CAPÍTULO XI
Celia tuvo una sorpresa al no encontrar en ninguna oficina de Felding-Roth una copia de la transcripción del proceso de la Montayne en Australia, y al comprobar que el departamento asesor no sabía si existían copias en Estados Unidos. Muchos informes lo citaban, pero Celia quería ver una transcripción completa. Aunque sabía que Maud Stavely tenía una copia, Celia no quería pedírsela a ella. Por tanto, ordenó al departamento asesor que pidiera una por telegrama al correspondiente gabinete de abogados de Australia.
Entretanto Celia tenía un trabajo enorme en la oficina. Los preparativos de la promoción de la Montayne avanzaban a pasos agigantados al aproximarse el mes de febrero. Celia, asistida por su representante, Bill Ingram, había gastado ya varios millones de dólares y se calculaba un presupuesto de una cantidad similar para los meses próximos.
La campaña publicitaria era de una gran sofisticación. Hicieron anuncios de cuatro páginas a todo color para las revistas médicas y por correo enviaron montones de prospectos a farmacias y médicos particulares.
Uno de los objetos que mandaron como parte de la campaña fue una cassette que tenía grabada, en una cara, la Canción de cuna de Brahms, y por la otra, una descripción clínica de Montayne. Como refuerzo de la campaña en las revistas y por correo, los vendedores al detalle de la compañía se encargaron de donar centenares de cajas de Montayne gratis a los médicos, a la vez que inundaban sus mesas de soportes de pelotas y de marcadores de golf, con las letras Montayne impresas en ellos.
Como solía ocurrir con el lanzamiento de todos los específicos la empresa sufría una especie de embriaguez a todos los niveles, de excitación, de nerviosismo y de números de circo.
También esperanzadores eran los rumores que llegaban de Inglaterra. Al parecer, en el instituto de Harlow, Martin Peat-Smith había logrado cruzar la barrera técnica que había detenido el progreso de los experimentos. No se tenían detalles completos, el informe de Martin había sido breve y escrito en términos muy generales, pero daba la impresión de que habían superado el obstáculo técnico a que se había referido el doctor Rao Sastri en la conversación mantenida con Celia hacía dieciocho meses.
Celia se alegró mucho al oírlo y de comprobar que, por lo menos en aquello, el doctor Sastri se había equivocado y Martin estaba en lo cierto.
Lo que se sabía, por medio de Nigel Bentley, el gerente del instituto inglés, era que se había conseguido purificar una mezcla de péptidos obtenidos de los cerebros de ratas, y de una subsiguiente serie entrecruzada de pruebas se había descubierto que tenía efectos beneficiosos en la memoria de animales más viejos. Los experimentos continuaban.
Saltaba a la vista que, si bien la posibilidad de producir un medicamento o de encontrar un tratamiento para mejorar la memoria de los hombres era algo muy lejano, se había convertido, no obstante, en una posibilidad.
Las nuevas llegaron a tiempo para detener el último y más reciente intento, por parte de ciertos miembros de la junta, de cerrar el instituto de Harlow, de nuevo a causa de su elevado coste y de la falta de resultados evidentes. De momento, a la vista de los nuevos resultados, parecía que el proyecto sobre el envejecimiento mental de Harlow era menos desaforado de lo que se había llegado a sospechar.
Lo cual alegró a Celia, quien había recomendado, hacía un año y medio, que no se cerrara el instituto.
A mediados de diciembre llegó una copia de la transcripción del proceso australiano a la mesa de Celia. Era un tomo voluminoso de varios centenares m páginas escritas a máquina. Celia estaba demasiado ocupada con la campaña de la Montayne para poder leerlo y lo dejó para más tarde. En enero todavía no lo había leído cuando ocurrió algo totalmente inesperado y que iba a hacer aún más imposible que encontrara el momento de sentarse a leerlo con calma.
