CAPÍTULO I
El doctor Vincent Lord se enfrentaba a muchos problemas que eran imaginarios, pero también a otros que eran reales.
Uno de ellos era el del Departamento de Sanidad.
El departamento gubernativo que se encargaba de conceder los permisos para comercializar los fármacos podía compararse a una laberíntica carrera de obstáculos. Carrera que todos los medicamentos nuevos, y sus defensores, tenían que correr para conseguirla aprobación gubernativa. Había fármacos que jamás conseguían la aprobación; que no lograban llegar a la meta. Y como normalmente los defensores de éstos eran las empresas que habían financiado su descubrimiento o fabricación, y que esperaban un día ponerlos a la venta pública, las grandes compañías farmacéuticas estaban en guerra con el Departamento de Sanidad. Guerra que a veces no llegaba nunca a ser declarada, se reducía a breves y esporádicas incursiones de tipo científico intelectual en territorios ajenos.
Sin embargo, para Vincent Lord la guerra estaba claramente declarada.
Parte de su trabajo en Felding-Roth consistía en solucionar y conducir los necesarios trámites con tal departamento gubernativo. Trabajo que Lord odiaba de todo corazón. Odiaba, o mejor dicho, menospreciaba a la gente que trabajaba allí. Uno de sus problemas era que, para llegar a algún resultado, era imperativo disimular estas antipatías. Cosa que se le hacía muy difícil, y a veces totalmente imposible.
Como es natural, el doctor Lord adolecía de ciertos prejuicios. Como les ocurría a muchos empleados en industrias similares que debían tener tratos con el susodicho departamento.
Prejuicios que, a veces, estaban justificados. Y que a veces no lo estaban.
Eso era debido al hecho que de este departamento se esperaban funciones diversas y contradictorias.
Por un lado se esperaba que ejerciera de guardián de la salud pública; se consideraba que su deber era proteger a los inocentes de la excesiva codicia, de la indiferencia, o del descuido criminal en que a veces caían las firmas farmacéuticas, que en el fondo sólo pensaban en la manera de conseguir altos beneficios económicos. Por otro lado, el departamento era quien se encargaba de conceder los permisos para los nuevos fármacos, como de ángel guardián de la llave del cuerno de la abundancia para determinadas empresas y para el público: cuando se trataba de autorizar espléndidos y nuevos fármacos que iban a representar la solución para indecibles sufrimientos.
Otra de las funciones del departamento era el de ser chivo expiatorio víctima de las furias de toda clase de gente crítica, como asociaciones de consumidores, periodistas, escritores, abogados, etc., de personas interesadas en acusar al departamento de ser excesivamente severo o demasiado tolerante. Además, el departamento servía a menudo de plataforma política para congresistas y senadores que buscaban una manera fácil de hacer sonar sus nombres en la radio, en la televisión o en los periódicos.
Añádase a todo esto que el departamento era un desbarajuste burocrático, agobiado de trabajo, con demasiado personal en determinados sectores, y demasiado poco en otros muy importantes, con médicos científicos mal pagados y trabajando demasiado.
Sin embargo, lo verdaderamente asombroso era que el departamento hacía bien su trabajo, cumplía perfectamente su misión, grosso modo. Sin embargo, no podía negarse que tenía defectos y fisuras.
Uno de ellos era lo que se denominaba «el desfase en el campo de los fármacos».
Las dimensiones del desfase dependían del criterio del crítico que lo comentara, pero su existencia no la negaba nadie, ni siquiera la propia administración.
Vincent Lord fue víctima de este desfase durante los trámites de solicitud y obtención de autorización del Acompasón, el excelente medicamento para los cardiacos y los que sufrían de hipertensión. El fármaco se utilizaba con éxito en Inglaterra, Francia, Alemania occidental y otros países.
El Departamento de Sanidad exigía que, antes de ponerlo a la venta en Estados Unidos, se hicieran las correspondientes pruebas en suelo norteamericano. Requisito que nadie discutía, ni el propio Vincent Lord.
Contra lo que protestaban era contra los dos años adicionales que tuvieron que esperar, después de haber hecho las pruebas y de haber comprobado sus excelentes resultados.
