CAPÍTULO V
Al regresar a sus respectivos trabajos, Andrew y Celia se encontraron con que habían adquirido una celebridad asombrosa, cada uno a su manera.
Como es habitual con muchas de las noticias importantes del campo de la medicina, la del éxito de Andrew con la Lotromicina tardó un tiempo en propasarse, pero a las seis semanas del milagroso restablecimiento de Mary Rowe, la noticia había aparecido en los grandes periódicos nacionales.
El primero en darla había sido uno de los pequeños, el Daily Record, que la había publicado con el titular: «Médico local utiliza un fármaco milagroso. Cura portentosa del paciente».
El Newark Star-Ledger, que, como todo el mundo sabe, se dedica a repescar noticias en los pequeños periódicos de su zona, repitió la noticia, la cual, a su vez, llegó a la atención de los redactores dé la sección científica del New York Times y del Time. Al regresar Andrew, se encontró que le aguardaban^ recados urgentes, telefónicos, apremiándole a llamar a la redacción de ambos periódicos. Cosa que él hizo. De lo que se siguió aún mayor publicidad, en el Time con su consabido matiz sentimental, aludiendo a la subsiguiente boda de Andrew y Celia.
Además de todo esto, el New England Journal of Medicine informó a Andrew que estaba dispuesto a publicar su artículo sobre la Lotromicina, si se avenía a unas correcciones de poca monta. Las correcciones que le sugirieron eran realmente de poca importancia, por lo que Andrew no tuvo inconveniente en avenirse a ellas y el artículo salió a su debido tiempo.
—No me importa confesarle que me muero de envidia —le confesó el doctor Noah Townsend al darle la noticia Andrew acerca del artículo que próximamente le iba a publicar el New England Journal. Pero luego añadió—: Me consuela ver la celebridad ganada por nuestro consultorio…
Otro día su esposa, Hilda, una atractiva mujer de cincuenta años, le decía confidencialmente:
—Noah nunca se lo confesará, pero yo le aseguro que le tiene aprecio como si de su propio hijo se tratara, como al hijo que nunca hemos tenido.
Celia, aunque con menos publicidad, descubrí, que su posición en Felding-Roth también había mejorado ostensiblemente.
Hasta entonces había sido considerada como un anacronismo, para algunos incluso como motivo de chacota y de bromas ridículas, como la única mujer vendedora de la empresa, quien a pesar del éxito de su primera experiencia en Nebraska todavía debía demostrar que valía como un hombre. Las cosas habían cambiado. La manera con que la chica había llevado todo el asunto de la Lotromicina y la continua publicidad alcanzada, habían satisfecho a la firma y colocado a Celia y al fármaco en el recto camino de la gloria.
Su nombre circuló por toda la compañía, llegando a los oídos del presidente, Eli Camperdown, quien la mandó a buscar en cuanto se enteró de su regreso.
El señor Camperdown, un veterano industrial de aspecto lánguido y bastante cadavérico, vestido siempre impecablemente y sin olvidarse jamás de ponerse una rosa roja en el ojal de la solapa, recibió a Celia en su decoradísima oficina de la planta onceava del edificio general de la firma, en Boonton. Primero atendió a los elementales deberes que le imponía su relamida cortesía:
—Felicidades por su matrimonio, señora Jordán. Deseo que sea muy feliz. —Añadiendo luego con una sonrisa—: Y confío que de ahora en adelante su marido, el doctor Jordán, recetará solamente productos fabricados por nosotros.
Celia le dio las gracias, a la vez que prefería conjeturar que la observación sobre Andrew era meramente una broma, por lo que se abstuvo de hacer ninguna declaración de principios acerca de la independencia profesional de su esposo.
—Se habrá dado cuenta de que se ha convertido casi en una leyenda —reanudó el presidente—. La prueba viva de que, a veces, una mujer excepcional puede llegar a alcanzar los mismos niveles de competencia que un hombre.
—Yo espero, señor —contestó Celia con voz muy dulce—, que llegue muy pronto el día en que usted no sienta la necesidad de decir este «a veces». Y que el número de mujeres haciendo este tipo de trabajo aumente, y entre ellas haya más de haga el trabajo con mayor eficacia que los hombres.
Por un instante, el señor Camperdown pareció cortado, con el ceño fruncido. Pero luego recobró su buen humor habitual y dijo:
—Cosas más raras se han visto en la vida. Ya veremos. Ya veremos…
Continuaron charlando. El señor Camperdown le hizo numerosas preguntas sobre sus experiencias como vendedora. Dio la sensación de que el buen señor quedaba impresionado por las contestaciones directas y bien informadas de la joven. Luego se sacó un reloj atado con una cadena, miró la hora e indicó.