Elegido, ante la sorpresa de todo el mundo, el presidente Cárter, en la Casa Blanca se hacían todo tipo de gestiones para reclutar al personal que debía reemplazar a los republicanos que abandonaban el gobierno. Entre los reclutados estaba el vicepresidente de ventas y transacciones de Felding-Roth, Xavier Rivkin.
Xav Rivkin, demócrata de toda la vida y ardiente partidario de Cárter últimamente, había dado dinero y dedicado parte de su tiempo a la campaña electoral; conocía, además, al presidente de cuando habían estado juntos haciendo el servicio militar en la Navy. Y ahora le llegaba la recompensa con la oferta de un cargo de secretario asistente en el Departamento de Comercio.
En Felding-Roth se mantuvo secreto, al principio, y casi nadie sabía que Xav iba a aceptar. Sam Hawthorne y algunos miembros de la junta directiva, los pocos que estaban al corriente, habían discutido entre ellos sobre el asunto y habían acordado que Xav haría muy bien en aceptar. Se presentía que tener un amigo en Washington, y sobre todo en el Departamento de Comercio, no podía hacer ningún mal a la empresa. De modo que se le ofreció, en secreto, una generosa pensión y Rivkin iba a dejar su cargo a fines del mes de enero, a los pocos días de la inauguración del nuevo gobierno.
La segunda semana de enero, Sam mandó llamar a Celia a su despacho y le informó de lo de Rivkin, de lo que ella no sabía todavía nada, pero que se iba a hacer público a los dos días.
—Te confesaré —añadió Sam— que nadie se espera eso tan pronto, pero yo sé que cuando se haya ido Xav, tú vas a ocupar su puesto de vicepresidente de ventas y transacciones. He hablado de ello con los directivos que están al corriente de la marcha de Rivkin y estuvimos de acuerdo que era un momento difícil para cambios de este tipo, en medio de los preparativos de la campaña de la Montayne y, por tanto…
Sam se calló de repente y preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada —contestó Celia. Ambos estaban de pie y ella preguntó—: ¿Puedo sentarme?
—Claro, no faltaba más —y le señaló una silla.
—Dame un minuto para digerir la noticia —pidió Celia con voz ronca—. No te das cuenta de que me acabas de dar un susto.
Sam puso cara compungida.
—Perdona, a veces soy un bruto. Es que hay días que voy con tantas prisas que…
Celia contestó:
—No te preocupes, no pasa nada. Decías que de la Montayne…
No obstante, las palabras que salían de su boca partían de una parte de sí misma que parecía desgajada. En realidad, Celia estaba acordándose de aquella vez, hacía diecisiete años, cuando al vicepresidente de ventas, Irv Gregson, que ya no estaba en la empresa desde hacía años, le había ordenado con voz furiosa que saliera de la sala donde se celebraba la asamblea de Nueva York, ante una audiencia de cientos de personas que la miraban… y Sam la había rescatado, salvado de las garras del vicepresidente y de otros» y ahora era Sam quien… ¡Demonios! Me niego a llorar, se dijo. Pero lloró, un poquito, y alzó los ojos para mirar a Sam que le daba un pañuelo sonriendo.
—Te lo has ganado, Celia —señaló él con dulzura—. Te lo has ganado tú sólita, paso a paso, y yo lo primero que hubiera debido decirte es ¡felicidades! Lilian ya lo sabe, se lo dije hoy durante el desayuno, y se ha puesto muy contenta. Me ha dicho que te dijera que uno de estos días vamos a celebrarlo juntos.
—Gracias. —Cogió el pañuelo y se secó los ojos; luego dijo con voz normal—: Dale las gracias de mi parte a Lilian. Ahora hablemos de Montayne.
—Bueno —dijo él—: como tú has seguido muy de cerca los preparativos de la campaña que preparamos para el próximo mes, yo y los directivos de que te he hablado estaríamos más tranquilos si tú te ocuparas hasta el final de ellos, aunque coincida con una nueva serie de responsabilidades muy grandes, ya sé que es pedirte mucho…
—No te preocupes —le atajó Celia—. Estoy de acuerdo con lo de la Montayne.
