Capítulo LVIII

—FABRICIA BÉRENGER —dijo.

La mujer estaba atendiendo a otro enfermo cuando escuchó su nombre. Se volvió y vio que aquel recién llegado la estaba observando. Tenía unos enormes ojos marrones y una mirada tan directa que se sintió insegura, indefensa.

—¿Cómo sabéis mi nombre?

—Sois vos, ¿verdad?

Ella asintió.

—Vos sois la razón de que… viniese al Pays d’Oc.

—No os entiendo, señor.

—Una curandera me dijo… que erais una gran sanadora. Mi hijo estaba enfermo. Pensé que podríais salvarle. Pero ha… pero ha muerto. Por lo visto, me habéis salvado a mí, en lugar de a él.

—Dios os ha salvado. Lo único que hice yo fue rezar por vos.

—En ese caso, no le comprendo… a Dios. ¿Por qué habría de salvarme?

—No es cosa de mortales conocer los pensamientos del Señor. —Le puso una mano sobre la frente—. Ya no tenéis fiebre. Vuestra respiración ha mejorado.

Le sostuvo la cabeza y le dio un sorbo de agua.

—¿Dónde estoy? —dijo.

—Este lugar se llama Simoussin.

—¿Y qué es? ¿Un castillo?

—Una cueva. Una cueva… y una catedral.

—¿Cómo he… llegado hasta aquí?

—Los soldados del vizconde os encontraron. Dijeron que atacasteis a toda una hueste vos solo.

—¿Es esto otro sueño? —Miró alrededor. Había cientos de personas en una caverna, sentadas en el suelo, tumbadas, comiendo, hablando. Pero todo parecía en orden. Los gritos y las risas de los niños resonaban por todas partes, en aquel techo abovedado.

Tal y como Fabricia había dicho, era una caverna y una catedral.

—Había elegido el modo en que quería morir. ¿Por qué estoy… aquí?

—Nadie elige el día de su muerte. Sólo el Altísimo lo decide.

—¿También consiguió librarse el caballero de la barba roja?

—Vos mismo podréis preguntárselo a los hombres de Trencavel cuando regresen. Nunca pregunto cómo o por qué los hombres se matan los unos a los otros. No es ni de mi interés ni de mi incumbencia.

—¿Quién es esta gente?

—Algunos vienen de Béziers, otros de Saint-Ybars. Han venido aquí escapando de los soldados.

La cogió de la muñeca.

—¿Es cierto que… que podéis curar a la gente? ¿Me habéis salvado, acaso?

—Os di hierbas y recé por vos. Algunas personas se recuperan, otras no. No es obra mía.

—¿Estaba muy malherido cuando vine aquí?

—Cuando vinisteis aquí pensaba que ibais a morir.

—Pero ahora estoy… vivo.

—Por la voluntad de Dios. —Intentó zafarse de él, pero Philip siguió agarrándola—. Sois muy hermosa —dijo—. Esperaba encontrarme con una… una bruja con huesos de pollo en el pelo, oliendo a prímula y consuelda.

—Me bañé esta mañana. Lavé los huesos de pollo. Empezaban a irritarme.

Philip sonrió:

—Tengo algo importante que… deciros.

La soltó, cansado por aquel breve esfuerzo: su mano cayó junto a su costado.

—Decidme, pues.

—Encontré a… vuestro padre y vuestra madre.

Fabricia se quedó sin aliento:

—¿Dónde? ¿Están bien? ¿Siguen con vida, pues?

—Viven, sí. Gracias al coraje de los… hombres con los que combatí. Fueron atacados por los cruzados, pero lograron sobrevivir. Se dirigen a un lugar llamado… lo llamaron Montaillet.

—¿Hablasteis con ellos?

—Por supuesto. Me dijeron que estabais en el convento de Montmercy. Fue allí hacia donde… nos dirigíamos cuando caímos en una emboscada.

