CAPÍTULO III
Al segundo día de su luna de miel, Celia dijo a Andrew:
—Nuestro matrimonio será un éxito. Conseguiremos que funcione.
—Lo que es por mí… —Andrew rodó sobre la toalla que compartían ambos sobre la playa, alcanzando con los labios la nuca de su mujer—. Yo diría que ya funciona.
Estaban en la isla Eleuthera, de las Bahamas. Bajo un cielo lleno de sol y traspasado por unas nubecillas que parecían retazos de algodón. La playa era de arena blanca y se alargaba infinitamente. No había nadie, fuera de ellos dos. La brisa removía suavemente las ramas de las palmeras y rizaba el borde del mar, reluciente y en calma.
—Si te refieres al sexo, no lo hacemos mal —reconoció Celia—. ¿No crees? Andrew se incorporó apoyándose en un codo.
—Que no lo hacemos mal, ¿dices? Si tú eres como la dinamita. ¿Dónde diablos aprendiste…? —Pero prefirió no seguir—. No, no me lo digas.
—Yo podría hacerte la misma pregunta —rebatió ella, riendo. Con la mano le acarició el muslo a la vez que con la lengua le reseguía la línea de la boca.
Él la abrazó, murmurando:
—Oye: volvamos a la cabaña.
—¿Por qué no aquí mismo? ¿O detrás de aquellas hierbas?
—¿Y escandalizar a los indígenas?
Ella se echó a reír al ver la prisa con que él se ponía en pie. Ambos echaron a correr por la playa.
—¡Serás mojigato!… En serio: ¿quién me lo iba a decir?
Andrew la hizo entrar en la pintoresca cabaña con tejado de ramas en que vivían desde el día anterior, y en que iban a vivir los diez días siguientes.
—No me apetece tumbarme entre los cangrejos y las hormigas, la verdad.
Mientras hablaba se quitó el bañador.
Pero Celia había sido más rápida y ya le esperaba desnuda sobre la cama. Riendo todavía.
Al cabo de una hora, de nuevo los dos en la playa, Celia dijo:
—Pues, como te decía de nuestro matrimonio…
—Funcionará —la atajó Andrew—. Estoy de acuerdo.
—Para que funcione, ambos hemos de tener una vida llena.
Andrew estaba tumbado, en actitud de hombre satisfecho, con las manos entrelazadas debajo de la nuca.
—Sigo estando de acuerdo.
—Es decir, que debemos tener niños.
—Bueno: si puedo ayudarte con eso, dilo.
—Andrew, un poco de seriedad…
—No puedo. Soy demasiado feliz.
—Bueno, pues yo sí.
—¿Cuántos niños habrán de ser? ¿Y cuándo? —preguntó él.
—Lo tengo bien pensado —dijo Celia—. Creo que deberíamos tener dos: el primero, cuanto antes; el segundo, dos años después. De esta manera, habré terminado de criar a los treinta.
—Muy bien —asintió él—. ¿Y qué planes tienes para la vejez? Después de los treinta, quiero decir.
—Pues, dedicarme a mi carrera. ¿No te lo había dicho?
—No me acuerdo de ello. Pero no sé si tú te acuerdas, amor mío, del modo en que me embarcaste en este matrimonio. No me diste tiempo de nada.
—Bueno —rezongó Celia—. Lo de los niños lo hablé con Sam Hawthorne. Él opinó que era una buena idea.
—¡Al diablo Sam…! ¿Cómo se llama? La verdad es que no sé de quién hablas —añadió Andrew, arrugando la frente—. A ver: ¿era aquel que vino a la boda, representando a Felding-Roth?
—Exactamente. Sam Hawthorne es mi patrón, el director de ventas. Vino con su mujer, Lilian.
—Ya. Ahora recuerdo.
Andrew recordaba a Sam Hawthorne, un individuo alto, de aspecto muy simpático, con la cara arrugada y acartonada, como uno de los rostros esculpidos en la montaña de Rushmore. Su mujer, Lilian, era una morena bastante atractiva.
Al revivir mentalmente los tres días pasados Andrew concretó:
—Ya me perdonarás si te parecí un poco sonámbulo aquel día.
Una de las cosas que mejor recordaba fue la aparición de Celia, de blanco, con un velo corto, en la sala de recepción del hotel en que habían decidido celebrar la ceremonia de la boda. La ceremonia estuvo a cargo de un juez muy simpático que era miembro de la junta del hospital de Saint Bede. El doctor Townsend había conducido a Celia del brazo.
