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Páramos de Toledo, 23 de noviembre de 1221
Había una plaga de langostas en el reino de Castilla. Una mujer acompañaba a su esposo camino del sur para aplastar una rebelión nobiliaria. Pero estaba grávida de nueve meses, y en unos páramos próximos a Toledo, no tuvo más remedio que detener su caballo en seco.
Lanzó una mirada indecisa en derredor, permaneció unos instantes en suspenso, como olfateando el aire y, finalmente, se apeó. Le dijo a su esposo: la rebelión tendrá que esperar.
Comenzó a caminar con la vista fija en las hojas descoloridas de los arbustos, abarquilladas por la melaza que excretaban las langostas, y al llegar a la orilla del río, se hincó junto a una hilera de saúcos que todavía estaban sin infectar. Encorvada como una penitente, avanzó de rodillas hasta dar con un pequeño claro. Miró hacia atrás y, tras comprobar que nadie le había seguido, comenzó a escarbar la tierra frenéticamente, arrancando raíces y abrojos, apartando piedras y flores hasta lograr hacer un agujero profundo. Entonces se puso en pie y, apoyándose contra un saúco, todavía resollante por el esfuerzo, se descalzó empujando el escarpín del pie derecho con la punta del pie izquierdo, y a la inversa.
Tomó uno y lo observó en la mano. Era una suerte de sandalia de suela alta y plataforma de corcho forrado, con escote en V y la punta ligeramente curva, primorosamente decorada con ramilletes de rosetas. Echó otro vistazo suspicaz al séquito, que permanecía inmóvil en la distancia, envuelto por la bruma, y a continuación, sin pensarlo dos veces, arrojó el escarpín al agujero, seguido del otro. Luego volvió a hincarse en el suelo y los cubrió con la tierra removida.
Fue entones, al palparse la entrepierna, cuando se percató de que tenía las calzas de tiritaña empapadas; así que se arrancó el pellote de un zarpazo, se aflojó los cordones de la saya y, allí mismo, se sumió en un estado de inerte espera.
Permaneció en esa postura durante dos o tres horas, sólida como un peñasco, mientras la niebla iba envolviendo su figura henchida y su rostro se iba animando por un calor de batalla. Un poco más tarde, cuando el séquito se dispersaba para acampar, comenzó a retorcerse ligeramente, flotando en el dolor. Por fin una dueña se acercó para asistirla, pero cuando llegaba a la hilera de saúcos, otra mujer gigantona, que resultó ser la madre de su esposo, la apartó de un manotazo mientras metía en la boca de la parturienta una pipa de metal encendida.
La mujer alzó la vista y miró a su suegra con asombro. Antes de que pudiera decir nada, oyó:
—Fumad, son amapolas.
Demasiado floja para forcejear, aspiró de la boquilla de la cachimba. La primera bocanada la sintió áspera y agraz, pero la segunda le gustó. Fumó durante cinco o diez minutos, hasta que los músculos de su cuerpo comenzaron a relajarse y su cabeza se llenó de mariposas. Ahora sentía que un húmedo tumulto de piernas o de brazos le invadía allá abajo. Devolvió la pipa con determinación, se puso a cuatro patas y cerró los ojos. Soltó unos gemidos apagados, algo parecido a los graznidos de los cuervos que sobrevolaban sus cabezas. Volvió a abrirlos, primero uno, luego el otro, y entonces dirigió la vista hacia el suelo. En aquellos ojos vagos de ancha pupila azul fulguró una luz. Un rebuzno soltado al aire fue suficiente para que el esposo comprendiera que todo había acabado: era un niño, y estaba vivo.
La madre del esposo estaba ahí porque también tenía la costumbre de cabalgar junto a su hijo en todas las campañas contra el infiel. Era una mujer de vida sobria y continente, que amaba la rutina y el orden asfixiantes. En previsión del nacimiento del nieto, ya había puesto en marcha el plan para su formación, que consistía en arrancarle de la cuna y del seno materno para educarle, al menos durante los trece primeros años de su vida, en una atmósfera rural, donde pudiera ver las manzanas que colgaban de los árboles, respirar aires puros y beber leche de pasto.
Eso sí, conforme a una regla moral rígida, como hicieron con ella y como hizo con sus hijos, le inculcaría el amor hacia lo exacto y lo riguroso, hacia la disciplina, la constancia y el orden; hacia la cultura y la lógica aplastantes, hacia la frugalidad, hacia el pan moreno, el tocino y el ajo.