—Es cierto. Dejé el monasterio hace una semana. Me disponía a regresar a la aldea pero justo entonces me enteré de que los crosats estaban allí, así que tuve que volver sobre mis pasos, y fue aquí donde acabé. Pensaba que mis pobres padres habrían muerto.

—Puedo aseguraros que están… vivos. Querían que os lo dijese.

—Gracias por tan feliz noticia. No podéis ni imaginar lo que esto significa para mí.

—Feliz yo por poder traérosla. Por cierto… me llamo Philip, barón de Vercy.

—Sé quién sois —dijo, y se alejó de él para atender a los otros enfermos.

Philip la vio cuidar de los heridos y los malhadados por la fortuna. Debía de haber unos veinte o treinta, tendidos en la arena que alfombraba la entrada.

Fabricia Bérenger tenía brazos largos, ojos verdes y cabellos de color rojo; llevaba un pañuelo atado al cabello y una humilde túnica marrón. Tenía las manos cubiertas por unos guantes, pese a que era bien entrado el verano, y sufría una visible cojera. Pero eso no atenuaba en nada su belleza; cuando menos, la hacía más fascinante. Cada uno de sus movimientos emanaba una serenidad que Philip sólo había visto en otra mujer: su esposa.

—¡Pero qué tenemos aquí! ¡Parece que algunos hombres son imposibles de matar!

Philip levantó la vista; quien así había hablado era el caballero que lo había rescatado de entre los muertos, aquel que tenía un ojo de cada color.

—Deberíais de estar muerto, amigo mío. —Se inclinó y le tendió la mano—. Me llamo Raimon Perella, y soy el senescal del vizconde Trencavel.

—¿Sois el hombre que… me trajo hasta aquí? —preguntó Philip—. En ese caso os debo… mi agradecimiento.

—No es conmigo con quien debéis estar agradecido: es con esa mujer, la sanadora. Si os soy sincero, os daba por muerto. Cuando un hombre echa tanta sangre por la boca lo normal es que en una hora esté tieso como un garrote. Es una suerte para vos que estuviese la mujer aquí. —Raimon levantó la túnica de Philip—. ¡Fijaos en esto! De no haber sido por el peto, el mandoble os habría partido en dos.

Philip recorrió con un dedo vacilante sus costillas. Había un moratón en su lado derecho que ya empezaba a adquirir una tonalidad entre púrpura y amarillenta.

—O sois el hombre más valiente que he conocido nunca, o el más loco. ¿Pensabais de veras que los derrotaríais a todos? Con todo, agradezco la distracción que me procurasteis. Dudo que nuestra emboscada hubiera tenido algún éxito de no ser por vos.

—¿Qué ocurrió con el caballero… de la barba… roja?

—No vi al hombre que decís, al menos entre los muertos que dejamos allí. ¿Era, pues, un asunto personal?

Philip asintió:

—Sí, así era.

—Entonces sois un òme de paratge. Un hombre de honor. ¡Y del norte, para colmo! No pensaba que ambas cosas se dieran juntas. ¿Por qué no estáis con los crosats?

—La Cruzada es una guerra del papa… no de Dios. Vine aquí por mi cuenta. ¿Tenéis mi… caballo? Leyla. Es una yegua árabe… muy grande.

—Por supuesto que tenemos vuestro caballo, también somos hombres de honor, no ladrones de caballos. Hay otra cueva, más allá de las montañas, donde guardamos los animales. Allí estará a salvo, bien alimentada y bien servida. Cuando os repongáis del todo, podréis recuperarla y volver a Borgoña, si ése es vuestro deseo.

—¿Y qué hay de la… hueste?