Noah Townsend apareció como el personaje idóneo para la ocasión, como el no va más del médico de cabecera de la familia. De aire digno, la cabeza canosa, muy parecido al primer ministro británico Harold Macmillan, quien precisamente aquellos días aparecía frecuentemente en televisión a raíz de la crisis de Suez y de las tensiones entre Estados Unidos e Inglaterra.
La madre de Celia asistió a la ceremonia. Era viuda, una mujer menuda, de aspecto modesto, y vivía en Filadelfia. El padre de Celia había muerto en la segunda guerra mundial.
Bajo el sol de las Bahamas, Andrew cerró los ojos, en parte para protegerse de su resplandor, y en parte para recrear mejor el instante en que el doctor Townsend había entrado con Celia del brazo.
Durante el mes a partir del día en que Celia le había anunciado su propósito de casarse con él, Andrew había ido cayendo gradualmente bajo la mágica influencia de la muchacha. Tales eran sus palabras, aunque reconocía que la palabra correcta hubiera sido «amor». Pero le parecía que lo suyo era algo más y a la vez diferente, el arrinconamiento gradual del individualismo que hasta entonces él había perseguido como estado idóneo, y el rápido entrelazamiento de dos vidas y de dos personalidades, entrelazamiento que, aunque le asustaba, le producía un intenso placer. Celia era una persona absolutamente fuera de lo corriente. Con ella no había habido manera de aburrirse. Era una persona siempre sorprendente, culta, inteligente, inventiva, llena de proyectos, bullendo constantemente, a su aire y llena de colorido. Casi desde el primer día, Andrew había tenido la impresión de ser un hombre excepcionalmente afortunado, como si en un juego de azar le hubiera salido la carta óptima, el as codiciado. Y presentía que los demás, al serles presentada Celia, la codiciaban.
En su vida, Andrew había tenido otras mujeres, pero nunca había sido por mucho tiempo, y con ninguna había deseado casarse. Lo cual convertía en verdaderamente notable el hecho de que, a partir de la «propuesta» de Celia, no hubiera tenido ni un solo instante de duda, de vacilación, o de ganas de retractarse.
Y, sin embargo…, hasta el momento en que la vio aparecer de blanco, radiante, hermosa, joven, deseable, no se podía pedir más; hasta entonces, como una bola de fuego en plena explosión Andrew no había sentido enamorarse: había sentido la certeza, una certeza y una seguridad poco corrientes en la vida personal de nadie, de que había tenido una suerte extraordinaria, de que aquello iba a durar toda la vida y de que, a pesar del cinismo de la época, ellos dos jamás se divorciarían, ni separarían.
Había sido aquella palabra, «divorcio», lo que le había mantenido a distancia, y soltero, durante los años en que todos sus amigos y conocidos se casaban. Habían sido sus padres, por supuesto, quienes le habían convencido de aquello. Su madre había asistido a la boda, contando con muchos aspavientos que había interrumpido el proceso de separación de su cuarta marido para no perderse la «primera» boda de su hijo Andrew. El padre de Andrew había sido el «segundo» marido, y cuando él le preguntaba qué tipo de persona había sido, ella siempre contestaba:
—¡Oh, si ya no me acuerdo ni de qué cara tenía! Hace veinte años que no le veo, y la última noticia que tengo de él es que vive como un viejo verde en París, con una putilla de diecisiete años.
Durante su vida, Andrew había hecho un esfuerzo para comprender a su madre. Tristemente, sin embargo, había llegado a la conclusión de que era una belleza con cabeza de chorlito que había atraído a hombres similares a ella.
La había invitado a la boda, cosa de la que se arrepintió luego, por deber, más que nada. Y por convicción de que todo el mundo tenía un vínculo sentimental espontáneo con sus padres. A su padre también le había participado la boda, en una carta que había enviado a la última dirección de que había tenido noticia, pero no había habido respuesta, por lo que Andrew dudaba mucho de que se hubiera enterado. Cada tres años conseguían intercambiar una felicitación navideña, y eso era todo.