En 1972, Felding-Roth entregó los trescientos tomos, de un total de 125 000 páginas, de la solicitud de un nuevo fármaco, al susodicho departamento. Era el material exigido por la ley y en él se hallaba toda la información sobre los dos años de pruebas con animales y seres humanos que se habían realizado en Estados Unidos.
La información entregada era completísima, y no dejaba nada que desear, y, sin embargo, se sabía, aunque nadie lo dijera, que difícilmente se hallaría una persona en el Departamento de Sanidad capaz, o con tiempo, de leerse los trescientos volúmenes de la solicitud. Cantidades similares de páginas escritas se recibían con frecuencia en el departamento, provenientes de otras firmas farmacéuticas que también solicitaban autorizaciones para sus fármacos.
Del personal científico-médico del departamento se nombraba a un responsable para cada una de las solicitudes. Para la solicitud del Acompasón se nombró a un tal Gideon R. Mace, que hacía un año que trabajaba en él.
El doctor Mace sería asistido por otros especialistas científicos del departamento, siempre que tuvieran tiempo después de trabajar en otros fármacos.
Además, a veces, se convocaba a los científicos de Felding-Roth y se les pedía aclaraciones sobre determinados detalles o aspectos de la solicitud. Era normal.
Lo que parecía menos normal era el ritmo de trabajo y la actitud demostrada por el doctor Mace. Su ritmo parecía el de un caracol. Y para colmo, daba la impresión de ser un hombre mezquino, irracional y peleón.
Así fue como el nombre de Gideon Mace se añadió a la lista de las personas del Departamento de Sanidad despreciados por Vincent Lord.
Personalmente éste había supervisado el dossier informativo del Acompasen y creía que era de los más completos y exhaustivos jamás entregados a Sanidad por la empresa. De ahí que, al ver que pasaban los meses sin respuesta ninguna, su frustración llegara a límites insoportables. Finalmente, cuando Mace dio señales de vida, fue para inquirir sobre una serie de minucias triviales y más tarde —según palabras de uno de los asistentes de Lord— «dio la impresión de complacerse en preguntar por el sentido de las comas, de detalles que nada tenían que ver con el aspecto científico». Para colmo, Mace exigió que le suplieran una serie de datos que ya se encontraban en el informe entregado, lo que demostraba que Mace no se lo había leído, ni preocupado de preguntar sobre su contenido a otros. Una vez se le hubo expuesto la situación, el tipo tardó semanas en reconocerla, y al hacerlo lo hizo en forma sumamente desabrida.
Finalmente, Vincent Lord no tuvo más remedio que tomar cartas en el asunto y presentarse personalmente en las oficinas del Departamento de Sanidad.
Las oficinas estaban ubicadas en un sitio de difícil acceso, en Maryland, unos veinticinco kilómetros al norte de Washington, a una hora de coche de la Casa Blanca o del Capitolio. Consistían de un feo edificio de ladrillos, en forma de E, construido con escasos medios en los años sesenta, y desde el punto de vista arquitectónico, totalmente falto de imaginación.
En las oficinas trabajaban unas siete mil personas, eran unas piezas de reducidas dimensiones, abarrotadas de objetos. Muchas ni tenían ventanas. Se veían montones de papeles por todas partes. Parecía inconcebible que en el mundo se hubiera podido rellenar de letra tanto papel. La pieza destinada a la correspondencia era una auténtica pesadilla. El papel llegaba en aludes, y aunque también lo había que se movía hacia el exterior, el que entraba parecía superar mil veces al que salía. En los pasillos se veía a los carteros tirando de carretillas llenas de papeles de todas clases.
El doctor Gideon Mace trabajaba en una pieza que parecía un armario, de la décima planta. Cumplidos los cincuenta años, Mace era un nombre flaco y larguirucho, con un cuello largo que provocaba desagradables referencias a las jirafas. Tenía la cara colorada y la nariz cubierta de venas azuladas. Llevaba gafas y miraba de una forma torcida que hacía pensar que era hora que volviera al oculista. Su trato era brusco. Tendía a hablar con sarcasmo y a hacer comentarios corrosivos sobre cualquier cosa. Normalmente llevaba un viejo traje gris arrugado y una corbata descolorida.
Al entrar Vincent Lord en su cuarto, Mace tuvo que sacar un montón de papeles de una silla para que el director de investigación científica de Felding-Roth pudiera tomar asiento.
