CAPÍTULO III
Andrew miraba al gerente del hospital con ojos sombríos. Estaban en el despacho de Leonard Sweeting y los dos de pie. La atmósfera era muy tensa.
Era un viernes, un poco antes del mediodía.
—Doctor Jordán —dijo con voz ceremoniosa el gerente de Saint Bede—, antes de llevar el asunto más lejos, he de advertirle que usted tiene que estar absolutamente seguro de lo que dice y reflexionar sobre las consecuencias que pueden seguir de ello.
—¡Maldita sea! —exclamó Andrew de mal talante, después de toda una noche en blanco—. ¿Es capaz de pensar que no lo haya hecho?
—No, ya me imagino que sí, pero mi obligación es repetir la advertencia.
Como era habitual en él, las pobladísimas cejas de Sweeting no paraban de subir y de bajar mientras hablaba.
—Bueno, pues lo repetiré, y por última vez, pero que sea oficial —dijo Andrew. Calló un breve momento y al comenzar de nuevo a hablar lo hizo seleccionando con mucho tiento las palabras—: Mi socio, el doctor Noah Townsend, se encuentra en este momento en la planta médica visitando unos enfermos. Me consta que el doctor Townsend está actualmente trabajando bajo los efectos de fármacos a los que él es adicto. En mi opinión no está en estado de ejercer la medicina porque su adicción pone en peligro la vida de los pacientes que él visita. Además, me consta que un enfermo de este hospital ha muerto esta semana innecesariamente a causa de un error de Noah Townsend, cuando trabajaba bajo el efecto del fármaco.
—¡Dios mío! —El gerente había empalidecido. Añadió con voz de súplica—: ¿No podría por lo menos saltarse el último detalle, Andrew?
—Es imposible, no puedo —contestó Andrew con energía—. Estamos naciendo lo que deberíamos haber hecho hace cuatro años, cuando descubrimos lo que ocurría.
—Ahora no tengo más remedio que tomar cartas en el asunto —gimió penosamente Leonard Sweeting—. Después de escuchar su declaración, no puedo volver a cruzarme de brazos. Pero en lo que concierne al pasado, yo no sé nada.
—Miente —afirmó Andrew—, pero lo dejo estar. Yo tampoco hice lo que hubiera debido hacer. Los dos sabíamos a qué nos arriesgábamos con nuestra indiferencia y pasividad. Yo soy tan culpable como usted. Pero lo efe ahora no puede dejarlo pasar.
El gerente suspiró. Dijo, medio hablando consigo mismo:
—Un día u otro tenía que saltar.
Se acercó al teléfono y lo descolgó.
Una voz de mujer, de secretaria, rasgó el aire y Sweeting ordenó:
—Haga venir al presidente de la junta. Dígale que deje lo que esté naciendo, por importante que sea, que lo de aquí es urgente. Después convoque el resto a una reunión del comité ejecutivo de médicos. La reunión se celebrará inmediatamente en la sala de reuniones. La mayoría de los jefes médicos estarán en el hospital —dijo Sweeting, echando una rápida mirada al reloj.
Volvió a colgar el teléfono y sonrió con acritud. Luego dijo con mayor suavidad:
—Es un día nefasto para el hospital, Andrew. Pero reconozco que cumple con su deber y con lo que le dicta su conciencia.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Andrew.
—La reunión del comité ejecutivo médico se celebrará dentro de cinco minutos. Usted tendrá que comparecer ante él. Mientras tanto espere aquí.
Afuera se oyó la sirena que anunciaba el mediodía.
Esperar. La hora. Esperar.
Andrew reflexionó con desánimo que había esperado ya demasiado. Había esperado hasta que uno de los enfermos, uno muy joven, murió.
Después del descubrimiento, hacía cuatro años, de que Noah Townsend era drogadicto, Andrew había procurado vigilar sus actos lo más cerca posible, con el propósito de asegurarse, por lo menos, de que ningún paciente sufriera las consecuencias de un error o accidente debido al estado confuso de su médico. A pesar de los límites obvios del cerco de Andrew, éste había continuado relativamente tranquilo y seguro de que nada grave ocurría.