Andrew había sido el único hijo del breve matrimonio de sus padres, y el único pariente que le hubiera gustado poder presentar a Celia había muerto hacía dos años. Había sido una tía soltera, la persona con la que Andrew había vivido casi toda su vida y quien, a pesar de no ser rica, había conseguido reunir el dinero suficiente para costearle sus estudios superiores y su carrera de médico. Hasta después de muerta, cuando Andrew cayó en la cuenta de lo reducido de su patrimonio, no había comprendido la grandeza del sacrificio que la buena mujer había hecho, sin ayuda de su madre o de su padre, por él.
Pero Celia había hecho todo lo posible por congeniar con la madre de Andrew. En seguida se había dado cuenta de la situación y, sin demasiados aspavientos ni sentimentalismos, se había comportado cariñosamente con ella. Más tarde, al mencionar Andrew, apenado, el incómodo comportamiento de su madre, Celia había dicho:
—Nos hemos casado nosotros, cariño, no con nuestras familias. Tu familia ahora soy yo, y espero darte más amor del que ella te ha dado hasta ahora.
Aquel día, en la playa, Andrew comenzaba ya a darse cuenta de cuán cierto era.
—Mi plan es, si a ti no te importa —reanudó Celia—, trabajar durante casi todo el primer embarazo, luego tomarme un año de asueto para dedicarme al niño. Después reanudar el trabajo hasta que vuelva a quedar embarazada, y así otra vez.
—Muy bien, de acuerdo —asintió Andrew—. Y de esa forma, entre tu amor y los embarazos, yo podré dedicarme a la medicina.
—Espero que te dediques plenamente a ella —comentó Celia—. Y que sigas siendo un buen médico, con verdadero interés por los pacientes.
—Así lo espero-suspiró Andrew, y a los pocos minutos se durmió.
Los próximos días los dedicaron a descubrir todo lo que había entre ellos y que hasta entonces no habían tenido tiempo de saber.
Habitualmente desayunaban en la cabaña. El desayuno les era servido por una corpulenta negra, de carácter alegre y maternal, llamada Renoma, y una mañana Celia dijo:
—Me gusta mucho este sitio, Andrew. Te agradezco la idea; tú lo escogiste, nunca lo olvidaré.
—A mí también me gusta —indicó Andrew.
La primera idea de Andrew había sido pasar la luna de miel en Hawái. Pero se había dado cuenta de las pocas ganas de Celia y cambió a lo que, en principio, tenía reservado como segunda opción.
Aquel día Celia le dijo:
—No te lo dije entonces; la verdad es que ir a Hawái me hubiera entristecido.
Al preguntarle por qué, la lenta reconstrucción del pasado cobró una pieza más.
El 7 de diciembre de 1941, Celia tenía diez años y vivía con su madre en Filadelfia. El padre era oficial sin destino de las fuerzas navales y estaba a bordo del Arizona en Hawai, Pearl Harbour. Durante el ataque japonés, el Arizona se fue a pique y con él mil ciento dos soldados, que en su mayoría perecieron bajo cubierta, y cuyos cuerpos no pudieron ser recuperados. Entre ellos se encontraba el del oficial Willis de Grey.
—Sí, me acuerdo de él —contestó Celia a la pregunta de Andrew—. Aunque pasaba la mayor parte del tiempo en el mar, cuando regresaba a casa, ésta se llenaba de ruido, de alegría. Esperarlo era muy excitante. Incluso para mi hermana pequeña, Janet, y eso que era muy pequeña y no se acuerda apenas de él.
Andrew preguntó:
—¿Cómo era?
Celia reflexionó antes de responder:
—Alto, con un vozarrón, y hacía reír a todo el mundo, y le encantaban los niños. Era fuerte, no sólo física sino mentalmente. Al revés de mi madre, ya te habrás dado cuenta. Mi madre dependía totalmente de él. Incluso cuando él no estaba en casa, ella aguardaba sus instrucciones por carta antes de decidir nada.
—Y ahora depende de ti, ¿no es eso?
—Da esa impresión, ¿verdad? Ocurrió casi inmediatamente después de la muerte de mi padre. —Celia sonrió—. Por supuesto yo fui una niña terriblemente precoz. Supongo que sigo siéndolo.
—Un poco —reconoció Andrew—. Pero decididamente no me importa.
Más tarde le dijo con ternura:
—Comprendo por qué no quisiste ir a pasar la luna de miel a Hawai. ¿Has ido a Pearl Harbour alguna vez?
Celia negó con la cabeza.
