Capítulo XCVIII

EL padre Ortiz estaba sumamente sorprendido de la presteza con la que Anselm había levantado su andamio. No sabía cómo, pero incluso había organizado al grupo de peregrinos de tal manera que los había convertido en la más apropiada mano de obra.

Se encontraba en la nave con el padre Jorda y ambos lo observaban trabajar:

—Está bastante ágil para tener la edad que tiene —dijo el padre Ortiz.

—Ya os dije, padre, que es uno de los mejores en su gremio. Goza de gran reputación en Toulouse. Ahora que habéis visto cómo trabaja entiendo que liberaréis a su hija, como prometisteis.

—Prometí considerarlo.

—Pero, padre…

—Aún tenéis que aprender la virtud de la obediencia, hermano Jorda. ¿Por qué siempre os ponéis en mi contra?

—Pero he hablado con mucha gente que la conoce. Nunca ha dicho que hiciera milagros. No supone ninguna amenaza para la fe. Deberíamos dejarla libre.

—¿Oísteis lo que me dijo en la entrada al castillo? No voy a seguir discutiendo esto con vos, hermano Jorda. —Devolvió su atención al cantero—. ¿Qué creéis que está haciendo allí arriba? —Le llamó para que bajase. Anselm se descolgó del andamio con la destreza de un hombre que tuviera la mitad de sus años.

«Sólo lleva unos guantes cortados a la altura de los dedos y una túnica», advirtió el padre Ortiz. «Parece impermeable al frío».

—Hay un problema —dijo Anselm, saltando ágilmente al suelo.

—¿Qué clase de problema?

—He estado examinando las grietas de la cúpula y al hacerlo he encontrado una inscripción. Creo que está en latín. No sé leerla. Puede que sea una inscripción sagrada y por tanto haya de ser preservada, pero me preocupa que pueda haber sido dejada allí por los cátaros.

—¿Y por qué harían ellos una cosa así?

Anselm se encogió de hombros:

—Me gustaría que lo vieseis. Nunca he visto una inscripción en un lugar tan extraño.

Contra el andamio habían apoyado una escalera de madera que conducía a una plataforma situada en mitad de la estructura: una escala de cuerda servía para cubrir el resto del camino. El padre Ortiz vaciló, pero, tras pensarlo un momento, se calzó el vuelo del hábito en la cuerda que anudaba a su cintura, tal y como hubiera hecho una mujer. Siguió a Anselm hasta la escalera. El armazón de la plataforma osciló bajo su peso.

Anselm alcanzó con facilidad las planchas de madera que abarcaban la cúpula. El padre Ortiz, con sumo esfuerzo, consiguió subir por la escala de cuerda y se unió a él.

Anselm señaló el texto que había grabado en la piedra, a mitad de camino de la pasarela. Con sumo cuidado, el padre Ortiz avanzó hacia allí. Nunca antes había estado en un andamio; comenzó a sudar, pese al frío.

—Mirad aquí —dijo Anselm.

El padre Ortiz vio el lugar que le señalaba Anselm, una cruz grabada en la piedra y a su lado las palabras Rex mundi. ¡Rex mundi, el Rey del mundo! Era el nombre que los cátaros daban al Diablo.

—Esto es un sacrilegio —dijo el padre Ortiz—. ¿Cómo ha podido llegar aquí?

—Lo escribí yo, padre.

—¿Vos? ¿Qué queréis decir?

—Quería que lo vieseis antes de morir. Quería que vieseis lo que pienso de vos y de sacerdotes como vos.

El padre Ortiz le miró de hito en hito, confuso:

—¿De qué estáis hablando?

—Nunca la soltaréis. Sé que no lo haréis. Dejaréis que se pudra en esa mazmorra.

—Por supuesto que la soltaré. Tenéis mi palabra. ¡Dejadme bajar de aquí!

—Es alto, ¿verdad? Estamos tan altos que casi tocamos el cielo. Podemos ir allí juntos, si os place.

El padre Ortiz miró por encima del hombro. La escala de cuerda parecía muy lejos. Comenzó a retroceder lentamente por las planchas de madera, deshaciendo el camino que había trazado sólo un minuto atrás.

—Pensad en vuestra alma, Anselm. Si hacéis daño a un sacerdote estaréis maldito por toda la eternidad.

—Quizá merezca la pena.

—¡Si yo muero, también muere ella! Teníamos un trato, ¿recordáis? —Vio a Simon allá abajo—. ¡Ayudadme! —gritó.

—Vaya un trato. Ya no confío en bastardos como vos.

El padre Ortiz se volvió y trató de llegar a la escalera, pero Anselm obró con demasiada presteza. Lo tomó entre los dos brazos y le inmovilizó con suma facilidad.

—¡Arderéis en el Infierno por esto toda la eternidad!

—La eternidad merece la pena, perro del Diablo. —El andamio crujió y osciló bruscamente—. Me pregunto quién tiene razón, ¿vos o los cátaros? Alguien debe de estar equivocado. Pero muy pronto lo averiguaremos. Se acabarán todas nuestras dudas.

El padre Ortiz defecó en sus calzones. Anselm frunció el ceño de puro asco.

—Vamos, vamos, ¿de qué tenéis miedo? Os estoy haciendo un favor. ¡Os llevo al Paraíso!

—No lo hagáis —musitó apenas el padre Ortiz.

—Iremos al Paraíso juntos. Nada nos hará ningún mal… salvo cuando lleguemos al suelo. Pero será rápido, apenas nos enteraremos del golpe. No fue igual la piedad que mostrasteis con mi pobre Elionor, ¿verdad? Despedíos del mundo, padre Ortiz. Si de veras es la creación del Diablo, entonces haremos bien en abandonarlo.

 

 

El padre Ortiz gritó, pero el grito se vio cortado de cuajo. Golpeó uno de los ángeles de piedra en su caída, arrancándole la cabeza y un ala. A Simon le pareció que los cuerpos rebotaban un par de centímetros cuando se estrellaron contra el suelo.

Muertos, los dos hombres formaron un terrible retablo de tripas y sangre en el suelo. El padre Ortiz yacía debajo, Anselm arriba. Una de las alas rotas de la estatua se hallaba junto al cráneo del padre Ortiz. La cabeza del ángel se encontraba a sus pies.

Simon recordó lo que Fabricia había dicho: «Moriréis rodeado de ángeles». Retrocedió entre tambaleos y luego corrió en busca de ayuda.