Capítulo XLIX

SIMON se unió al padre Ortiz bajo los árboles y juntos se arrodillaron en oración. El resto de los soldados se les unieron, entonaron con ellos el Veni Creator Spiritus y pidieron a Dios Su bendición para aquella santa empresa.

La bruma que más tarde se dispersó bajo el ardiente sol aún se entrelazaba a los pinos y los castaños, ocultando los lejanos picos azules de los Pirineos.

Estaban a menos de un día de caballo de Carcasona. Las huestes no habían dejado nada en pie a su paso; estaba todo quemado, todo arrasado, y cada pueblo y villorrio se hallaba desierto. No sabían si habían sido los cruzados o los soldados de Trencavel en su huida quienes habían envenenado los pozos y dejado que los animales se pudriesen al sol.

El asedio de la ciudad debía de estar en marcha. El cielo había adquirido un tono rojizo la noche anterior, y aquella mañana un penacho de humo negro acariciaba las nubes más allá del horizonte. Los truenos resonaban en el cénit. Simon había preguntado al padre Ortiz qué era aquello.

—Las máquinas para el asedio —había respondido el monje.

Recordó entonces su infancia allí, las horas que había pasado peleándose con sus hermanos en el patio que daba al almacén de su padre. Aquello le produjo un dolor inesperado. ¿Los reconocería ahora, incluso a su padre? «No», pensó, «no podría. La familia que tuve entonces ahora está muerta. La Iglesia es lo único que me queda».

Al término de sus oraciones vieron unos jinetes que se aproximaban por el horizonte, como surgiendo del sol naciente. Simon se llevó una mano a los ojos y vio las tres águilas azules del estandarte de Gilles. Incluso un ojo poco entrenado como el suyo podía ver sin duda que algo iba mal; la formación cabalgaba en desorden, y algunos de los caballeros parecían desplomados en sus sillas en lugar de marchar con la espalda erguida, como era la costumbre entre los caballeros y los senescales.

Gilles de Soissons salió de su tienda para recibirlos. Hugues de Breton se dejó caer de la silla, y apenas pudo dar un paso antes de postrarse de hinojos. Tenía el cabello y la barba salpicados de sangre. Al bajar la cabeza ante el barón, Simon vio que un profundo tajo recorría su testa desde la sien a la coronilla. El casco lo llevaba bajo el brazo: estaba partido en dos. Fuera quien fuese el que le había dado aquel mandoble, había estado a punto de cortarle la cabeza.

Gilles cerró fuertemente los puños:

—Sir Hughes. Parece que os habéis encontrado con algunas dificultades…

—Localizamos a los herejes de Saint-Ybars con suma facilidad, señor. Estábamos aplicando la justicia divina cuando fuimos sorprendidos por una emboscada. Los soldados que nos atacaron eran superiores en número y mataron a cuatro de los nuestros antes de que nos diéramos cuenta siquiera de que se nos echaban encima.

—¿Eran los hombres de Trencavel?

—No, mi señor. Eran hombres del norte, como nosotros. Sus escudos tenían cuatro coronas rojas.

Gilles levantó la vista al cielo, como buscando en el mismo Dios una explicación al desbaratamiento de sus planes, y luego lanzó una mirada de furia al padre Ortiz y Simon, como si ellos fueran los responsables de aquel entuerto.

—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? —Al ver que no obtenía respuesta, se volvió nuevamente hacia Hughes—. ¿Cuántos caballeros había?

—Unos cincuenta, al menos.

—¿Y estáis seguro de que su barón procedía del norte?

—No tengo la menor duda.

Sólo entonces Gilles reparó en el corte que recorría la cabeza de su sargento:

—Estáis herido —le dijo.

—No tiene importancia, señor. Dadme a vuestros hombres y regresaré para ajustarles las cuentas a esos malditos traidores.

El padre Ortiz dio un paso al frente:

—Señor, poned fin a esto. Ya nos hemos distraído bastante de nuestros verdaderos propósitos. Deberíamos unirnos a las huestes en Carcasona.

—¿Ésa es vuestra guía espiritual? Que me aspen si no entiendo cada vez menos vuestros razonamientos.

—Las huestes nos necesitan ante las murallas de Carcasona.

—¿De veras? ¿Con qué fin? Estamos aquí para liberar el Pays d’Oc de los enemigos de Cristo, ¿no es cierto? A fe mía que es más fácil enviar a un hereje a las llamas eternas cuando no cuenta con el beneficio de una muralla que lo ampare. Esos fornicadores del Diablo que han atacado a mis soldados se han puesto del lado de los herejes, así que deben ser considerados del mismo modo, como meros herejes, y por tanto obtendrán la recompensa que merece su apestosa creencia. ¡Este insulto a nuestro honor no quedará impune, caballeros! —Se volvió otra vez a Hugues—. Lavad vuestras heridas y tomad al resto de mis caballeros, y salid en busca de esos traidores de Dios.

—¡Pero señor, no podemos retrasarnos más! —protestó el padre Ortiz—. No hay nada de comer por aquí, y los pozos están envenenados. El ejército nos necesita en otra parte.

—Y el ejército nos tendrá, en cuerpo y alma, a su debido tiempo. Sir Hugues se unirá a nosotros en Carcasona una vez haya servido de brazo ejecutor para la venganza de Dios.

—Me temo que siempre vamos a vernos apartados del propósito divino.

—Al contrario, lo perseguimos incansablemente.

—¡Pero si Hugues se lleva a nuestros caballeros no nos quedarán más que la infantería y los senescales!

Gilles dio una patada al suelo, petulante como un niño mimado. Su rostro enrojeció visiblemente, lo que resaltaba aún más la blancura de sus cabellos y cejas.

—¡No os atreváis a arengarme, padre Ortiz! ¡Y menos aún pretendáis darme lecciones sobre mis deberes o mis tácticas!

Se tocaban casi nariz con nariz. Simon tomó una bocanada de aire.

Gilles, entonces, se volvió a Simon.

—¿Y vos, tenéis algo que añadir a esto?

—Soy de la misma opinión que el padre Ortiz. No podemos hacer otra cosa que aconsejaros en vuestros deberes espirituales, que también yo he de recordaros que están en Carcasona, con las huestes.

—Gracias por el consejo. —Gilles se volvió hacia Hugues—. Vengad a nuestros muertos y honradlos con vuestra presencia en Carcasona tan pronto como podáis. Tres días. Ni uno más.

Hugues sonrió de oreja a oreja:

—Gracias, señor —dijo. Bajó luego a los heridos de sus monturas y le comunicó al resto de los hombres que debían estar con un pie en el estribo en menos de una hora.