—Mi madre no quiso ir y yo, no sé por qué, no me siento preparada para ello. Dicen que puedes llegar muy cerca del sitio en que se hundió el Arizona —añadió al cabo de una breve pausa—. Y que si miras al fondo, todavía se ve el barco. No lograron hacerlo flotar de nuevo. Te parecerá extraño, Andrew, pero un día me gustaría ir al lugar donde murió mi padre, pero sola no. Me gustaría ir con mis hijos.
Se produjo un silencio y luego Andrew dijo:
—No, no me parece extraño. Y te prometo una cosa. Un día, cuando nuestros hijos sean mayores, iremos todos juntos. Ya verás.
Otro día hablaron del trabajo de Celia, mientras remaban en una barquita en bastante mal estado, en la que entraba agua.
—Yo siempre me había figurado que los vendedores de fármacos eran hombres —observó Andrew.
—No te alejes tanto de la costa. ¡Que nos vamos a hundir! —indicó Celia—. Sí, tienes razón, la mayoría son hombres, aunque hay unas cuantas mujeres, muchas antiguas enfermeras militares. En Felding-Roth yo soy la primera vendedora mujer.
—Todo un éxito. ¿Cómo lo conseguiste?
—Maquinando.
En 1952, recordó Celia, se licenció en química Se había costeado la universidad con una beca y trabajando en una farmacia, por la noche y durante los fines de semana.
—Yo vendía detrás del mostrador, ya sabes; por un lado despachaba los medicamentos recetados, y por el otro vendía jabones y colonias. Pero fue un trabajo que me enseñó muchas cosas útiles para después. Y a veces, por supuesto, vendí cosas por debajo del mostrador.
Se explicó.
Iban hombres, en su mayoría jóvenes, a los que se les veía esperar nerviosamente, tratando de ser servidos por el dependiente masculino de la farmacia. Celia pronto aprendió a reconocerlos. Les preguntaba:
—¿Qué desean?
A lo que ellos invariablemente respondían:
—¿Cuándo estará él libre?
—Si lo que desea son condones —contestaba Celia—, tenemos un buen surtido de ellos.
Entonces les sacaba diversas marcas, que ponía detrás de unas cajas, y los ayudaba a seleccionar el que más les pudiera convenir. Los chicos, colorados como tomates, hacían la compra y se marchaban precipitadamente.
Algunos osaban decir cosas como:
—Me gustaría probarlo.
A lo que ella acostumbraba contestar:
—Si quiere lo probamos un momento en el interior; creo que ya estoy curada de la sífilis.
Suponía que se daban cuenta de que había hablado en broma, pero lo cierto era que no volvían nunca más.
Andrew se echó a reír, dejó los remos y la barca fue a la deriva.
Cuando hubo obtenido la licenciatura, explicó Celia, solicitó un puesto en los laboratorios Felding-Roth, como ayudante. Se lo dieron y se pasó dos años trabajando allí.
—Aprendí unas cuantas cosas, pero lo más importante fue que, a no ser que te interese muchísimo la ciencia, el laboratorio es muy aburrido. Lo que me fascinaba eran los departamentos de ventas y de investigación de mercados. Como ahora. Es donde se toman las decisiones que cuentan —concluyó.
Descubrió que pasar del laboratorio al departamento de ventas era muy difícil. Celia intentó el viejo método de solicitar un puesto y no se lo dieron.
—Me dijeron que la compañía no acostumbraba dar estos puestos a las mujeres; en estos departamentos las únicas mujeres eran las secretarias.
Celia se negó a aceptar tal estado de cosas y urdió un plan.
—Se me ocurrió que la sola persona influyente para que cambiaran de política era la esposa de Sam Hawthorne. La conociste en la boda ¿te acuerdas?
—Sam era tu patrón, el que aprobó tu plan de tener dos hijos —dijo Andrew.
—Exactamente, y así yo podré seguir en mi puesto. En fin: decidí que la sola forma de hacer cambiar de opinión a Hawthorne era convenciendo antes a su esposa. El plan era arriesgado. Por poco no me sale bien.
Celia se enteró de que la señora Lilian Hawthorne era miembro entusiasta de varios grupos femeninos; es decir, que supuso que sentiría simpatía por las aspiraciones de otra mujer. Por tanto, durante el día, cuando Sam Hawthorne estaba en Felding-Roth, Celia fue a su casa a ver a su mujer.
