CAPÍTULO I
Estar en la vía rápida del sistema de ascensos de la empresa Felding-Roth no era en nada distinto de lo que ello significaba en cualquier otra empresa. Significaba convertirse en candidato a un puesto de la gerencia a más alto nivel, por lo que se gozaban de mejores oportunidades para ponerse al corriente de la marcha de los negocios y para lucirse profesionalmente. Por supuesto, no todos, ni mucho menos, llegaban a la meta. En la misma vía había otra gente. La competitividad era dura. Y costaba poco borrar un nombre de la lista.
Celia era consciente de todo ello y sabía, además, que por su condición de mujer debía vencer un obstáculo especial, el prejuicio masculino contra las mujeres de carrera. A ella le hacía falta demostrar que realmente era superior en todo a los demás, cosa que le aguijoneó el amor propio y le avivó las ganas e triunfar.
La mala suerte quiso, sin embargo, que en la década de los sesenta no se descubriera ningún fármaco importante que abriera nuevos horizontes a la industria.
—No es la primera vez que nos ocurre —le explicó Sam Hawthorne—. Lo que pasa es que acabamos de pasar veinte años absolutamente milagrosos para la industria farmacéutica, se han descubierto los antibióticos, medicinas nuevas para las dolencias cardiacas, la píldora anticonceptiva, los tranquilizantes y un largo etcétera. Y ahora entramos en un período de calma, en que no sale nada realmente nuevo.
—¿Por cuánto tiempo estaremos así?
—Es imposible saberlo —contestó Sam Hawthorne, acariciándose la calva—. Quizá dos años más; de momento la Lotromicina se vende muy bien y estamos mejorando la fabricación de fármacos ya en el mercado desde hace tiempo.
Celia no pudo por menos de preguntar con voz irónica:
—Plagios de productos de empresas rivales, ¿verdad? ¿Jugar a la ruleta molecular para conseguir cambios mínimos que nos salven de ser acusados de plagio ante los tribunales?
Sam se encogió de hombros.
—Si te gusta hablar en el lenguaje de nuestros detractores, allá tú.
—Para seguir en el tono de nuestros detractores* como dices, ¿no es cierto que estamos tirando el dinero en investigar cómo plagiar sin riesgos, en vez de invertir el dinero en la auténtica investigación?
—Me parece que ya va siendo hora de que te des cuenta que nuestra industria está siendo criticada desde todos los puntos de vista y desde todos los costados —dijo Sam con voz dura—. Sobre todo por personas que no tienen idea, o a quienes les importan un comino los problemas con que deben enfrentarse compañías como las nuestras para mantenerse a flote durante las épocas de las vacas flacas, como la actual. ¿Te das cuenta de que los científicos no descubrieron las causas de la efectividad de la vacuna contra la viruela hasta los cien años de su descubrimiento y consiguiente aplicación?
La conversación deprimió a Celia, pero le sirvió para caer en la cuenta de que las otras empresas del ramo estaban pasando las mismas dificultades, que nadie estaba investigando o a punto de descubrir nada interesante.
Estaban pasando una época de esterilidad general que, ella eso no podía saberlo, iba a durar hasta la próxima década de 1970.
Mientras tanto durante el año 1962, Celia continuó en su puesto de directora del centro de instrucción de vendedores. Hasta el mes de noviembre.
—Te he hecho venir —le anunció Sam a Celia en su despacho— para decirte que se te ha asignado un nuevo puesto. Se te ha ascendido.
Celia no dijo nada y, al ver que Sam tampoco añadía nada más, suspiró y dijo sonriendo:
—Sabes muy bien que estoy muerta de curiosidad por saber qué me espera. Y no me lo dices. Bueno: te haré la pregunta que quieres que haga: ¿a qué puesto se me ha destinado?
—Al de la gerencia general de la venta sobre el mostrador. Te pondrás al frente de Bray & Commonwealth. Tu antiguo jefe, Teddy Upshaw, será subordinado tuyo de ahora en adelante. Espero que te encante el nuevo destino, Celia —finalizó Sam con una sonrisa.
—Desde luego que sí —se apresuró a contestar Celia—. ¡Muchas gracias, Sam!
El la miró con atención:
—Por debajo de tu entusiasmo me parece detectar cierta reserva. ¿Qué es?
—De reservas, nada —negó Celia—, sólo que…, bueno, te lo he de confesar, que de este asunto estoy completamente en blanco.
