CAPÍTULO X
Un viernes por la tarde del mes de noviembre, Celia fue a visitar a la doctora Maud Stavely, en sus oficinas de la «asociación de ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa».
Fue una corazonada. Celia se encontraba en Manhattan por otros asuntos, y tenía dos horas libres, por lo que decidió emplearlas para conocer a un contrincante que le inspiraba cierta curiosidad. No telefoneó para anunciarse, sabiendo que corría el riesgo de que se negaran a recibirla, como les había ocurrido a otros empleados o implicados de alguna manera en la industria farmacéutica. Celia se acordaba de lo que le había dicho Lorne Eagledon, presidente de la Asociación de Fabricantes Farmacéuticos de Washington. Eagledon tenía un temperamento cordial, se llevaba bien con todo el mundo y había sido abogado del gobierno antes de ocupar el puesto actual en la asociación.
—Como jefe de la asociación que representa a la mayoría de las grandes industrias farmacéuticas, me interesa estar en contacto con los grupos de consumidores importantes. Ya sé que defendemos puntos de vista contrarios, pero a menudo se aprenden cosas hablando con ellos, cosas útiles para nuestra industria. Dos veces al año invito a almorzar a Ralph Nader. No es que tengamos muchas cosas en común, al contrario, pero charlamos, escuchamos nuestros respectivos puntos de vista, que es lo más civilizado que uno puede hacer. En cambio, cuando quise invitar a Maud Stavely… ¡Dios! ¡Qué chasco!
Celia le apremió a que continuara hablando sobre el tema.
—Pues bien —prosiguió él—, la doctora Stavely me dio a entender que estaba demasiado ocupada luchando contra una industria totalmente corrupta e inmoral, la nuestra, claro, para perder el tiempo charlando con uno de sus lacayos, a saber, mi menda. Además, añadió que antes se compraba una barrita de chocolate para almorzar que aceptar una comida en regla pagada con el dinero sucio de nuestra asociación.
Eagledon se echó a reír al recordarlo. A continuación añadió:
—Ni que decir tiene que no nos vimos jamás.
Llovía cuando el taxi se detuvo delante del portal de un destartalado edificio de seis plantas, de la calle Treinta y Siete, cerca de la Séptima Avenida. La planta principal del edificio estaba ocupada por un almacén de fontanería, cuyas ventanas tenían los cristales rotos, y se mantenían en su sitio gracias a unas tiras de papel engomado. El vestíbulo de la entrada exhibía unos muros de los que la pintura parecía caer a trozos, y de él subía un raquítico ascensor que la llevó hasta la última planta donde estaba ubicada la asociación de ciudadanos.
La puerta de la oficina estaba abierta y Celia vio, en un cuartito, a una mujer de edad, de pelo blanco, escribiendo a máquina. En la tarjeta puesta de cara hacia afuera se leía: «Voluntaria: Sra. O. Thom». La máquina en la que escribía la buena señora era una Underwood de por allá 1950.
Al ver a Celia dijo:
—Les he dicho mil veces que no puedo continuar trabajando aquí si no me cambian la máquina. La Y mayúscula no funciona. ¿Cómo se pueden escribir cartas sin la Y de yo?
Celia le sugirió:
—Utilice la primera persona del plural en vez del singular.
La señora O. Thom replicó:
—¿Y qué hago con esta carta? Tiene que ser enviada a Nueva York. ¿Escribiré Nueva Nork?
—Comprendo el problema —manifestó Celia—. Me gustaría poder ayudarla. ¿Está la doctora Stavely?
—Sí. ¿De parte de quién?
—De nadie especial, sólo de una persona interesada en su asociación. Me gustaría hablar con ella.
Pareció como si la señora Thom fuera a preguntarle más cosas, pero luego se lo debió pensar mejor, porque se levantó y se fue directamente a otra puerta, por la que desapareció. Celia aprovechó su ausencia para inspeccionar el entorno. Había más personas trabajando en otros cuartos, se oían más máquinas de escribir y conversaciones por teléfono. Vio un montón de panfletos y prospectos listos para ser tirados al buzón. Y otro de cartas que habían llegado y todavía estaban por abrir. Por las apariencias, la asociación no parecía estar sobrada de dinero. El mobiliario, pensó Celia, o había sido comprado de segunda mano o eran los restos de alguna otra oficina. El suelo había sido alfombrado nacía tiempo, pero actualmente la moqueta estaba tan raída que era casi como si no hubiera. En muchos sitios se veían las tablas de madera que componían el suelo. Y la pintura de las paredes saltaba como en el vestíbulo de la entrada de abajo.