—No la conocía —dijo Celia a Andrew—. No me molesté en concertar una entrevista de antemano. Simplemente me acerqué a la puerta y pulsé el timbre.
Al principio, el encuentro fue muy difícil. La señora Hawthorne tenía siete años más que Celia y era una mujer con los pies bien plantados en el suelo que no estaba para historias. Tenía el pelo largo muy negro, y se lo echó atrás impacientemente varias veces mientras hablaba Celia. Al final Lilian Hawthorne dijo:
—Eso es ridículo. Yo no tengo nada que ver con el trabajo de mi esposo. Es más: si él llega a enterarse de su visita, la despedirá.
—Ya lo sé —asintió ella.
—Debiera haberlo pensado antes.
—Ya lo hice. Pero decidí apostar por su mentalidad moderna, por su convicción de que las mujeres deberían tener igualdad de oportunidades, estar a la par con los hombres, y que no se nos debería castigar injustamente por el mero hecho de ser mujeres.
Por un momento pareció que Lilian Hawthorne iba a estallar. Le espetó a Celia:
—¡Qué descaro!
—Sí —replicó Celia—, precisamente por eso creo que debiera trabajar como vendedora.
La otra mujer la miró fijamente al oír eso y luego se echó a reír.
—¡Bueno! —exclamó—. ¡Me parece que se merece el puesto!
Y al poco rato añadió:
—Yo iba a tomar un café. ¿Le apetece también a usted?
Fueron juntas a la cocina y allí se inició lo que iba a ser una amistad de largos años.
—De todos modos, convencer a Sam no fue fácil —reconoció Celia—. Pero se avino a hacerme una entrevista y supongo que le caí bien. Lilian no cejó en su empeño hasta que le convenció. Luego la próxima dificultad fue convencer a los superiores de Sam. Al final todo salió bien.
Celia calló y miró el agua que había entrado en la barca. Les llegaba a los tobillos.
—Andrew, ya te lo he dicho. Nos estamos hundiendo.
Riendo, saltaron al agua y arrastraron la barca hasta la orilla.
—Cuando empecé a trabajar de vendedora —explicó luego Celia a Andrew, mientras cenaban—, me di cuenta de que no bastaba con hacerlo tan bien como los hombres, sino que tenía que hacerlo mejor…
—Recuerdo que no hace mucho —refirió su marido, interrumpiéndola— no sólo fuiste mejor que los otros vendedores, sino que le llevaste ventaja a un médico.
Ella sonrió encantada, se quitó las gafas y le tocó la mano.
—Tuve suerte ese día, y no sólo con la Lotromicina.
—Oye: te quitas muy a menudo esas gafas. ¿Por qué? —preguntó Andrew.
—Soy miope, y las necesito, pero sé que estoy más guapa sin ellas. Por eso…
—Estás guapa de todas maneras —la piropeó—. Pero si te molestan, prueba a llevar lentillas. Comienzan a ser populares.
—Bueno: ya me enteraré cuando regresemos —contestó Celia—. ¿Qué más quieres comentarme? ¿Qué otro cambio?
—Me gusta todo tal como está.
Para llegar a aquel sitio, habían tenido que caminar un kilómetro y medio cogidos de la mano, por una carretera sinuosa y mal alquitranada, por la que no pasaban coches. Hacía una noche cálida, los únicos ruidos eran los grillos y las olas de la playa. Llegaron a un pequeño café, bastante primitivo, que se llamaba el Reposos del Viajero, donde se comía el menú habitual en el lugar: pescado frito, guisantes y arroz blanco.
Era un restaurante que sin duda no figuraba en ninguna guía gastronómica, pero su cocina sabía a gloria a los viajeros hambrientos; el pescado era recién traído y lo cocinaban sobre una vieja plancha colocada sobre un fuego de leña. El cocinero y propietario era un indígena llamado Cleophas Moss. Había instalado a Celia y a Andrew en una mesa que daba al mar. Sobre la mesa había una vela encendida metida en la boca de una botella de cerveza. Ante ellos no había más que unas nubes y la luna, que casi era llena.
—En Nueva Jersey —manifestó Celia— seguramente hace frío y está lloviendo.
—Pronto lo veremos. Sigue hablando de ti y de tu trabajo.
Celia reanudó la historia. Su primer destino como vendedora fue en Nebraska, lugar donde Felding-Roth no había tenido representante hasta entonces.