—Por lo visto hay dificultades con el Acompasón —comenzó diciendo Lord, tratando de ser simpático—. ¡Y he venido a informarme del motivo!
—El informe de la solicitud está muy mal hecho —le espetó Mace—. Y no me da la información que necesito.
—¿En qué sentido está mal hecho? —preguntó Lord—. ¿Y que más necesita saber? Mace no hizo caso de la primera pregunta y contestó la segunda:
—Todavía no lo he decidido. Ya se lo comunicaré.
—¿Cuando?
—Cuando tenga tiempo.
—Sería más conveniente, y tal vez ahorraríamos tiempo —dijo Lord—, si tuviera la amabilidad de indicarme dónde residen los problemas.
Lord estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no estallar.
—Yo no tengo problemas —rehusó sarcásticamente Gideon Mace—. Usted sí. Y dudo mucho que el fármaco no sea nocivo para la salud pública; seguramente es cancerígeno. Y en cuanto a ahorrar tiempo, a mí eso no me concierne. No hay prisa. Hay tiempo de sobra.
—Para usted —replicó Lord—. Pero piense en las personas que sufren del corazón y que necesitan tomar el Acompasón. En Europa ha salvado varias vidas, el fármaco fue autorizado hace tiempo. Aquí también nos hace mucha falta.
Mace sonrió mezquinamente.
—Y de paso Felding-Roth hará su agosto, ¿eh?
—Eso a mí no me concierne —indicó Lord.
—Si usted lo dice… —observó Mace con escepticismo—. Pero a mí me da la impresión de que usted es mejor Vendedor que científico.
Vincent Lord continuó haciendo esfuerzos por no estallar de indignación.
—Hace un momento hablaba de la posible peligrosidad del fármaco. En el informe queda indicado que los efectos secundarios son mínimos, ninguno es realmente peligroso, y no hay rastro de elemento cancerígeno. Por tanto, tenga la bondad de decirme en qué se basan sus dudas.
—Ahora no puedo —señaló Mace—. Todavía tengo que pensarlo mejor.
—Y así retrasa tomar una decisión.
—Exactamente.
—Según la ley tiene un plazo de seis meses, —le recordó Lord al funcionario.
—No me dé lecciones sobre leyes —le atajó Mace—. Me las sé de sobra. Y si yo decido desautorizar su fármaco temporalmente, ustedes estarán obligados a redactar otro informe y otra solicitud. El tiempo empleado hasta ahora no contará para nada. Tendrán que volver a empezar de cero.
Era cierto. Era una de las maneras con que el departamento retardaba tomar decisiones sobre fármacos dudosos. Aunque a veces también se servían del truco por razones menos profesionales, por un capricho de un funcionario o simplemente para fastidiar.
Lord estaba a las últimas y dijo:
—No tomar decisiones es lo más seguro para ustedes los burócratas, ¿eh?
Mace sonrió y no contestó.
La entrevista no dio resultado, fuera de incrementar la frustración de Vincent Lord. Y de hacerle tomar una decisión: investigar sobre el doctor Mace. A veces uno podía enterarse de algún dato útil.
Durante los siguientes meses, Lord tuvo varias oportunidades de volver a las oficinas de Sanidad de Washington. Y cada vez, a través de cautelosas preguntas a funcionarios próximos a Mace, consiguió recoger algún que otro dato interesante sobre él.
Mace había conseguido encontrar defectos en uno de los estudios del informe de Felding-Roth y los había obligado a rehacerlo: una serie de pruebas con enfermos cardiacos. Lord estaba convencido de que era una injusticia; repetir las pruebas costaba dinero y significaba perder un año entero. Hubiera podido objetar a la decisión de Mace, pero juzgó que, si objetaba, era posible que empeorara la situación, que la solicitud fuera dejada al margen o fuera rechazada completamente. Por tanto, aunque de mala gana, Lord dispuso que se repitieran las pruebas.
Informó a Sam Hawthorne de la decisión y le entregó los datos recogidos acerca de Gideon Mace.
—Mace es un médico fracasado —comunicó Lord a Sam—. Además es alcohólico, tiene apuros de dinero, en parte porque tiene que mantener a dos mujeres de las que se ha divorciado, por lo que trabaja por las noches y durante los fines de semana en un consultorio privado.