—Además te agradecería que me sugirieras quién puede sucederte como director de ventas farmacéuticas.
—Bill Ingram —dijo Celia sin pensarlo dos veces—. Es bueno y está a punto para el puesto. También ha seguido de cerca lo de la Montayne.
El principio de agarrarse a la cola de la cometa, se dijo ella, tal como se lo describí a Andrew durante nuestra luna de miel, hace mucho tiempo. Celia había seguido los pasos de Sam hacia la cuna y su plan había dado excelentes resultados. Ahora Bill seguía los de Celia; y ¿quién, se preguntó, debe seguir los de Bill?
Hizo un esfuerzo, tenía la mente dividida en dos, por concentrarse y terminar como era debido la conversación con Sam.
Aquella noche, al dar Celia la noticia de su nuevo ascenso a Andrew, éste la abrazó y dijo:
—¡Estoy orgulloso de ti! Siempre lo he estado.
—Casi siempre —le corrigió ella—. Hubo momentos en que no, recuerda.
El hizo una mueca.
—Eso está olvidado.
Luego salió hacia la cocina y volvió a los pocos minutos con una botella de champán, de Schramsberd Champagne, seguido de Winnie March, que llevaba una bandeja con copas.
Andrew anunció:
—Winnie y yo vamos a beber y brindar una copa a tu salud. Si quieres, puedes agregarte.
Cuando hubieron llenado las copas, Andrew alzó la suya:
—¡Por ti, amor mío! Brindo por todo lo que tú significas, has significado y significarás.
—Yo también, señora Jordán —añadió Winnie con cara radiante—. ¡Que Dios la bendiga!
Winnie tomó unos sorbos de champán, luego miró la copa con ojos dubitativos.
—No sé si debiera de acabarla —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó Celia.
—Pues… porque puede hacer daño al bebé. —Winnie lanzó una rápida mirada a Andrew y luego se sonrojó—. Acabo de descubrir que estoy embarazada…, después de tanto tiempo.
Celia se apresuró a abrazarla.
—¡Winnie, es maravilloso! ¡Es una noticia mucho más importante que la mía!
—Nos alegramos por ti, Winnie —dijo Andrew. Cogió la copa de champán que ella tenía en la mano—. Tienes razón, no debieras de acabarla. Descorcharemos otra botella cuando nazca el niño.
Más tarde, cuando se iban a acostar Celia y Andrew, ella comentó:
—¡Qué día!
—Un día preñado de alegrías —indicó Andrew—. Esperemos que las cosas continúen así, que todo el mundo sea feliz. No veo por qué no.
Sin embargo se equivocaba.
El primer indicio de que se acercaban malas noticias fue precisamente una semana más tarde.
Bill Ingram apareció con su característico aspecto de muchacho, a pesar de los años, en el despacho de Celia, el mismo que muy pronto iba a ser el suyo. Se pasó una mano por su alborotado pelo rojo y dijo:
—He pensado que debiera echar una mirada a esto, aunque seguramente no tiene ninguna importancia. Me lo ha enviado un amigo mío de París.
Y le dio un recorte de periódico.
—Es una cosa que salió en France-Soir —explicó Ingram—. ¿Sabe francés?
—Lo entiendo.
Celia comenzó a leer y en seguida sintió un escalofrío. El corazón le dio un salto.
El recorte era muy breve.
Una mujer de una pequeña ciudad de Francia, Nouzonville, cerca de la frontera belga, había dado a luz a una niña, que ahora ya tenía un año. Los médicos habían recientemente diagnosticado que sufría de una grave alteración del sistema nervioso central, lo que la dejaba imposibilitada de moverse para toda la vida; además el cerebro no se desarrollaba. No había tratamiento. La niña vivía en estado vegetativo. Y seguiría así hasta que muriera.
Durante el embarazo la madre había tomado Montayne. Ahora, ella y su familia echaban la culpa al fármaco del estado defectuoso de la niña. No se daba indicio de si los médicos compartían esta opinión.