—Vamos a celebrar una reunión dentro de muy poco, señora Jordan. Hablaremos sobre un nuevo fármaco que pensamos comercializar después de la Lotromicina. Quédese si le interesa.
Oído que Celia no tenía inconveniente en asistir a la reunión llamó a media docena de individuos, todos del sexo masculino empleados de la empresa, que se sentaron en torno a una mesa presidida por el señor Camperdown.
Entre los recién llegados estaba el nuevo director de investigación, un científico joven, el doctor Vincent Lord; el vicepresidente del departamento de ventas, un hombre mayor que pronto iba a retirarse del trabajo, y otros cuatro, de los que uno era Sam Hawthorne, el único que ya conocía a Celia. Los restantes la miraron con mal disimulada curiosidad. El nuevo fármaco, que probablemente iban a comercializar, no había sido descubierto por Felding-Roth, explicó Camperdown a Celia, sino por unos laboratorios alemanes, los Chemie-Grünenthal, y ellos habían comprado la licencia.
—Es un calmante, de los más suaves que existen hasta el momento —añadió el presidente—. Sume al paciente en un sueño apacible, normal y vigorizados sin la acostumbrada resaca matinal.
Declaró además que no se conocían efectos secundarios de tipo nocivo, y podía incluso ser administrado a los niños. El calmante estaba ya a la venta, con mucho éxito, en la mayoría de los países, salvo Estados Unidos, Felding-Roth había tenido la fortuna de poder adquirir la licencia de su fabricación.
La droga se llamaba Talidomida.
A pesar del historial del fármaco, que había probado su absoluta falta de nocividad, su venta en Estados Unidos dependía todavía de la aprobación del Departamento de Alimentos y Drogas.
—Vistas las circunstancias —gruñó el señor Camperdown—, con los datos de primera calidad que nos han llegado del extranjero, es un requisito meramente burocrático que nos está haciendo perder tontamente el tiempo.
Siguió entonces una discusión sobre el lugar y las fechas en que se efectuarían las necesarias pruebas de la Talidomida en Estados Unidos. El director de investigación, doctor Lord, propugnaba distribuir el fármaco por cincuenta consultorios privados en que aquél sería administrado a los pacientes, y los resultados serían enviados a Felding-Roth, quien a su vez los presentaría a la administración.
—De los cincuenta consultorios, deberíamos tener cuidado con incluir todo tipo de especialistas, médicos generales, internistas, psiquiatras y obstétricos —indicó.
El vicepresidente de ventas preguntó:
—¿Cuánto tiempo nos va a tomar toda esta comedia?
—Tres meses, seguramente.
—¿No podríamos acortarlo a sólo dos? Urge comercializar el producto.
—Quizá sí.
Hubo uno, no obstante, que expresó su desacuerdo a que las pruebas fueran efectuadas en una zona tan dispersa. ¿No sería más sencillo y más seguro concentrarse en un hospital, por ejemplo?
A los pocos minutos de discutir, el señor Camperdown manifestó sonriendo:
—Tal vez nuestra invitada quiera hacernos una sugerencia.
—Sí —dijo Celia—. Quería decirles una cosa. Todos los presentes giraron la cabeza hacia ella.
—A mí me preocupa que se dé el fármaco a los obstétricos. Lo cual significará que éste será administrado a las embarazadas, y, como ya sabemos, más de una vez se nos ha recomendado no administrar drogas en prueba a las mujeres encintas.
El doctor Lord se apresuró a decir:
—En este caso la previsión no se aplica. —Y continuó—: La Talidomida ha sido administrada por toda Europa a toda clase de personas, entre las que ha habido numerosas mujeres encintas…
—De todos modos —interrumpió con calma Sam Hawthorne—, creo que la señora tiene razón. Celia continuó diciendo:
—Una pregunta obvia sería: ¿qué tipo de persona es la que con más frecuencia sufre de insomnio y que, por tanto, más a menudo toma calmantes? Si me permiten basarme en mi experiencia como vendedora al detalle, es decir, por hospitales y consultorios, diría que son las personas mayores, los pacientes del departamento de geriatría.
Celia se había ganado la atención general de los asistentes. Varios de ellos expresaron su conformidad con un gesto de cabeza. Pero el doctor Lord se mantuvo en sus trece.
Celia prosiguió:
—Recomiendo que hagamos las pruebas de la Talidomida en uno o dos asilos para viejos. Yo conozco dos, uno en Lincoln, Nebraska, el otro a las afueras de Plainfield, en este mismo estado. Ambos cuentan con una buena administración y podemos confiar en su trabajo. He tenido la oportunidad de tratar a los médicos de ambas instituciones y no me importaría ponerme en contacto con ellos.