Sam reflexionó sobre lo que acababa de oír y finalmente preguntó:
—¿Qué quiere decir eso de médico frustrado?
Lord consultó sus notas.
—Desde que se licenció como doctor, Mace ha trabajado en cinco ciudades distintas, en consultorios de diversos médicos. Luego montó su propio despacho. De lo que he podido colegir, todos sus proyectos se fueron al agua a causa de su falta de tacto con la gente. No se llevaba bien con sus colegas y no soportaba a sus pacientes.
—Seguramente ellos tampoco le tenían excesiva simpatía, por lo que me dice —dijo Sam—. ¿Cómo consiguió el puesto en Sanidad?
—Ya sabe cuál es la situación del departamento. Tienen dificultades en reclutar personal.
—Es cierto —reconoció Sam.
Para Sanidad reclutar médicos siempre había sido un problema.
Los sueldos que pagaba el gobierno eran ridículamente bajos, menos de la mitad de lo que cualquier médico ganaba trabajando en un consultorio privado. En cuanto a los científicos, la diferencia entre lo que se cobraba en Sanidad y lo que se cobraba trabajando en una empresa farmacéutica era simplemente abismal.
Además había otros factores. Uno de ellos era el prestigio.
En el mundillo de los hombres de ciencia, trabajar para el Departamento de Sanidad no era demasiado bien visto. Quedaba mucho mejor trabajar para cualquiera de los institutos nacionales de Salud del gobierno, por ejemplo.
Una de las desventajas de los médicos que trabajaban en el departamento era que no podían disfrutar de una de las cosas que más satisfacción produce al médico profesional; a saber, del contacto directo con los pacientes. Un médico que trabajara para Sanidad tenía que contentarse con «la vivencia de segunda mano implicada en la lectura de los informes escritos por otros».
Y, sin embargo, a pesar de todo esto, lo sorprendente era que el departamento contara con un equipo de profesionales muy competentes y dedicados. Pero entre ellos también los había de categoría muy inferior. Era inevitable. Había los que no se habían abierto un camino en otras partes. Los amargados que preferían refugiarse en la soledad y en el aislamiento. Los que eludían el contacto personal con la gente. Los desequilibrados. Los alcoholizados. Los que sentían la necesidad de esconderse y de rehuir confrontaciones.
Saltaba a la vista que Mace era uno de éstos.
Sam preguntó:
—¿Qué puedo hacer yo?; ¿quiere que vaya a ver a alguien de la junta municipal?
Lord contestó:
—Yo de usted no lo haría. Los miembros de la junta ejercen el cargo por motivos políticos, salen y entran muy rápidamente. En cambio, los funcionarios están ahí toda la vida. Y no se olvidan de nada.
—Es decir, que tal vez nos salgamos con la nuestra respecto al Acompasón para luego salir malparados en las subsiguientes solicitudes —dijo Sam.
—Exactamente.
—¿Y sobre el alcoholismo de Mace?
Lord se encogió de hombros.
—La bebida ha sido la causa de sus fracasos matrimoniales. Pero por lo demás se las apaña. Va a trabajar puntualmente. El upo funciona. Puede que guarde una botella en el cajón del escritorio, pero nadie le ha pillado bebiendo de ella durante el trabajo.
—¿Hacer horas extraordinarias en un consultorio privado no atenta a las normas?
—No —contestó Lord—. Lo hace en las horas libres. Puede que a la mañana siguiente se presente cansado en la oficina, pero eso no es delito. Otros médicos del departamento lo hacen.
—¿En qué podríamos pillarle entonces? —preguntó Sam.
—De momento en nada —contestó Lord—. Pero no olvide lo de sus apuros económicos, tener que pasar dinero a dos mujeres es una carga considerable. Y la gente con apuros de esta clase es capaz de hacer cosas muy raras. Ya veremos.
Sam miró detenidamente y con expresión reflexiva a su empleado.
