CAPÍTULO III

A principios de 1975, Celia fue de nuevo ascendida.

Su nuevo cargo fue de directora de ventas de fármacos, puesto que la colocó en posición de vicepresidente de división; es decir, directamente después del vicepresidente de ventas y marketing. Para alguien que, como ella, había comenzado siendo vendedora al detalle, el ascenso significaba un avance casi increíble. Y por ser mujer, era absolutamente extraordinario.

Pero Celia se había dado cuenta de una cosa, de que actualmente en Felding-Roth ser mujer no importaba. Aparentemente, por lo menos. Se tomaba con perfecta naturalidad que fuera mujer, lo único en que se fijaban era en su trabajo. Exactamente como ella había siempre deseado.

Celia no se forjaba ilusiones de que esto fuera así en la mayoría de las empresas, ni en el mundo de los negocios en general. Pero creía que por lo menos demostraba que ya no era imposible que una mujer hiciera carrera hasta el final, y consiguiera los máximos puestos y salarios. Las cosas continuarían mejorando, se decía, y ya se sabe que todos los cambios sociales necesitan sus pioneros. Celia era uno de ellos.

No obstante, ella no participaba en ningún movimiento feminista y algunas de las nuevas militantes la avergonzaban con sus nuevas pretensiones y su inhábil manera de presionar políticamente. Por lo visto, todo lo que de la boca de un hombre salía tenía que ser tachado de machista, incluso si se trataba de una honesta diferencia de pareceres. También era obvio que muchas de estas mujeres carecían de auténticos talentos y se aprovechaban del movimiento para fines personales de lucimiento.

El nuevo puesto que le habían asignado comportaba perder el contacto que había tenido con Sam Hawthorne, aunque Sam le había dicho que no vacilara en ir a verle siempre que le necesitara o quisiera.

—Si te fijas en algo que tú crees que no funciona bien, que está mal, o en alpina negligencia, no vaciles en comunicármelo, Celia —le había dicho él.

Y Lilian Hawthorne, durante una agradable cena que había hecho para Celia y Andrew, había brindado con las siguientes palabras:

—Por ti, Celia, aunque confieso que, por razones egoístas, desearía que te quedaras en tu antiguo puesto al lado de Sam. Le has facilitado mucho la vida y me has ahorrado preocupaciones a mí.

A la cena asistió también Juliet Hawthorne, convertida en una preciosa muchachita de diecinueve años. Pasaba unas breves vacaciones en casa de sus padres. Había llegado acompañada de un joven muy agradable e interesante que Juliet presentó como a Dwight Goodsmith. Y había añadido:

—Es mi amigo y estudia la carrera de leyes.

Celia y Andrew tuvieran muy buena impresión de los dos jóvenes, y Celia no pudo por menos de reflexionar cómo no hacía muchos años Juliet y Lisa eran dos mocosas que correteaban por la casa en pijama.

Después del brindis de Lilian, Sam dijo:

—Lo que Celia todavía no sabe es que su ascenso ha comportado otro paralelo de aún mayor importancia en el edificio del aparcamiento de la oficina. Se le ha destinado un sitio fijo en el gallinero.

—¡Qué dices, papá! ¡Ni que la hubieras ascendido al «paraíso de los famosos»! —exclamó Juliet, bromeando.

El denominado «gallinero» era la planta superior del garaje y aparcamiento que había adjunto al edificio de oficinas de Felding-Roth. La planta superior estaba reservada para los ejecutivos de mayor antigüedad. De ella partía una rampa recubierta de ventanales que conducía a un edificio contiguo desde el cual ascendía un ascensor que comunicaba directamente con la planta del edificio donde se encontraban sus oficinas. En cambio, los que no tenían sitio reservado en la planta, después de aparcar sus coches en otras inferiores, tenían que descender a pie hasta la planta baja y salir del edificio del aparcamiento para llegar al de las oficinas y volver a subir.

Sam era como es lógico, de los privilegiados del «gallinero», donde aparcaba cada mañana su Bentley plateado, coche que prefería a la limusina conducida por chófer que le destinaba la compañía.

Durante el regreso a casa, Andrew dijo:

—¡Qué buena vista tuviste cuando escogiste a Sam como a la cometa de cuya cola agarrarse, Celia!

—Sí —dijo ésta—, aunque últimamente me preocupa su estado psíquico.

—¿Porqué?

—Lo veo más ajetreado que nunca, y a veces con aire misterioso y cabizbajo como si guardara algún secreto.

—Mira: ya tienes bastantes preocupaciones para ir cavilando sobre las de los demás —le dijo Andrew.

—Cada día está usted más cuerdo, doctor Jordán —arguyó Celia, pellizcándole el brazo.