—Los crosats han sitiado Carcasona. Los que quedamos de nosotros lucharemos contra ellos aquí, en la Montagne Noire. Cuando llegue el invierno, ya habrán tenido suficiente y volverán a casa. Y entonces nosotros regresaremos a Carcasona y Béziers y echaremos a patadas al resto de esos miserables. —Dio a Philip una palmada en el hombro, lo que le hizo poner a éste un gesto de dolor—. Buena suerte, amigo mío. Hasta el día de mi muerte, jamás olvidaré la visión de un hombre embistiendo a cuatro docenas. ¡Ojalá y luchaseis en nuestro bando! Dieu vos benesiga!

Y dicho aquello, salió de la cueva.

Philip se quedó pensando en sus palabras. La muñeca la seguía teniendo rígida y todavía le dolía, al igual que su tobillo. Pero ya estaba harto de estar ahí tumbado como un lisiado. Hizo un esfuerzo por incorporarse y lentamente se puso en pie. Miró a su alrededor. Una cueva y una catedral, ¿no era así como ella lo había llamado? Era una descripción más que acertada, pues los techos eran altos y arqueados, y hasta el menor sonido reverberaba como en el interior de una iglesia. Pero en lugar de mármol o losas, el suelo de aquella catedral era una suave y blanca arena. Su tamaño era mayor que el de cualquier iglesia en la que hubiera estado. Ni siquiera podía ver el fondo de la cueva: el titilar de las antorchas y los carbones utilizados para cocinar parecían perderse a cientos de pasos de distancia, allá en la oscuridad. Los alquitranados techos de piedra caliza se apoyaban en pesadas vigas de madera que habían sido engastadas en los muros de roca, en lugares que se alzaban más allá de lo que sería la altura de doce hombres. Aquella caverna debía de haber sido habitada durante mucho tiempo.

—Deberíais estar descansando —dijo una voz.

—Fabricia —respondió Philip.

Fabricia le obligó a sentarse de nuevo. Llevaba en sus manos una vasija de barro.

—Tomad, bebed esto —dijo. Era un caldo de cebada y vegetales, la primera comida que había ingerido en días. Un sorbo le bastó para darse cuenta de lo hambriento que estaba. Se llevó la vasija a los labios y no pensó en otra cosa hasta haber apurado sus últimas gotas.

—Gracias —dijo cuando terminó, y le devolvió la vasija. Se sintió avergonzado de pronto, al darse cuenta de que la joven le había visto comer de ese modo.

—¿Cuánto tiempo hacía que no comíais nada?

—Demasiado, me temo. No, esperad. Creo que desayuné un saltamontes hace dos días.

Un par de hombres, vestidos con hábitos negros, inclinaron las cabezas al entrar. Parecían cuervos famélicos: pómulos altos, pálidos y de huesos filosos.

—¿Quiénes son?

—Son bons òmes.

—¿Herejes?

—Sí, herejes. La clase de herejes a los que el papa de Roma tanto terror tiene.

—No parecen… tan diabólicos.

—Bueno, no son más que hombres. ¿Qué esperabais?

—¿Y vos… sois vos una hereje, Fabricia Bérenger?

—No, yo soy una buena católica. Pero he convivido con los bons òmes y las gentes que los siguen a lo largo de mi vida y puedo deciros algo: son mejores personas que cualquier cura que haya conocido, y os aseguro que estarán en el Paraíso mil años antes que cualquier obispo.

—Me esperaba algo más… formidable.

Tenían los ojos oscuros, cabellos largos y negros, y unos dogales por cinto. Había oído decir que eran sodomitas y adoradores del Diablo, y ciertamente por su aspecto podría decirse que así era.

Se arrodillaron para rezar al lado de alguien que se encontraba en el otro extremo de la cueva. Philip pudo ver que cada uno de ellos tenía un pergamino atado a sus túnicas negras. Era el Evangelio de Juan, o eso le habían contado en alguna ocasión. En Borgoña, la mera posesión de ese Evangelio podía hacer que a un hombre lo quemasen vivo. Se preguntó qué podía haber en aquel libro para que los sacerdotes prohibiesen su divulgación entre la plebe.

—Señor, ¿es cierto que habéis recorrido este camino para encontrarme?