Noah al parecer, había aceptado la preocupación y vigilancia de su colega, y con frecuencia le consultaba sobre los enfermos más difíciles. Era evidente que, con fármacos o sin ellos, el talento de Noah para los diagnósticos no había mermado.
Por otro lado, el doctor Townsend ya no se molestaba en disimular su flaqueza; delante de Andrew a menudo abría uno de los botes, de los que había docenas en su despacho, y se tragaba las pastillas sin inhibición. Los efectos se veían claramente: los ojos turbios, el habla embrollada y las manos temblorosas.
A veces Andrew se preguntaba cómo Townsend podía seguir tomando tantas pastillas y a la vez practicar eficazmente como médico pero acabó diciéndose que los instintos, como las costumbres, desaparecen con dificultad. Su talento para diagnosticar era algo absolutamente natural en él y muy difícil de erradicar. Noah era, en cierto modo, como una máquina dañada que sigue funcionando movida por la inercia del empuje inicial que la había puesto en marcha. La pregunta era: ¿cuánto duraría el empuje inicial? En el hospital nadie parecía preocuparse del problema, aparte de Andrew. De todos modos, en 1961 Noah Townsend renunció a su puesto de jefe del departamento médico y dejó también de ser miembro del comité ejecutivo. Fue una renuncia aparentemente voluntaria, aunque hubiera podido ser el resultado de una discreta sugerencia. Andrew nunca supo la verdad. A partir de entonces, Townsend llevó una vida social menos activa, se quedó más en casa que antes. Y en el consultorio se deshizo de muchos enfermos que pasó a Andrew y al más joven médico que había entrado a trabajar hacía poco un tal Oscar Aarons.
De vez en cuando Andrew se preocupó de ver qué pasaba con los pacientes de Noah, pero, al no descubrir nunca ningún problema, poco a poco había ido dejando de pensar en ello. Ahora se daba cuenta de que había terminado por resignarse a que algo realmente grave estallara, a la vez que tratando de convencerse de que no ocurriría nunca nada.
Y ocurrió aquella semana.
La crisis había estallado.
Al principio Andrew sólo tuvo una serie desconectada de indicios que, más tarde, al indagar más profundamente en los hechos, encajaron en un mosaico coherente.
Todo comenzó el martes por la tarde.
Un joven de veintinueve años, llamado Kurt Wyrazik, se presentó en el despacho del doctor Townsend quejándose de mal de garganta, de náuseas, tos y estado febril. El examen consiguiente reveló que tenía la garganta inflamada; que tenía 38° y pico de fiebre y que respiraba más aceleradamente de lo normal. Por el estetoscopio, el doctor Townsend detectó jadeo pectoral, convulsiones pulmonares e irritación de la pleura, detalles que anotó en sus notas clínicas. Townsend diagnosticó neumonía y recomendó a Wyrazik que ingresara en el hospital de Saint Bede, donde él le volvería a visitar aquel mismo día, más tarde.
Wyrazik era un paciente conocido del doctor. Había sido visitado por él varias veces, la primera había sido hacía tres años. La primera vez había sido tratado con penicilina a causa de una inflamación de garganta.
A los pocos días de la inyección de penicilina, la garganta de Wyrazik volvió a su estado normal, pero fue aquejado de una súbita urticaria por todo el cuerpo. La urticaria indicaba que el paciente era alérgico a la penicilina, y que, por tanto, era imperativo que no se le recetara nunca más el medicamento, porque en el futuro las consecuencias podrían ser mucho más graves e incluso catastróficas. El doctor Townsend tomó nota de ello, con letras rojas, en la ficha clínica del enfermo.
Wyrazik, que lo sabía, se enteró entonces de que era alérgico a la penicilina.
La segunda vez que Wyrazik fue a visitarse, el doctor Townsend estaba de vacaciones y fue atendido por Andrew. Como lo que tenía no era grave, no requirió ningún medicamento. Sin embargo, Andrew, al leer la ficha clínica, se enteró de la alergia.
De eso hacía un año y medio y había sido la última vez que Andrew había visto a Wyrazik vivo.