—Deja de insinuarte con el conductor —le advirtió Andrew.

A los pocos minutos él le preguntó:

—Hablando de novatos que se cuelgan de las colas de las cometas de la empresa, ¿qué ha sido de tu joven protegido?

—¿De Bill Ingram? —preguntó riendo Celia, acordándose de la primera impresión que le había causado el muchacho durante la reunión con los ejecutivos de la agencia publicitaria Quadrillep Brown en Nueva York—. Bill ha estado trabajando en el sector latinoamericano, como director, en el mismo puesto que había tenido yo. Ahora estamos pensando en trasladarle a ventas farmacéuticas con ascenso.

—Estupendo —señaló Andrew—. Por lo visto él también se colgó de una buena cometa.

La dicha que a Celia le había producido su nuevo ascenso fue empañada por la súbita muerte de Teddy Upshaw. Teddy sufrió un ataque cardiaco en su mesa de trabajo. Había pasado el resto de su vida en la sección de ventas sin receta puesto que le había ido como anillo al dedo y en el que había sido muy feliz. A Celia le dolió la perspectiva de no volver a oír su voz siempre alegre, sus ocurrencias llenas de buen humor, sus zancadas por los pasillos y su cabeza subiendo y bajando como un balón.

Celia asistió, acompañada de Andrew, al funeral de Teddy. Fue en un lluvioso día del mes de marzo y el cortejo del duelo se arrebujó con caras sombrías en sus abrigos y bajo sus paraguas abiertos.

Algunos, como Celia y Andrew, fueron después de la ceremonia del cementerio a casa de los Upshaw, donde Zoe, la viuda de Teddy, dijo a Celia:

—Teddy la admiró a usted mucho, señora Jordán. Le enorgulleció trabajar a sus órdenes y dijo que mientras usted permaneciera en la compañía, ésta mantendría viva su conciencia.

Celia, conmovida al oír estas palabras, recordó la primera vez que había visto a Teddy, en el aula donde ella había lanzado el violento discurso que por poco le costó perder el trabajo. Teddy había sido una de las pocas caras que la había mirado con simpatía al dirigirse ella a la puerta del Waldorf.

—Yo quise mucho a Teddy —le aseguró a la viuda. Después Andrew le preguntó:

—¿Qué te ha dicho la señora Upshaw?

Celia se lo contó y añadió:

—Desgraciadamente no siempre he estado a la altura de la opinión que Teddy tenía de mí. No puedo olvidar la pelea que tuvimos en Ecuador, cuando tú me señalaste las ocasiones en que había hecho la vista gorda en cuestiones de orden ético. Tenías mucha razón.

—Los dos dijimos cosas justas en aquella pelea —indicó Andrew—. Tú también acertaste al recordarme las ocasiones en que yo había hecho, o no hecho, determinadas cosas. Pero nadie es perfecto, y estoy de acuerdo con Teddy en que, mientras tú permanezcas en Felding-Roth, la empresa tendrá una conciencia.

En el mes siguiente llegaron buenas nuevas tanto para el país como para Felding-Roth.

La guerra de Vietnam llegó a su fin. A un fin humillante para Estados Unidos, país no avezado a sufrir derrotas, pero por lo menos significó el fin de la absurda matanza de su juventud. Después de la guerra quedó la tarea no menos difícil de cicatrizar las heridas y tender puentes sobre el abismo que se había creado entre sectores de la población, diferencias que habían resultado ser más profundas que las producidas durante la guerra civil.

—Nosotros no veremos el fin de los resentimientos —predijo Andrew la noche en que miraban por televisión el triste desfile de las últimas tropas norteamericanas que abandonaron Saigón—. Y dentro de dos siglos los historiadores todavía no se habrán puesto de acuerdo sobre si Estados Unidos tuvo o no derecho de intervenir en Vietnam.

—Ya sé que soy muy egoísta —dijo Celia—, pero yo de lo que realmente me alegro es de que la guerra haya terminado antes que Bruce tuviera la edad de ser llamado a filas.

Al cabo de dos semanas, llegó la noticia en Felding-Roth de que los laboratorios franceses habían conseguido la autorización para fabricar el nuevo fármaco Montayne. Lo cual significaba que Felding-Roth podía comenzar las pruebas y los experimentos en suelo norteamericano.

Respecto al fármaco, Celia había tenido ciertas dudas por tratarse de una droga destinada a las recién embarazadas. No podía olvidar la estricta recomendación de Andrew de no tomar nada durante los primeros meses del embarazo. No podía olvidar el desastre de la Talidomida.

