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Llano de Tablada, Sevilla, 1253

Sentirse responsable de un reino, de sus tierras y riquezas, de las ciudades, de la política económica, del avance de la Reconquista, de la corte, ese entorno agrio y amigo, entrañable, de hijos y esposa, de hermanos y madrastra, de servidores, de oficiales reales y de mayordomo, de clérigos e ilustres obispos de sotana pringosa, falsos aliados. No estar ya en un segundo plano, sino en el primero. Decidir y no ya tener la inmensa suerte de que decidan por uno. Alfonso X estaba solo con la responsabilidad. Por ello, cuando meses después de la coronación, don Juan García de Villamayor, antiguo ayo, amigo de infancia y nuevo mayordomo mayor de la corte, candela en mano, lo encontró enroscado en la cama, no se sorprendió.

Abrumado por su nueva vida, por las noches al rey le acometía un insomnio contumaz. Después de dar mil vueltas en la cama, se levantaba, paseaba de arriba abajo mascullando palabras incomprensibles, hasta que por fin iba a la capilla y se metía en pláticas con la Virgen. Otras veces salía a los balcones del alcázar a contar estrellas. Localizaba primero la Osa Mayor, que le servía de lazarillo para conducirle hasta Arcturus, la estrella más brillante de Boyero, el Pastor, y luego correr en la misma dirección hasta Spica, la más brillante de Virgo. A veces, la tarea de descifrar el cielo le entretenía hasta el amanecer, momento en el que se arrastraba hasta la cama y quedaba dormido como un niño.

Don Juan volvió a vocear su nombre y esta vez se decidió a tirar de la manta. El rey sabio seguía en posición fetal, los muslos pegados al mentón, los codos a la altura de las orejas, rutando como un ternero que busca la teta de su madre, hasta que por fin pareció rebullir un poco.

Cada vez más a menudo, soñaba con la nodriza de su infancia en Celada del Camino. En puridad, no era doña Urraca la que surgía en su imaginación, sino sólo la sensación de su calor. Una sensación imprecisa que únicamente la voz del mayordomo conseguía ahuyentar.

Se sentó sobre la cama y entornó los párpados para huir de los destellos del sol naciente. Fue entonces cuando el mayordomo hizo un gesto al camarero mayor para que se aproximara con el jaspe belinniz para las jaquecas, el manto de cacería con capacete de castillos y leones, las calzas rojas, los zapatos y las espuelas doradas. Don Juan tomó la medicina y se la dio a beber. Arrancó los paños de las manos del camarero y se los entregó al rey.

—Es tarde —dijo apartando un poco la cabeza, como para no tropezar tan de frente con su ruda desnudez. Entre tanto, entró en la cámara el alfajeme dispuesto a rasurarlo.

—¿No recordáis? —prosiguió—. Hoy es el día fijado para la cacería. Abajo esperan las mulas pertrechadas y el dispensero ya tiene las vituallas preparadas.

Embutido en una camisa de seda, el monarca alzó la barbilla y se dejó rasurar. A pesar de que aún era joven —acababa de cumplir veintiocho años—, en pocos meses, la responsabilidad y las obligaciones habían teñido sus bucles de color ceniza y tenía el rostro deslucido, con máculas en las mejillas y la frente. Sus espaldas ya no tenían la rigidez aplomada de otros tiempos, el cuerpo se le empezaba a poner rechoncho y macizo y le faltaban varios dientes. Ese día tenían previsto salir de cacería, pero mientras el barbero pasaba la navaja por su barba rala, fosca como lana sucia, sorteando la nariz acabalgada y estrecha, el mayordomo mayor aprovechó para recordarle los asuntos pendientes del reino.

Don Fernando III había muerto sin poder ejecutar el repartimiento que seguía a la conquista de Sevilla entre los caudillos y las mesnadas que habían participado, ése era ahora el problema más acuciante. Tampoco podía olvidarse de la crisis interna que había comenzado durante los últimos años del reinado de su padre y que había llegado a un estado alarmante: La economía del reino está prácticamente en ruinas, lo cual, como sabéis, se tratará en las próximas Cortes. Don Juan hizo aquí una pausa y se puso rígido:

—Señor, tengo que daros una mala noticia. —Y comoquiera que el rey no se inmutó lo más mínimo, prosiguió muy solemnemente—: Los ricoshombres de Castilla, defensores de los «fueros antiguos» han tenido acceso a la redacción de vuestro Fuero Real, que no ven con buenos ojos.

El rey se levantó y caminó hasta la ventana. Don Juan García agregó:

—Don Diego López de Haro se muestra muy quejoso por el apoyo que estáis brindando a Nuño González de Lara. Amenaza con desertar y...

—¿Os acordáis de cuando jugábamos a ferir la pelota de vellón? —dijo, de pronto, Alfonso X.

El mayordomo detuvo la retahíla, quedó pensativo y asintió con la cabeza.

—Siempre era yo el que ganaba... —añadió el rey.

Don Juan García de Villamayor alzó levemente la vista.

—Hacíais trampas... —se atrevió a insinuar.

Pero Alfonso X no le oyó, o no le quiso oír.

