, pequeño, conocido, incomprensible.

¿Te imaginas una palabra tuya? ¿Te imaginas que de pronto

Escribo esto como si fueras a leerme, te lo he dicho, y es ese «como si» lo que me lleva a reflexionar de una forma serena sobre todo lo que nos une, pero esta vez sin querer engañarme, consolarme con palabra hermosas, con sutiles ideas que muchas veces —ahora lo sé, o creo que lo sé— no son sino coartadas necesarias y urgentes para seguir en pie mirando un horizonte, imaginándolo, interpretando cada gesto tuyo para que el paisaje vital que nos rodea resulte por lo menos soportable.

Vivimos «como si» —esta es una idea que le leí a Pániker hace ya mucho tiempo—, porque es la única forma de vivir que hemos tenido, que nos ha sido dada. Vivimos como si realmente nos reconocieras, como si realmente reconocieses en nosotros, aunque solo fuera por algún instinto primario, que somos tuyos y que tú eres nuestro.

Te hablo mientras te doy de comer cucharada a cucharada, como si realmente entendieras algo de lo que te estoy contando. Te digo en voz alta «vamos a cambiarte porque es la hora de dormir» y de pronto extiendes la mano en busca de algo y te preguntamos qué quieres como si hubiera muchas alternativas en tu mundo de deseos. Y tal vez las hay, sí. En el fondo, esa duda, esa no certeza, es la piedra angular de todo este laberinto. ¿Qué es lo que quieres y qué no? Y cuando extiendes la mano con la vehemencia que lo haces, ¿nos estás pidiendo algo que existe y que tú ves y deseas o no es más que un acto reflejo? Esa ignorancia de tu voluntad —o de tu instinto— es el resumen de todo cuanto hoy me lleva a reflexionar sobre nosotros: la no comunicación, esa carencia que nadie puede llegar a imaginar lo que supone hasta que no se vive junto a los que quieres y tan solo alcanzas las fronteras de una piel que es la pantalla final de posibles emociones, porque más allá del tacto todo es silencio o grito, sonidos que se repiten

soledad, soledad e ignorancia.

Se han dicho tantas cosas del lenguaje que su ausencia nos hace vulnerables y nos angustia en lo más íntimo. «Solo a ti y al lenguaje llamé patria», decía Félix Grande, y Wittgenstein sentenciaba algo tremendo pero seguramente cierto: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente». Así de fácil, así de duro en nuestro caso.

Pero qué importa ya ni la poesía ni la filosofía; tan solo son caminos para

Pero tú extiendes tu brazo de forma imperativa hacia algo y a mí solo se me ocurre preguntarte si quieres el biberón de agua o el de batido y te ofrezco los dos y unas veces te decides por uno y otras los apartas. ¿Por qué extiendes entonces la mano? ¿Qué quieres? ¿Qué nos pides? ¿Qué necesitas con tanta urgencia? Para esas preguntas ya no tengo respuestas y eso ahora, a estas alturas, es lo que ha empezado a desasosegarme, a revolverse dentro de mi igual que una serpiente

El «como si» ha sido siempre nuestro escudo, nuestra absurda justificación teñida, disfrazada de esperanza, la respuesta fácil y profundamente humana que necesitábamos. Pero ya no quiero jugar a ese juego, ya no quiero razones en las que no creo o que al menos cuestiono, sino enfrentarme a los hechos, aunque la conclusión carezca de sentido.