Capítulo CII
UNA ráfaga de aire frío sopló desde los causses durante la noche y cubrió con un velo blanco el valle. Pero el resplandor de la nieve en la brillante luz del amanecer hizo que a Fabricia le doliesen los ojos.
Habían llegado a lo alto del desfiladero y el camino era sumamente traicionero. Philip guiaba ambos caballos por las riendas. Fabricia, todavía enferma tras su estancia en la prisión, tenía que aferrarse a la crin del caballo para evitar desmayarse. Su cuerpo estaba entumecido de frío, incluso en el interior del manto de piel de oso que Simon le había dado.
La nieve había ocultado el sendero que ascendía a la montaña. El mundo desde allá arriba permanecía en un absorto silencio, salvo por el ocasional crujido de una rama en alguna parte del bosque al ceder bajo el peso de un montón de nieve.
—El monasterio de Montmercy se encuentra en esa dirección —dijo Fabricia.
Como siguiendo sus palabras, un zorro corrió por la nieve con su presa, una gallina muerta, apresada entre las mandíbulas.
—Será el único lugar aquí arriba donde aún es posible robar gallinas —murmuró Philip.
La sangre del ave manchaba la nieve: clarete sobre un virginal manto blanco.
—No esperaba volver a verte, señor.
—Hubiera sido fácil regresar. Me vi tentado, lo reconozco. Pero no podía hacerlo.
—¿Qué ocurrió en Toulouse?
—Convencí al obispo de que yo era su hombre. Después de aceptar mi castigo, me concedió cien hombres con el propósito de llevárselos a Simon de Montfort. Nos despedimos en los mejores términos, aunque no creo que vaya a hablar muy bien de mí después de esto.
—¿Tu castigo?
—De rodillas, con la espalda desnuda, una cadena alrededor de mi cuello, y cien azotes con una vara de olivo… aunque los golpes resultaban demasiado blandos, a mi entender. Después fui recibido con los brazos abiertos en el amoroso regazo de la Iglesia.
—¿Permitiste que te golpeasen?
—Merecía la pena. El dolor no fue para tanto.
«Bueno, a eso se le llama quitarle hierro a las cosas. En realidad, aquel melindroso bastardo me golpeó como a un perro. No quedaba otro remedio que humillarse ante ese apestoso mojigato».
Se detuvo entonces y recorrió el valle con la mirada. A lo lejos podía divisar los remotos centinelas de los Pirineos: la puerta que los separaba de Cataluña, el lugar donde estar por fin a salvo. Su caballo tembló y golpeó el suelo con las pezuñas. El aliento manaba en penachos de vapor de sus ollares. En algún momento tendría Philip que contarle a Fabricia lo ocurrido con su padre. Tenía que saberlo. Se preguntó si sabría encontrar las palabras adecuadas.
—Fabricia —comenzó, y no dijo más. Su rostro lo decía todo.
Fabricia le llevó los dedos a los labios.
—Por favor. No lo digas.
Pero tenía que decírselo, tenía que hacerle saber lo mucho que había sacrificado Anselm por ella.
—Volvió por ti. El padre Ortiz hizo que…
No pudo terminar de hablar. Oyó un sonido en el bosque, a su izquierda, el ruido metálico de los arreos de un caballo. Entrecerró los ojos para ver mejor en el resplandor de la nieve, y divisó una tropa de jinetes que los observaban, muy quietos, desde los árboles. Lo que no alcanzó a ver fue al arquero cuya flecha le impactó en el centro del pecho, haciéndole caer por el borde del risco hasta la garganta.