Volvió la señora Thom.
—Puede pasar —dijo señalando una puerta. Celia le dio las gracias.
Entró en una habitación tan destartalada como la que acababa de abandonar.
—¿Qué quiere? —preguntó la doctora Maud Stavely desde la silla que ocupaba frente a una mesa muy vieja.
Celia se sorprendió del aspecto atractivo y elegante de aquella mujer de pelo castaño, delgada, bien vestida, con manos cuidadas, que no debía de tener mucho más de cuarenta años. Hablaba con voz de persona culta, aunque impaciente. Tenía unos ojos impresionantemente azules, de mirada penetrante y directa. Celia se sorprendió de ver a una persona con aquel aspecto en medio de aquel deslucimiento general.
—Trabajo en la industria farmacéutica —anunció Celia—. Perdone por la manera que me he metido aquí, pero quería conocerla.
Se produjo un silencio de varios minutos. Los ojos de la doctora estaban fijos en ella, y habían tomado cierta dureza, pensó Celia.
—Supongo que es la Jordán.
—Sí —dijo Celia, sorprendida—. ¿Cómo lo sabía?
—Me lo he figurado. No hay muchas mujeres trabajando en su podrida industria, y desde luego nadie que se haya vendido hasta el punto que lo ha hecho usted.
—Yo no considero que me haya vendido —protestó Celia.
—De lo contrario no trabajaría en el sector comercial como hace usted.
—Comencé trabajando como química —explicó Celia—, y luego, poco apoco, fui ascendiendo.
—No me interesa nada de eso. ¿A qué ha venido?
Celia se esforzó por desarmar a su contrincante con una sonrisa.
—Quería conocerla. Hablar con usted, intercambiar opiniones. A veces puede ser útil, aunque no estamos de acuerdo.
El tono amistoso de Celia no sirvió de nada. La otra mujer inquirió con frialdad:
—¿Útil para qué?
—Para comprendernos mejor. Pero no he acertado —dijo Celia, encogiéndose de hombros y con gesto de dirigirse hacia la puerta.
—¿Qué le interesa saber?
La pregunta había sido hecha en tono un poco menos hostil. Celia vaciló entre irse o quedarse.
Stavely señaló una silla.
—Siéntese. Le concedo diez minutos.
En circunstancias distintas Celia hubiera hablado con fuerza y energía, pero allí prefirió conservar un tono más modesto.
—Me gustaría saber, por ejemplo, por qué odia tanto a la industria farmacéutica.
Maud Stavely sonrió ligeramente por primera vez, aunque en el acto volvió a ponerse seria:
—Le he dicho diez minutos, no diez horas.
—Hagamos lo que podamos con el tiempo que tenemos —sugirió Celia.
—De acuerdo. La parte más podrida de la industria es la suya precisamente: la comercial. Su compañía como todas las demás vende en exceso, endosa fármacos de una forma cínica, grosera, malvada. Fabrican fármacos razonables aunque de utilidad restringida, y los lanzan al mercado de una manera que equivale a forzar a la gente a tomarlos, a recetarlos sin ton ni son. Emprenden campañas publicitarias convenciendo a gente de que no los necesitan para nada, o que no pueden pagarlos o que no debieran tomarlos porque son peligrosos para su salud. A menudo los tres factores se combinan.
—Cínico y malvado me parecen palabras excesivas —objetó Celia—. Nadie le discutirá que se receta en exceso…
—¡Que se receta en exceso! La norma es recetar, recetar lo que sea. Pero es una norma impuesta por ustedes, con sus campañas planeadas deliberadamente. Tome el Valium, por ejemplo, el fármaco seguramente más recetado, que más mal ha hecho en la historia de los medicamentos. Y todo por sus campañas publicitarias, por la codicia de las compañías farmacéuticas, y el resultado ha sido una estela de gente destrozada, desesperada, adicta, suicida…
—Muchos necesitaban este fármaco y se han beneficiado de él —repuso Celia.
