CAPÍTULO VII
—Sé que la mayoría de ustedes están casados —comenzó a decir Celia, mirando el mar de caras masculinas que tenía delante— y que, por tanto, ya conocen a las mujeres. Saben por experiencia que a veces son imprecisas, confusas y olvidadizas.
—Tú no, listilla —prorrumpió una voz suave desde las primeras filas.
Celia sonrió.
—Una de las cosas que yo me he olvidado —continuó diciendo— es del tiempo que me han concedido para hablarles. Recuerdo vagamente que alguien mencionó diez o quince minutos, pero confío en que no lo dijera en serio. Al fin y al cabo, ¿cómo podría hacerse conocer una mujer a quinientos hombres en sólo diez minutos?
Risas y de detrás de la sala una voz sureña que gritaba:
—¡Tómate todo el tiempo que necesites, guapa! Más risas, silbidos y gritos:
—¡Eso! ¡Eso!
Inclinándose ligeramente sobre el micrófono, Celia contestó:
—¡Gracias! Es lo que esperaba que me dijera alguien.
Evitó cruzarse con la mirada de Sam Hawthorne, que la miraba fijamente desde una de las filas delanteras.
Aquella misma mañana Sam le había dicho:
—En el comienzo de una reunión de vendedores todos aparecen muy engreídos y convencidos de su propia importancia. Por eso el primer día lo dedicamos más que nada a halagarlos y mantenerles alta la moral. Más tarde, durante los dos próximos días, pasamos a hablar verdaderamente en serio.
—¿Cuentas conmigo para mantenerles el engreimiento? —preguntó Celia.
Había visto en el programa que su discurso estaba programado para la tarde del primer día.
—Claro. ¿Por qué no? Eres la única mujer que se ha dedicado a vender y muchos de los vendedores te conocen de oídas, y a todos nos gusta ver y escuchar cosas nuevas.
—Trataré de no defraudaros —murmuró Celia.
Este diálogo había tenido lugar mientras los dos bajaban por Park Avenue, después de desayunar en el Waldorf en compañía de otros empleados de la empresa. Faltaba una hora para que se inaugurara la reunión. Habían salido a disfrutar del solecito primaveral que calentaba la atmósfera. Manhattan era recorrido por frescas brisas matinales y en los jardincillos de Park Avenue la primavera era anunciada por floridos parterres de tulipanes y narcisos. Por ambos lados circulaba un ajetreado río de coches ensordecedores. Por las aceras caminaban a paso vivo los empleados de las oficinas de la zona.
Celia acababa de llegar de Nueva Jersey dispuesta a pasar los dos próximos días en el Waldorf por lo que se había vestido con sumo cuidado y primor. Se había puesto un traje chaqueta azul marino y una blusa con volantes que le daba un aspecto a la vez de persona competente y de mujer femenina. Ya no llevaba gafas, que había sustituido por las lentillas de contacto que le había recomendado Andrew.
Sam dijo de pronto:
—No me has mostrado el borrador de tu discurso.
—¡Ay! —exclamó ella—. Me he olvidado.
—Bueno: eso tal vez se lo creerán los otros. Pero I a mí no me engañas, te conozco.
Al ver que Celia iba a replicar, la hizo callar con un gesto de la mano.
—No me digas nada. Yo sé que tú eres distinta, que te gusta hacer las cosas a tu manera y que, hasta hoy, no has cometido errores. Pero déjame que te advierta una cosa, Celia. No te tomes excesivas libertades, no olvides la importancia de la cautela y no trates de ir demasiado aprisa. En fin: ya sabes.
Celia guardó silencio y puso cara pensativa, que mantuvo durante todo el camino de regreso al Waldorf. Se preguntaba: «¿Voy a abusar hoy, en mi discurso, de su confianza?».
Pronto lo iba a saber. La reunión ya había comenzado, la sala que Felding-Roth había reservado para la reunión estaba abarrotada.
