CAPÍTULO VI

En el Concorde de la British Airways, una vez servido el almuerzo, Celia cerró los ojos y trató de ordenar las ideas.

Primero los asuntos personales.

En dieciocho años de matrimonio que llevaba con Andrew, nunca, ni una sola vez, se había acostado con otro hombre. Y no porque no hubieran surgido oportunidades, las había habido a miles. Alguna vez había sentido la tentación de hacerlo, de aprovechar las ocasiones que se le ofrecían de disfrutar del sexo con otro, pero no lo había hecho, ya fuera por lealtad a Andrew, o porque no le hubiera parecido sensato desde el punto de vista de su carrera. O por las dos cosas a la vez.

Sam Hawthorne le había dado a entender, más de una vez, que le gustaría comenzar algo de este tipo con ella. Pero Celia había decidido desde el principio que era lo peor que él o ella podían hacer, y había desengañado a Sam con cortesía y firmeza.

Con Martin había sido distinto. Celia le había admirado desde el primer día que se vieron y le había deseado físicamente, necesario era reconocerlo. Bueno: el deseo había sido satisfecho, y el resultado no era ni peor ni mejor de lo que cualquier otro amante se hubiera podido esperar. Claro que la relación podía llegar a mucho más; eso Celia también lo veía, si las circunstancias hubieran sido distintas.

Afortunadamente Martin había tenido la sensatez de reconocer en seguida que entre ellos dos no había futuro posible. A no ser que Celia estuviera dispuesta a dejar a Andrew y a arriesgarse a estar a mal con sus hijos, cosa del todo impensable. Además, a Andrew le quería mucho. Habían pasado por tantas cosas juntos, y Andrew poseía un valioso caudal de cordura, fuerza, ternura, que nadie, ni Martin, poseía. Eso Celia también lo reconocía.

Aquella mañana Martin lo había expresado en palabras más de poeta que de hombre de ciencia. «Lo que ha pasado entre nosotros dos será un secreto y un dulce recuerdo… El paraíso reencontrado es cosa de una sola vez».

Supuso que había personas que, de saberlo, hubieran creído que lo correcto ahora era sentirse culpable. Pues ella no se sentía culpable, sino todo lo contrario.

Luego se puso a pensar en Andrew.

Se preguntó si Andrew le habría sido infiel alguna vez. Probablemente sí. A él también le habrían salido numerosas oportunidades y las mujeres le encontraban atractivo.

En tal caso, se preguntó Celia: «¿Qué siento respecto a eso?».

No le hacía ninguna gracia, debía reconocerlo, y era muy difícil ser lógico en este tipo de cuestiones. Por otro lado, no quería demorarse a pensar en lo que era incierto.

Una vez, durante una fiesta, había oído que alguien decía cínicamente: «Un hombre normal, que ha estado veinte años con la misma mujer, es un embustero o un impotente si dice que no se ha acostado nunca con otra mujer». Pero eso tampoco era verdad. Los había a montones que permanecían fieles, monógamos, ya fuera porque lo habían decidido así, ya fuera porque no les habían salido oportunidades.

De todos modos, era necesario reconocer que en aquella afirmación existía un grano de verdad. Celia sabía, por habladurías y rumores, que había mucho juego y muchas aventurillas sexuales en los medios en que ella se movía. Tanto en los medios médicos como en los farmacéuticos. Lo cual implicaba otra pregunta: ¿Qué importancia tenían las aventurillas de este tipo para un matrimonio bien avenido? Ninguna, pensaba ella, siempre que no pasaran de ser aventuras y no se convirtieran en relaciones duraderas. De hecho, Celia creía que muchos matrimonios se iban al agua innecesariamente por celos o tontos escrúpulos respecto a algo que no era más que mera diversión sexual.

Además, en cuanto a Andrew, ella podía confiar en su delicadeza y discreción, independientemente de si le era infiel o no. Celia también se proponía ser discreta; por eso aceptaba no volver a verse con Martin.

Fin de las cavilaciones de tipo personal.

Ahora, respecto a Harlow. ¿Qué hacer? ¿Qué debía recomendar cuando viera a Sam?

Saltaba a la vista que no había más remedio que recomendar una cosa: el cierre del instituto. Reconocer que la idea había sido un error desde el principio. Cortar las pérdidas lo antes posible. Reconocer que el proyecto de Martin de encontrar un remedio para el envejecimiento cerebral había sido una equivocación.

¿Era realmente lo más sensato que recomendar? ¿La única salida? Celia no estaba segura, ni después de todo lo que había observado y oído en Harlow.

