Capítulo XLIII
OTRO largo día en camino. Parecía que todo el mundo se dirigía a Lyon. Era la época de las peregrinaciones, y habían dejado atrás a miles de peregrinos, solo que todos ellos avanzaban en dirección a las tierras del sur. Las guerras santas eran un buen negocio, o eso decían los posaderos.
Hacían el camino solos o en grupo, cantando himnos, siguiendo a monjes y curas, portando estandartes y gallardetes. Todos iban a pie: mendigos, juglares, siervos liberados, estudiantes. Sólo muy de tarde en tarde encontraban Philip y sus hombres a otros jinetes: un barón o un obispo, o un carro tirado por bueyes y cargado hasta los topes de leña o plomo para los techos de las iglesias. El avance resultaba terriblemente duro, pues a cada legua aparecía algún nuevo rebaño de ovejas o cabras que ralentizaba su paso y lo que era peor, llenaba de desperdicios el camino.
Cierta tarde, a las afueras de Lyon, hicieron un alto para descansar. Los écuyers procedieron a quitar las sillas a los caballos, y enfriaban su pelaje con hojas de sauce que previamente mojaban en el río. Philip sentía el cuerpo entumecido por la fatiga tras una semana de dura cabalgada e irritado por la enjundiosa cota de malla. Se quitó un pesado guante de metal para limpiarse el sudor y el polvo de los ojos. Renaut le ayudó a despojarse de la armadura; lanzó un gruñido de alivio al sentirse libre de su peso, y luego siguió a los otros caballeros hacia el borde del agua para remojarse la cabeza y el cuello, y beber hasta que el estómago se le hinchó de tal modo que parecía a punto de estallar.
Tan pronto los caballos saciaron su sed, los hombres instalaron el campamento; sus tiendas, sus voluminosos carros y los fuegos se extendían cien pasos a lo largo de la ribera. La noche cayó como un manto de sombras. Philip ordenó a Renaut que colocase centinelas por el lugar, y luego se envolvió en su manto y trató de dormir, escuchando el crujido de las ramitas que ardían en el fuego y el murmullo de los hombres que se congregaban en torno a sus llamas. El cerdo salteado de la cena le había producido sed y una inquietud constante. «Por favor, Dios, haz que llegue a tiempo. No permitas que mi hijo muera». Una lechuza ululó en el bosque. Los lobisones y los duendes rondaban en noches sin luna como aquella. Se llevó la mano a la cruz que le colgaba del cuello, buscando su protección.
«No permitas que mi hijo muera».
Despertó por las sacudidas que Renaut estaba dando en su hombro.
—Señor, disculpadme, pero tenéis que levantaros.
Era el instinto del soldado: se despertó en un instante.
—¿Qué sucede?
Dos de sus lugartenientes se encontraban a su lado, sosteniendo unas antorchas humeantes y flanqueando a un niño. Lo tenían cogido por los brazos, con alguna dificultad, pues el muchacho se retorcía y trataba de liberarse de ellos a patadas. Uno de los hombres se cansó de aguantar aquel trato y le dio con el mango de la espada. Los ojos del niño se quedaron en blanco y la cabeza se le descolgó hasta las rodillas.
—¡Basta! —gritó Philip. Se puso en pie de un salto y se volvió hacia Renaut—. ¿Qué significa todo esto?
—Los centinelas lo encontraron rondando por el campamento. Intentaba robarnos la comida.
Philip se agachó. El muchacho tenía el cabello revuelto de suciedad y hojarasca, y era tan delgado como un mástil. Levantó la cabeza del chico:
—¿Quién eres?
Pero el muchacho seguía inconsciente a causa del golpe y no pudo responder. Así que lo arrastraron hasta el río y sumergieron su cabeza en el agua para revivirlo. El chico despertó de golpe y agitó la cabeza como un perro.
—¿Quién eres? —le preguntó nuevamente Philip.
Los ojos del muchacho recuperaron la fijeza: vio las ropas de Philip, su túnica de terciopelo y su anillo granate.
—Vaya, aquí tenemos a todo un potentado —dijo—. Pareces el rey de Francia.
—Golpéale de nuevo —dijo Renaut al guardián.
Philip negó con la cabeza:
—Déjale. —Cogió al chico de un hombro—. ¿Cómo te llamas?
—Loup, señor.
—¿Cómo es que tienes un nombre tal?
—Mi madre me lo puso. ¿Y tú quién eres?
—Perro insolente —exclamó Renaut, y le hubiera golpeado con su guantelete de no haberle cogido Philip del brazo.
—Me llamo Philip, barón de Vercy. Soy el hombre a quien intentabas robar.
—Tengo hambre. ¿Me puedes dar algo de comer?
Philip miró a Renaut.
—¿Qué hacemos con él?
—Si dependiera de mí, le cortaría una oreja para enseñarle respeto y luego lo tiraría al río.
—Mostrad un poco de compasión, Renaut. No es mucho mayor de lo que vos erais cuando os trajeron a mí.
—Sólo tengo hambre, señor. No quería hacer ningún daño.
—Eres un ladrón.
—Quizá lo sea, señor. Pero entre ser un ladrón con una sola oreja o quedarme tieso en el camino, no sé qué es lo que prefiero.
Contra su voluntad, Philip alargó una sonrisa. Puso al muchacho en pie, junto a la ribera, y lo empujó suavemente hacia Renaut:
—Dadle al zagal algo de comer.
—Señor, no creo que sea buena idea.
—Un poco de cerdo salteado y algo de pan, si tanta hambre tiene. Si puede comérselo sin vomitar, entonces es más hombre que yo y se lo habrá merecido. Por piedad, Renaut. Estoy rogando a Dios para que nos ayude, ¿acaso no debo responder a las oraciones de otro si está en mi poder ayudarle?