—Como muchos otros —repuso Sam—. No te preocupes por eso. A mí me sucedió lo mismo hasta que pasé dos años trabajando en ello. Las ventas sobre el mostrador es un capítulo muy diferente, algo aparte. Es como ir a un país extranjero, o como cambiar de barrio de la ciudad.
—¿A uno menos elegante?
—Algo parecido.
Era sabido que en Felding-Roth se erigía un muro entre el área de los fármacos de venta con receta y los productos de venta directa sin intervención médica. La primera era considerada como la prestigiosa de la compañía, mientras que la otra, a pesar de los altísimos beneficios que producía, no repercutía en su buen nombre o prestigio. Las dos zonas funcionaban completamente por su cuenta. En cada una había un equipo propio a la cabeza de su administración, investigación y ventas.
Debido a tal política de separación entre ambas áreas, Felding-Roth conservaba el nombre y patente de la pequeña compañía familiar Bray & Commonwealth. Para el público, la Bray & Commonwealth era completamente independiente de Felding-Roth.
—Trabajar en Bray & Commonwealth será una experiencia muy instructiva, ya lo verás —continuó diciendo Sam—. Aprenderás sobre los jarabes contra la tos, sobre los ungüentos para las hemorroides y sobre champúes. No olvides que las ventas sobre el mostrador es parte económicamente vital de la empresa. Es necesario conocerla bien y haber trabajado en ella. —Y luego añadió—: Pero por una temporada será necesario que te reserves tu aguzado sentido crítico y hagas un paréntesis.
—¿Por qué? —preguntó ella, intrigada.
—Ya lo verás.
Celia decidió no insistir.
—Queda otra cosa por decidir —continuó Sam—. El sector de Bray & Commonwealth está pasando una temporada de inactividad y de estancamiento. El sector necesita ideas nuevas, un nuevo empuje. ¡Quién sabe! Tal vez lo que le hace falta es el temple de una mujer enérgica y fuerte como tú. ¿Qué hay? —acabó preguntando, volviendo la cabeza hacia la atractiva joven negra que acababa de entrar.
Al ver que la mujer no decía nada, Sam le espetó:
—Maggie, ya te he dicho que…
—¡Espera! —exclamó Celia, que se había dado cuenta de lo que a Sam le pasaba por alto. Maggie, su secretaria, tenía los ojos arrasados de lágrimas y la cara a punto de convulsionarse.
—Maggie, ¿qué sucede?
La chica hizo un esfuerzo por hablar y no romper a llorar.
—El presidente Kennedy… Han matado al presidente Kennedy…, en Dallas. Lo han dicho en… la radio.
Sam Hawthorne, con expresión horrorizada y de incredulidad, giró el botón del aparato de radio que tenía al lado.
Celia nunca iba a olvidar aquel momento. Como para el resto de su generación, aquella muerte significó la introducción a una época apocalíptica, a un nuevo período de esperanzas muertas y de desesperación. Independientemente de si Camelot había sido una realidad o una ilusión, el sentimiento general fue de haber perdido irremediablemente las esperanzas de un nuevo comienzo, un nuevo comienzo que de pronto se truncaba sin haber conducido a ninguna parte. Con la muerte de Kennedy se reforzó dolorosamente la sensación de la efímera perdurabilidad de las cosas, de la poca importancia de las minucias y de los avatares de la vida personal, en el caso de Celia, de sus ambiciones y del futuro de su carrera. Pero la vida continuó, por supuesto. Celia pasó a ocupar su nuevo puesto al frente de Bray & Commonwealth, la filial de Felding-Roth, ubicada en un edificio de cuatro plantas a dos kilómetros de la empresa madre. En su nueva oficina se entrevistados semanas más tarde, con su antiguo jefe y colega Teddy Upshaw, el gerente del sector de ventas.
Celia acababa cíe pasar una semana enfrascada en papeles, en declaraciones financieras, estados de cuentas, resúmenes de ventas, informes de investigación, archivos de personal, etc. A media semana de este tipo de trabajo, Celia comprendió cuánta razón había tenido Sam Hawthorne al decirle que la filial estaba en un período de estancamiento y decadencia. Al sector le hacía mucha falta cambiar de dirección. Necesitaba que alguien le insuflara nuevas ideas y le reavivara los ánimos.
Al comienzo de la entrevista con Upshaw, Celia le preguntó:
—Ante todo, Teddy, quiero que me conteste francamente a una pregunta: ¿le molesta que ahora sea yo su jefe? ¿Que se hayan cambiado los papeles?
El jefe de ventas puso cara de asombro.