En el hospital, Wyrazik fue instalado en una habitación con otros tres enfermos. Al poco rato de haber ingresado, un médico residente le examinó como era habitual. El médico rellenó el formulario de rutina donde una de las preguntas era si el paciente era alérgico a alguna sustancia. Wyrazik había contestado que era alérgico a la penicilina y el médico lo había anotado en la correspondiente casilla.
El doctor Townsend cumplió su palabra de visitar aquel mismo día al enfermo en el hospital, pero antes llamó al Saint Bede y ordenó que le dieran el fármaco conocido con el nombre de eritromicina. El médico interno cumplió la orden. Puesto que a los enfermos con neumonía lo habitual era tratarlos con penicilina, parece que el doctor Townsend actuó teniendo en cuenta la alergia del enfermo, ya porque la recordara o porque lo acabara de leer en la ficha.
Durante la posterior visita al hospital, el doctor Townsend debió, seguramente, de leer el formulario rellenado por el interno, por lo que de nuevo se le debió de refrescar la memoria respecto a la alergia.
El temperamento y las circunstancias personales del paciente no dejaron de tener algo que ver con lo que le ocurrió más tarde.
Kurt Wyrazik era una persona modesta, poco amiga de hacerse notar, soltero y sin amigos íntimos. Era empleado en una compañía naviera y vivía solo. Durante los días en que permaneció en el hospital nadie fue a visitarlo. Wyrazik era norteamericano de nacimiento, pero sus padres eran emigrantes polacos. Su madre había muerto. Su padre vivía en una ciudad pequeña de Kansas con la hermana mayor de Kurt, también soltera. Eran las dos únicas personas a que Kurt estaba ligado en su vida. Sin embargo no se preocupó de hacerles saber que había ingresado en el hospital de Saint Bede, enfermo de neumonía.
Wyrazik fue de nuevo examinado por el doctor Townsend al segundo día de haber ingresado en el hospital. A las ocho de la tarde, concretamente. Andrew se vio indirectamente vinculado con el caso por las siguientes circunstancias.
Recientemente, el doctor Townsend había adoptado la costumbre de visitar a sus enfermos del hospital a horas un poco intempestivas. Tal como Andrew razonó luego coincidiendo con otros colegas que se habían dado idéntica explicación, lo hacía probablemente para evitar encontrarse con los otros médicos, o era simplemente un indicio de la desorientación en que le sumían las drogas. Casualmente, a aquella hora Andrew había sido llamado urgentemente a Saint Bede y se cruzó con el doctor Townsend al llegar éste, deteniéndose ambos un instante para intercambiar impresiones.
Andrew se dio cuenta en el acto de que el doctor Townsend estaba bajo la influencia de fármacos que debía de haber ingerido no hacía mucho. Andrew llegó a preguntarse si no debía hacer algo, pero se dijo que no pasaría nada, acostumbrado como estaba a la situación. Ni que decir tiene que más tarde Andrew se arrepintió amargamente de la decisión.
Andrew salió del hospital y el doctor Townsend tomó el ascensor que debía conducirle a la planta donde yacían sus pacientes. Al último que visitó fue a Wyrazik.
Era imposible saber qué tendría en la mente en aquellos momentos. Se sabía que Wyrazik había empeorado ligeramente, la fiebre le había aumentado y también las dificultades para respirar. Lo más probable era que Townsend, en su confusión mental, decidiera que el medicamento recetado no le había hecho efecto y que hacía falta otro. Escribió nuevas instrucciones al respecto y fue a entregarlas personalmente a la enfermera de turno.
Las nuevas órdenes eran que se le inyectara una nueva dosis de penicilina, cada seis horas; la inyección debía ser intramuscular y la primera debía darse inmediatamente.
La enfermera de turno de aquella noche era una joven inexperta. La enfermera habitual, de más experiencia, estaba de baja por enfermedad. La joven tenía una noche ajetreada y no vio nada anormal en las instrucciones del doctor Townsend, por lo que puso manos a la obra en el acto. La muchacha no había leído, ni se paró a leer, el formulario o la ficha clínica del enfermo; no tenía idea de su alergia a la penicilina.
Encontró a Wyrazik medio sumido en un sueño febril. El joven no preguntó qué le inyectaban, y la enfermera no pensó en la conveniencia de decírselo.
Abandonó la habitación en cuanto le hubo aplicado la inyección.
