CAPÍTULO II

El bar se encontraba en el barrio de Georgetown. Era un sitio elegante, decorado a base de pardos y rojos, con bonitas incrustaciones de bronce. Saltaba a la vista que era un lugar de citas para homosexuales. Al entrar Vincent Lord, varios ojos le miraron con obvio interés, tomando nota mental de sus aparentes cualidades, lo que a Lord le puso algo nervioso. Pero en seguida se le acercó un hombre joven.

—Buenas tardes, doctor Lord. Soy Tony Redmond. La voz del teléfono.

Lord murmuró unas palabras de reconocimiento y dejó que el otro le estrechara la mano. En el acto había reconocido al tipo: era uno de los empleados que con frecuencia había visto en el Departamento le Sanidad.

Redmond era un joven que apenas tenía treinta años, llevaba el pelo corto y rizado, tenía los ojos azules como un bebé y pestañas muy largas. En conjunto era un chico muy apuesto. Le señaló un puesto libre, una especie de cabina con dos bancos, y ambos se acomodaron, sentándose frente a frente. Redmond ya tenía una bebida servida y preguntó:

—¿Pido una bebida para usted, doctor? Lord dijo:

—Prefiero hacerlo yo.

No había venido con la intención de convertir la entrevista en un encuentro cordial Cuanto antes terminara, mejor.

—Yo trabajo como técnico médico en el Departamento de Sanidad —le aclaró el joven—. A usted le he visto entrar y salir de nuestra oficina varias veces.

Entonces Lord situó con exactitud al tipo. Trabajaba en el mismo sector de Mace, lo que explicaba cómo había conseguido la información sobre él.

Después de la primera llamada de Redmond, había habido dos llamadas más. En una de ellas se había discutido del dinero. Redmond se había mostrado inflexible en cuanto a la cantidad. Dos mil dólares a cambio de los documentos incriminatorios. La segunda llamada había servido para concretar el lugar y la hora de la cita. Redmond había escogido el lugar.

Unos días antes, Lord había ido a ver a Sam Hawthorne.

—Necesito dos mil dólares para adquirir unos datos que interesan a la empresa. Si quiere, le daré más detalles, pero en mi opinión es mejor que usted no se entere de qué se trata.

—Oiga, ese tipo de cosa no me hace ninguna gracia —dijo Sam—. ¿Se trata de algo poco honesto?

Lord reflexionó unos momentos:

—Digamos que se trata de algo poco ético, de lo que un abogado definiría como en el límite entre lo legal y lo ilegal. Pero le prometo que no es robar secretos, como hacen otras compañías.

Sam siguió vacilando, Lord insistió:

—Se lo digo si prefiere.

Sam sacudió la cabeza negativamente:

—No, no, le daré el dinero.

—Hágalo de manera que se enteren pocas personas; sobre todo que no lo sepa la señora Jordan —puntualizó Lora.

Sam contestó algo irritado:

—Eso lo decidiré yo. Bueno: le prometo que ella no se enterará —le concedió después.

Lord suspiró aliviado. Celia Jordan tenía una manera incómoda de indagar las cosas. Y era muy capaz de no estar de acuerdo con lo que él se proponía hacer.

Aquel mismo día Vincent Lord recibió un cheque de dos mil dólares, con un recibo que decía «por gastos de viaje».

Lord cambió el talón por dinero contante y sonante antes de partir para Washington. Puso el dinero en un sobre que se metió en un bolsillo de la americana.

Se acercó un camarero. Su trato era muy similar al de Redmond, a quien no dudó en llamar Tony. Lord pidió un gin con agua tónica.

—Simpático el sitio, ¿verdad? —dijo Redmond cuando se hubo ido el camarero—. Se considera chic. La mayoría de la gente que viene son de la universidad o trabajan en el gobierno.

—Me importa un comino quién frecuente el sitio —manifestó Lord—. A ver los documentos.

A lo que Redmond replicó:

—A ver el dinero.

Lord no respondió, limitándose a indicar con una señal que lo llevaba encima.

—Bueno: supongo que es de confianza —observó Redmond.

A su lado, en el banco, había una cartera. La abrió y sacó un gran sobre de papel marrón. Se lo dio a Lord.

—Están dentro.

La bebida que había pedido Lord llegó cuando él comenzaba a estudiar los documentos.

Sorbió de ella un par de veces mientras los leía.

Diez minutos más tarde levantó los ojos y dijo de mala gana:

—Es muy meticuloso en el trabajo.

—Claro —dijo Redmond—. Me alegro de que por fin me haga un cumplido. —Y sonrió.

Lord permaneció en silencio, sopesando las posibilidades.

