Capítulo LXII

CARCASONA

 

 

 

Hugues de Breton se debatía en terribles sufrimientos. Durante casi una semana hasta el presente, había yacido entre gemidos y lamentos en el hospital que se erigía junto a la puerta de Santa Ana. Las monjas rezaban junto a su cama y trataban de combatir su fiebre con trapos húmedos. Las palmas de sus manos y las plantas de sus pies habían sido quemadas por el cauterio del médico, y le habían suministrado sedantes y pociones de hierbas para ayudarle a luchar contra el dolor. Pero nada de aquello había servido, y cada día que pasaba se sacudía, y sudaba y deliraba, con el rostro congestionado, lanzando horribles gritos a los fantasmas que acudían a atormentarlo.

El padre Ortiz se inclinó para escuchar su última confesión, pero no pudo entender nada de aquel rebujo de palabras. El sonido era un puro barboteo inconexo. Se limitó a darle la extremaunción, y pidió a Dios que fuera misericordioso con él.

Gilles observó aquello con una mano en la cadera y el rostro lívido.

Simon apartó una mosca de un manotazo. No dejaban de volar a su alrededor, y las había a montones en el interior del monasterio, atraídas por las montañas de vendas ensangrentadas y las heridas putrefactas de los caballeros que habían sido llevados allí. El calor resultaba asfixiante. Afuera, la ciudad bullía. El hedor de los cuerpos que se habían ido amontonando durante el sitio lo invadía todo, pese a que eran quemados en masa a lo largo de la semana. De Montfort, los otros barones habían regresado a sus aduares al otro lado del río, incapaces de soportar el desagradable olor y el calor de la ciudad que tantos esfuerzos había costado conquistar.

—El hombre que hizo esto es el barón Philip de Vercy —siseó Gilles—. Lo sabemos por la enseña de su escudo. ¡Dios pudra sus ojos y sus testículos! Atacó a mis cruzados no una, sino, ¡dos veces!

—Informaremos al pontífice y le excomulgaremos —le aseguró el padre Ortiz.

—Morirá poco a poco. ¡Ese buen hombre que ahí yace es mi cuñado!

Se habían unido a la hueste justo cuando la ciudad negociaba su rendición. Gilles se sentía molesto por haberse perdido el combate. Su buen humor tampoco mejoró mucho unos días después, cuando su ejército de caballeros y lugartenientes llegó a Carcasona con veinticinco hombres menos de los que tenía al partir, y con un Hugues de Breton desmadejado en su silla de montar con una pierna destrozada.

La herida de la flecha había hecho trizas la articulación de su rodilla, pero era la herida abierta de su pantorrilla lo que se había infectado. El entablillado había vuelto a alinear el tobillo con mucha dificultad, y con el calor la herida se había gangrenado y ahora la infección se le extendía por todo el cuerpo. Se estaba pudriendo ante sus ojos.

Simon consideró que aquello era un justo castigo, pero no dijo nada.

—Su alma irá directa al cielo —le dijo el padre Ortiz a Gilles.

—Eso espero, padre, pues a lo largo de la última semana ya ha saboreado suficientemente el purgatorio.

—Su sacrificio es en nombre de Dios.

—¿Ha hecho confesión?

—Su alma es pura —dijo diplomáticamente.

Gilles no podía soportar seguir viendo aquello por más tiempo. Se dirigió a la ventana, y miró hacia los tejados de la catedral de Saint-Nazaire y el palacio Arzobispal hasta la atestada confluencia del Aude.

—¿Habéis escuchado las noticias? El conde de Nevers se marcha y el duque de Borgoña no tardará mucho en seguir sus pasos. Dicen que ya han servido al ejército de Dios los cuarenta días pertinentes y es hora de volver a casa.

—¿Y qué hay de vos, mi señor? —preguntó el padre Ortiz—. ¿No abandonaréis también vos nuestra gran Cruzada?

—Me quedaré un poco más. Para servir a Dios.

«¿O acaso es para serviros a vos con la parte que creéis os corresponde en el botín?», se preguntó Simon. Era otro pensamiento que mejor haría en guardar para sí.

—Tenemos órdenes del señor De Montfort —dijo Gilles—. Mientras purga a los habitantes de Toulouse, partiremos para unirnos a la fuerza de avanzadilla que va a atacar al norte en la Montagne Noire. Yo me situaré a la cabeza de ese pequeño ejército. Unidos a otros veinte caballeros, tomaremos Montaillet y luego Cabaret. Esperemos que Dios acompañe todos nuestros desvelos.

—Estoy seguro de que así lo hará. Dios nos ha bendecido hasta ahora con un milagro tras otro.

—No creo que Hugues comparta vuestra opinión, padre —dijo Gilles, y se marchó.