La mayoría de los oyentes eran hombres, vendedores al detalle además de los inspectores y jefes de distrito, de las zonas más apartadas, como Alaska, Florida, Hawai, California, Dakota, Texas, Nuevo México, Maine, y zonas intermedias. Para muchos de ellos era la única oportunidad de entrar en contacto directo, cada dos años, con sus colegas y superiores. Eran tres días de renovado compañerismo, idealismo y fe en el trabajo y la empresa. Los había también que asistían meramente para beber y divertirse, como ocurre en todas las reuniones de vendedores de todo el país.
—Cuando me propusieron que hiciera este discurso, me sugirieron, además, que les hablara de mis experiencias como vendedora, como mujer. Cosa que pienso hacer. Me advirtieron también —añadió Celia— que no provocara controversias ni dijera nada excesivamente serio o solemne. Bueno: eso lo encuentro imposible. Todos sabemos que nuestro trabajo es serio. Formamos parte de una empresa que vende productos de una importancia absolutamente vital. No podemos evitar hablar en serio, me parece a mí. Por lo menos yo pienso hacerlo. Además yo soy de la opinión de que los que trabajamos en la línea frontal de la organización, los que nos enfrentamos con los resultados inmediatos de la política de la compañía, debiéramos hablar con honestidad y no arredrarnos ante las críticas, cuando éstas resultan necesarias.
Mientras hablaba, Celia tomó conciencia de un grupo más pequeño de oyentes, un poco apartados del mayor y más general que llenaba la sala. Era el grupo de ejecutivos importantes y de más años en la compañía, los que ocupaban los asientos reservados de las dos primeras filas: el presidente de la junta, el presidente de la empresa, el señor Gamperdown, el vicepresidente, el vicepresidente de ventas, y una docena más. La reluciente calva de Sam Hawthorne formaba parte también del grupito.
Eli Camperdown estaba en el centro de la primera fila, tal como correspondía a su cargo de presidente general. A su lado estaba el presidente de la junta, Floyd VanHouten, un hombre anciano y frágil, que en la década anterior había vigorizado y recreado la empresa. Actualmente VanHouten se limitaba a presidir honoríficamente algunas reuniones, pero continuaba siendo personaje influyente.
—He utilizado la palabra «críticas» —precisó Celia, hablando ante el micrófono— porque es justamente lo que pienso hacer, criticar. La razón es muy sencilla. Deseo contribuir de modo positivo y eficaz a la reunión, y no ser una mera pieza decorativa. De todos modos, sólo me propongo decir cosas que entran dentro de los límites impuestos por el título del discurso, tal como aparece en el programa: «Lo que piensa una mujer sobre la venta al detalle de fármacos».
La sala entera estaba pendiente de lo que iba a decir, y Celia se dio cuenta. Todos callaban, escuchando.
Su principal preocupación había sido precisamente si sería capaz de atraer y mantener la atención del público. Al volver de Park Avenue, aquella mañana, y entrar en la sala donde se celebraba el encuentro, los nervios la habían dominado, por primera vez desde que Sam Hawthorne le había propuesto pronunciar el discurso. Ella misma reconocía que una reunión de aquel tipo era, sobre todo, una oportunidad para que los hombres disfrutaran de su peculiar camaradería masculina, a base de palmaditas en la espalda, alcohol y bromas procaces.
—Yo, como ustedes, me preocupo de la compañía por la que trabajo y de la industria de fármacos de la que formamos parte. Ambas han efectuado cosas importantes y las seguirán efectuando en el futuro. Pero hemos de reconocer que también hay cosas que no funcionan, que están mal, muy mal, sobre todo en el capítulo de la venta al detalle. Lo que yo me propongo ahora es hablar de lo que va mí y de cómo se podría mejorar.
