Capítulo C
LA muerta era una prostituta, y era fácil reparar en ella.
Yacía en una esquina de la iglesia como un sucio montón de trapos. Sólo Dios sabía qué peste o enfermedad había acabado con ella, aunque en vida debía de haber sido bastante atractiva. Murmuró una última confesión, aunque estaba tan débil que apenas era posible oírla. Aun así, Simon le dio la absolución; muy pronto estaría en manos de un juez más alto y severo que él.
Cuando la mujer dejó de respirar, trazó el signo de la cruz y se puso en pie:
—¿Qué hacemos con ella? —dijo uno de los soldados.
—Llevadla a la cripta.
Los dos soldados intercambiaron una mirada. Uno de ellos lanzó una risita, el otro se limitó a sacudir la cabeza; era triste ver lo bajo que había caído la reputación de los hombres de Iglesia si aquellos tipos pensaban que pretendía violar el cuerpo. Y, con todo, poco le importaba lo que aquellos hombres pudieran pensar de él.
No muy lejos de él, Philip se arrodilló en el crucero ante el santuario de la Virgen, mirando las manchas de sangre que enfangaban el suelo. También había salpicado las columnas. Fabricia siempre había descrito a su padre como un gigante amable; pero la amabilidad no es algo que uno pueda dar por sentado, pensaba Philip. Aquel buen hombre se había visto empujado más allá de la locura. Temed, mortales, a quien nada tiene que perder.
Se preguntó por Fabricia, lo que debía estar sufriendo. «Sólo unas horas más», pensó, «ten paciencia». Aquella noche la sacaría de la tumba en la que la habían enterrado en vida. No se le pasaba por la cabeza la posibilidad de fallarle. Había fallado a demasiadas personas a lo largo de su vida. Esta vez no sería así.
—¿Habéis regresado, pues? —Alzó la vista. Era Loup—. El cantero mató al cura. Yo estaba aquí. Lo vi todo.
—Era un hombre valiente.
—Era un loco. Fou. ¿Habéis venido por mí?
—Por la mujer.
—¿La vais a sacar de aquí?
—Espero hacerlo esta noche. ¿Quieres venir con nosotros?
—Sé que lo decís porque si no me lleváis podría contarle a Gilles todo lo que sé sobre vos.
—Es verdad. Pero también te debo la vida. No lo he olvidado.
Loup se arrodilló a su lado. Contempló la imagen de la Virgen que había en la pared.
—¿No os iréis sin mí, pues?
—Espérame en el establo esta noche después de completas. Tienes mi palabra.
—Y la mantendréis, señor. De otro modo, lo lamentaréis.
Philip le observó marcharse. ¿De veras aquel muchacho acababa de amenazarle? Quizás debería de haber escuchado a Renaut aquella noche, en la cuneta del camino. «Señor, esto no es una buena idea».
Simon se retiró a un aparte con Ganach, el carcelero. Aquel hombre, como había dado por hecho, no era el completo bruto que cualquiera hubiera creído. Su respiración apestaba a ajo y tenía los dientes podridos, pero conocía el valor de unas monedas.
Simon también podía ver que Ganach le temía, así que le clavó la mirada como para hacerle comprender que era capaz de mostrarse tan brutal como su predecesor, el padre Ortiz.
—No habléis una sola palabra de esto con nadie o tendréis un grave problema. Me aseguraré de ello.
—Padre, soy un hombre honrado —dijo Ganach, incapaz de apreciar la ironía de aquella afirmación—. Podéis confiar en mí.
«Sólo necesito confiar en ti unas horas», pensó Simon. «Después de eso, poco importará lo que hagas».
Unas horas después, Ganach retiró el perno de la trampilla y Simon descendió a la mazmorra.
Levantó la antorcha y examinó el pálido esqueleto que tenía ante sus ojos, bañado por la luz de la tea. Fabricia estaba cubierta de mugre y llagas.
Simon sintió que su espíritu se desgarraba como el papel de vitela.
—Quitaos la ropa.
Fabricia levantó las manos para cubrirse los ojos, pues la luz de la antorcha la estaba cegando.
—¿Padre Jorda?
—Quitaos la ropa —repitió. Le entregó una túnica de lana y un manto junto a un par de botas—. Poneos esto. Vestíos, aprisa.
Fabricia procedió a quitarse los harapos podridos que vestía, pero el frío que entumecía sus manos hacía que sus dedos mostraran una torpeza inusual.
—Volved la cabeza —dijo.
Se puso la túnica y el manto que Simon le había traído. El manto era de piel de oso y tenía una capucha. Era muy cálido; Fabricia no había sentido nada de calor desde que la habían llevado allí.
—Debemos darnos prisa —dijo Simon.
—¿Qué sucede? ¿Adónde me lleváis?
—Lejos de aquí.
—¿El padre Ortiz me ha liberado?
¿Cómo podía responder a esa pregunta sin contárselo todo? Decidió arrodillarse frente a ella:
—¿A menudo pensáis en lo que hicimos aquel día?
—A veces —respondió Fabricia.
Simon se levantó la casulla:
—Mirad —dijo—. Aquí. ¿Qué es lo que veis?
Sostuvo la antorcha de manera que Fabricia pudiera verlo. Ésta ahogó una arcada y apartó la vista.