—Así es.

—Y en vez de eso, os visteis envueltos en un combate contra cincuenta crosats.

—Cuando tal cosa ocurrió, ya había tenido noticias de la muerte de mi hijo.

El rostro de Fabricia mudó la expresión, como si una vela hubiera sido soplada ante sus ojos.

—Lo siento mucho. Así pues… ¿matar suavizó vuestro dolor?

—El hombre contra el que luchaba había arrancado los ojos de mi escudero, lo que para el caso era igual que haberlo matado. Era una cuestión de honor.

—Nunca he visto el honor en la muerte, sólo horror y dolor. Pero vos sois un caballero, señor, y yo sólo la hija de un constructor de iglesias, así que entiendo que vos sabréis más que yo del asunto.

Philip la tomó por el vuelo de su manto:

—Si hubiera llegado lo bastante pronto, ¿podríais haber salvado a mi hijo?

Fabricia sacudió la cabeza:

—Soy una mujer como otra cualquiera. No está en mí salvar a nadie.

—¿Y entonces por qué la gente cree que podéis hacerlo?

—No lo sé, señor. Quizá porque quieren creerlo.

Se apartó de él.

—¿Adónde vais? ¿Acaso os he ofendido? No era mi intención hacerlo.

—Vos sois un guerrero, señor, un hombre violento. No sois vos quien me ofendéis, sino vuestra vocación. Decidme, ¿qué haréis ahora que Dios os ha devuelto la salud, cuando deberíais de haber muerto a causa de vuestras heridas?

—Buscaré a ese diablo de la barba roja y ajustaré cuentas con él.

—¿Y entonces?

—No hay ningún «y entonces». Es un caballero, y cien hombres guardan sus espaldas. Aun cuando tenga éxito mi venganza… y así será… sus hombres acabarán conmigo.

—Y cuando ambos estéis muertos, ¿vuestro amigo recuperará sus ojos y volverá de la tumba? Ah, ¿no? Entonces, ¿cuál es el propósito de vuestra venganza?

—Es deber de un caballero tomar las armas y proteger a su familia y su propiedad tanto como a su rey. Y, por encima de todo, su honor.

—¿Y a su Dios?

—A veces sí.

—¿De la misma manera en que los crosats luchaban por el honor de Dios en Béziers y en Saint-Ybars? ¿Cómo puede haber paz si todo el mundo lucha en el nombre de Dios? Por mi experiencia, señor, diría que los hombres utilizan a Dios como excusa para hacer lo que se les antoja. Aun cuando soy católica creo, al igual que los bones òmes, que matar sea cual sea la circunstancia es pecado.

—Y, con todo, me habéis sanado.

—Como os he dicho antes, no os he sanado yo. Sólo recé por vos. Pero me agrada ver que estáis bien.

—Pero si tanto me despreciáis, ¿por qué rezasteis por mí?

Fabricia hizo entonces algo bastante sorprendente: se inclinó y procedió a tocar el rostro de Philip con las yemas de los dedos, como si estuviera buscando algún pequeño secreto que hubiera sido escrito allí. Sus ojos verdes se clavaron en los suyos:

—¿Qué es lo que quieres, Philip?

—¿Qué quiero? Quiero saber qué significa todo esto. Busco algo que me explique lo que me ha sucedido, a mí y a mi vida. Estaba preparado para morir, incluso impaciente. Dios se llevó a mi esposa, a mi hijo y a mi mejor amigo. Y con todo, él me ha mantenido con vida, y no entiendo su propósito. Nada de esto tiene sentido para mí. ¿Hay alguna razón en ello o sólo es cosa de la fortuna? ¿Hay un Dios en esos negros cielos riéndose de nosotros, o de veras mi vida tiene algún sentido que desconozco? Eso es lo que quiero: quiero saber la respuesta a todas estas preguntas antes de morir.

Fabricia le tomó de la mano:

—Ven conmigo —le dijo.