Celia miró rápidamente a las dos primeras filas y vio malestar en varias caras y que algunos se movían nerviosamente en sus asientos. Saltaba a la vista que lo que acababa de decir no era lo previsto. Desvió la mirada y puso los ojos en la otra parte de la sala.
—Antes de venir y de nuevo esta tarde, hemos podido ver los carteles y el mostrador dedicados al nuevo fármaco, la Lotromicina. Droga sin duda magnífica, uno de los grandes adelantos conseguidos en el campo de la medicina que yo, por lo menos, me enorgullezco de vender.
Aplausos y vítores, por lo que Celia hizo una pausa. En el vestíbulo había anunciados una docena de los productos más importantes de Felding-Roth, pero ella había preferido concentrarse y recordar sólo la Lotromicina, debido a las asociaciones personales que con ella tenía.
—Si leen los folletos que entregan en dicho mostrador, tendrán ocasión de leer lo que mi esposo, médico internista, ha escrito sobre ella. Mi marido es médico y ha tenido experiencia con el fármaco, con éste y con otros más. Ha tenido experiencias maravillosas, como en este caso, pero también experiencias muy malas, sobre todo con vendedores al detalle que no le han dicho la verdad y que le han engañado. Pero no sólo él. Muchos médicos me han dicho lo mismo. Muchos, demasiados, han tenido experiencias similares. Éste es el aspecto de la industria que nosotros debemos cambiar.
Consciente de que había entrado en terreno peligroso Celia se encaró frontalmente con el público y prosiguió seleccionando con cautela las palabras.
—Mi marido me ha dicho que, de resultas de su experiencia como médico, ha decidido catalogar a los vendedores de fármacos en tres clases: en los honestos y bien preparados, los que informan de todo lo referente al medicamento que tratan de vender, incluido los efectos secundarios y nocivos; en los que están mal informados y no son capaces de aconsejar adecuadamente sobre el uso de la droga que quieren vender, y, por último, en los que no tienen escrúpulos en decir cualquier cosa, incluso mentiras, para endosar el fármaco.
»A mí me gustaría decir que el primero de los tres grupos (el de los vendedores honestos y bien preparados) es el más numeroso, y que los otros dos son reducidos. Por desgracia no es cierto. Los grupos segundo y tercero son los más frecuentes del ramo. Es decir, que la calidad de la venta al detalle de nuestra industria es pésima, incluida la de una compañía como la nuestra.
Celia comenzó a detectar señales de franca consternación no sólo entre los ejecutivos de delante, sino en el resto de la sala. De entre el rumor general, sobresalió una voz que preguntó:
—Pero, bueno, ¿eso qué es?
Celia había previsto la reacción y la encajó como parte del riesgo con que había contado correr. Continuó con voz clara y firme:
—Estoy segura de que ahora se preguntan dos cosas. Una: ¿cómo sabe todo esto y cómo puede probarlo? La otra: ¿por qué lo saca a relucir ahora, en una reunión a la que acudimos para sentirnos bien entre nosotros y en la que lo que menos esperamos son críticas desagradables?
De nuevo una voz anónima dijo:
—¡Exactamente!
—Me parece justo que se hagan las dos preguntas —replicó Celia—, y estoy dispuesta a darles una explicación.
—¡Procure que sea convincente!
Una de las cosas por las que Celia había apostado aquel día era que, pasara lo que pasara, le permitirían llegar hasta el final. Y por lo visto había acertado. A pesar de las caras molestas de las dos primeras filas, nadie parecía dispuesto a utilizar su autoridad y mandarla callar.
—Una de las razones por las que sé muy bien de qué hablo —reanudó Celia— es que yo solía formar parte del segundo grupo, de los mal informados. Porque nadie me había enseñado, me habían enseñado mal y muy poco. Permítanme que les cuente una anécdota.
Les describió la desagradable visita al médico que la puso de patitas en la calle y que la acusó de «mal informada» y de «ignorante». Contó la historia con gracia y el público la escuchó en silencio. De vez en cuando vio gestos y oyó susurros afirmativos, de personas a las que seguramente les había sucedido algo similar.
