CAPÍTULO VIII
—Para nosotros, los que nos cuidamos de las ventas, es imprescindible no olvidar que la Montayne es un fármaco específicamente producido para aliviar a las mujeres embarazadas sin riesgo ninguno —dijo Celia, hablando por el micrófono de la plataforma—. Es decir, es un medicamento que merece ser celebrado con alegría. La Montayne es el específico que necesitaban las mujeres en estado, las mujeres que cuando están embarazadas sufren mareos y vómitos todas las mañanas, y para las que no ha habido ningún remedio hasta ahora. Es un fármaco que hacía siglos que necesitábamos y que, por fin, Felding-Roth, convertida en la empresa liberadora de las mujeres por antonomasia, está a punto de sacar a la venta. Gracias a Felding-Roth, las mujeres encintas podrán tener un embarazo feliz, podrán disfrutar de su estado de futuras madres. ¡Ha llegado el medicamento que pondrá fin definitivamente a los mareos de las mañanas! ¡Lo tenemos nosotros!
La sala rompió en aplausos coreados de vítores.
Era el mes de octubre de 1976. Celia asistía a la reunión de ventas regionales de la compañía, que se celebraba en San Francisco, y a la que asistían todos los hombres y mujeres dedicados a la venta al detalle, todos los inspectores de ventas y todos los gerentes de departamentos de nueve estados occidentales, en los que se incluían Alaska y Hawai. La reunión duraba tres días y tenía lugar en el hotel Fairmont, en Nob Hill. Celia, junto a otros ejecutivos de mayor antigüedad, se hospedaba en el más elegante Stanford Court, al otro lado de la misma calle que el Fairmont. Entre sus compañeros de hotel se encontraba Bill Ingram, que, de ser su subordinado, había pasado, en su nuevo cargo de director delegado de ventas farmacéuticas, a ser su principal asistente.
Los planes de comercialización de la Montayne habían cogido un vuelo tremendo, y Felding-Roth abrigaba la esperanza de que el producto estuviera listo para salir a la venta en febrero, dentro de cuatro meses. Por lo que era imprescindible que los que iban a encargarse de promocionar su venta estuvieran lo mejor informados posible respecto del fármaco.
Entre los vendedores y representantes, se respiraba un gran optimismo y uno había incluso compuesto la letra de una canción con la música de América, la bella, en la que se celebraba las glorias de la Montayne.
Bella para soñar con calma
en los goces de la maternidad.
Gracias a ti sin riesgos ni temores,
cantaremos felices al despertar.
Montayne, Montayne,
Montayne, Montayne.
Para ser tomada durante el embarazo,
salgamos a venderla, a proclamar su bienestar,
sus poderes libres de nocivos efectos secundarios.
La letra había sido cantada alegremente aquella misma mañana al final de una reunión. Era obvio que iba a ser repetida frecuentemente en los dos próximos días. Celia abrigaba secretamente dudas acerca de su buen gusto o, incluso, oportunidad, pero, en vista del ambiente entusiasta general, había optado por no decir nada.
En Estados Unidos se habían hecho pruebas de la droga durante un año y medio tanto en animales como en humanos (unas quinientas mujeres), y sólo se habían producido efectos secundarios muy leves sin ninguna importancia médica. Eran los mismos buenos resultados que se habían obtenido en los países donde la Montayne ya estaba a la venta, donde se había convertido en un específico muy popular, muy apreciado entre los médicos y las mujeres que lo habían tomado.
Terminadas las pruebas en Estados Unidos, se había presentado la debida solicitud al Departamento de Sanidad, de Washington, con la esperanza, razonablemente bien fundada, de que la autorización no podía tardar.
Por desgracia, las esperanzas resultaron vanas. De momento la autorización de venta no había llegado, y esto era uno de los dos contratiempos que empañaban el buen humor que se respiraba en las oficinas centrales de Felding-Roth.