La noticia de France-Soir concluía con una misteriosa frase: Un autre cas en Espagne, apparemment identique, a été signalé.
Celia estuvo un momento en silencio, sopesando y tratando de digerir lo que acababa de leer.
«… otro caso, aparentemente idéntico, en España».
—No creo que debamos preocuparnos —indicó Bill Ingram—. Ya se sabe que France-Soir es un periódico muy poco de fiar, sensacionalista. No es como si la noticia hubiera salido en Le Monde.
Celia no contestó. Primero en Australia. Ahora en Francia y en España.
De todos modos, lo que decía Bill era perfectamente sensato. No había motivo de alarma. Recordó lo que pensaba de la Montayne, de la meticulosa investigación y de todas las pruebas que se habían hecho en Francia, en muchos otros países, las precauciones extraordinarias que se habían tomado. No tenía que alarmarse, claro que no.
Y sin embargo…
Celia dijo con contundencia:
—Bill, quiero que se entere, lo más rápidamente posible, de todo lo que haya sobre los dos casos y téngame informada. —Cogió el recorte francés y dijo—: Eso lo guardo yo.
—Bueno: si usted quiere. —Ingram miró rápidamente su reloj de pulsera—. Voy a telefonear a Gironde-Chimie. Tengo el nombre de uno de los individuos con quien he estado en contacto. Aunque sigo estando convencido de que…
—Hágalo —dijo Celia—. ¡De prisa!
A la hora apareció Bill con actitud triunfante.
—¡No pasa nada! —exclamó—. Acabo de tener una larga conversación con el conocido de Gironde-Chimie. Ya sabía de los dos casos mencionados en France-Soir; los han investigado y dice que no hay motivo de alarma, ni de ninguna clase de dudas. La compañía ha enviado un equipo de científicos y médicos a Nouzonville y a España.
Celia preguntó:
—¿Le ha dado detalles?
—Sí. —Bill consultó una hoja llena de notas que llevaba en la mano—. Por cierto, ambos casos son muy parecidos al australiano, aquel que resultó ser una farsa, ¿se acuerda?
—Sí.
—Pues ambas mujeres, las madres de las niñas nacidas con defectos del sistema nervioso central, tomaban una espeluznante mezcla de otras drogas y bebían como cosacos, todo eso durante los embarazos. Además, en el caso de la francesa, hay antecedentes de mongolismo en la familia, y en España el padre de la niña es epiléptico.
—¿Las dos madres tomaron Montayne?
—Sí. Mi contacto de Francia se llama Jacques Saint-Jean, y es doctor en química, me ha dicho que al principio los de Gironde-Chimie tuvieron un susto enorme, como usted. Como dice él, su compañía se juega todavía más que nosotros, los de Felding-Roth.
Celia apremió sin inmutarse:
—¡Siga!
—Bueno: el veredicto es que la Montayne no tiene nada que ver con los defectos de nacimiento de las niñas. Los científicos y los médicos, y los asesores de fuera de la compañía, han llegado unánimemente a esta conclusión. Lo que descubrieron es que algunos de los fármacos tomados por ambas mujeres son peligrosos y tomados todos juntos podían haber resultado en…
—Quiero leer los informes —le interrumpió Celia—. ¿Cuándo podré tenerlos?
—Ya los tenemos.
—¿Que ya los tenemos?
Bill asintió con la cabeza.
—Están en esta casa. Jacques Saint-Jean me ha dicho que los tiene Vincent Lord. Los mandaron hará dos semanas; es parte de la política de Gironde-Chimie mantener a todo el mundo al corriente. ¿Quiere que le pida a Vincent que…?
—No —dijo ella—. Lo haré yo. Gracias, Bill.
—Oiga —repuso él antes de irse—. Perdone que insista en ello, pero yo de usted no me preocuparía tanto.
—He dicho que gracias y ahora márchese —le espetó ella, sin poder dominarse.