—El médico tenía toda la razón —dijo Celia—. Yo no sabía nada para osar hablar profesionalmente con una persona de tanta experiencia como él.
Se volvió a la mesa que había a sus espaldas y cogió una carpeta.
—Les he mencionado a los médicos que me han informado sobre sus malas experiencias con vendedores de fármacos. Durante los cuatro años que he trabajado en Felding-Roth he aprovechado la oportunidad para recoger datos concretos al respecto: Los tengo aquí dentro. Les daré unos cuantos ejemplos.
»Dos de los médicos con los que hablé, de los que fueron mal informados, comprobaron la información antes de recetar el fármaco y evitaron causar perjuicios a nadie. Dos aceptaron de buena fe la información sin comprobarla posteriormente. El fármaco recetado es un producto llamado Pernaltone, de excelentes resultados para combatir la hipertensión y uno de los más vendidos por Felding-Roth. Pero es un fármaco que no debiera administrarse, bajo ningún concepto, a personas que sufren de reuma o a diabéticos. Para éstos el medicamento es peligroso; y sobre sus contraindicaciones se ha escrito bastante.
»Sin embargo, cuatro médicos de Nueva Jersey, y dos de Nebraska, adquirieron el fármaco de unos representantes que les aseguraron que no tenía efectos secundarios de ninguna clase. Los dos médicos que aceptaron la información sin comprobarla recetaron el medicamento a unos enfermos diabéticos que sufrían de hipertensión. Los enfermos se agravaron, uno de ellos muy cerca de la muerte, aunque finalmente logró reponerse.
Celia se apresuró a sacar otra hoja de la carpeta.
—Una de las compañías rivales ha comercializado un antibiótico, el Chloromicetín, fármaco muy bueno para determinadas infecciones graves solamente, porque puede tener peligrosos efectos secundarios para la sangre. Y sin embargo, de acuerdo con los datos que me han proporcionado determinados médicos, los que venden este medicamento aseguran que es totalmente inofensivo…
Terminado el dossier del Chloromicetín, Celia reanudó:
—Y volviendo de nuevo a Felding-Roth…
A medida que hablaba, las pruebas en contra se iban amontonando.
—Todavía hay más —prosiguió Celia—, pero no quiero continuar; he traído el archivo para ponerlo a disposición de todo el que esté interesado en el asunto. Ahora me queda por contestar la segunda pregunta. ¿Por qué sacarlo a relucir precisamente en esta reunión?
»Lo he hecho porque no conseguía que nadie me hiciera caso. Hace un año que lucho por llamar la atención de alguno de los ejecutivos de la oficina central. Pero nadie parece interesado. Tengo la pésima impresión de que los datos recogidos por mí son una colección incómoda de la que todos prefieren no enterarse.
Entonces Celia se dirigió directamente a los que estaban sentados en las dos primeras filas.
—Es posible que me digan que lo que acabo de hacer es una muestra de tozudez, una insensatez incluso. Tal vez sí. Pero quiero que quede bien claro que lo he hecho porque me preocupa sinceramente la empresa…, esta empresa y la industria farmacéutica en general, su reputación.
»La industria tiene una mala reputación, pero nadie da muestras de querer ponerle remedio. Como sabemos todos, actualmente en el Congreso se celebran sesiones especialmente dedicadas al tema, en las que se aportan pruebas y aducen cargos contra la industria de los fármacos, sin que ésta se haya tomado la molestia de reaccionar, de tomárselo seriamente. No obstante, estoy convencida de que las sesiones del Congreso van muy en serio. La prensa ha comenzado a hablar de ellas con asiduidad; no tardaremos en oír protestas públicas contra nosotros, clamando por una reforma y mayor control. Si no tomamos la iniciativa y mejoramos nuestros métodos, el gobierno se encargará de hacerlo… de una manera que no nos gustará y que acabará perjudicándonos.