—Quise llevar una vida casta, Fabricia, como Cristo… pero el recuerdo de vos me perseguía día y noche, incluso después de haber hecho mi confesión al prior. Intenté purificarme a través del dolor. Me azoté la espalda hasta que la sangre manó de mis heridas, pero seguía pensando en vos, cuando oraba, cuando entonaba un cántico a los cielos. Vos, vos, ¡vos! Siempre, a todas horas, en todas partes… Aun después de lo que hice, aun a sabiendas de que aquello estaba mal, quería hacerlo de nuevo. Así que hube de hacer esto. Pensé que arrancándome el miembro más vil me liberaría de mis deseos y podría seguir sobrellevando los honorables deberes de mi oficio. Lo hice por Dios, y también por verme libre de vos.
Sacudió la cabeza:
—Estuve a punto de morir. Pasé meses en la enfermería. Incluso ahora, la herida me duele cada día y no puedo hacer mis necesidades apropiadamente. Así que mirad: soy la persona más indicada para saber lo que significa la verdadera penitencia. —Volvió a bajarse el manto—. Pensaba que después de esto dejaría de pensar en mujeres. Pero desde el momento en que volví a veros, sentí de nuevo ardiendo en mi pecho el viejo deseo, aun cuando ya no tenga carne para satisfacerlo. Así que decidme, Fabricia, ¿es éste el amor que cantan los trovadores? ¿Amour courtois? Pues sabed que aun cuando ya no pueda teneros, no puedo soportar veros sufrir, y no me importa poner en juego mi vida si eso sirve para salvar la vuestra.
Se incorporó.
—Existe un profundo aborrecimiento hacia los eunucos en el seno de la Iglesia, y tuve que mantener mi condición en secreto. Sólo el prior y el enfermero de Saint-Sernin saben de mi estado. Pero ellos guardaron silencio por mí y ahora ambos están muertos.
—¿Es tan terrible pecado desear a una mujer, Simon?
—Nos aparta de Dios. Incluso los bons òmes están de acuerdo con nosotros en eso.
Otro monje descendió la escalera que conducía a la mazmorra, con un cuerpo envuelto en un sudario de lino cargado sobre el hombro. Arrojó el cadáver al suelo, y luego se retiró la capucha.
—¡Philip!
La rodeó con sus brazos.
—¿Ves? No estoy muerto. Ninguna flecha se ha interpuesto en mi camino. Tus sueños sólo eran sueños. —La cargó en brazos—. Salgamos de aquí —le dijo a Simon.
Simon se agachó hacia el cuerpo de la prostituta y retiró su sudario. Ahora Gilles tendría el cuerpo de una mujer en la mazmorra, en caso de que alguna vez recordase que había una mujer allí; Ganach había ganado la soldada de dos meses en una sola noche y la joven muerta su absolución. El interés de todos estaba servido.
El frío era tan atroz que dolían hasta los huesos; Philip percibió el olor del humo de la leña y del estiércol, y hasta el fuerte hedor que despedían los caballos cuando pasaban demasiado tiempo en el establo. Se mantuvo en las sombras, lejos de la vista de los vigilantes nocturnos. El mozo de cuadras dio un respingo cuando los oyó, pero Simon le dio unas monedas y le dijo que siguiese durmiendo.
Loup estaba a la espera y surgió repentinamente de entre las sombras, siguiéndoles los talones.
—¿Adónde vamos? —quiso saber.
—Ya lo verás.
—¿Qué hace éste aquí? —preguntó Simon—. No hay caballo para él.
—No lo necesita. Puede cabalgar conmigo.
Philip abrió la reja.
Simon levantó la antorcha, encontró la entrada del túnel y procedió a descender. Debían darse prisa, por si el mozo de cuadras decidía dar la voz de alarma.
—¿Vamos a vuestro castillo de Borgoña? —preguntó Loup.
—No, no podemos volver allí, muchacho.
—¿Por qué no?
—Después de esto, te aseguro que la Iglesia no me perdonará.
—¿Entonces qué haréis?
—Me convertiré en un faidit, supongo. Iré a Cataluña. Siempre puedo encontrar un empleo como soldado en alguna parte.
—¿De veras dejaréis que se queden vuestro castillo y vuestras tierras? ¿Por esta mujer? ¿Es eso lo que me ofrecéis? ¿La misma vida que llevaba antes?
—No te abandonaré, Loup, te doy mi palabra. Te debo la vida. Pero no te prometí que vivirías en un castillo, lo único que te prometí fue que no te iba a abandonar.
Loup guardó silencio. En un momento estaba allí, caminando junto a ellos en la oscuridad, y al momento siguiente se había ido.
Había dos caballos aguardándolos en la cueva. Se mostraban inquietos, y su aliento formaba nubes espesas.
Philip ayudó a Fabricia a subir a uno de los caballos:
—¿Sólo dos monturas? —le dijo a Simon—. ¿No venís con nosotros?
—Soy un sacerdote, he dedicado mi vida a lo divino. ¿Adónde iría?
—El chico va a hablar. Os traicionará.
—Si voy a ser castigado, al menos esta vez lo haré como un hombre, y no como medio.
—¿De qué estáis hablando?
—Que os lo cuente ella —replicó Simon—. Ahora marchad, antes de que alguien haga correr la voz de alarma.
Fabricia le tendió una mano; Simon la tomó y besó sus dedos.
—Id con Dios —dijo Simon.
Philip saltó al otro caballo y lo espoleó para que comenzase a andar. El viento gemía en la boca de la caverna, transportando ráfagas de hielo.
—Adiós, sacerdote —se despidió Philip.
—Dieu vos benesiga —murmuró Simon, y desapareció en la oscuridad.