Capítulo LII

PHILIP abrió los ojos, parpadeó dos veces e intentó recordar dónde estaba. Levantó la vista al cielo: la luz se filtraba por entre las hojas del bosque. Oyó el rumor de una corriente y se incorporó. Godfroi, su lugarteniente, estaba sentado en una enorme roca, con los pies en remojo. Cuando vio que Philip estaba despierto, se incorporó y se acercó a él, todavía descalzo.

—Tenéis suerte de que no os arrancase la cabeza, señor.

—¿Quién?

—Barbarroja. Os golpeó con su hacha. —Se agachó para recoger el casco de Philip—. Mirad la abolladura. —Lo golpeó contra su muslo—. El mejor acero de Toledo: de no ser por eso, no quedaría mucho de vos.

Philip tomó el casco y trató de examinar los desperfectos, pero aún no podía enfocar la mirada. Lo arrojó a un lado:

—¿Dónde están los demás?

—No hay «demás» —respondió Godfroi.

—¿Sólo quedamos cinco?

—Y podéis estar seguro de que hemos sido afortunados al llegar a ser tantos.

Philip se acercó al río entre tambaleos y sumergió la cabeza en el agua para recuperar la lucidez. Con suma cautela, se llevó una mano a la nuca. La sangre se había encostrado en sus cabellos y notó un bulto del tamaño de una manzana.

—Este lugar no es seguro —dijo Godfroi—. Aún nos buscan. Pasaron muy cerca de aquí hace escasos minutos, mientras aún estabais inconsciente bajo el árbol. No van a olvidar esto fácilmente. —Godfroi se llevó una mano al pecho. Se la había vendado con unas tiras de lino, pero estaba empapada en sangre, y de momento había perdido toda utilidad. Miró a su alrededor, recorriendo de un vistazo al resto de sus hombres. Todos ellos estaban tratándose alguna herida.

—¿Han cogido a Renaut?

—Me atrevería a decir que está muerto, junto con el resto.

—¿Lo visteis muerto con vuestros propios ojos?

—Sí.

Godfroi miró a los demás en busca de apoyo. Philip se preguntó si también ellos intentarían engañarlo. Le odiaban; lo veía en sus ojos.

—Eso voy a tener que verlo por mí mismo. No me iré si existe una sola posibilidad de que se encuentre con vida.

—¡Pero, señor, los cruzados siguen buscándonos, y ahora no somos más que cinco!

—El honor no entiende de números —dijo Philip. Se puso en pie, tambaleante. Barbarroja le había dado un buen golpe. Bueno, quizá la próxima vez le tocaría a él dárselo.

Recordó la primera vez que vio a su escudero, montado en aquel potrillo picazo y asaeteado por la lluvia, tantos años atrás. «¿Tenéis frío?» «Más frío he llegado a tener».

Si había muerto, no permitiría que se pudriese al sol; al menos le proporcionaría un entierro cristiano. Todavía quedaba una posibilidad de que siguiera con vida, escondido en el bosque.

A Godfroi y los demás hombres aquello no les gustaba. Pero tampoco tenía por qué gustarle. El destino de sus soldados era ése, ni mejor ni peor que el suyo. Ahora, apenas podía diferenciarse de cualquiera de ellos.

 

 

Y no se había equivocado; encontraron a Renaut.

Estaba sentado junto a un pozo con una venda ensangrentada sobre los ojos. Aquel pozo debía de haber sido utilizado no mucho tiempo atrás para abrevar un rebaño de ovejas, pues el lugar apestaba a ganado lanar. Habían dejado a Philip junto al escueto hilillo que brotaba del brocal, para que no muriese; al menos, no rápidamente. Los cascos de los caballos habían removido el lodo que se asentaba alrededor del pozo y levantado penachos de hierba.

Philip saltó de su caballo y cayó de rodillas junto a su escudero:

—Oh, Dios, Renaut, ¿qué es lo que os han hecho?

—Señor, no gritéis, por favor, me duele mucho si lo hacéis.

El muchacho temblaba de la cabeza a los pies como un animal herido. Recordó Philip aquella ocasión en la que Leyla recibió una flecha en el omóplato, cerca del Acre: el caballo se había quedado inmóvil tras el disparo, exactamente como Renaut, con los flancos temblando.

Un cuajarón de sangre resbaló por la nariz de Renaut. Philip se volvió hacia Godfroi y le pidió agua; le pidió, en realidad, lo que nadie podría darle: que el Diablo se levantase de la tierra y se llevara al Infierno a quienquiera hubiese hecho eso al muchacho.

No podía hacer nada por él salvo envolverle las heridas con vendas limpias. La respiración de Renaut era irregular; reposó las manos en los hombros de Philip en tanto éste procedía a vendarle. Philip le dio agua fresca, y todo cuanto les quedaba de vino tinto para que se recuperase de la pérdida de sangre. Deseó fervientemente haber tenido algo de opio o belladona.

Cuando terminó, estaba literalmente empapado con la sangre de Renaut: su sangre y sus lágrimas.

—Sabía que volveríais por mí —dijo Renaut.

—Jamás os abandonaría.

—Ellos pensaban que sí. Aguardaron un rato, podía oírlos, estaban entre los árboles. Pero se dieron por vencidos y al final se marcharon.

—¿Hay más supervivientes?

—Sólo yo. Perdí mi espada en la batalla y consiguieron reducirme. Señor, hubiera preferido que esos demonios me hubieran matado.

—Os vengaré, Renaut. Lo juro, lo juro sobre la tumba de mi padre.

—No, sólo llevadme a casa —dijo Renaut—. No quiero morir aquí.

Philip le ayudó a ponerse en pie, y con la colaboración de Godfroi consiguieron subirlo a lomos de Leyla, ajustándolo en la silla. Los otros hombres volvieron la cabeza mientras ambos auxiliaban a Renaut, incapaces de mirar lo que aquellos animales le habían hecho. «Debe de dolerle indeciblemente», pensó Philip, «y aun así no deja escapar la menor queja».

—A menudo lugar nos habéis enviado —dijo Godfroi.

Philip no respondió.

—El sol está a punto de ponerse —se limitó a observar—. Vayámonos de aquí y busquemos refugio.

Oyeron el lamento de un lobo en la lejanía. Un buitre sacudía las alas ociosamente desde un árbol, repleto.