Capítulo LXVIII
UNA alquería abandonada, una luna en cuarto menguante. Fabricia subida a las caderas de Philip, besándole la boca.
—¿Qué fue lo que me dijiste antes? —susurró Philip.
—No quiero hablar más de ello. —Fabricia sacó la túnica de sus hombros y la dejó caer hasta su cintura. Sus ojos eran como lunas, su cuerpo, valles y sombras. Vio una cicatriz en el muslo de Philip, y recorrió con sus dedos aquella marca dentada.
—Me lo hicieron en Outremer —explicó Philip—. Protegíamos a unos peregrinos que se dirigían a Akki y los sarracenos nos tendieron una emboscada.
—¿Has matado a muchos hombres?
—Hasta el otro día en el bosque, sólo a sarracenos.
—Los sarracenos también son hombres.
—No como lo son los cristianos.
El cabello de Fabricia le acarició el rostro.
—Sus esposas e hijos te dirían otra cosa, Philip. Los hombres pueden ser diferentes, pero las viudas están cortadas por la misma herida. Me siento como si estuviera a punto de copular con el Diablo.
—¿Es eso lo que piensas? Siempre me he considerado una buena persona.
Fabricia le tomó las manos y se las llevó a los pechos. Él acarició sus pezones con los pulgares y sintió cómo éstos se endurecían. Ella cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y dijo algo que Philip no alcanzó a escuchar.
—¿Qué es esto? —preguntó Philip, acariciando el crucifijo que colgaba del cuello de Fabricia.
—Me lo dio el padre Marty.
—¿Crees que es de valor?
—No lo sé. El padre me dijo que tenía un hermano al otro lado de las montañas que me ayudará si se lo enseño.
—Parece muy antiguo.
Fabricia se inclinó sobre él y le lamió el cuello:
—Haz que me olvide de todo.
Philip quería hacerle olvidar; él también quería olvidar. Le tomó el rostro con las manos y la besó de nuevo, pero entonces ella se apartó:
—¿Te dan asco mis manos?
—No —respondió Philip. En parte era verdad y en parte mentira; no eran las heridas lo que le molestaba, las había visto mucho peores. Pero no dejaban de ser heridas; las marcas del diablo, quizás. Había escuchado muchas historias sobre demonios que tomaban forma femenina para engatusar a los hombres con su belleza y su sexo, y en cuanto seducían a un hombre, en cuanto lo habían subyugado a través de sus más bajas pasiones, cambiaban otra vez a su condición de bestias y se lo llevaban como trofeo al Infierno.
¿Y acaso no la había visto aquel mismo día rezando a un Diablo?
«Pues que así sea, que se convierta en un diablo y me lleve al Infierno, detenerse ahora sería como intentar detener el vaivén del mar». Los dedos de Fabricia recorrían su cuerpo, incitándole. Todas las formas en que se había negado a sí mismo, en que había negado su hombría durante los últimos años, afloraron de pronto a su piel.
—Ha pasado tanto tiempo —susurró como disculpándose, mientras sentía su propio pulso en la mano de Fabricia—. No te pares. No quiero que te pares. No quiero parar.
—Y yo no quiero que me dejes tu semilla dentro, señor —replicó Fabricia—. Sólo quiero tu roce, tu calor.
—Pero no tienes que llamarme señor. Mi nombre es Philip.
—No sé si ahora puedo llamarte así. Cada vez que lo hago siento que la intimidad que ya existe entre nosotros se vuelve aún mayor.
Philip rio al escuchar aquello. La tomó en sus brazos y la postró sobre la espalda, encantado de escuchar sus gemidos y suspiros con cada cosa que él le hacía. El cuerpo de Fabricia dejaba escapar un aroma a sudor y violetas; su piel sabía a sal.
—Ésta no es mi primera vez —susurró Fabricia.
—No tienes por qué contármelo.
—Pero quiero contártelo. No soy ninguna desvergonzada. Fue un sacerdote. Me forzó.
—Aun así, creo que no hubieras sido muy buena como monja.
—Dicen que tengo una voz muy bonita para cantar los salmos. —Ahogó un suspiro al sentirle entrar en ella—. Hazlo suave —murmuró.
Philip pensó en lo que Fabricia le había dicho: aquello de que moriría a causa de una flecha que se le clavaba en el pecho, entre la nieve. Por lo menos, todavía le quedaba unos meses de vida, pues no era siquiera el otoño. La idea de morir, sin embargo, se le antojaba de pronto algo temible. ¿Desde qué momento era así? De una forma u otra, todo le había resultado más fácil cuando vivir no le importaba un ardite; por un breve espacio de tiempo la existencia se le antojaba muy simple. Ahora, aquel deseo rebelde de seguir viviendo había hecho presa una vez más en él, y con el deseo llegaron también las viejas ansiedades e incertidumbres, así como esa usurera traidora: la esperanza.
Aquel día había visto a los crosats, o eso había creído: el resplandor del sol en las lanzas, el color de gallardetes y jubones a través de los árboles… No les quedaba mucho tiempo para llegar a Montaillet.
Besó el valle que se abría entre los pechos de Fabricia, le recorrió los muslos con sus fuertes manos, su vientre, sus caderas.
—Eres tan bella —dijo—. ¿Por qué no te has casado nunca?
—Mi padre aspiraba a que mi dote fuese a parar a otro cantero que prosiguiera su labor. Pero el hombre con el que esperaba casarme murió antes siquiera de los esponsales.
—¿No hubo más pretendientes?
—¿Quién querría estar con una faitilhièr, una bruja, con agujeros en las manos? ¿Y una bruja que además no es doncella?
Un rayo de luz procedente de la luna, ligero como el mercurio, descendió de las nubes; oscuridad, luego claridad, luego oscuridad otra vez. Philip exploró el cuerpo de Fabricia con sus manos, y a ésta le pareció que conocía su piel mucho mejor que ella. Ahogó un gemido: los músculos de su estómago temblaron como un pajarillo. Lanzó un grito y echó la cabeza atrás. Durante un buen rato no pudo recuperar el aliento.
Por fin dejó escapar una carcajada, que desde luego no era la que hubiera proferido una santa:
—Oh, señor —dijo—. Has hecho que la hija de un pobre cantero sea muy feliz.
Cuando despertó hacía frío y Philip no estaba allí:
—¿Señor?
Entonces escuchó su voz y salió afuera. Lo encontró postrado sobre sus rodillas, con las manos unidas en actitud de rezo:
—¿Qué estáis haciendo? —dijo.
Philip se puso en pie, avergonzado:
—Estaba rezando.
—¿Y por qué rezabais?
Philip vaciló:
—Estaba pidiendo cien veces cien amaneceres como éste. Y que en cada uno de ellos te encuentre dormida a mi lado.
Fabricia sonrió y le besó en la mejilla. De pronto, pensó: «¿Así que la felicidad era esto? Me pregunto si puedo prolongar esta sensación un poco más…».