Capítulo LXXXIV
LOUP había trazado un círculo en la pared de la iglesia con un trozo de tiza que había encontrado en el suelo, probablemente un fragmento de alguna de las piedras lanzadas durante la noche por los crosats. La usaba ahora como objetivo, situado a una distancia de unos treinta pasos; usando la honda, trataba de alcanzar el centro del círculo cada vez que tiraba.
—No puedo encontrar a Fabricia —le dijo Philip.
—Está enferma.
—¿Enferma?
—Tiene fiebre y vomita constantemente. Como Guilhemeta.
—¿Cuándo ha sucedido esto?
—Durante la noche. —Dejó la honda—. ¿Es cierto que nos abandonáis?
—¿Qué?
—Vais a una embajada con el conde Raymond.
«¿Cómo puede haberlo sabido? Ah, claro: Anselm».
—¿No pensabais decírmelo, acaso?
—Ya hablaremos más tarde —dijo, y se apresuró a cruzar la plaza para ir a la enfermería.
Hacía frío en el gran salón, y su respiración se convirtió en vapor al contacto con el aire. Dos días atrás se ahogaba de calor. Ahora se congelaba.
—¡Fabricia! —exclamó.
Elionor corrió hacia él a través de las hileras de enfermos.
—¿Dónde está? —quiso saber Philip.
—Por aquí.
«Es imposible», pensó. «Fabricia no es de las que enferman; es de las que sanan». Pero Loup no le había mentido: Fabricia yacía en el suelo, allá al fondo de la sala, bajo una gran arcada. Parecía devastada y ni siquiera se incorporó cuando escuchó su nombre.
—¿Es grave? —le preguntó a Elionor.
La mujer sacudió la cabeza.
—¿Quién sabe cuándo nos llega la hora? Le he preguntado si quiere tomar el consolamentum, pero se ha negado. Me preocupa su alma.
Inclinándose sobre Fabricia, Philip tomó entre las suyas una de las manos de la joven; la sintió caliente, sin fuerzas. Su rostro estaba sonrosado y perlado de sudor, y ardía aun cuando en la barbacana lo había tenido helado:
—Fabricia —dijo de nuevo.
Por fin, sus ojos pestañearon.
—¿Señor?
Se hizo a un lado y vomitó, aunque no fue otra cosa que bilis.
Elionor humedeció un trapo en el lavamanos y se lo puso en la frente.
—Antes —dijo— los que enfermaban morían por la falta de agua. Ahora nos sobra.
—Alargó una mano y dejó caer unas gotas de lluvia en la boca de su hija. Fabricia tosió pero ingirió el agua con notable voracidad.
—Haz que se ponga bien —le pidió.
—No está en mis manos hacerlo. Es el destino de su alma lo que ahora me preocupa.
Elionor se alejó de allí: otras cien personas gemían y gritaban para reclamar su atención.
—Fabricia, corazón mío. ¿Puedes oírme?
Fabricia le apretó la mano para hacerle saber que sí.
—Tengo que dejarte aquí. Voy a buscar ayuda.
Las losas temblaron y el polvo y algunos fragmentos de mortero cayeron del techo. Una mujer gritó. Los crosats habían armado su nueva catapulta y comenzaban una vez más los bombardeos sobre la ciudadela. El último proyectil había caído cerca. De hecho, había sonado como si hubiera caído en pleno patio; los ingenieros aún trataban de calibrar el punto de mira de su nuevo equipo.
—No volveré a verte —murmuró Fabricia.
—Claro que sí. Volveré por ti. Te lo prometo.
Le miró las manos. Era la primera vez que las veía sin los guantes ni las vendas. Sus heridas se habían curado.
Fabricia se llevó una de ellas a la garganta para coger el crucifijo que el padre Marty le había dado, y tiró de la cadena. Se rompió con facilidad. Lo puso en la mano de Philip.
—¿Qué es esto?
—Si cruzas… las montañas… y vas a Barcelona… Marty tiene allí un hermano… Enséñale esto… él te ayudará.
—No lo necesito. Volveré por ti.
—Cógelo. Adiós, señor. Pasamos un alba juntos. Parece que Dios se mostró celoso y se ha quedado el resto.
La niebla se había asentado en la garganta: habían logrado alcanzar su cumbre, y ahora parecían avanzar a través de un extraño paraíso que les permitía contemplar las nubes desde lo alto. La tarde era plácida; de pronto, una repentina lluvia, como una salva de piedrecillas, golpeó las rocas.
En algún lugar de la ciudadela, Fabricia se agitaba y gruñía bajo un espeso manto de sudor; Anselm se afanaba por levantar una enorme piedra y colocarla en la lanzadera de la catapulta: había pasado día y noche dirigiendo rocas al campamento cruzado, cada una de ellas estampada con su sello personal; en el donjon, Loup gemía sobre la paja, asaltado por malos sueños.
Se escuchó el débil sonido de un himno: los peregrinos, quizás, o los soldados cristianos, borrachos de vino.
Philip sacó la cruz que Fabricia le había dado y ató la cadena allí donde ella la había roto. Luego se la pasó por la cabeza y la introdujo en su jubón.
El frío hacía que le doliese la vieja cicatriz de guerra que tenía en la pierna, mientras pugnaba por dirigir el caballo bajo las mismísimas narices de sus enemigos, azotado por una lluvia negra. La muerte en mil formas, la de ella, la suya, le atormentaban.