Lo que sucedió luego había de conjeturarse en parte; y en parte se sabía por el testimonio de otro enfermo.
De lo que se sabe sobre los efectos de la penicilina en estas circunstancias, se supone que Wyrazik debió de sentir un inmediato malestar acompañado de un escozor por todo el cuerpo, y que la piel se le pondría roja. Al poco rato entraría en una fase de choque anafiláctico: la cara se hincharía y contorsionaría, acompañado de estertores de sofoco y de constricción pectoral. Lo más grave debió de ser la inflamación de la laringe, con la consiguiente obstrucción del aire, que sería seguida de un repentino estado inconsciente y después la muerte por asfixia. En total, el proceso no duraría mucho más de cinco minutos.
De haberse hecho algo, lo primero hubiera sido una inyección masiva de adrenalina y una traqueotomía: corte en el cuello para abrir paso al aire de los pulmones.
Uno de los pacientes de la habitación, al oír los extraños estertores de Wyrazik, llamó al timbre de urgencia, pero cuando llegó la enfermera, Kurt Wyrazik ya había muerto.
La enfermera llamó inmediatamente a un médico residente y trató de llamar al doctor Townsend con la esperanza de que todavía estuviera en el hospital. En efecto, todavía no se había marchado y fue el primero en llegar.
Townsend se puso al frente de la situación, y de nuevo es difícil saber qué pensó, o cómo debió de juzgar la situación.
Lo más probable es que a pesar de su confusión mental, se diera cuenta del error cometido y en el acto pusiera en marcha un mecanismo de tapadera para ocultar responsabilidades. De no haber sido por la intervención de Andrew posteriormente, la operación hubiera tenido éxito. Se debió de dar cuenta en el acto de que la enfermera no se había enterado de la alergia del enfermo a la penicilina y debió de calcular que, con un poco de suerte, era posible que los dos datos incriminatorios, la nota al respecto en la ficha y formulario, y la inyección de penicilina, no fueran conectados. Declarando la defunción como consecuencia natural del estado del enfermo, era improbable que a nadie se le ocurriera indagar con mayor profundidad en ella. En su cálculo contaría con el hecho de que Wyrazik tuviera tan pocos parientes o amigos.
—¡Pobre chico! —dijo Townsend a la enfermera—. Le ha fallado el corazón. Sufría de una dolencia cardiaca, ¿sabe?
—Sí, doctor —respondió la enfermera, aliviada de que no la culparan de nada.
Además Noah Townsend seguía siendo una figura respetable y de peso en el hospital, para todos los que desconocían su flaqueza. A nadie de los que componían el personal de la institución se le hubiera jamás ocurrido poner en duda la capacidad profesional del doctor Townsend. De ahí que el médico residente que acudió un poco más tarde no indagara las causas de lo ocurrido y se marchara al ver que ya había otro médico al frente de la situación.
Townsend había suspirado y dicho a la enfermera:
—La muerte de un paciente exige que se lleven a cabo ciertas formalidades, señorita. Espero que no tendrá inconveniente en ayudarme.
Una de las tales formalidades era redactar un certificado de defunción. Noah Townsend declaró en él que la causa de la muerte había sido «fallo cardiaco subsiguiente a neumonía».
Andrew se enteró de la muerte de Kurt Wyrazik por casualidad, el jueves por la mañana.
Al cruzar el área de recepción que compartían él, Aarons y Townsend, Andrew oyó que Peggy, la recepcionista que había sustituido a Violet Parsons mencionaba por teléfono al «paciente del doctor Townsend que ha muerto esta noche». Al poco rato Andrew se cruzó con Townsend y le dijo amablemente:
—Acabo de oír que se le ha muerto un paciente.
Townsend afirmó:
—Sí, ha sido muy triste; era joven, usted lo había visitado una vez. Un tal Wyrazik. Estaba enfermo de neumonía, una neumonía aguda y le ha fallado el corazón. Ya me lo había temido. Padecía una insuficiencia cardiaca.