Había confiado sus dudas a Sam, quien le dijo:

—La primera vez que oí hablar de la Montayne, tuve la misma reacción que tú. Pero ahora por lo que he oído decir sobre el resultado de las pruebas, estoy convencido como los demás de que es un medicamento de espléndidos resultados.

Sam le recordó que habían pasado quince años desde el desastre de la Talidomida y que en este tiempo la industria farmacéutica había experimentado enormes progresos en la investigación, en los métodos de experimentar con las nuevas drogas y en su fabricación.

Además, las leyes del gobierno al respecto eran mucho más estrictas en 1975 que en la década de 1950.

—Muchas cosas han cambiado —añadió Sam—. Por ejemplo, durante mucho tiempo se creyó que utilizar anestésicos durante el parto era peligroso. Lo mismo puede decirse de los específicos para el embarazo. Llegará un día en que habrá un montón de ellos sin efectos nocivos de ninguna clase para el feto. ¿Por qué no? La Montayne es uno de los primeros.

Recomendó a Celia estar al tanto de los resultados de las pruebas. Celia dio su palabra de que lo haría.

La importancia de Montayne para la compañía fue anunciada oficialmente poco después por uno de los directivos más antiguos, Seth Feingold. Antes le había confiado a Celia lo siguiente:

—Sam nos ha prometido, a todos los de la junta, que la Montayne va a salvarnos del hundimiento económico. Le aseguro que necesitamos algo así, porque este año los beneficios han sido peor que nunca. Pronto, de seguir las cosas así, tendremos que ir a pedir limosna.

Feingold era un hombre ya anciano, lleno de vigor, que hubiera debido retirarse del trabajo hacía ya años, pero cuya memoria retenía tantos datos y ataba tantos cabos concernientes a la compañía que la junta no se había visto con ánimos de prescindir de sus servicios. Además, Feingold tenía una habilidad especial para manejar el dinero cuando éste escaseaba. Durante los dos últimos años, Celia había intimado con él porque Andrew había tratado con buen resultado la artritis que su mujer sufría desde hacía mucho tiempo.

—Mi esposa está convencida de que su marido es capaz de convertir el agua en vino —le había dicho Feingold—. Y ahora, que la conozco a usted mejor, comienzo a sospechar lo mismo de usted.

Sobre la Montayne, Feingold también había dicho:

—Los franceses están convencidos de que el fármaco va a producir enormes beneficios.

—En ventas ya nos preparamos para hacer un buen trabajo —dijo Celia—. Aunque todavía es un poco temprano, pero aunque sólo por usted, valdría la pena convertir la operación en un exitazo.

—Y hablando de exitazos, muchos de entre nosotros nos preguntamos qué deben estar haciendo los ingleses en nuestro instituto de Harlow. No pasarán el rato tomando tazas de té, ¿verdad?

—No tengo noticias recientes… —dijo Celia.

—Ni yo tampoco —adujo Feingold—. Nadie sabe nada de ellos. Y nos cuestan millones de dólares; tengo la impresión de que es como tirarlos por la ventana. Estamos seriamente preocupados, pregúnteselo a Sam.

Celia no necesitó mencionar el tema a Sam, porque él mismo la mandó llamar a los pocos días para decirle:

—Supongo que ya has oído los rumores que corren sobre Harlow y sobre Martin Peat-Smith.

—Sí, Feingold me ha hablado de ello.

—Seth es uno de los más escépticos. Le gustaría que cerráramos el instituto por razones económicas. Muchos de los de la junta están de acuerdo con él. En la próxima reunión de accionistas me van a poner en un apuro, sospecho.

Celia le recordó:

—Todavía no hace dos años que Martin mencionó que resultados… Tú tenías fe en él.

—Es que hay límites a la fe cuando ves la sangría de dólares que estamos sufriendo, y cuando tienes a los accionistas pidiéndote explicaciones. Además, Martin ha resultado muy testarudo referente a mandar informes de los progresos de su trabajo. No nos manda nada. Y ahora necesito saber algo concreto.

—¿Porqué no vas tú a verlo?

—Porque no tengo tiempo; por eso te he llamado, Celia, para pedirte que vayas tú a Harlow en cuanto puedas.

—¿No sería mejor mandar a Vincent Lord?

—Desde el punto de vista científico sería la persona más indicada, pero no me fío de su criterio porque siempre ha tenido prejuicios en contra del instituto en Inglaterra.

—Es verdad —dijo Celia—. ¡Cuan bien nos conoces!

—Te conozco también a ti, Celia, y sé lo en serio que te tomas el trabajo y todo lo relativo a la industria. Te pido solamente que, por favor, no te dejes llevar por tu simpatía hacia Martin. Sé dura con él. ¿Cuándo podrás nacer el viaje?

—Mañana, quizá —contestó Celia.