De todos modos, se consideraba totalmente imposible detener los preparativos de comercialización a estas alturas, porque significaría perder seis meses, o más, de ventas y de los correspondientes beneficios. Se decidió seguir adelante con la manufacturación del fármaco, los preparativos de la campaña publicitaria y con las sesiones del tipo descrito con los vendedores y representantes regionales. Las esperanzas de que la autorización llegara tiempo no se habían perdido del todo.
Sam Hawthorne, Vincent Lord y otros estaban seguros de que llegaría pronto. Habían observado, además, que un factor a favor de ellos era la reacción de los medios de comunicación.
Dada la popularidad que la Montayne había obtenido en otros países, muchas personas se preguntaban públicamente por qué el Departamento de Sanidad tardaba tanto tiempo en dar la autorización. ¿Por qué se negaba a las mujeres norteamericanas los beneficios de un fármaco que las mujeres de muchos otros países venían disfrutando desde hacía meses? Se volvió a hablar del «desfase en fármacos» de que adolecía Estados Unidos, se lo criticaba y se echaba la culpa al gobierno.
Uno de los que más a favor de su autorización habló fue el senador Dennis Donahue, quien habitualmente había criticado a la industria farmacéutica por sus abusos, pero que ahora, por lo visto, había calculado astutamente que la opinión pública se inclinaba del otro lado. Respondiendo a las preguntas al respecto de un periodista había calificado los escrúpulos del gobierno y del Departamento de Sanidad de «ridículos en este caso». Comentario que, ni que decir tiene, fue muy celebrado entre el personal e Felding-Roth.
El otro contratiempo era el que había creado una tal Maud Stavely, presidente de una asociación de consumidores de Nueva York: «Ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa».
La doctora Stavely y su grupo se oponían agresivamente a que se autorizara el fármaco Montayne, y argüían que no era seguro que sus efectos secundarios no fueran nocivos y que era necesario que se hicieran más pruebas. El grupo había expresado su opinión varias veces a través de los grandes medios de comunicación.
La base de los argumentos de Stavely residía en un proceso que se había hecho en Australia.
Una tal Alice Springs, de veintitrés años, que vivía en una de las zonas más apartadas del continente australiano, había dado a luz una niña. Durante el embarazo había tomado la Montayne, entre otros fármacos. La niña había resultado ser deficiente mental; según palabras de los médicos, su cerebro era un «vacío». Además resultaba que era incapaz prácticamente de moverse, y ya tenía un año de edad. Por lo visto, según el parecer de los médicos, la niña permanecería el resto de su vida en «estado vegetativo».
Un abogado había convencido a la madre que denunciara a la compañía que elaboraba la Montayne y la demandara por daños y perjuicios. El proceso llegó a los tribunales y éstos rechazaron la denuncia y declararon que «no estaba suficientemente justificada»; se apeló al Tribunal Supremo, el cual corroboró la sentencia anterior.
Según las pruebas aducidas en ambos procesos, parecía obvio que la Montayne no podía ser la causa del deficiente estado en que había nacido la niña. La madre había tomado metaquolone (Quallude), diazepan (Valium) y otras. Además, fumaba tabaco con regularidad y tomaba marihuana. Un médico de los que compareció a declarar en uno de los juicios describió el cuerpo de la mujer como «un espeluznante caldero en el que se han amalgamado una serie de sustancias químicas de efectos antagónicos» y del que «podía salir cualquier cosa». Él, junto con otros expertos, declararon en contra de que la Montayne fuera la causa de la deficiencia de la niña.
Sólo el médico que había visitado a la mujer durante el embarazo había declarado en contra de la Montayne, fármaco que, por otra parte, él mismo había recetado. Durante el interrogatorio había reconocido, sin embargo, que carecía de pruebas contra la Montayne que se basaba meramente en una «fuerte corazonada».
A consecuencia del proceso, el gobierno australiano ordenó que se hiciera una posterior investigación sobre la Montayne, y el resultado fue, de nuevo, que una serie de médicos y científicos llegaran a la conclusión de que la Montayne era una droga sin efectos secundarios nocivos.