El escenario referente al doctor Gideon Mace no presentaba problema. Redmond ya le había hecho un esbozo por teléfono. Los documentos que Lord acababa de leer aclaraban el resto.

Todo giraba en torno a una cuestión de patentes, de drogas vendidas con su nombre genérico y de los trámites del Departamento de Sanidad. Vincent Lord estaba de sobra familiarizado con las tres cosas.

Cuando expiraba la patente de un fármaco importante, cosa que habitualmente sucedía a los diecisiete años de la obtención de la patente, una serie de pequeños fabricantes trataban de obtener el permiso para producir el mismo fármaco en su forma genérica, a fin de venderlo a un precio inferior que el de la compañía que lo había promocionado originalmente. Si se obtenía tal permiso, los beneficios obtenidos de la venta del fármaco en su forma genérica eran enormes.

Pero para obtener el permiso se debía hacer una solicitud al Departamento de Sanidad, el cual, a su vez, autorizaba su producción y venta. La situación no cambiaba aunque el fármaco todavía estuviera en el mercado, autorizado por el mismo departamento desde hacía años.

El trámite que debía seguir la compañía que deseaba el permiso para vender el fármaco en su forma y con su nombre genérico era muy similar al otro: consistía de una solicitud abreviada.

Para cada uno de estos fármacos, con la patente a punto de expirar, había varias pequeñas compañías que solicitaban su reventa, una docena o más de ellas. Y los trámites tardaban tanto tiempo como para el fármaco en su forma original.

Se desconocía cómo se llegaba a decidir sobre la concesión de la fabricación y comercialización de este tipo de fármacos; lo que ocurría habitualmente era que se autorizaba primero a una de las compañías, y al cabo de poco tiempo se autorizaba a las demás. Ni decir tiene que la primera en conseguir la autorización era la que mayor tajada del pastel se llevaba.

Los beneficios para la primera compañía podían ser tan grandes, que si ésta tenía acciones en la Bolsa, éstas podían experimentar una súbita alza de valor, que a veces llegaba a doblarse de un día para otro.

De todos modos, como la mayoría de estas pequeñas compañías no figuraban en la lista de los grandes centros de la Bolsa, como, por ejemplo, el de Nueva York, sólo los muy entendidos se beneficiaban del alza, los que estaban en el secreto o los profesionales.

De ahí que fuera una de estas situaciones idóneas para los picaros del ramo. Una persona al tanto de qué compañía iba a conseguir autorización para vender uno de estos medicamentos en su forma genérica podía fácilmente hacer su agosto comprando las acciones a bajo precio, a sabiendas del alza que iban a experimentar dentro de pocos días.

Es lo que había hecho el doctor Gideon Mace dos veces. La prueba estaba en las fotocopias de los documentos que en aquel momento tenía Vincent Lord en sus manos.

En ellos había:

—Los recibos de la «compra» y de la «venta» del agente de Bolsa a nombre de un cliente llamado Marietta Mace. Redmond ya había informado a Lord que la tal Marietta era hermana de Gideon.

—Dos anuncios fechados del Departamento de Sanidad Pública referentes a la autorización de permisos de fabricación y venta de fármacos en su forma genérica para dos compañías, Binvus Products y Minto Labs. Ambos nombres eran los mismos de las acciones que aparecían en los recibos susodichos de los agentes de Bolsa.

—Dos talones firmados por Gideon Mace a nombre de su hermana, de sumas correspondientes a las cantidades de «compra» de las acciones.

—Dos declaraciones de cuentas bancadas, pertenecientes a Gideon Mace, en las que se señalaban sustanciosos ingresos fechados poco después de las «ventas» susodichas.

Lord hizo un rápido cálculo en la servilleta de papel y descubrió que Mace había ganado un total de dieciséis mil dólares, después de pagar la comisión a su hermana.

Quién sabe, quizá había ganado más. Era muy posible que Mace hubiera hecho la operación muchas otras veces. Eso se descubriría en el caso de que se le hiciera un juicio.

De hacérsele un proceso, Mace daría con sus huesos en la cárcel, de eso no cabía ninguna duda.

Lord pensó en preguntar a Redmond cómo había obtenido las pruebas, pero luego cambió de idea. No era difícil imaginar cómo. Lo más probable era que Mace hubiera guardado los recibos en un armario de su oficina, convencido seguramente de que estaban más seguros que en su casa. Pero Redmond, joven obviamente de recursos, había sabido encontrar la manera de tener acceso a sus cajones, aprovechándose de las ausencias de Mace. De todos modos, Redmond debió de haber barruntado algo antes de comenzar las pesquisas en su oficina, seguramente a través de alguna conversación por teléfono.