—¿Molestarme? ¡De ninguna manera! ¡Todo lo contrario! ¡No sabe cuánto celebro que la hayan nombrado a usted jefe de la filial! ¡Pregúnteselo a mi mujer! ¡Si la noche que me enteré lo celebramos con una copa! Yo sólo sirvo para vender. Como vendedor valgo, lo reconozco sin falsa modestia. Pero necesitamos algo más, a una persona como usted que nos inspire a vender más y mejor.
Celia se conmovió ante tal reacción.
—Gracias, Teddy —comentó—. No sabe cuán simpático me es usted. Yo confío mucho en el bien que nos podemos hacer mutuamente.
—¡No faltaría más! —exclamó Teddy Upshaw con satisfacción.
—Usted ha trabajado en las dos filiales, ha visto las dos caras de la moneda. Hábleme de las diferencias existentes entre las dos.
—Son de tipo muy básico. Lo de aquí es sobre todo trabajo publicitario. Supongo que ya lo ha deducido del estudio de esos documentos —adujo, echando una mirada a los papeles que estaban sobre la mesa.
—Sí, pero quiero oír su versión. Él la miró con expresión atenta.
—¿Mi versión personal? ¿Confidencial? ¿Sin disimulos?
—Exactamente —dijo Celia.
—Pues, bueno, como usted sabe, un fármaco vendido con receta médica ha costado millones de dólares de descubrir, y un montón de años de trabajo de investigación. En cambio, los productos de este sector no requieren más que seis meses de investigación y cuestan cuatro cuartos fabricarlos. El dinero se invierte más que nada en envasarlo, en la publicidad, etcétera.
—Le felicito, Teddy —prorrumpió Celia—. Tiene un gran talento para ir al grano.
—No me gusta engañarme —refirió Teddy, encogiéndose de hombros—. Me doy perfecta cuenta de que lo que se vende aquí no ha salido del cerebro de ningún Louis Pasteur.
—No obstante, es una industria muy floreciente.
—¡Muchísimo! Es lo que el público norteamericano quiere. A las personas aquejadas de pequeñas dolencias, de cosas sin importancia que pasan al cabo de unos días sin necesidad de tomar nada, a esa gente la encanta medicarse ella misma sin acudir al médico. Les gusta pensar que son sus propios médicos, y de eso nos beneficiamos nosotros. Así que si es una moda cada día más en boga, ¿por qué no iba Felding-Roth también a aprovecharse de ella? El problema es que no lo acabamos de hacer bien, no le estamos sacando el jugo que podríamos sacarle al asunto.
—Eso parece obvio —dijo Celia—, y yo creo que podemos hacerlo mejor. En cuanto a los productos vendidos, espero que tengan un poco más de valor del que usted dice.
Teddy alzó las manos como si la contestación a ello careciera de importancia.
—Quizá, pero no mucho más. Hay cosas como la aspirina, que sí, indudablemente. Lo principal es que son productos que hacen sentirse mejor a la gente, aunque con muy poca base real. Es un fenómeno mental más que otra cosa.
—Pero los jarabes para la tos, los antiguos remedios contra los resfriados, tienen auténtico valor, ¿no?
—¡Qué va! —dijo Teddy con voz segura—. Pregúnteselo a un médico, a su marido. Si coge un resfriado, ¿qué es lo mejor? Pues nada. Irse a casa, sentarse con los pies sobre una silla y beber mucho líquido. Tomarse una aspirina, a lo más. Y hasta que la ciencia no descubra la causa de los resfriados, parece que pasarán muchos años.
Celia se echó a reír.
—¿Usted no toma nunca nada cuando se resfría?
—No, nunca. Afortunadamente no hay muchos como yo en el país. Al contrario, son millones las personas que toman pastillas para el resfriado convencidos de que sin ellas no se aliviarían. ¥ usted y yo, Celia…, se las vendemos, porque las piden, y sabemos que no les hacen daño, aunque tampoco las curen. Pero, bueno —añadió en tono cauteloso—, que eso quede entre nosotros, ¿eh? No me gustaría que nadie me oyera decir esas cosas. Yo se lo digo ahora porque usted me lo ha pedido, ya que, de lo contrario, no lo habría hecho.
—Descuide, le agradezco mucho su franqueza, Teddy —añadió Celia—. Lo que no comprendo es cómo, viendo la situación con tanta lucidez, puede seguir haciendo el trabajo bien.
—Pues es por dos razones —contestó Teddy—. Una, porque yo no soy quién para juzgar. Yo no soy de esos que sueñan con cambiar el mundo. Yo veo y acepto la situación tal como es. Dos —añadió disparando el dedo índice de la mano—, alguien tiene que vender el producto, qué importa si lo hago yo o no; por lo tanto, por qué no Teddy Upshaw. —Miró a Celia escudriñándole el rostro—. A usted le importa, ¿verdad, Celia?
