Capítulo CXI
«EN un mundo ideado por el Diablo», pensó Philip, «los mercenarios me habrían matado y habrían violado a Fabricia, y luego también la habrían asesinado a ella a placer; en el mundo cátaro, sus almas se habrían unido a Dios en el remoto cielo y Navarese y sus bandidos habrían regresado a la rancia tierra de Satanás metidos en otros cuerpos, para empezar de nuevo».
Pero esta vez el Diablo no se había salido con la suya, porque esta vez había triunfado la violencia sobre la santidad. Era un pecado cometer un crimen; ¿era tan malo amar con tanta fuerza como para matar a alguien sólo por salvarlo? Los sacerdotes y los filósofos podrían discutir lo que Fabricia había hecho hasta que el sol se congelase en el cielo. Philip se sentía inmensamente feliz de que las cosas no hubieran tenido que llegar hasta ese extremo, pues al salvarle a él se hubiera destruido a sí misma.
¿Tendría él también que ser condenado por lo que hizo en Montmercy? Si así era, no le hubiera gustado ser Dios el día del Juicio, pues nunca sería capaz de encontrar un verdadero equilibrio al pesar las almas. Por su parte, ya no podía saber qué estaba bien y qué estaba mal. Para él, la religión era un asunto liquidado. «Ojalá los hombres se olvidasen de Dios y tratasen de ser amables los unos con los otros…».
—Ningún castillo te aguarda al otro lado de esas montañas —dijo Fabricia.
—Tú eres ahora mi castillo. Buscaré refugio en ti y te defenderé con mi último aliento.
Condujo a la mula por el desfiladero. «Simon Jorda hubiera disfrutado enormemente al ver esto», pensó. Para un sacerdote cristiano, aquella debía de ser la visión perfecta: un hombre humilde abriéndose paso a duras penas entre la nieve, sin un lugar donde dormir, y una mujer balanceándose suavemente en la grupa de una mula.
—¿Y qué hay de ti? —prosiguió—. Estarías mucho mejor sin mí. Allá donde vamos no hay nadie a quien curar.
—Excepto tú.
—Sí, excepto yo. —La miró por encima del hombro—. No puedo prometer que vaya a suceder de la noche a la mañana.
—Entonces tendré que aprovechar cuanto pueda el momento presente.
Philip tenía las manos enredadas en los arreos, y Fabricia alargó un brazo y dejó caer la suya en las de él. Philip se detuvo para examinar el camino que tenían por delante, buscando un sendero, pero si alguno había, seguramente se había visto cubierto por la nieve que acababa de caer. «Fabricia tiene razón», pensó. «Por primera vez, no hay ninguna fortaleza que aguarde mi retorno. No tengo nada».
«No tenemos nada».
«Salvo esperanza. Un hombre no puede vivir sin esperanza».