Era increíble que Gideon Mace hubiera sido tan poco precavido. Que hubiera cometido el estúpido error de creer que no podrían descubrirle. De haber hecho las transacciones de Bolsa con un nombre idéntico al suyo. En fin: los picaros a veces son los más capaces de cometer estupideces.

Redmond interrumpió con su voz petulante las cavilaciones de Lord.

—¿Le interesa o no? ¿Se cierra el negocio o no?

Lord se llevó en silencio la mano al bolsillo donde tenía el dinero. Sacó el sobre y se lo dio a Redmond. El joven lo abrió, sacó los billetes y se le encendió el rostro al verlos.

—Cuéntelos —dijo Lord.

—No es necesario. No me estafa, el asunto es demasiado importante.

Hacía rato que Lord se había dado cuenta de la presencia de otro joven que estaba sentado a la barra y que, de vez en cuando, los miraba. Ahora volvía a mirarlos y Redmond le correspondió levantando con un gesto de triunfo el sobre que tenía en la mano. El otro joven sonrió. Lord se sintió muy incómodo.

Redmond dijo con voz alegre:

—Bueno: ya está.

—Permítame una pregunta —inquirió Lord—. Me muero de curiosidad por saber una cosa.

—Pregunte.

Lord tocó el sobre donde había los documente que acababa de comprar.

—¿Por qué le hace esta jugarreta al doctor Mace?

Redmond vaciló antes de contestar.

—Por algo que me dijo una vez.

—¿Qué fue?

—Bueno: si se empeña en quererlo saber… —vaciló Redmond con voz llena de despecho y rozando con la histeria—: Me llamó marica asqueroso.

—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó Lord, levantándose a punto de marchar—. ¿Acaso no loes?

Antes de salir del local, echó una mirada hacia atrás. Tony Redmond le miraba fijamente con la cara contorsionada de furia.

Vincent Lord pasó la semana siguiente dudando sobre lo que debía hacer. Al encontrarse con Sam Hawthorne, todavía no lo había decidido.

—Me han dicho que ha estado en Washington —indicó Sam—. Me imagino que fue por algo relacionado con el dinero que le concedí. Lord asintió.

—Acertado.

—No me gustan los juegos —repuso Sam—. Y no quiera ahorrarme disgustos a base de secretos. O sea que desembuche. ¿A qué fue?

—En tal caso he de ir a buscar unos documentos a mi despacho —arguyó Lord.

Media hora más tarde, cuando terminó de leerlos, Sam silbó bajito, con cara de preocupado.

—No sé si se da cuenta —advirtió a Lord— de que si no hacemos algo inmediatamente, nos convertiremos en cómplices o encubridores de un delito.

—Supongo que es cierto —prosiguió Lord—. Pero hagamos lo que hagamos, si lo nacemos público, se armará un lío. Para comenzar necesitaremos justificar la tenencia de los documentos, y en el Departamento de Sanidad, independientemente de quién tenga razón o no, nos odiarán a muerte para toda la vida.

—Pero, entonces, ¿por qué meterse en ese berenjenal? Lord contestó muy seguro de sí mismo:

—Estos documentos nos servirán un día, y las formas de hacerlos servir son numerosas y varias.

Lord no parecía inmutarse ante las dificultades que él mismo reconocía en la situación; por razones fáciles de comprender, se sentía muy a sus anchas en tal situación, y en control. Acababa de decidir, durante la entrevista con Sam, lo que debía hacerse con los documentos.

Le dijo a Sam:

—Hubo una vez en que creí que este tipo de cosas podían sernos útiles para agilizar los trámites del Acompasón. Pero ese problema ya está solucionado. Saldrán otros, ya verá, con otros fármacos y entonces contaremos con medios para luchar en el caso de que nos pongan dificultades. De modo que de momento no hagamos nada, guardémoslos para cuando llegue el momento oportuno.

Sam dijo, escandalizado:

—Pero no puede ser que piense en…

—Yo no pienso en nada. Sólo que tarde o temprano volveremos a tener dificultades con Mace.

Sam ya se había puesto en pie. Cavilaba sobre lo que acababa de oír, paseando a zancadas por la habitación. Finalmente lanzó un gemido y dijo:

—Puede que tenga razón. Pero me parece peligroso.

—A Mace también se lo parecerá —indicó Lord—. Y permítame recordarle que quien ha cometido el delito es él, no nosotros. Sam dio la impresión de que iba a añadir algo, pero Lord le atajó:

—Cuando llegue el momento, déjeme actuar a mí.

Sam asintió de mala gana y Lord pensó: «Lo que voy a disfrutar».