—Me da la impresión de que se ha convertido en un fiel empleado de la empresa, Vincent. Me alegro de comprobarlo. Comprendo que lo que se trae entre manos respecto a ese tipo no debe de ser muy placentero. Quiero hacerle saber que valoro los esfuerzos que está haciendo por el bien general de todos nosotros…
—Vaya… —dijo con sorpresa Vincent Lord—. Eso no se me había ocurrido. No había pensado sobre ello desde esta perspectiva. A mí lo único que me interesa es atar de manos a ese cabrón y conseguir la autorización para el Acompasón.
Vincent Lord, al pensar sobre ello, cayó en la cuenta de que Sam tenía razón. Hacía ya dieciocho años que trabajaba en Felding-Roth y, aunque de un modo inconsciente, sentía que la empresa era como su familia. Además, últimamente, había dejado de preocuparle lo de si había hecho bien en abandonar el mundo académico por el de la industria farmacéutica. Actualmente se concentraba más en reflexionar sobre sus esfuerzos para conseguir la eliminación de los radicales libres, en lo que no dejaba de trabajar siempre que los otros quehaceres se lo permitían. Las respuestas que Lord buscaba continuaban escapando, pero él estaba seguro de que estaban ahí y no estaba dispuesto a darse por vencido.
Además, ahora había surgido un nuevo incentivo para su trabajo. Su rival Peat-Smith, el director del Instituto de Harlow, Inglaterra. Lord todavía no había tenido la oportunidad de conocerlo, sólo sabía que todo el instituto se dedicaba a buscar el mecanismo del envejecimiento cerebral. ¿Quién de los dos llegaría antes a descubrir algo realmente innovador?
Para Lord había significado un importante desengaño que no le concedieran ninguna clase de control o de autoridad sobre el instituto inglés. Pero Sam no había dado el brazo a torcer. Había insistido en que era absolutamente necesario que ambos institutos funcionaran totalmente por su cuenta. A fin de cuentas, pensaba ahora Lord, visto como iban las cosas, tal vez había sido una suerte que él no tuviera nada que ver con lo que sucedía en Harlow. Porque, al parecer, la investigación se había estancado, estaba resultando un fracaso, tampoco llegaban a ninguna parte.
En cambio, en el mundo farmacéutico norteamericano había mucho trabajo que hacer.
Respecto al doctor Gideon Mace, la oportunidad de «pillarle» que había estado esperando Lord, llegó inesperadamente, aunque no a tiempo para poder acelerar el curso de la autorización del fármaco que el maldito doctor tenía entre manos. Sin embargo, el Acompasón fue aprobado definitivamente y puesto a la venta en 1974.
En enero de 1975, un día después de regresar de Washington, a donde Lord había tenido que ir por otros asuntos, tuvo una extraña llamada telefónica.
—Hay un individuo que desea hablar con usted —le dijo la telefonista—. Pero no quiere dar su nombre, aunque dice que a usted le interesará mucho hablar con él.
—Dígale que se vaya al… ¡No! Deje —se corrigió Lord, intrigado—. Páseme la llamada al despacho.
Una vez descolgado el auricular, dijo con voz seca:
—No sé quién es usted; hable rápido, de lo contrario voy a colgar.
—Tengo entendido que ha estado recopilando datos sobre el doctor Mace. Yo tengo unas cosillas interesantes que añadir —dijo una voz masculina y de acento culto.
—¿Qué tipo de cosas? —inquirió Lord, interesado.
—Mace ha cometido un delito. Con las pruebas que he recogido se le puede encarcelar.
—¿Por qué cree que me interesa dar con él en la cárcel?
—Oiga: me ha dicho que vaya aprisa, y ahora es usted quien me sale con absurdos reparos. ¿Le interesa o no?
Lord recordó que a veces las líneas telefónicas estaban intervenidas y que por tanto era necesario ir con cautela.
—¿Qué clase de delito ha cometido el doctor Mace?
—Ha utilizado información del Departamento de Sanidad para jugar a la Bolsa y ganar dinero. Dos veces.
—¿Cómo puede probarlo?
—Tengo documentos que lo atestiguan. Si los quiere, estoy dispuesto a vendérselos por dos mil dólares, doctor Lord.
—¿Y no es un delito lo que usted hace? La voz contestó sin inmutarse:
—Es muy posible que sí. Pero eso no viene a cuento.
Lord preguntó:
—¿Cómo se llama usted?
—Se lo diré cuando nos veamos en Washington.