»Por eso, por todas estas razones, le pido a la empresa que tome la iniciativa, primero en establecer un nuevo código ético, y segundo en organizar unos cursos preparatorios para los vendedores y representantes. Yo estoy dispuesta a someter un plan para organizar el curso. Si alguien está interesado en él, lo tengo también en esta carpeta —concluyó Celia, sonriendo. Y finalmente se despidió—: Gracias: por escucharme. Buenas tardes.
Celia recogió sus cosas y se dispuso a bajar de la tarima. Se oyeron unos tímidos aplausos que cesaron casi inmediatamente, y que muy pocos de los presentes parecieron dispuestos a corear. En realidad la mayoría esperaba una señal de los ejecutivos para reaccionar, y los de las dos primeras filas ponían caras inquietas, de claro malestar. El presidente de la junta parecía francamente irritado, hablaba en voz baja, pero con aire excitado, a Eli Camperdown; y el presidente de la compañía movía la cabeza como si estuviera de acuerdo con él.
El vicepresidente de ventas, un neoyorquino recién ascendido, que se llamaba Irving Gregson, se acercó a Celia. Era un hombre robusto, de cuerpo atlético, que normalmente estaba siempre de buen humor y se ganaba las simpatías de todo el mundo. Pero esta vez se acercó a ella con el rostro encendido y con expresión furiosa.
—Joven —le espetó—, lo que acaba de hacer ha sido un acto de mala fe, de presunción. Además está en un error. Lo que usted denomina datos son errores. Datos falsos. Se arrepentirá. Ya lo verá; de momento le ordeno que abandone en el acto esta reunión y que no vuelva por aquí.
—Señor —protestó Celia—, le ruego que eche una ojeada al contenido de mi carpeta…
—¡No quiero ver nada de nada! —gritó coléricamente Gregson—. ¡Salga de aquí!
—Buenas tardes, señor Gregson —balbució Celia.
Se encaminó hacia la puerta con el paso firme, la cabeza alta. Y pensando que debía aplazar el disgusto para más tarde, que de momento no estaba dispuesta a abandonar aquella reunión de gallitos con aire de mujer vencida, infeliz. De todos modos, era difícil no reconocer que había sido derrotada, y que aunque había sido consciente del riesgo que corría al preparar el discurso, había abrigado una íntima fe en que todo saldría bien. Los defectos descritos le parecían tan obvios y tan graves, la necesidad de un cambio tan urgente, que no le cabía en la cabeza que los demás se negaran a verlo.
Pero el hecho es que se negaban. Y parecía indudable que la habían despedido de la empresa, que había perdido el puesto de trabajo, o que lo iba a perder muy pronto. Sam Hawthorne probablemente le iba a decir que había hecho justamente lo que él le había advertido que no hiciera. Que se había excedido y precipitado: Andrew también la había aconsejado en contra de ello. Se acordó de sus palabras cuando ella le expuso el plan de recoger datos y pruebas de los médicos engatusados: «Te meterás en un berenjenal. Es muy arriesgado», le había dicho. ¡Cuánta razón había tenido!
Pero era una cuestión de principios y de integridad personal, y no veía cómo hubiera podido no hacerlo.
¿Cómo era aquella cita de Hamlet que había aprendido en la escuela? «Esto ante todo: sé fiel a ti mismo…». Sí, pero a qué precio…
Al atravesar la sala se dio cuenta de que varias personas la miraban con simpatía. Cosa que le sorprendió, después del rapapolvo que había recibido. Aunque no cambiaba nada.
—¡Un momento, por favor! De pronto, inesperadamente, retumbó una voz a través del micrófono.
—Señora Jordan. ¡Espere un momento!
Celia vaciló, se detuvo al oír que la voz repetía:
—¡Señora Jordan, espere!