A ser posible, el niño no recibiría besos, ni cosquillas, ni caricias, pues el contacto físico y la ternura eran el humus del que prenden las debilidades de la edad adulta.
Nada mejor para todo esto que el influjo de esta madre recia que acababa de parirle sola, sin ser asistida por nadie en medio de aquel páramo inhóspito de Toledo.
Con lo que no contaba la abuela era con que el niño nacería tan de improvisto y menos con que la madre quedaría seca de leche después del esfuerzo. Así que cuando se vieron con el recién nacido y tanta langosta por todas partes, cambiaron de planes.
Por las gentes de las villas y pedanías que iban dejando atrás, supieron que en pocos meses la plaga se había extendido con tanta virulencia que no quedaban árboles ni cosechas sin devastar. Una nube bermeja se desplazaba a gran velocidad y, cuando no encontraba ya nada que arrasar en los campos, explicaban los campesinos, descargaba su vientre de langostas hambrientas sobre las casas. De las grietas del suelo y las paredes, de los marcos de las ventanas y de los zócalos saltaban ejércitos enteros. Y lo peor no eran los daños en las cosechas y en las casas, sino el ruido.
Por la noche emergían de la tierra, rasguñaban el aire con las alas y hacían correr las patitas. Se oían durante todo el día, hora tras hora, sin descanso, raspando paredes, saltando al vacío o escarbando con su pincho picudo por debajo de las puertas.
En uno de los pueblos oyeron hablar por primera vez de las facultades de doña Sancha Gutiérrez, abadesa del monasterio de las Huelgas, que era capaz de espantar cualquier mal a través de sus rezos contumaces. No lo pensaron dos veces. Se había intentado todo y estaba claro que esta otra rebelión, la de las langostas, era mucho más peligrosa que la de los magnates del sur. Darían la vuelta con el recién nacido y se dirigirían a Burgos.
Así que casi a punto de llegar, al divisar la cúpula de la capilla de las Huelgas, imponente y nervada, compacta como el seno de una mujer, se sintieron aliviados. Habían cabalgado bajo un cielo gris y turbio, atravesando tierras yermas y ríos vagabundos, pastizales y bosquecillos, de tanto en tanto una aldea, un campesino solitario arando las tierras, y el cansancio y una humedad furiosa les calaban los huesos.
Junto a la puerta principal, el estiércol de las vacas que pastaban sueltas se diluía en regueros amarillos. Pero lo primero que pidió la abuela a las monjas que se agolparon en la puerta no fue sopa ni pan ni un catre para dar reposo al nalgatorio, sino una nodriza.
Una nodriza de leche de días, joven, no muy sañuda y noble, una mujer poco sentimental que fuera capaz de inculcarle al niño la férrea moral con la que tenía pensado educarle.
—Porque si la leche ha de ser de otra —echaba de ver la abuela confundiendo en su cabeza leche con sangre— que sea leche germánica.
Como era de suponer, la nodriza no apareció en el plazo de veinticuatro horas, que es lo que aguanta una criatura recién parida amamantada con agua azucarada. Dispusieron entonces que mientras seguían buscando por los páramos y caseríos próximos al monasterio, al niño le dieran la leche de una burra que tenían las monjas para transportar la mantequilla que vendían por las aldeas. La rebajaron con agua, pero después de la segunda toma, le produjo diarrea. Estuvo a punto de morir deshidratado y la abuela se encomendó a Dios ofreciéndole sus propios dientes, el pelo, un reino de taifas.
Mientras madre, abadesa y abuela discutían sobre el asunto, al niño le dejaron en una canasta de paja con una almohada de tafetán, envuelto con unos paños sencillos y con una toalla enrollada junto a los labios, empapada en agua azucarada para que no llorase. La madre puso la canasta sobre una mesa, porque tenía miedo de que las langostas le comieran la cara. Pero su abuela la bajó de inmediato y la situó en el suelo, junto a una ventana por donde entraban los cálidos rayos del sol del atardecer.
El niño apenas se rebulló, pero en su corazón del tamaño de una nuez ya debían de estar imprimiéndose algunas cosas importantes: que la vida es un subir para luego bajar, y que está llena de sol color naranja; y que es también un dulce esperar a que las mujeres decidan por uno.