Capítulo VI

HABÍA días en que Anselm no pronunciaba una sola palabra. Comenzaba a trabajar en la iglesia tan pronto doblaban las campanas del ángelus, al amanecer, y seguía allí mucho después de que llamasen a vísperas. Allí comía y allí cenaba, y a medida que los días se iban haciendo más y más cortos, a menudo se veía obligado a trabajar a la luz de las velas. Sin un aprendiz a su lado, llevar adelante su labor resultaba mucho más difícil, pero Anselm era ahora el único cantero que podía hacerlo.

Con todo, Fabricia sabía que no era ésa la razón por la que su padre trabajaba con tanto denuedo; ¿qué era lo que había gritado en la catedral el día que Pèire murió? «¡Pèire, hijo mío!». A Fabricia le supuso un trago muy amargo ser testigo de su dolor y de alguna manera, se sentía responsable de ello.

Una tarde fue a llevarle la cena a la iglesia. El invierno era cada vez más crudo, las fiestas de san Simón y san Judas ya habían pasado, y las mañanas eran muy frías. La piedra recién traída a la iglesia estaba envuelta en paja para evitar que el mortero se agrietase a causa del hielo. El andamiaje que habían levantado para las nuevas labores de mampostería parecían los ruinosos huesos de una bestia gigantesca. Pronto, los encargados de las carretas recibirían su paga y Anselm se retiraría a trabajar en la sala capitular. Allí pasaría el invierno, cortando y decorando las piedras para los nichos y las ventanas.

Anselm vestía una túnica, un delantal y el pequeño birrete redondo que delataba su posición como maestro cantero: el encargado, en su caso, de tallar la piedra suelta, o «libre», así como la decoración de las bóvedas, los arquitrabes y las tracerías de las ventanas del triforio. En aquel momento labraba con un martillo y un cincel un bloque que ocuparía el tímpano del portal sur.

Fabricia le miraba trabajar. La respiración de su padre creaba pequeñas nubes de vapor en el aire. Hacía frío y apenas se veía algo en la lúgubre atmósfera de la iglesia, pero aun así, sus guantes carecían de la parte que cubría los dedos, pues precisaba de la destreza de sus yemas para hacer su trabajo. Tenía las manos llenas de callos que las revestían como un guante de cuero, y sus antebrazos eran gruesos como los de un verdugo; y con todo, podía grabar florecillas y hojas de viña en los chapiteles con la facilidad con que las habría moldeado en barro.

Levantó la vista y al ver a Fabricia su rostro se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Fabricia! Qué bien. Con el frío me ha entrado mucha hambre. Espero que en el cesto haya ese pan tan bueno que hace tu madre.

Guardó el martillo y el punzón en su delantal.

—Sí, y también te he traído un poco del queso de oveja que he comprado en el mercado y una botella de vino de especias para calentarte los huesos.

El hombre sacó un cuchillo del delantal y cortó una rodaja de queso. Luego abrió el vino y lo bebió directamente de la botella, inclinando la cabeza hacia atrás.

Fabricia echó un vistazo a lo que su padre había dejado en el banco. Estaba esculpiendo una piedra dándole la forma de un diablo entre un revoltijo de hojas de parra. La obra era tan delicada que no parecía siquiera esculpida: parecía más bien que la piedra había dado vida a aquella criatura. Era realmente maravillosa, aunque de un modo ciertamente inquietante. ¿Quién hubiera pensado que aquel individuo rudo, áspero, tenía el alma estremecida por aquellas visiones?

—Es preciosa —dijo Fabricia.

—No es más que una piedra, Fabricia. Tú sí que eres preciosa. Tu madre es preciosa. Esto es sólo una imitación hecha para la voluntad de Dios. —Sacudió la cabeza—. Aunque debo confesar que no siempre entiendo Su voluntad. ¿Por qué se llevó a Pèire? Lo único que quería el pobre muchacho era construir iglesias para engrandecer Su gloria, y ahora ya no está con nosotros…

Fabricia dejó caer una mano sobre las de él. Podía sentir la tibieza que emanaba de su piel incluso a través del guante. Había tanta energía en su interior que ésta irradiaba de su carne como si de un horno se tratase, incluso en los días más crudos del invierno.

—¿Cómo es que lo sabías? —Anselm levantó la cabeza y Fabricia vio el miedo en sus ojos—. Dijiste que iba a morir. ¿Cómo es que lo sabías?