—Una minoría —rebatió la otra—. Podría estar en el mercado sin necesidad de saturar todos los canales publicitarios, de lavar los cerebros de los médicos hasta hacerlos creer que el Valium lo cura todo. Sé lo que me digo. He sido médico, he sido también víctima de esta forma de lavado de cerebro, hasta que lo dejé todo, me di cuenta del disparate y me puse a trabajar aquí.
Celia murmuró tentando el terreno:
—Ya sabía que era doctora.
—Médico internista. Me educaron para que salvara vidas y para ayudar a las personas a conservar la salud, cosa a la que ahora me dedico, pero a una escala mayor. —Stavely hizo un gesto con la mano indicando que no quería seguir hablando de sí misma—. Volvamos al tema del Valium. Es un ejemplo muy representativo de la falta de escrúpulos de su industria.
—Estoy dispuesta a escuchar —precisó Celia—, aunque no estoy de acuerdo.
—Qué falta nos hacía que, encima, comercializaran otras formas de Valium, que han fabricado con distintos nombres. ¿A quién beneficia que haya cinco clases de Valium? Pero como Valium demostró ser un éxito económico, las otras compañías también quisieron aprovecharse y dedicaron meses, años enteros, a investigar invirtiendo dinero en descubrir otro Valium propio, cambiando de sitio un par de moléculas para lograr la diferencia mínima para poder conseguir otra patente y poder venderla con extraordinarios beneficios…
Celia la atajó impacientemente:
—Todo el mundo sabe que eso es una práctica habitual, y no muy recomendable, ya lo sé, pero a veces este tipo de investigación tiene como resultado descubrimientos insospechados; además mantienen a flote a las empresas en períodos de estancamiento. Y son empresas que prestan un servicio a la sociedad, no me lo puede negar.
—¡Dios mío! —exclamó la doctora Stavely—. ¿De veras se cree este razonamiento de colegial? Y no es sólo el Valium. Eso sucede con todos los fármacos importantes; en cuanto demuestran ser un éxito, llegan las otras compañías y lo copian. Por eso creo que el gobierno debería controlar la investigación farmacéutica costeada por las industrias privadas.
—Eso no lo dice en serio —protestó Celia—. No es posible que diga en serio que son los políticos los que tienen que controlar una labor tan importante como es la investigación farmacéutica. Si los políticos son incapaces de llevar bien las más simples cuentas, son los que han arruinado la Seguridad Social, son capaces de vender a sus propias madres a cambio de un voto. ¡Con ellos ni la penicilina estaría aún en el mercado! Reconozco que la iniciativa privada y capitalista tiene muchos defectos, pero es muchísimo más eficaz y más ética que lo que usted propone.
Stavely reanudó su discurso como si no la hubiera escuchado.
—La industria de la que usted tan orgullosa está tuvo que ser vapuleada con una serie de leyes porque, de lo contrario, no había manera de que se aviniera a razones y dejara de hacer disparates con fármacos positivamente peligrosos. No sólo eso, sino que cada vez que se saca un nuevo medicamento al mercado, se ocultan los nocivos efectos secundarios, calculadamente se escamotean en el fondo de los ficheros de las compañías.
Celia protestó:
—¡Absurdo! La ley nos obliga a presentar una solicitud con una información detallada de los efectos secundarios al Departamento de Sanidad. Tal vez ha habido pequeños casos de negligencia…
—¿Pequeños? Ha habido muchos y todos importantes, que nosotros sabemos, y no quiero pensar en los que no sabemos. Ustedes ocultan ¿legalmente?, los datos. Pero es inútil tratar de denunciarnos, porque tienen un poderosísimo grupo de presión en el Congreso, que reparte dinero a manos llenas cuando es necesario.
Bueno, pensó Celia: había venido para oír un punto de vista, no podía quejarse. Continuó escuchando, objetando de vez en cuando, y los diez minutos se convirtieron en dos horas.
En cierto momento Stavely mencionó un conflicto del que Celia había oído hablar. Se trataba de una compañía farmacéutica —que no era Felding-Roth— que había tenido problemas con uno de sus productos, un fluido intravenoso que se utiliza en os hospitales. Algunas de las botellas tenían tapones defectuosos, por lo que se habían infiltrado bacterias en el líquido, y habían producido septicemia en algunos pacientes y causado varias muertes.