Renaut se encogió de hombros. Agarró al chico por un brazo y lo llevó ribera arriba hasta el campamento. Philip sonrió. Loup. Lobo. Un buen nombre para un carroñero. Daría de comer a aquel golfillo y luego, por la mañana, le dejaría marchar.
Los hombres roncaban y el fuego había quedado reducido a cenizas. Loup se acurrucaba a su lado, comiendo como un salvaje el cerdo salteado, sin apenas molestarse en masticar. Renaut se había sentado junto a él, con una tea encendida. Philip lo examinó: era un alfeñique con cara de halcón y unos miembros demasiado largos para su cuerpo. Tenía el aire de un perro apaleado, y no cesaba de mover los ojos tratando de sorprender algún movimiento inesperado, volviendo una vez y otra la cabeza, preparado para resistirse, preparado para huir.
—¿De dónde eres?
—De ninguna parte.
—¿Es que no tienes casa?
—La tenía, cuando vivía mi padre. Pero murió y tuvimos que irnos a París, pues allí mi madre tenía un primo. Dijo que él cuidaría de nosotros, pero mi madre murió en el camino. Por las fiebres.
—¿Dónde está?
—Por allí —dijo—. Bajo un árbol.
Philip hizo un gesto con la cabeza hacia Renaut y sus dos lugartenientes.
—Dejadnos solos. Os libero de vuestras obligaciones. Habéis hecho bien. Gracias, Renaut.
Se agachó junto al muchacho, con la espalda vuelta hacia los rescoldos del fuego.
—¿Adónde vais? —le preguntó Loup.
—Al Albigeois. A un lugar llamado Saint-Ybars.
—¿Y por qué vais allí? Están en guerra. ¿Vais a uniros a la Cruzada?
—No, no somos cruzados. En cierta ocasión yo sí lo fui, en Outremer, y nunca más volveré a serlo.
—¿Por qué, entonces?
—Tengo un hijo en Borgoña. Se está muriendo.
—¿Y entonces por qué no estás con él?
—¿Crees en los milagros, Loup?
—He oído hablar de ellos a los curas. Pero nunca he visto uno con mis propios ojos.
—Yo sí creo en ellos. Creo que si rezo a Dios con suficiente fuerza Él me oirá y atenderá mi plegaria. Ése es el motivo por el que voy al Albigeois. Allí hay una mujer que puede sanar con sus manos. Voy a pedirle que me acompañe a Borgoña para curar a mi hijo.
—Estás loco.
—Sí, probablemente lo esté.
—¿Puedo quedarme a dormir esta noche aquí, junto al fuego? Prometo no robar nada.
—Muy bien. Pero tengo que avisarte de algo: si intentas robarnos, mi escudero Renaut no dudará en cortarte una oreja. Para lo joven que es, me protege como un oso a sus crías.
El chico se lamió las manos para saborear la grasa del cerdo y luego se tumbó entre dos de los soldados para recibir más calor. Philip se quedó allí un rato, mirando cómo la brisa removía las cenizas del fuego, hasta que finalmente se despojó de su manto y cubrió con él al muchacho. Hecho aquello se retiró a dormir, preguntándose por qué demonios había confiado sus problemas a un huérfano y ladrón. Por la mañana estaba convencido de que aquella pequeña sabandija se habría marchado, llevándose todo el pan y el anillo de algún pobre diablo.
Philip estaba despierto con la primera luz del alba. Se sacudió el rocío nocturno y luego se ajustó el cinturón y la espada. Para su asombro, Loup seguía dormido allí donde lo había dejado. Agitó suavemente su hombro para despertarle y mandó llamar a Renaut. Pidieron al chico que les mostrase el lugar donde estaba su madre. Se preguntaba Philip si aquello sería una mentira para atraerse su simpatía, pero a unos escasos cien pasos del campamento la encontraron, tal y como el chico les había dicho, fría y rígida bajo un castaño.
El cuerpo ya hedía y los zorros y los cuervos habían empezado a dar cuenta de ella. Philip ordenó a Renaut que entre varios hombres le cavasen una tumba. No había ningún cura que pudiera darle las exequias apropiadas, pero Philip rezó una oración cuando todo hubo acabado, y esperaba que con aquello fuese suficiente.
Cuando Philip montó a Leyla, Loup se hallaba ante él, bloqueando el camino:
—Llevadme con vos —dijo.
Philip rio:
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Ya veis —dijo Renaut—. Es como un cachorro recogido en la calle. Le das una tunda y piensa que merece más. Y ahora, para ganarse vuestro corazón, os trata con respeto.
—No me dejéis aquí, señor.
—No nos servirás de nada, muchacho. Y tengo mis propios asuntos que atender.
—Hablo la langue d’oc. No ralentizaré vuestra marcha, y puede que os sirva de gran ayuda cuando os encontréis entre esos petimetres y herejes.
—Creo que treinta hombres armados no van a verse más fortalecidos por sumar a sus filas a un bribón que apenas sabe calzarse las mallas. Y yo hablo un poco del idioma. Lo aprendí en Outremer, de los caballeros del sur.
Loup cogió las riendas del caballo:
—Entonces, por piedad, señor, llevadme hasta Lyon.
Renaut sacudió la cabeza, exasperado.
En un impulso, Philip se inclinó, cogió a Loup por debajo de los hombros y lo subió a la silla:
—Muy bien, mi querido señor Lobo. Eres un mendigo y un ladrón y creo que allí podrás ganarte la vida suficientemente bien.
—Gracias, señor. No causaré problemas.
—Nada bueno saldrá de esto —murmuró Renaut.