Al callar Celia, se produjo un silencio molesto, que rompió Eli Camperdown. El presidente de la Felding-Roth habló con voz sorprendida:
—No sé qué pensarán ustedes; a mí me ha parecido que la recomendación de la señora Jordán era muy justa.
Marcado el sentido que debía tomar el camino, los otros se apresuraron a mostrar su conformidad, fuera del doctor Lord, que no dijo nada. Celia captó que entre ella y el director de investigación había un sentimiento de rivalidad que seguramente persistiría en los próximos meses.
Al poco rato se tomó la decisión de que Celia iba a telefonear a los doctores conocidos de ella en ambos asilos, y, de mostrarse dispuestos a cooperar, el departamento de investigación se encargaría del resto.
Al levantarse la reunión, la primera en marchar fue Celia, la cual fue despedida con muchas sonrisas y gestos de amistad.
Una semana más tarde, Sam Hawthorne le informó que las pruebas de la Talidomida iban a ser comenzadas en breve en los dos asilos recomendad dos por ella.
De momento, pareció que con aquello el asunto quedaba definitivamente zanjado.
A pesar del ajetreo de la vida profesional de los dos, Celia y Andrew encontraron el tiempo de buscar casa. De entre las que vieron que estaban a la venta, Celia se decidió por una en un suburbio residencial de la ciudad de Morristown, una zona de casas espaciosas, muy separadas las unas de las otras, y plantada de numerosos árboles: tal como le dijo a Andrew antes de que éste la viera. La casa estaba sólo a tres kilómetros de su consultorio y a menos del hospital.
—Lo que me parece muy importante, teniendo en cuenta que a menudo te llaman de noche, cuando estás cansado.
Para Celia, en cambio, significaba un trayecto de casi veinte kilómetros hasta la central de Felding-Roth en Boonton, pero como la mayor parte de sus ventas se efectuaban en otras partes del estado, la distancia no tenía importancia.
La casa era muy espaciosa, vacía, en bastante mal estado, de estilo colonial y no gustó a Andrew.
—¡Pero, Celia…! —exclamó—. ¡Eso es peor que una cuadra! ¡Ni lo pienses! Además, suponiendo que consiguiéramos mejorarla, cosa que me parece imposible, ¿qué hacemos con cinco dormitorios?
—Uno sería para nosotros —le explicó con paciencia su mujer—. Dos para los niños, otro para la asistenta que tendremos que contratar en cuanto hayan nacido los dos niños, y el que queda para los invitados. Para mi madre, que vendrá de vez en cuando, supongo, y para la tuya.
Celia también nacía planeado «convertir el cuartucho de la planta baja en un estudio, o cuarto de trabajo, para los dos».
—Así, cuando volvamos a casa con trabajo por terminar, podremos estar juntos.
Andrew se echó a reír, aunque resuelto a no dar su conformidad.
—Sería una casa para toda la vida —comentó.
—No me apetece hacer como tantos que se mudan cada dos años porque la casa les ha quedado pequeña —adujo Cena.
Echó una mirada en torno, por el suelo lleno de barro y de telas de araña, iluminado por el pálido sol invernal que se filtraba por las sucias ventanas.
—Hay que fregar, barrer, pintar y organizar muchos detalles —reconoció Celia—, pero quedará muy bien, ya lo verás. Será el tipo de casa de la que nunca querremos marcharnos.
—Lo que es yo me marcho inmediatamente —declaró Andrew—. Este sitio lo que necesita es que lo arrasen. Hasta ahora has dado en el clavo respecto a muchas cosas, pero en lo de esta casa, te equivocas por completo —añadió con una impaciencia inusual en él.
Celia no pareció inmutarse. Abrazó a Andrew y se puso de puntillas para darle un beso.
—Yo creo que el que te equivocas eres tú. Vayamos a casa y lo hablaremos con calma.
Aquella misma noche, Andrew daba su conformidad de mala gana, y al día siguiente Celia negociaba las condiciones de la compra y pedía una hipoteca. Pagar el depósito no creó problemas porque ambos habían ahorrado dinero durante su época de solteros, y actualmente cobraban un sueldo respetable que, combinados, sumaban una suma considerable.
Se mudaron a fines del mes de abril, y Andrew tuvo que reconocer desde el primer momento que se había equivocado al juzgar la casa.
—Me gusta mucho. Me imagino que llegaré a tomarle cariño.
Renovarla había costado menos dinero de lo previsto y la transformación resultaba impresionante.
Fue una época feliz para los dos, sobre todo porque Celia estaba embarazada desde hacía cinco meses.