El dilema era el siguiente: el número de botellas defectuosas era pequeño, y era muy posible que se hubieran localizado ya todas. Y se sabía que no salían más defectuosas de la fábrica porque se había descubierto la falla de los tapones. En cambio, si se prohibía el uso de las botellas almacenadas en los Hospitales los efectos serían desastrosos debido a que era un fluido utilizado muy a menudo y había enfermos que podían morir si no se les inyectaba. El asunto había sido discutido largo y tendido entre la compañía que lo fabricaba, los hospitales y el Departamento de Sanidad. Según la doctora Stavely, era un ejemplo más de «las tácticas moratorias de la industria farmacéutica para no retirar del mercado un fármaco peligroso».
—Estoy enterada del asunto del que usted me habla —admitió Celia—, y le aseguro que todo el mundo ha hecho lo mejor posible para encontrar una solución. Esta mañana precisamente he oído decir que el Departamento de Sanidad ha decidido prohibir el uso de las botellas existentes. Están preparando las notificaciones este fin de semana y la decisión será anunciada en una rueda de prensa el lunes próximo.
Stavely miró detenidamente a Celia:
—¿Está segura?
—Del todo.
Celia tenía la información de un empleado de la compañía de marras, de quien tenía motivos más que suficientes para fiarse.
Stavely tomó nota de ello, garabateó unas líneas en una libreta y prosiguió hablando. Por fin sanó a relucir el tema Montayne.
—Incluso ahora nuestra asociación de ciudadanos seguirá luchando para detener los trámites. Hay que investigar más, hacer más pruebas antes de ponerlo a la venta. Es del interés público que se retire esta droga.
—¿Por qué? —inquirió Celia.
—El caso de Australia…
Celia dijo, con voz fatigada.
—Estamos suficientemente enterados sobre el caso australiano.
Y entonces explicó que los médicos habían rechazado las alegaciones hechas ante el tribunal, y tanto en la corte, como luego en el gobierno, se había decidido dar carta blanca a la Montayne.
—Yo no estoy de acuerdo con los médicos y expertos de que usted me habla —declaró Stavely—, ¿ha leído la transcripción del proceso?
—No —tuvo que confesar Celia.
—¡Pues léalo! Y no presuma de saberlo todo acerca de Montayne hasta que no lo haya leído.
Celia suspiró:
—Me parece que continuar hablando con usted sería una pérdida de tiempo.
—Es lo que le dije al principio, si mal no recuerdo… La doctora sonrió de nuevo, por segunda vez.
—Tuvo razón —dijo Celia.
La doctora Stavely ya había vuelto a coger el documento que leía al presentarse Celia.
—Buenas tardes, señora Jordán —dijo alzando brevemente la mirada.
—Buenas tardes —contestó Celia y salió de las destartaladas oficinas a la calle, no menos destartalada.
Más tarde, aquella misma tarde, durante el regreso en coche de Manhattan a Morristown, Celia reflexionó sobre el tipo de persona que era Stavely.
No cabía duda de que la doctora Stavely era una persona muy dedicada a su trabajo, y una obsesa. Carecía de sentido del humor, y era incapaz de no tomarse en serio en ningún momento. Celia conocía a más personas así, y siempre le había parecido muy difícil hablar o discutir con ellas objetivamente, reflexionando los argumentos. Eran personas tan acostumbradas a pensar en blanco y negro, en términos de antagonismo, que les era imposible dejar de lado el antagonismo y pensar en el matiz gris en el que consiste la mayoría de las veces la vida.
Por otro lado, la presidenta de la «asociación de ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa» era una persona bien informada, inteligente, bien organizada mental y prácticamente. Su pasado como médico le confería autoridad para forzar que los otros tomaran en serio sus opiniones. Algunas de sus opiniones no diferían mucho de las de Celia, quien recordó cómo, hacía catorce años, había hablado a Sam sobre fármacos «copiados» y sobre las «manipulaciones moleculares», en términos muy similares a los de Stavely. Había sido Sam Hawthorne quien, hacía tiempo, le había enseñado a argumentar como ella acababa de hacer aquella tarde. Y no estaba totalmente convencida de que fueran argumentos válidos, pero los esgrimía sin escrúpulos.
Sin embargo, la doctora Stavely no había sido objetiva al acentuar los aspectos negativos de Lah industria farmacéutica y pasar por alto, dar como inexistentes las contribuciones humanitarias que había hecho a la sociedad, en el campo de la ciencia y de la salud pública. Celia había oído describir la industria farmacéutica de Estados Unidos como «uno de los tesoros nacionales» y ella creía que era una descripción bastante acertada. También era disparatado e ingenuo decir que el gobierno debiera controlar la investigación farmacéutica, y sus opiniones acerca de Montayne eran meros prejuicios.