La norteamericana doctora Stavely era un personaje ávido de publicidad que en su impugnación en contra de la Montayne no contaba con más pruebas que las del proceso australiano.
De modo que, a pesar del estorbo que para Felding-Roth significaba la campaña de la doctora Stavely, no representaba una amenaza verdaderamente seria.
De vuelta a la reunión de vendedores y representantes de San Francisco, Celia, al silenciarse los aplausos, prosiguió diciendo:
—Es posible que se hagan reparos contra la Montayne por parte de personas que no han olvidado la catástrofe de la Talidomida. Droga que, como ustedes seguramente recordarán, causó horribles deformaciones en los fetos de las mujeres embarazadas. Lo menciono ahora y aquí para que, llegado el caso, no nos coja desprevenidos.
A estas palabras se hizo un silencio en la sala, y Celia se sintió atentamente observada por centenares de ojos.
—Las diferencias entre la Montayne y la Talidomida son muchas y muy grandes. En primer lugar, la Talidomida fue producida hace veinte años en una época en que la investigación farmacéutica no era tan meticulosa ni completa como ahora, y en que las leyes eran mucho menos estrictas que hoy. Además hay que tener en cuenta que la Talidomida no fue un específico pensado para el uso de mujeres embarazadas, como se cree popularmente. Era un calmante de uso general, para todo el mundo.
»Además, la Talidomida no fue administrada, durante di período de pruebas, a una serie suficientemente variada de animales como se hace hoy día antes de administrar un fármaco a los seres humanos. Después de la prohibición de la Talidomida, por ejemplo, se descubrió que, administrada a animales, ciertas especies de conejos daban nacimiento a fetos con deformaciones muy similares a las que se habían producido en los humanos, con lo que quedó demostrado que, de haber sido las pruebas verdaderamente exhaustivas, se hubieran evitado las desgracias que se produjeron.
Celia calló y dio una ojeada a las notas que cuidadosamente había preparado para este discurso.
Con la atención general todavía concentrada en ella, prosiguió diciendo:
—La Montayne, en cambio ha sido administrada al más amplio abanico posible de animales, en toda clase de condiciones, y también a voluntarios humanos, en cinco países en que las leyes de control son estrictas. Es más: hace un año que el fármaco es recetado a mujeres embarazadas de estos países. Permítanme que les dé un solo ejemplo de la meticulosidad con que se han hecho las pruebas y experimentos.
Entonces Celia se refirió a la decisión tomada por los laboratorios de Gironde-Chimie, los descubridores de la Montayne en Francia, de dedicar un año más de lo requerido por la ley francesa, a hacer pruebas con el fármaco.
—Es muy probable que sea el primer medicamento que ha pasado por tal número y variedad de pruebas.
Después del discurso de Celia, hablaron diversos portavoces del departamento científico de la empresa que corroboraron las opiniones y los hechos presentados que acababa de hacer ella, durante una sesión dedicada a contestar a las preguntas y a las dudas expresadas por el grupo de vendedores y representantes.
—¿Qué tal tu discurso ante la asamblea de vendedores? —preguntó Andrew una hora más tarde en la lujosa suite del Stanford Court.
Había tomado unos días de asueto para acompañar a Celia hasta aquella parte del país y, de pasada, visitar a Lisa, que cursaba sus estudios en la Universidad de Stanford.
—Bastante bien, creo —contestó Celia sacándose los zapatos y arrellanándose con gesto cansado en el sillón—. En cierto modo las reuniones con los vendedores me hacen pensar en un cabaret ambulante, y cada representación que hacemos es mejor que la anterior. —Entonces miró a su marido con expresión intrigada—. Pero oye: ¿te das cuenta de que es la primera vez que demuestras interés por el futuro de la Montayne, la nueva droga?
—¿Ah sí? —dijo él, fingiendo sorpresa.
—Lo sabes de sobra. Explícame por qué.
—Tal vez porque hasta hace poco meló contabas todo sin necesidad de que te preguntara nada.
—Eso no es cierto —replicó Celia—. La verdad es que a ti este fármaco te inspira desconfianza. Reconócelo.