—Sí —respondió ella—. Un poco. A veces.
—¿Le han dado una idea de cuánto tiempo va a estar en Bray & Commonwealth?
—No. Igual me quedo toda la vida.
—No —le aseguró Teddy—. No lo creo. Tendrá ese puesto por un año, y luego será trasladada, ascendida. ¡Aguante y verá como vale la pena!
—Gracias, Teddy —murmuró conmovida, Celia—. Seguiré su consejo y espero hacer más que meramente aguantar.
A pesar de ser mujer de carrera, Celia se tomaba muy en serio su papel de madre y de esposa. Tenía mucho cuidado en no perder el contacto con Lisa y con Bruce, que ya tenía tres años. Cada noche, al volver del trabajo, aunque a veces tuviera cosas que terminar, pasaba siempre dos horas con sus hijos.
La noche del día en que había hablado con Teddy Upshaw, Celia continuó leyéndoles a Lisa y a Bruce el libro que hacía días había empezado, Alicia en el País de las Maravillas.
Aquella noche Bruce estaba más tranquilo de lo habitual, porque estaba cansado y acababa de coger un resfriado, y Lisa la escuchaba como siempre, pendiente de sus labios. Escuchaba cómo Alicia esperaba junto a una puerta diminuta que daba a un hermosísimo jardín, pero por la que no podía pasar porque la niña era demasiado grande, y esperaba dar con… «un libro que le explicara qué se debe hacer para plegarse como un catalejo; y esa vez encontró una botellita… (que hace un rato no estaba, se dijo Alicia) y atada con un cordel al cuello de la botella había una etiqueta que rezaba “Bébeme”, con hermosas letras de palo».
Celia dejó un instante el libro para sonar la nariz de Bruce y luego continuó leyendo:
—«Bueno, por muy bonitas que fueran las letras que decían “Bébeme”, Alicia era lo bastante cuerda como para saber que eso no se hacía así como así. “No, primero he de mirar —dijo— y asegurarme que por alguna parte no ponga “veneno”…». Porque no había olvidado que si se bebe de una botella que pone “veneno”, casi seguro que te sienta mal, tarde o temprano.
»Pero en la botella no ponía “veneno” por ningún lado, de modo que Alicia se atrevió a tomar un poco, y como encontró que sabía muy bien (a una mezcla de tarta de cerezas, crema, piña, pavo asado, café con leche y tostada caliente con mantequilla), se la acabó en un santiamén.
»“Qué sensación tan curiosa —exclamó—. Si me estaré plegando como el tubo de un catalejo”.
»Y así era: ahora no se alzaba más que un par de centímetros del suelo…». Lisa interrumpió la lectura para decir:
—Pero hizo una cosa mala, ¿verdad, mamá? No se debe beber de ninguna botella.
—En la vida de verdad, no —dijo Celia—, pero eso es un cuento. Lisa insistió con firmeza:
—Yo creo que no debía beber de ella.
Celia ya había tenido ocasión de comprobar que su hija, Lisa, era persona de temperamento testarudo.
—Tienes toda la razón, cariño —observó la voz de Andrew, que había entrado sin que ellas lo notaran—. No bebas nunca nada que no sepas qué es y sin receta del médico.
Todos se echaron a reír, los niños se arrojaron a sus brazos y él beso a Celia.
—Ahora, por ejemplo, voy a recetar un martini seco para mamá. ¿Qué te parece? —preguntó mirando a Celia.
—Muy buena idea —afirmó ésta.
—Papá —advirtió Lisa—, Bruce se ha resfriado. ¿Puedes hacer que se le pase?
—No —contestó Andrew—. Contra los resfriados no puedo hacer nada. ¿No ves que soy médico de afecciones cálidas? —bromeó, tomando a la niña en brazos.
—¡Qué raro! —exclamó Celia—. De eso precisamente he estado hablando esta tarde. Andrew puso a la niña en el suelo y preguntó:
—¿De qué exactamente?
—Ya te lo diré luego.
Celia puso Alicia en un estante y acostó a los niños. De la cocina llegaba un delicioso aroma de cordero al curry. «¿Qué he hecho yo —se preguntó Celia— para merecerme una vida tan perfecta?».
—Teddy está en lo cierto. Es totalmente inútil tratar de curarse un resfriado con medicamentos; lo único que ayuda es descansar, beber mucho líquido y tomar una aspirina —explicó Andrew después de escuchar a Celia.