Tenía que reconocerse, sin embargo, que tanto la doctora Stavely como su asociación eran contrincantes serios que no podían tomarse a la ligera.
En una cosa que sí había tenido razón, reconoció Celia de mal humor, era en censurarla por no haber leído el proceso del caso australiano. La semana próxima, se prometió, se apresuraría a leerlo.
Mientras cenaban, Celia se lo contó a Andrew y él como de costumbre, le dio una opinión muy razonable del asunto.
—Te será difícil convivir con activistas como ella, con Sidney Wolfe, Ralph Nader y otros, y en determinados momentos me imagino que incluso los odiarás. Pero los necesitas, los necesita tu industria, como la industria automovilística necesitó y necesita a gente como Nader. Gracias a Nader los coches han mejorado, son mejores y menos peligrosos gracias a sus críticas y a su beligerancia. Y yo a Nader le estoy muy agradecido. Ahora os toca a vosotros escuchar a gente como Stavely y Wolfe.
—Lo reconozco —dijo Celia con un suspiro—. ¡Si fueran más moderados y razonables!
Andrew sacudió la cabeza.
—Si lo fueran, no llegarían a ninguna parte. Además, si a veces utilizan métodos poco éneos y poco escrupulosos, mejor será que te preguntes dónde los habrán aprendido, de quién. Porque la respuesta es: de compañías como la tuya, querida, porque antes de que nadie les llamara la atención sobre sus métodos, eran harto inmorales y cínicos.
Celia hubiera comprendido mejor la última observación de Andrew si hubiera presenciado la escena que tuvo lugar en las oficinas de la «asociación de ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa», apoco tiempo de marchar ella.
La doctora Stavely llamó a una de sus ayudantes y le preguntó:
—¿Se ha ido la mujer que estaba aquí hace un momento?
Al oír que la otra respondía que sí, Stavely le mandó lo siguiente:
—Convoca a la prensa para mañana por la mañana. Organiza una rueda y di que es un asunto urgente, un asunto de vida o muerte para los hospitales y los enfermos hospitalizados. Asegúrate de que se entere la radio y la televisión. A la misma hora se dará una noticia que voy a redactar en el acto. Esta noche habrá trabajo…
Y continuaron las instrucciones, eficaces y contundentes, y, a las diez de la mañana del día siguiente, comenzó la rueda de prensa.
En presencia de los periodistas, y ante la cámara, la doctora Stavely dio la noticia del conflicto sobre los fluidos intravenosos de los que había discutido con Celia el día anterior: lo de las botellas contaminadas de bacterias y las septicemias resultantes, y las muertes que seguramente causaron. Lo que la presidenta de la «asociación de ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa» no mencionó fue el nombre de Celia o el hecho de que ésta le hubiera informado que se habían dado órdenes de retirar las botellas de los hospitales, y que la orden se haría pública el lunes, es decir, al día siguiente.
En vez de eso, Stavely declaró:
—La «asociación de ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa» lamenta la pasividad del Departamento de Sanidad y de la compañía productora de material potencialmente mortífero. Y exigimos, ¡sí, exigimos!, que se prohíba el uso del fluido contenido en estas botellas y se las retire de…
El impacto fue lo que era de esperar. Las cadenas de televisión más importantes de la nación mencionaron el asunto a la hora de las noticias de la noche, y en los periódicos del siguiente domingo salió en grandes titulares, muchas veces con la foto de Stavely hablando. De modo que, el lunes, cuando al Departamento de Sanidad publicó su notificación, la mayoría de los periodistas, sin preocuparse en verificar nada, escribieron: «Hoy, como rápida respuesta a la exigencia de la doctora Maud Stavely y de su “asociación de ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa”, Sanidad ha prohibido el uso en los hospitales de…». Era un brillante triunfo para la asociación y, poco después, fue utilizado astutamente en los prospectos que dicha asociación redactaba para conseguir adhesiones.
Celia siguió el desarrollo de los acontecimientos ligeramente azorada; no contó nada a nadie de la parte que había tenido en ello. Le serviría de lección. Se dio cuenta de que había sido estúpidamente indiscreta y que había sido manipulada por una estratega de aúpa.