—En cierto modo tuve suerte. Significaba comenzar de cero. No había ninguna organización previa, archivos, listas de direcciones, nada…
—Sam lo debió de hacer a propósito, como una prueba, ¿verdad?
—Quizá sí. No se lo pregunté.
En vez de hacer preguntas, Celia prefirió dedicarse a trabajar. Encontró un pisito en Omaha, que convirtió en base de operaciones para sus viajes por todo el estado. A cada población en que llegaba, se leía minuciosamente los capítulos del listín de teléfonos dedicados a «Médicos y cirujanos», pasaba a máquina las direcciones y hacía las pertinentes llamadas por teléfono y visitas. Descubrió que en su zona había mil quinientos médicos, de los que escogió doscientos, que estimó ser los que recetaban mayor cantidad de medicamentos.
—¿No te sentiste muy desamparada? —preguntó Andrew.
—No tuve tiempo de sentir nada…, trabajaba mucho.
Lo primero que descubrió fue que resultaba difícil conseguir ser recibida por los médicos.
—Pasaba horas enteras en sus salas de espera. Y cuando por fin me recibían, la entrevista duraba cinco minutos. Un día uno me echó de patitas a la calle, pero me hizo un gran favor.
—¿Por qué?
Celia probó un bocado del pescado y dijo:
—Demasiado graso, no debiera comerlo, pero está muy rico.
Dejó el tenedor en le plato y se echó atrás, haciendo un esfuerzo por recordar:
—Era internista, como tú. De unos cuarenta años, y seguramente acababa de tener un día muy duro. En fin, apenas había comenzado mi perorata, que él me cortó, y me dijo: «Señorita, veo que trata de discutir de medicina conmigo, por lo que me permito decirle una cosa. Yo estudié cuatro años en la universidad, pasé cinco en un hospital, hace diez que ejerzo en este consultorio, y aunque no lo sé todo, sé mucho más que usted. Lo que usted trata de decirme, bastante mal por cierto, yo puedo leerlo en diez segundos en cualquier anuncio de cualquier revista médica. De modo que haga el favor de marcharse».
—Cruel —comentó Andrew con una mueca.
—Fue una lección —repuso Celia—, aunque de momento me sentí como un gusano. Porque el hombre tenía razón.
—¿No te habían preparado en la compañía?
—Un poco, pero brevemente y de modo superficial, casi nada más que unos cuantos trucos de venta. Yo contaba con ciertos conocimientos de química, pero no era bastante para hablar con médicos de experiencia.
—Claro: por eso la mayoría de los médicos huyen de los vendedores de fármacos como de la peste —indicó Andrew—. Aparte de que te hacen perder el tiempo con meras consignas de venta, a menudo en su empeño por endosarte el artículo, te dan información que puede resultar muy peligrosa.
—Querido Andrew, precisamente quería pedirte un favor al respecto, pero ya hablaremos más tarde de eso.
—De acuerdo. ¿Qué pasó luego?
—Me di cuenta de dos cosas. Primero, que debía dejar de comportarme como una vendedora interesada solamente en endosar los productos; segundo, a pesar de que los médicos sabían mucho más que yo, había determinadas cosas de las que yo estaba en situación de informarles. Yo también podía cumplir una función útil. Además, durante el proceso del cambio, descubrí otra cosa. Los médicos saben mucho sobre las enfermedades, pero no tanto acerca de los medicamentos.
—Es verdad —reconoció Andrew—. En la facultad casi no enseñan nada válido de farmacología, y en la práctica es muy difícil mantenerse al corriente, y ya no digamos respecto a los nuevos fármacos. En lo que concierne a tratamientos a base de fármacos, a menudo vamos a ciegas.
—Descubrí además —continuó Celia— que a los médicos más valía no mentirles jamás, no exagerar y no esconder nada. Y si te preguntaban sobre el producto de una empresa rival, lo mejor era darles la información correcta, incluso cuando se trataba de reconocer que era mejor que el producto de tu firma.
—¿Cómo lograste cambiar tanto?
—Durante una temporada sólo dormí cuatro horas cada noche.