Lo normal hubiera sido que Andrew no le hubiera dado más vueltas al asunto; la muerte de un paciente no era, por desgracia, cosa tan rara. Pero en la forma de hablar de Townsend detectó algo que le causó una desazón que le hizo, al cabo de una hora, cuando Townsend se marchó, buscar la ficha del difunto. Con la ficha delante Andrew recordó de qué paciente se trataba. De la lectura de la ficha le llamaron la atención dos cosas: la nota referente a la alergia a la penicilina, que, de momento, sin embargo, no le pareció importante, y la no mención de la insuficiencia cardiaca mencionada por Townsend. A eso sí le dio importancia inmediatamente.
Lo primero que sintió Andrew no fue preocupación, sino curiosidad. Decidió que cuando fuera al hospital, más tarde aquel mismo día, indagaría discretamente sobre la muerte de Wyrazik.
Aquella misma tarde se personó en la oficina del archivo del hospital, donde acababan de recibir los documentos referentes a la muerte de Wyrazik.
Andrew tuvo ocasión de leer las últimas notas tomadas en la ficha clínica del hospital: la causa de su defunción, escrita por la mano del doctor Townsend, y al pie de las anteriores. Lo primero que vio fue la orden, de nuevo escrita por la mano del Townsend, de inyectar seiscientas unidades de penicilina al enfermo. Andrew se quedó asombrado al leerlo. Y su desconcierto fue en aumento al leer la nota de la enfermera en que comunicaba que la orden había sido efectuada y la de su muerte posterior, al cabo de unos minutos.
Andrew leyó lo demás, incluida la nota del médico residente sobre la alergia a la penicilina y la dosis de eritromicina, en estado de absoluta perplejidad.
Las preguntas se le agolparon en la mente. ¿Qué hacer?; ¿a quién acudir?
Andrew fue al depósito de cadáveres y pidió ver el de Wyrazik.
El muerto tenía los ojos cerrados, los rasgos del rostro en calma. La única señal del estado anafiláctico por el que, en opinión de Andrew, habría pasado sin lugar a dudas el enfermo, era un ligero color azulado de la piel, que se podía fácilmente explicar por otras causas.
Al empleado que le había mostrado el cadáver preguntó:
—¿Se le hará autopsia?
—No, señor —contestó el empleado—. Esperamos que venga una hermana de Kansas antes de incinerarlo.
Andrew no sabía qué hacer. No podía olvidar la reacción del gerente del hospital hacía unos años. ¿Valía la pena ordenar que se hiciera la autopsia? En la autopsia se vería claramente que el enfermo no había padecido de insuficiencia cardiaca, pero de ello había suficientes pruebas en la ficha clínica, por lo que la autopsia era innecesaria.
A aquella hora comenzaba a anochecer; la mayoría del personal ejecutivo del hospital ya se había marchado. No quedaba más remedio que esperar al día siguiente.
Andrew pasó aquella noche en blanco, junto a Celia, que durmió apaciblemente, sin darse cuenta de las dudas que atormentaban a su marido. ¿Era mejor que presentara las pruebas descubiertas por él personalmente ante los mismos colegas del hospital o que cursara una denuncia a las autoridades competentes, de fuera del hospital? ¿O debía, ante todo, hablar con Noah y hacerle reconocer los hechos? Andrew se dio cuenta inmediatamente de la futilidad de esto último. Noah era otra persona, ya no era aquel ser responsable de otros tiempos, pues la adicción lo había cambiado.
El Noah que Andrew había respetado, e incluso querido, había sido una persona muy recta y de principios muy estrictos sobre la ética de la medicina. Nunca hubiera tolerado que un colega, y ya no digamos él mismo, incurriera en ninguna clase de negligencia profesional, ni en ninguna clase de tapujos, como había hecho él ahora. El Noah Townsend de antes, de haber cometido un error similar, lo hubiera reconocido y confesado inmediatamente, sin importarle las consecuencias. No, de una confrontación personal con él no sacaría nada en claro.
En conjunto, Andrew tenía una triste sensación de pérdida.
Al fin decidió que no se saldría del ámbito del hospital. De requerirse acudir a las autoridades de fuera, los otros, el personal más antiguo y con mayor autoridad, se encargarían de hacerlo. A la mañana siguiente se entretuvo en redactar un informe detallado de lo ocurrido, según él. Luego, un poco antes del mediodía, se marchó al hospital de Saint Bede a hablar con el gerente.