Se dio la vuelta y con sorpresa descubrió que era la voz de Sam Hawthorne. Sam se había levantado de su asiento y había subido a la tarima de oradores. Tenía el micrófono en la mano. Los demás también le miraban con cara de asombro. Se oyó a Irving Gregson, que gritaba:
—Sam… ¿qué diablos te propones?
Sam se pasó la mano por la cabeza, gesto que acostumbraba hacer antes de decidir cuál era la mejor solución para un problema peliagudo. Ponía la cara muy seria.
—Con su permiso, Irving, quiero decir algo y que me oigan todos, incluida la señora Jordan.
Celia trató de hacer conjeturas sobre lo que iba a decir. No esperaba que Sam fuera a apoyar su despido repitiendo en público las palabras de advertencia de aquella mañana, en una suerte de «porque yo ya la avisé de que…». Hubiera sido muy raro, aunque por ambición la gente era capaz de hacer cosas inauditas. ¿Era posible que Sam creyera que un comentario de esta suerte por su parte podía resarcirla de los probables perjuicios que su vinculación con ella seguramente fe acarrearían?
El vicepresidente de ventas alzó los ojos hacia la tarima y preguntó duramente:
—¿Qué quiere decirnos?
—Bueno —comenzó Sam, hablando lo bastante cerca del micrófono para que su voz fuera oída por toda la sala—. Supongo que pensarán que he subido a ser inmolado…
—¿Inmolado cómo?
Esta vez la pregunta fue formulada por Eli Camperdown, quien también se había puesto en pie.
Sam Hawthorne miró al presidente y se acercó más al micrófono.
—Inmolado junto con la señora Jordan, Eli. Por reconocer que todo lo que ella ha dicho es cierto, a pesar de que, al parecer, nadie parece estar de acuerdo con ella. Pero es inútil que finjamos, todos sabemos perfectamente que lo que ella ha dicho es verdad.
En la sala se hizo un silencio tenso. No se oyó más que el lejano ruido de la circulación callejera, el entrechocar de porcelana en una cocina, susurros en el pasillo. Dio la impresión de que todos los presentes habían quedado clavados en el suelo, como si hubieran echado raíces, no pudieran moverse y nadie quisiera perderse una sílaba de lo que iba a seguir. Sam reanudó el discurso:
—Quiero proclamar públicamente que envidio la valentía de la señora Jordán por haber dicho lo que ha dicho. Y quiero añadir una cosa…
Irving Gregson le interrumpió:
—¿No le parece que ya ha hablado bastante?
—Déjele acabar —ordenó Eli Camperdown—. Ahora ya no importa.
El vicepresidente de ventas obedeció y se calló.
—Estoy especialmente de acuerdo —dijo Sam Hawthorne— con la opinión de que si la industria no toma medidas inmediatamente, se promulgarán leyes que nos cortarán el camino y nos impedirán hacer nada. Serán leves mucho más restrictivas que las medidas que podríamos tomar nosotros si escucháramos el consejo que, de muy buena fe, nos acaba de dar la valiente señora Jordán.
»Y respecto a ella, quiero decir que más de una vez ha dado pruebas de una dedicación y fidelidad a la empresa muy poco comunes. Soy del parecer que lo que ella acaba de hacer es prueba de ello, y que si permitimos que abandone la sala y la reunión de esta manera, cometeremos un grave error.
A Celia le costaba creer que estaba oyendo todo aquello. Se avergonzó profundamente de haber dudado de la integridad de Sam Hawthorne. Lo que acababa de hacer implicaba poner en peligro su puesto de trabajo y su brillante futuro en la empresa. Todo por salir en su defensa.
La sala continuaba en el mismo tenso silencio. Todo el mundo parecía muy consciente de que estaban viviendo momentos dramáticos y de fin incierto.