Habían acabado de cenar y tomaban café en el salón.
—A mis pacientes les digo, cuando sufren un resfriado, que si toman algo se les irá en siete días, y si no toman nada, en una semana. Celia se rió y Andrew removió el fuego de leña con un atizador.
—En lo que no lleva razón Teddy —añadió Andrew— es en creer que esos remedios sean absolutamente inocuos. Muchos son nocivos, algunos peligrosamente.
—¿De veras? —preguntó ella con expresión asustada—. ¿No exageras?
—No —contestó él con fuerza—. Tratando de curar un resfriado es posible que provoques un mal peor. —Andrew fue a buscar unos tomos de la estantería de los libros, de cuyas páginas surgían apretadamente unas tiras de papel—. Precisamente esos días me he dedicado a leer sobre este tema.
»En la mayor parte de los medicamentos que se toman para curar un resfriado hay una mezcla de ingredientes. Uno de ellos es una sustancia química llamada fenilefrín: es lo que se anuncia como descongestionador de la nariz. Para empezar, la mayoría de las veces el fenilefrín no surte el efecto deseado la dosis no es bastante grande, pero en cambio hace subir la presión sanguínea, cosa no deseable para nadie, y peligrosa para los que de natural ya sufren hipertensión. —Señaló una hoja llena de notas—. La aspirina simple es el único remedio del que todos los médicos están de acuerdo que alivia el resfriado. Pero ahora hay sustitutivos de la aspirina, de los que se hace mucha publicidad y la gente compra mucho, que contienen fenatecín, otra sustancia química que puede dañar los riñones, a veces de una manera irreversible, si se toma con excesiva frecuencia. En muchas de esas pastillas hay antihistamínicos, y eso también es malo, porque incrementa la mucosa de los pulmones. De entre los atomizadores para la nariz, y en las gotas, los hay que hacen mucho más mal que bien. ¿Continúo? —preguntó al fin.
—No, deja —contestó Celia—. Ya me hago cargo.
—Total, que se ha hecho una campaña masiva para hacer que la gente crea y compre cualquier producto.
—Pero la gente asegura que los remedios para el resfriado ayudan a curarlo —objetó Celia.
—Es lo que creen. Una ilusión, una engañifa. El resfriado se cura solo y ellos creen que es gracias al remedio que han tomado. Es una cuestión psicológica, posiblemente.
Celia se acordó entonces de lo que le había dicho otro médico, un hombre de mucha experiencia, en sus tiempos de vendedora.
—Cuando viene un paciente a pedirme que le cure un resfriado, le doy un placebo, una pastilla de azúcar. Luego cuando vuelve y me dice que el remedio le ha curado, yo le contesto que de todos modos se hubiera curado solo.
Recuerdo que, como las palabras de Andrew sonaban a cierto, deprimió a Celia. Su nuevo puesto le hacía abrir los ojos a cosas que hubiera preferido no ver. ¿Perdía, tal vez, su antiguo sentido ético? Reconoció la verdad de lo que Sam le había dicho: «Tendrás que reservarte tu aguzado sentido crítico». ¿Era realmente necesario? ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Debía hacerlo? Preocupada por estas preguntas, abrió la cartera que se había traído de la oficina y vertió su contenido sobre la mesa.
En la cartera había una cosa de la que Celia ya no se acordaba: era un bote muy simple de Bray & Commonwealth de algo llamado Saniterm, un producto comercializado hacía veinte años por la firma y que todavía era muy popular entre los niños aquejados de resfriados. Era una pomada de olor muy fuerte que se frotaba en el pecho del enfermo y que se anunciaba como «aliviante». Celia lo había traído a casa porque sabía que Bruce estaba resfriado. Le preguntó a Andrew:
—¿Y de eso qué me dices?
Andrew examinó el tarro, leyó la lista de ingredientes de la etiqueta y se echó a reír.
—¿Por qué no, cariño? Es una pomada que no puede hacer daño a nadie. No creo que alivie a Bruce, pero tal vez te alivie a ti, a la madre, hacer algo por él.
Andrew abrió el tarro e inspeccionó su contenido. Prosiguió con voz divertida:
—Sí, eso es; es de esos medicamentos hechos pensando en la madre más que en los hijos enfermos.
Celia estuvo a punto de echarse también a reír, cuando de pronto tuvo una idea. Dos cosas le pasaron a la vez por la cabeza: una, que por una temporada debía reservarse su sentido crítico; la otra estaba relacionada con lo que acababa de decir Andrew y era una idea espléndida, excelente.