Capítulo LXXI

MONTAILLET se alzaba en lo alto de un solitario montículo de caliza ennegrecida. Bajo los muros de la fortaleza, los tejados ocres de la ciudad dormitaban bajo un sol amarillo. Philip pensaba que la gente que vivía allí no tardaría en sufrir un brusco despertar.

Unos vertiginosos acantilados se abismaban en unas gargantas oscuras de las vertientes norte y este. Las murallas emplazadas al sur y el oeste estaban protegidas por altas barbacanas. Sólo podían ser abordadas desde el camino que nacía en el valle.

Philip examinó el lugar primero con los ojos de un guerrero, valorando sus debilidades: sopesaba dónde colocaría él sus catapultas si fuera el enemigo, de qué manera interrumpiría el suministro de agua. Las murallas de color rojo que circundaban la ciudad podían dejar fuera a los bandidos y los lobos, pero no soportarían el asalto de un ejército decidido armado con máquinas especializadas en asedios. Imaginó que los hombres de Trencavel no tardarían en hacerlo. Pero fuera como fuese, la fortaleza tenía un aspecto formidable.

Hasta la ciudad había que remontar una escarpada cuesta, avanzando por entre viñas y olivares desiertos. Fabricia caminaba ahora un poco mejor; había dicho que los pies no le dolían tanto. Con todo, le llevó toda la mañana trasponer la media legua que había desde el desfiladero.

Las cunetas del camino eran un festín de colores, una algarabía de tomillo y ranúnculos. Por fin encontraban algo que alegraba la vista. Dejaron atrás un molino y un campanario. Un ahorcado, o lo poco que quedaba de él, se mecía a merced del viento.

Había dos vigilantes en la entrada de la ciudadela, apoyados en sus lanzas. Uno de ellos dio un paso adelante y les impidió avanzar blandiendo su arma:

—¿Dónde pensáis que vais?

Philip desenvainó la espada y la dirigió al instante a la garganta del hombre. Le agarró del cabello y le obligó a ponerse de rodillas. Luego se volvió hacia su compañero.

—¡Si mueves aunque sólo sea el dedo meñique le cortaré las mollejas a tu amigo y os las meteré por el culo, insolentes!

Ninguno de los hombres se movió. Uno porque no podía; el otro porque estaba aterrorizado. Philip controló su ira con dificultad.

—Me llamo Philip, barón de Vercy. He perdido a mi caballo, mi armadura, mi fe y casi mi vida en vuestro maldito país, y eso que vine aquí en son de paz, buscando ayuda. No toleraré más groserías de nadie. Si os dirigís a mí o a esta joven como lo habéis hecho os arrancaré el hígado y os lo daré a comer. ¿He hablado con claridad?

Los vigilantes no hicieron más preguntas acerca de su interés en Montaillet.

—Vaya temperamento, señor —murmuró Fabricia.

—Es uno de mis muchos defectos, mi señora. Te ruego que me disculpes. Todavía no he roto mi ayuno, y ya me veo insultado por un matón de tercera con una lanza y una dentadura penosa. Me criaron según los principios de la nobleza y me ofende que me traten así.

La ciudad estaba atestada de ovejas, cerdos, cabras y gente. Olía a establo:

—Señor, en defensa de esos hombres de la puerta, ni tú pareces un señor ni yo parezco una dama. Viendo nuestras trazas, no nos es tan difícil mezclarnos entre la plebe.

—Por doloroso que me sea reconocerlo, tienes razón —dijo Philip—. ¿Ves por aquí a tus padres?

—No.

—Probablemente los refugiados se encuentren en el interior de la fortaleza. Vamos a ver.

Un puente de piedra cruzaba un foso seco, y luego conducía a un pasaje de madera que subía o bajaba accionado desde el portón de entrada. El patio de armas del castillo era un auténtico caos. Montaillet se preparaba para la guerra. Algunos caballeros se apresuraban a acudir a las herrerías para hacer los últimos ajustes a sus armaduras o afilar las espadas. Cascos lacados y escudos todavía intactos brillaban a la luz del sol.

Había refugiados acampados en el interior y el exterior de la iglesia. El olor era insoportable, y eso que el sitio aún no había comenzado. Fabricia buscó entre los rostros aterrados de la multitud los de su padre y su madre.

—Quizá no han podido sobrevivir al viaje —dijo con desánimo.

Abordó a un desconocido, y le preguntó si los había visto: él era un gigante, explicó, con puños como jamones; su esposa, una mujer de cabellos rojos que empezaban a encanecer y un modo orgulloso de andar. El hombre sacudió la cabeza y se alejó de allí. Vio a alguien a quien conocía del pueblo y también le preguntó. El tipo señaló vagamente hacia el otro lado del patio. Sí, creía haber visto a Anselm; le dijo que mirase allí.

Un vagabundo andrajoso sentado en los peldaños de la iglesia se levantó y gritó su nombre; la mujer de cabellos enmarañados que había a su lado se postró de rodillas y sollozó. Fabricia se lanzó hacia ellos. La multitud que les rodeaba contempló la escena con los ojos impávidos. Había tan poca alegría en aquel lugar… Quizá en sus adentros la gente se sentía molesta al tener que presenciar aquel reencuentro.

—¡Mi conejita! —gritó el hombre, tomando a Fabricia por la cintura y lanzándola por los aires como si de una muñeca se tratase. Fabricia rompió en lágrimas, al igual que su madre. Philip vaciló, sin saber si debía unirse a la celebración o retirarse a un plano más discreto. Optó por lo segundo. No era parte de aquello; ya se uniría a ellos después.

Una tropa de soldados de Trencavel, con la enseña negra y mostaza del vizconde blasonada en los escudos, pasaron junto a él a paso ligero, dirigiéndose al muro sur. Alguien gritó su nombre. Philip vio que Raimon abandonaba el escuadrón y se precipitaba hacia él:

—¡Así que lo habéis conseguido! Nunca lo hubiera creído. Pero parecéis más un bandido que un señor. ¿Estáis bien?

—Lo mínimo en un hombre que ha sido perseguido por todo este país de fanáticos, y que casi muere ahogado o devorado por animales salvajes.

—Bueno, habéis llegado aquí, ¡eso ya es un triunfo! Venid conmigo, necesitáis un buen vaso de vino.

Le pasó un brazo sobre los hombros y le condujo al interior del donjon.