El primero en moverse fue Eli Camperdown quien regresó a su sirio, al lado del presidente de la junta, que estaba hablando en voz baja con dos ejecutivos importantes. Camperdown comenzó a hablar profusamente, acaparando por completo la conversación como si tratara de persuadirlos de algo, mientras que el anciano Van Houten se limitaba a escuchar. Al principio el presidente de la junta movía la cabeza con cara de pocos amigos, pero al poco rato se le vio encogerse de hombros y ceder. Camperdown llamó con un gesto a Irving Gregson.
Era obvio que se estaban tomando decisiones importantes a un alto nivel, por lo que el resto de los presentes decidió esperar, y los que hablaban lo hacían en voz baja.
Se impuso un silencio completo al subir el vicepresidente de ventas a la tarima. Le quitó el micrófono a Sam Hawthorne y éste volvió a su asiento. Gregson observó el mar de rostros curiosos y sonrió condescendientemente.
—Dirán lo que quieran de nuestras reuniones, pero lo que nadie puede decir es que no sean entretenidas.
Las palabras parecieron dar en el clavo y se oyó una carcajada general, de la que incluso el adusto VanHouten participó.
—Por orden de nuestro presidente he subido a tomar la palabra para decirles que hace unos momentos hemos actuado con precipitación e insensatez. —Sonrió de nuevo antes de seguir—: Hace muchos años, cuando yo era un niño y hacía diabluras, mi madre solía decirme: «Irving, después de hacer una travesura que exige que pidas perdón por ella, enderézate, pórtate como un hombre y hazlo con entereza». Mi madre, que en paz descanse, ya no está entre nosotros; pero yo todavía oigo su voz: «Irving, hijo mío, ha llegado el momento de hacerlo».
Celia le observaba pensando: Gregson tiene estilo. Saltaba a la vista que por mera carambola acababa de conseguir que le ascendieran en ventas.
Vio que alargaba la mano hacia ella:
—Señora Jordán, acérquese, por favor. Y usted, Sam.
Una vez hubieron subido a la tarima, Irving dijo:
—He dicho que estaba dispuesto a pedirle perdón, señora Jordán. Y lo hago. Hemos decidido que consideraremos atentamente sus propuestas. Y ahora, si me lo permite, me quedo con la carpeta de los datos.
Dirigiéndose al público, Gregson añadió:
—Espero que lo que acaban de ver sea una prueba tangible de por qué nuestra empresa es la más grande e importante del ramo, y en el futuro…
El resto del discurso quedó ahogado bajo un mar de aplausos y de vítores y, a los pocos momentos, Celia se vio rodeada de ejecutivos y demás que acudían a estrecharle la mano.
—¿Por qué decidiste correr el riesgo? —le preguntó Sam Hawthorne.
—Y tú ¿por qué? —replicó Celia.
Había pasado una semana. Celia y Andrew estaban cenando en casa de los Hawthorne, una cena soberbia que probaba las extraordinarias dotes culinarias de Lilian Hawthorne, durante la cual habían eludido cautelosamente toda referencia al incidente de la semana pasada. Habían hablado de otras cosas. Hacía unos días los rusos habían anunciado la captura de un avión norteamericano y de su piloto, Gary Powers. Moscú le acusaba de espionaje. Al principio Estados Unidos negó la acusación, pero después el presidente Eisenhower reconoció, con la cara muy congestionada, que era cierto. Cosa que desconcertó a la mayoría de los norteamericanos.
En Inglaterra, la hermana de la reina, la princesa Margarita, había causado un gran escándalo casándose con un fotógrafo, Antony Armstrong Jones. La boda tomó un carácter de «fiesta carnavalesca», según expresión de los periodistas. La gente se preguntaba: ¿Iba esta boda a perjudicar el prestigio de la corona inglesa? Andrew opinaba que no.