Celia contó cómo al terminar el día de trabajo se pasaba las noches y los fines de semana leyendo todos los manuales y libros de texto de farmacología que hubiera podido encontrar. Los estudió todos con detalle y tomó notas. Si no encontraba respuesta a alguna pregunta, iba a las bibliotecas y lo consultaba. Pasó unos días en la casa central de Felding-Roth y apremió a los científicos a que le dieran la máxima información posible sobre el tema, todo lo que pudieran acerca de los nuevos y futuros descubrimientos, el tipo de cosa que no encontraría en los libros de texto. No tardó en poder hablar con más competencia con los médicos; algunos le pidieron datos concretos y ella se los dio. Al poco tiempo se dio cuenta de que el cambio daba buen resultado. Su firma comenzó a recibir mayor número de encargos de parte de médicos de su zona.
Andrew no pudo evitar decir en tono de admiración:
—Desde luego eres una mujer absolutamente excepcional, Celia.
Ella se echó a reír.
—A ti lo que te pasa es que estás predispuesto a mi favor. Pero me encanta. En fin; al año, la demanda en Nebraska se triplicó.
—Y entonces te trasladaron a una zona menos marginada, ¿verdad?
—A mi zona destinaron a un hombre nuevo y de menos experiencia que yo, y a mí me asignaron una zona más importante, en la propia Nueva Jersey.
—Piensa que si te hubieran destinado a California o a Illinois, no nos hubiéramos conocido —dijo Andrew.
—No —reconoció muy segura—, nos hubiéramos encontrado igual. El matrimonio es parte del destino.
—Y la horca también —añadió Andrew.
Ambos se rieron y se levantaron de la mesa. El propietario del restaurante les preguntó desde la parrilla:
—¿Bueno el pescado? ¿Recién casados? ¿Todo bien?
—Todo muy bien —contestó Celia—. El pescado y la luna de miel.
Andrew comentó con tono divertido:
—En una isla tan pequeña es inútil guardar secretos.
Pagó la cena con un billete de diez chelines bahamianos, cantidad realmente modesta comparada con el dólar, y no tomó el cambio.
Afuera había refrescado, por lo que ellos se encaminaron hacia su cabaña cogidos de la cintura.
Era el último día.
El tiempo había empeorado, hacía un día triste, |i nublado, como para ponerse a tono con la tristeza de la despedida. Por la mañana llovió y se levantó un fuerte viento del nordeste que encrespó el mar, haciendo que rompiera violentamente contra la playa.
Andrew y Celia partían al mediodía con un avión de las líneas aéreas de las Bahamas, del aeropuerto de Rock Sound, que en Nassau enlazaba con un vuelo de la Pan Am para Nueva York. A Nueva York llegarían aquella misma noche. Al día siguiente estarían en Morristown, donde los esperaba el pisito de soltero de Andrew, hasta que no encontraran mejor acomodo. Celia había trasladado sus enseres de la habitación amueblada que había ocupado hasta entonces.
Ahora hacía la maleta, en la habitación de la casita de una sola planta donde acababan de pasar la luna de miel. El lecho estaba cubierto de cosas. Andrew se afeitaba en el cuarto de baño.
—Ha sido maravilloso, y pensar que sólo ha sido el comienzo —dijo Celia.
Por la puerta del cuarto de baño abierta, Andrew contestó:
—Ha sido un comienzo espectacular. Pero tengo ganas de ponerme a trabajar de nuevo.
—Me parece que tú y yo somos de los que nos sentimos mejor trabajando que haciendo cualquier otra cosa. En común tenemos que ambos somos ambiciosos. No cambiaremos.
—Bueno, bueno —repuso él, asomando la cabeza mientras se secaba la cara con una toalla—. Pero hacer un alto de vez en cuando no está nada mal, ¿eh?
Celia iba a decir: «¿Cuánto tiempo nos queda?», pero Andrew le cerró la boca con un beso. Unos instantes después susurró:
—¿No podrías despejar la cama?
Alargando el brazo por detrás, sin ver qué hacía, Celia empujó las cosas que había en la cama al suelo.
—Eso está mejor —indicó Andrew al tumbarse los dos donde hacía un instante había habido la ropa de Celia.
—Para eso se han hecho las camas —concluyó.
Celia se rió.
—¿Tenemos tiempo? —preguntó.
—Me importa un comino.
Al poco rato ella dijo satisfecha:
—Tienes razón. No tiene importancia. —Y un poco más tarde, con voz tierna y dichosa, añadió A mí me importa… Y luego—: ¡Oh, Andrew cuánto te quiero!