—¿Por qué quiere verlos? —preguntó Vincent Lord a Celia.
Se encontraba en el despacho del director de investigación, a donde había ido a buscar los últimos informes sobre la Montayne de los que le había hablado Bill Ingram.
—Porque me parece importante que los lea yo directamente, no me contento con información de segunda mano.
—Si por «segunda mano» quiere decir a través de mí —indicó Lord—, me parece absurdo. ¿No cree usted que estoy mejor preparado para leer este tipo de informes y sacar una conclusión, cosa que ya he hecho?
—¿Y qué conclusión ha sacado?
—Que en ninguno de los casos Montayne tiene la culpa. Las pruebas demuestran eso y son pruebas hechas por personas competentes y calificadas. Además yo opino, y Gironde-Chimie ahora también lo cree, que las familias implicadas en ello trataron meramente de sacar dinero. Es una cosa frecuente.
Celia preguntó:
—¿Se han mencionado a Sam los incidentes de Francia y España?
Lord sacudió la cabeza negativamente.
—Yo no le he dicho nada. No he considerado que tuvieran la suficiente importancia para preocuparle por eso.
—Bueno —dijo Celia—. De momento no discuto su decisión. Pero exijo que me deje ver esos informes. Quiero leerlos.
La cordialidad de Lord había ido disminuyendo durante la conversación a ojos vista. Contestó en tono desabrido:
—En caso de que se crea con conocimientos suficientes para llegar a conclusiones por sí sola, permítame que le recuerde que su licenciatura en química es una antigualla que no le servirá de nada.
Celia, a pesar de la sorpresa al ver la mala gana con que Lord le dejaba ver los informes, no tenía intención de convertir la cuestión en conflicto, por lo que contestó con suma calma:
—No se trata de eso, Vince. ¡Pero, por Dios, déjeme ver esos informes!
Lo que siguió la sorprendió todavía más. Ella había supuesto que Lord guardaba los informes en los archivos generales de la oficina. Pues no: con cara de malas pulgas, Lord se sacó un llave del bolsillo y abrió un cajón de su escritorio, del que sacó la carpeta de los informes. Se los dio a Celia, después de quedarse con unos papeles que presuntamente no venían al caso.
—Gracias —murmuró Celia—. Se los devolveré.
Aquella noche, a pesar del cansancio de después de todo un día de trabajo, Celia no se acostó hasta no haber leído los informes de Gironde-Chimie y casi toda la transcripción del proceso australiano. Éste le causó cierta preocupación.
En la transcripción completa salían unos puntos que no habían sido mencionados en la versión resumida y abreviada que ella conocía.
La mujer australiana había sido descrita, en la versión abreviada, como una infeliz, que tomaba drogas y fármacos —aparte de la Montayne—, casi alcoholizada y que fumaba. Todo era cierto.
Pero también lo era, y eso no se decía en la versión resumida, que tenía inteligencia, hecho que atestiguaban varios individuos. Además, en su familia no había habido antecedentes de debilidad mental o de deformidad física.
Otro dato nuevo para Celia fue que la mujer había estado embarazada dos veces anteriormente, y había dado a luz a dos niños normales y sanos.
En la versión abreviada se decía que la madre no sabía quién era el padre de la niña. Sin embargo, en la transcripción completa se revelaba que la madre había afirmado que el padre debía de ser uno de cuatro hombres determinados, y ninguno de los cuatro tenía antecedentes en su familia de problemas de deficiencia mental o física.
Los informes franceses y españoles eran como los había descrito Bill Ingram. Por los detalles dados se confirmaba que Gironde-Chimie había investigado a conciencia el problema.
De todos modos, en conjunto, los tres documentos incrementaron, en lugar de disminuir, la intranquilidad y preocupación de Celia. Porque lo que hacía pensar era el hecho indiscutible que tres mujeres, en tres lugares distintos, habían dado a luz a niños con graves deficiencias mentales y físicas, y las tres habían tomado Montayne durante el embarazo.