CAPÍTULO XIV
Lo que para Celia había comenzado siendo una desagradable y humillante experiencia resultó, al fin, un triunfo personal, o por lo menos tal fue la impresión.
Unas horas después del percance con el senador Donahue, los canales de televisión más importantes del país, ABC, CBS y NBC, dieron casi por entero el espectacular episodio en las pantallas. En palabras de un crítico: «Fue teatro de lo mejor, uno de los mejores shows televisivos».
La prensa del día siguiente le dedicó también importantes espacios. El New York Times sacó el siguiente titular: «Una mujer valiente amonesta a un senador». El Chicago Tribune imprimió: «El senador Donahue interroga a Jordán y le sale respondona».
Pero eso no fue todo. Por una vez, en este caso, los periodistas habían hecho las cosas bien y andaban enterados de los más importantes datos sobre el episodio. Según uno confesó a Julián Hammond:
—La mayoría nos enteramos de la dimisión de la señora Jordán a raíz de la Montayne y la condición bajo la que volvió, que se retirara inmediatamente la Montayne del mercado sin esperar las instrucciones de Sanidad. Pero no sabíamos cómo utilizar la información, y por eso la dejamos para otra ocasión. Y la táctica ha dado mejor resultado del que podíamos imaginarnos.
Después del percance entre Celia y el senador, los periodistas tuvieron la oportunidad de hacer quedar bien a Celia de dos maneras. Una, porque tanto su dimisión como su regreso, hechos ya del dominio público, la hacían quedar como persona de sólidos principios éticos. Y segundo, porque al negarse a que su dimisión saliera a relucir durante las sesiones del subcomité, indicaban una lealtad y una nobleza fuera de lo común.
El The Wall Street Journal publicó un comentario que decía: «En el mundo de los negocios hay mucha más nobleza de la que normalmente se reconoce. Cuán agradable resulta, entonces, que nos expongan un caso de nobleza y que, encima sea encomiada por el público en general».
A los pocos días de su regreso de Washington, Celia y Julián Hammond se entrevistaron en el despacho de ella. El vicepresidente de relaciones públicas había traído un montón de recientes recortes de periódicos que enseñó con suma satisfacción a Celia. Unos minutos después llegó Childers Quentin.
Celia no había visto al abogado desde su partida de Washington. Ahora iba a verla para discutir sobre los nuevos demandantes contra la compañía, a consecuencia de la Montayne.
Quentin venía con el aspecto fatigado y no parecía de muy buen humor.
Hammond dijo:
—Ahora mismo me voy, Quentin. Estábamos rozando del botín de la victoria —añadió señalando os recortes.
—¿Así lo llama? —preguntó fríamente Quentin.
—Pues claro. ¿Usted no?
Se produjo un silencio, que Celia interrumpió:
—Bueno, abogado: desembuche de una vez.
—Todos esos oropeles —comenzó a decir Quentin— y las noticias que han salido en la televisión son embriagadores. En pocas semanas habrá pasado y nadie se acordará de nada. Lo que cuenta es otra cosa.
—¿Qué cuenta? —preguntó Hammond.
—Lo que cuenta y contará es que esta compañía y usted, Celia, personalmente, se han ganado un enemigo muy poderoso. Conozco a Donahue. Le han hecho quedar como un payaso. Y lo que es peor, lo han hecho en su propio territorio, en el Senado y ante millones de espectadores. No se lo perdonará jamás. En cuanto vislumbre la más mínima posibilidad de perjudicarle a usted Celia, o a la firma, no dude de que saltará y sacará las uñas. Es posible que incluso ose forzar las cosas y en este país, un senador tiene de sobra fuerza para eso y para mucho más.
Para Celia estas palabras fueron como una ducha de agua helada. Y comprendió que Quentin tenía razón. Preguntó:
—¿Qué me aconseja?
El abogado se encogió de hombros.
—De momento nada. En el futuro vaya con mucho tiento y no se ponga en situación, usted o la compañía, de que el senador Donahue se les eche encima.