Después de la cena escucharon el nuevo disco de Elvis Presley, una canción de estilo popular que se titulaba Fama y fortuna. Presley había reanudado su carrera como cantante después de un año de ausencia, que había pasado en el ejército, pero su ausencia no había disminuido en lo más mínimo la gran popularidad de que gozaba en el país. A las mujeres, la canción Fama y fortuna les gustó mucho. A los hombres no.
Por fin, cuando tomaban coñac en el bonito salón de la casa, Sam introdujo el tema que todos tenían muy presente en sus mentes, pero que no se atrevían a abordar.
Contestando a la pregunta de Celia, dijo:
—Al subir a la tarima después de ti, es posible que fuera movido por un irresistible impulso a participar activamente del drama que se estaba desarrollando.
—Tú sabías que era más que esto —objetó Celia.
—Claro que sí —dijo Andrew.
Se había arrellanado en el sillón y saboreaba el coñac después de un ajetreado día en su nuevo consultorio privado.
—Lo arriesgaste todo, Sam, mucho más que Celia.
—Te estoy muy agradecida —comenzó a decir Celia, pero Sam la atajó.
—No digas eso. La verdad es que lo hice bajo la impresión de que tenía que pasar una prueba. Tu mujer —añadió mirando a Andrew— acababa de demostrar que tenía más valentía y coraje que todos los hombres allí presentes. Yo acepté el guante que ella nos había arrojado.
Sam miró a Celia y comentó con una sonrisa:
—Además, teniendo en cuenta que tú eras la que me ibas a la zaga en la escalera ascendente de Felding-Roth… ¿Cómo lo sabes?
—Se lo dije yo —confesó Lilian Hawthorne—. Espero que me perdones, Celia; la verdad es que entre Sam y yo no puede haber secretos por mucho tiempo.
—Yo guardo un secreto —reveló Sam— acerca de Celia.
Los otros le miraron intrigados y él prosiguió:
—Celia dejará muy pronto de ser vendedora.
Andrew lanzó una risotada:
—¡Es decir, que por fin te decides a despedirla!
—No. A ascenderla. La empresa va a inaugurar en breve un departamento de preparación e instrucción de vendedores, tal como Celia nos aconsejó. Ella nos ayudará a organizado y será la ayudante del director.
—¡Estupendo! —exclamó Lilian, alzando la copa—. Por fin los hombres actúan con sensatez.
—Lo justo sería que Celia fuera nombrada directora —puntualizó Sam—. Pero sería demasiado duro de tragar para ciertos miembros de la empresa. Es temprano todavía. Mañana la noticia será oficial.
Andrew se levantó y fue a besar a Celia.
—Estoy contento por ti, cariño. Te lo has merecido.
—Bueno —repuso Celia—. No me importa el cambio, lo reconozco. Gracias, Sam, me contentaré con ser «la ayudante». Por una temporada —añadió sonriendo.
De pronto irrumpieron en el salón dos personajes en pijama. El primero era Lisa, que ya tenía veinte meses de edad y que sus padres habían traído con ellos con la esperanza de que conciliara el sueño y pasara la noche en aquella casa. Entró seguida de Juliet, la hija única de los Hawthorne, que tenía cuatro años. Lilian le había dicho confidencialmente a Celia que los médicos le habían asegurado que no volvería a tener más niños, por lo que ella y Sam querían desmesuradamente a la pequeña Juliet.
Lisa se arrojó a los brazos de su padre. Y le dijo riendo:
—Juliet me sigue.
Lilian se levantó.
—A la cama, la que os voy a seguir soy yo —dijo riendo, y con mucha algazara las tres desaparecieron.
Al regresar Lilian, Celia dijo:
—Por cierto, respecto a este nuevo puesto, creo que voy a verme obligada a pedir la baja por una temporada, Sam. Sospecho que he vuelto a quedarme encinta.
—Es la noche de las confesiones —observó Lilian—. Afortunadamente todavía nos queda bebida y podremos celebrar la noticia con una copa.
A Celia le pareció detectar un dejo de celos en la voz de la amiga.