Una cosa en concreto la atormentaba: las palabras de Martin la noche pasada, cuando en su desesperación se había dado por vencido, momentos antes de abandonar juntos el comedor del hotel. Desde aquella mañana, desde el instante en que había subido al automóvil de la compañía que la había conducido al aeropuerto de Londres, oía sus palabras en el cerebro, como un disco atascado: «Lo que buscamos se encontrará…, sucederá… en otro sitio».

En el momento que las oyó, Celia no se paró a reflexionar sobre ellas. Ahora, en cambio, parecían preñadas de sentido. ¿Era posible que Martin estuviera en el buen camino y que los otros se equivocaran? ¿Dónde sería aquel «otro sitio»?; ¿en otro país? ¿En los laboratorios de otra empresa farmacéutica? ¿Era concebible que si Felding-Roth suspendía la investigación de Martin, otra compañía, una compañía rival, la continuara y llegara al resultado esperado, consiguiera lo que ellos perderían por excesivos escrúpulos y precipitación?

La investigación se estaba realizando en otros países. Dos años ha, Martin había mencionado unos científicos que trabajaban en lo mismo en Alemania, Francia y Nueva Zelanda. Celia sabía, de las indagaciones hechas, que la investigación en estos países continuaba, aunque aparentemente sin mejores resultados que en Harlow.

Pero no era disparatado suponer que, una vez detenido el trabajo de Harlow, uno de los otros científicos consiguiera una significativa innovación técnica, un paso realmente importante, que hubiera podido ser dado en Harlow de no haber cerrado antes de hora. De pasar esto, ¿qué reacción se produciría entre el personal de Felding-Roth? Y ¿cómo reaccionaría Celia, y Sam, después de haber recomendado el cierre del instituto?

De modo que por una serie de razones estaba muy tentada a no hacer nada, que en aquel caso significaba recomendar que las cosas continuaran por un año más tal como estaban, con la esperanza de que algo surgiera.

Sin embargo, Celia no pudo evitar decirse que «no hacer nada» era meramente la salida más fácil de momento, era el tipo de procedimiento que tanto se criticaba de los burócratas del Departamento de Sanidad, por ejemplo. Con lo cual el círculo se había cerrado. Había llegado a la recomendación de Sam antes de que ella partiera: «No te amilanes si lo que se requiere es dureza…».

Celia suspiró. De nada servía desear que las cosas fueran diferentes, que no se viera en la obligación de tomar aquel tipo dé decisión. Además: tomar decisiones difíciles formaba parte del trabajo y del puesto que ella ocupaba. ¿Y no había llegado a donde ella había querido en su carrera?

No obstante, cuando el Concorde aterrizó en Nueva York, todavía no estaba segura de lo que iba a decir a Sam.

Resultó que Celia no vio a Sam hasta un día más tarde de lo esperado. Éste continuaba muy ocupado. Para entonces Celia había tomado una decisión irrevocable.

—Bueno —dijo Sam en seguida, demostrando que no tenía tiempo que perder en minucias—. ¿Qué me recomiendas hacer?

Celia presintió que Sam no estaba para oír detalles.

—Bien pensado —declaró con voz contundente—, creo quesería un error y una muestra de precipitación y de falta de visión cerrar ahora el instituto de Harlow. Creo que deberíamos continuar financiando la investigación que Martin hace sobre el envejecimiento del cerebro un año o más, si hace falta.

Sam asintió con un gesto de la cabeza y contestó:

—De acuerdo.

La falta de reacción visible en Sam y el que no le dirigiera preguntas hicieron comprender a Celia que su decisión era aceptada tal cual, completamente. Presintió, además, que Sam se alegraba de que le hubiera recomendado no cerrar, como si hubiera querido que le contestara aquello.

—He escrito un informe —dijo Celia, colocando cuatro hojas escritas sobre la mesa.

Sam lo puso en una bandeja junto a otros papeles similares.

—Lo leeré cuando tenga tiempo. Antes de la reunión con la junta, me imagino.

—¿Será difícil convencerlos?

—Seguramente.

Sam sonrió con expresión fatigada y Celia comprendió que estaba agotado por el cariz que tomaban las cosas en el trabajo.

Sam le preguntó entonces:

—No te preocupes, los convenceré. ¿Le dijiste a Martin que todo continuaría igual?

—No, él cree que vamos a cerrar.

—En este caso, tendré la satisfacción del día escribiéndole que hemos decidido lo contrario —dijo Sam.

Una brusca inclinación de la cabeza dio a entender a Celia que la entrevista había terminado.

Una semana después apareció un hermoso ramo de rosas en el despacho de Celia. Al preguntar quién las había mandado, la secretaria le contestó:

—Han llegado sin tarjeta, señora Jordán. Se lo he preguntado a la floristería y me ha dicho que el encargo se había hecho anónimamente, por telegrama. ¿Quiere que haga más pesquisas?

—No, no es necesario —contestó Celia.