Fabricia negó con la cabeza.

—¿Por qué no le detuviste? —preguntó.

—¿Cómo, papá? ¿Cómo vas a contarle a nadie algo que todavía no ha ocurrido y esperar que te crea? ¿Cómo iba a impedirle a Pèire que subiese al andamio e hiciese su trabajo simplemente porque tuve un sueño?

—Aun así, debiste hablar.

—Lo hice.

Anselm cerró los ojos y asintió ligeramente.

—¿Pero quién sueña tales cosas?

—¿Una bruja?

—¡Calla! ¡Tú no eres una bruja! Fue la tormenta, ¿verdad? El rayo. Desde entonces no has sido la misma.

—No, papá. Nunca he sido como los demás. Nunca. Antes de eso ya me sucedían cosas extrañas. Después de la tormenta sólo fueron a peor, nada más.

—¿Qué clase de cosas? —Fabricia no respondió. Anselm dejó caer la cabeza—. Mi conejita —dijo—. ¿Qué vamos a hacer contigo?

Fabricia respiró hondo. Sabía que su padre no quería ni oír hablar de ello:

—Papá, por favor, ayúdame. Quiero tomar los hábitos.

—No. No voy a escuchar ni una palabra más sobre el tema.

—Es lo único que puedo hacer. Ambos lo sabemos.

—Ahora no —dijo, y apartó su mano de las de ella antes de retirarse otra vez a trabajar.

 

 

En lugar de regresar directamente a casa, Fabricia fue a visitar el santuario de Nuestra Señora en Saint-Étienne. En la calle, justo al lado de la iglesia, había una puerta cerrada a cal y canto que conducía a la sacristía. Algo la hizo volverse al pasar junto a la puerta; vio una pareja: el chico tenía los calzones por las rodillas y la chica rodeaba las caderas de éste con sus tobillos. Fabricia se detuvo y no pudo evitar mirar la escena.

Tampoco podía apartar los ojos del rostro de la mujer. Había visto cosas similares por la calle, pues Toulouse era una ciudad muy poblada y la gente se dejaba llevar por el vicio allí donde la lujuria le sorprendía, pero aquella mujer no era una puta cualquiera. Tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta en un grito silencioso. No, aquello era pasión, no un intercambio callejero como tantos que había visto. ¿Acaso una experiencia física podía ser tan intensa? La mujer se aferraba a su amante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. «Ésa es la pura imagen del placer», pensó Fabricia.

La mujer abrió ligeramente los ojos y por un momento ambas se miraron mutuamente. Entonces Fabricia se volvió y corrió al interior de la iglesia, temblando de pies a cabeza.

Encendió una vela a los pies de la Virgen y besó el frío ribete de mármol de su túnica. Cerró los párpados e intentó, por la fuerza de la voluntad, obligarla a hablar, como había hecho antes.

—¡Ven a mí! —le imploró—. ¡Háblame! ¡Dime qué debo hacer!

Apretó las manos con fuerza, dolorosamente, contra su frente y aguardó a que la Virgen le hablase. Pero sólo obtuvo silencio.

Aquella noche, tendida en su camastro de paja junto al fuego, escuchaba al vigilante de la ronda nocturna que, allá en la plaza, hacía pasar su bastón por las rejas de hierro mientras gritaba: «¡Todo en orden!». Pero no, no todo estaba en orden, en opinión de Fabricia.

Desde hacía tiempo temía acabar volviéndose loca, terminar sus días en los bajos fondos, con la boca llena de espuma y cubierta de inmundicias, soportando las pedradas de los niños que, sin duda, se burlarían de ella. Y decidió que si se encerraba en un convento, su madre y su padre se librarían de la vergüenza que aquello supondría y no serían tratados como escoria, al igual que ella.

—Por favor, Santa Madre, haz que pare —murmuró. Exhausta, cerró los ojos, temiendo el sueño por lo que éste pudiera traerle.

Y soñó con un caballero de ojos azul acero. A su lado, Fabricia cabalgaba un pequeño jumento cuyos arreos llevaban a la otra montura sujeta por un dogal. El caballero le sonreía. Y de pronto, éste sintió que se alojaba una flecha en el centro de su pecho. El caballero desapareció en el abismo que se había abierto en las montañas en torno a ellos. Fabricia despertó en mitad de la noche, gritando su nombre.

Philip.