—Oye —objetó Andrew, dejando a un lado el periódico que leía al entrar ella—. Yo no tengo datos sobre los que basarme para juzgar sobre un fármaco del que no tengo experiencia directa. Tú, en cambio, cuentas con el asesoramiento de un equipo de científicos, del país y del extranjero, que están mucho más enterados que yo. Si dicen que la Montayne es un fármaco nocivo, entonces…-y se encogió de hombros.
—¿Lo recetarías tú a tus pacientes?
—No tengo que hacerlo; afortunadamente no soy ni ginecólogo ni obstetra.
—¿Afortunadamente?
—Se me ha escapado —reconoció Andrew con impaciencia—. Cambiemos de tema.
—No —insistió Celia en el mismo tono nervioso de hacía unos instantes—. Me interesa hablar de esto contigo porque es importante para los dos. Tú siempre has dicho que las mujeres embarazadas no deberían tomar fármacos. ¿Lo sigues creyendo?
—Bueno: ya que me lo preguntas, te diré que… sí.
—¿Y no es posible que, aunque eso fuera así hace un tiempo, ahora las cosas hayan cambiado? No hace mucho se consideraba peligroso anestesiar a las mujeres durante el parto…
Andrew se estaba irritando ostensiblemente.
—Ya te he dicho que quería cambiar de tema.
—¡Yo no! —le espetó ella.
—¡Diablos, Celia! Yo no tengo nada que ver con eso de la Montayne y no me interesa discutir sobre ello. Ya he reconocido que no cuento con datos.
—Pero en Saint Bede eres influyente.
—No pienso utilizar mi influencia ni a favor ni en contra de la Montayne.
El teléfono sonó cuando los dos se estaban mirando con tensión. Celia se alzó y fue a contestar.
Una voz femenina dijo:
—¿La señora Jordán?
—Sí.
—La llamo desde las oficinas de Felding-Roth, en Boonton. No cuelgue: el señor Hawthorne quiere hablar con usted.
—Hola, Celia —dijo la voz de Sam—. ¿Cómo va todo?
—Muy bien. —El buen humor de Sam le recordó de nuevo la actitud de optimismo general que se respiraba en la asamblea—: Las presentaciones se han hecho sin problemas y todo el mundo parece muy ilusionado con la Montayne.
—¡Estupendo!
—Ahora lo que nos preguntamos es cuándo llegará la autorización de Sanidad. Se produjo un silencio en el que Celia sintió que Sam vacilaba antes de decirle:
—Mira: no lo digas a nadie, pero te aseguro que la autorización no tardará. —¿Y cómo estás tan seguro?
—No te lo puedo decir.
—Bueno.
Si Sam quería hacerse el misterioso, allá él, aunque no comprendía el motivo de dirigirse a ella, precisamente. Entonces inquirió:
—¿Qué tal Juliet?
—¿Y mi futuro nietecito? —preguntó Sam riendo—. Estupendamente.
Hacía tres meses que Juliet y Dwight habían anunciado que Juliet estaba en estado. Iba a dar a luz en enero.
—Recuerdos a Lilian y a Juliet —dijo Celia— y dile a Juliet que la próxima vez podrá tomar la Montayne.
—De acuerdo. Gracias, Celia. —Sam colgó.
Mientras Celia hablaba por teléfono, Andrew había ido a tomar una ducha y a vestirse, antes del viaje de cincuenta kilómetros hasta Palo Alto, a donde iban a cenar con Lisa y un grupo de amigos de la universidad.
Durante el viaje, y tampoco durante la cena, que resultó muy cordial, Celia y Andrew no volvieron a mencionar el tema de la Montayne. Al comienzo hubo cierta tirantez entre los dos que desapareció al cabo de poco tiempo. Celia decidió que jamás volvería a mencionar el tema de la Montayne a su marido. Al fin y al cabo, era inevitable que todo el mundo, por lo menos una vez en la vida, se obcecara por algo, y eso era lo que le ocurría a Andrew, aunque a ella le dolía y decepcionaba.