—También os ganaba con el ajedrez y las tablas. Cuando uno es todavía doncel, puede con todo... ¿Se ha despertado ya la reina?

—La reina sigue durmiendo —dijo don Juan, algo molesto ante la indiferencia que mostraba su amigo frente a lo que de verdad era importante; pero no dijo nada más.

Había que andar con cuidado porque el poder y las responsabilidades estaban convirtiendo al rey en un hombre caprichoso, impulsivo e irracional que podía sentirse extremadamente ofendido por minucias. Se había dado cuenta de que, a veces, el comentario más tonto daba lugar a una explosión emocional seguida de un largo enfurruñamiento.

De súbito, Alfonso X se puso en pie, y abriéndose paso entre el alfajeme y el camarero que le ajustaba las calzas, a la altura de la puerta, dijo:

—Don Remondo..., ¿creéis que a don Remondo le gustaría venir a la cacería?

—¿Al obispo de Segovia? Sí, claro —dijo el mayordomo—, anda un poco ocupado con las obras de la catedral, pero le encantará que le tengáis en consideración.

—¿Dónde puedo hallarlo?

Don Juan explicó entonces que acaba de obtener unas casas en la plaza de Santa María, con su bodega, cocina, establo y huerta, y creo que es allí donde se aloja, pero estamos a punto de partir..., no es momento ahora de...

Pero don Alfonso ya salía por la puerta.

—Decidle a los monteros que saquen a los galgos —gritó alejándose por el pasillo a toda velocidad—. Enseguida vuelvo.

Pero a la altura de la cámara de su esposa, como llamado por un ímpetu ciego, se detuvo en seco. Quedó inmóvil durante un rato, los brazos pegados al cuerpo, dudando entre llamar o irrumpir sin pedir permiso. Desde hacía un tiempo, en la corte se rumoreaba que doña Violante estaba grávida de varios meses, lo cual si bien le henchía de orgullo, también le creaba cierta inquietud. Don Alfonso pensaba que tenía que ser cierto, porque, últimamente, la encontraba roñosa e irritable. Pero cada vez que preguntaba a alguna de sus damas de confianza, éstas le rehuían: eso, que lo confirme la reina, le decían. Así que hoy mismo lo sabría de primera mano. Oyó el risoteo salaz de su esposa al otro lado de la puerta, pasos, carreras, ruido de muebles derrumbados, y llamó. Pero como nadie abría, dio un puntapié a la puerta y entró con decisión.

Su intención era sacarla de la cama, preguntarle y que ella misma se viera obligada a darle la noticia de su preñez. Pero cuando entró, doña Violante ya tenía puesta una camisa amplia y corría hacia una butaca con los cabellos despeinados. Él avanzó unos cuantos pasos, se detuvo en medio de la estancia y quedó temblando como un tallo tierno. Echó un vistazo en derredor. El dormitorio era un campo de batalla: muebles derribados, sábanas enrolladas por el suelo, jarrones rotos. Se escrutaron durante un rato como dos gatos asustados, sin saber qué decirse, sonriéndose tímidamente. He venido..., comenzó el rey. Pero quedó callado, porque de pronto, se oyó un jadeo contenido. ¿Qué es eso?, preguntó mientras echaba un vistazo en derredor. Nada, dijo ella inmediatamente, soy yo (pero en sus ojos resplandeció un relámpago de veneno), y se posó una mano en el corazón, ves. Y comenzó a subir y bajar el pecho rápidamente, como si estuviera ahogándose. Es que últimamente me dan sofocos, agregó. Sí, de eso quería hablaros, dijo el rey, dicen que... De nuevo, silencio. Los ojos del rey estaban inmóviles. Había divisado unos pies desnudos entre los cortinajes y los miraba sin saber qué hacer. Por fin dirigió la vista hacia su esposa, que seguía jadeando con la mano en el pecho, ahora con una sonrisa forzada en los labios. El rey apuntó a las cortinas:

—Una de vuestras dueñas está allí, descalza...

—¿Descalza? —farfulló Violante y comenzó a tartamudear—: Oh, sí, es una dueña tonta. A veces, cuando hace calor se quita la calzas y..., y...

Pero antes de que pudiera terminar, el rey la interrumpió:

—Pues decidle que se ponga los zapatos. Va a coger frío. —Giró sobre sus talones y salió con los ojos atónitos puestos en ninguna parte.

Diez minutos después, aparecía en el patio del alcázar del brazo de don Remondo.

En la puerta principal esperaban los monteros con los galgos, los perros perdigueros y los halcones, la reina doña Violante rodeada de otras damas, don Juan García de Villamayor y sus caballeros, los falconeros y las mulas ya pertrechadas. A paso ligero salieron todos ellos, recorrieron la vega, cruzaron entre las escarolas rizadas y las zanahorias tiernas de las huertas de Eirtaña, y al cabo de pocos minutos se plantaron en el llano.

Tablada era una hermosa dehesa salpicada de nogales, albaricoqueros y granadales, muy propicia para la cría de grajos, cornejas, torcaces pequeñas y becedas. Más allá de la planicie reservada para la caza, se divisaban los labradores que conducían las yuntas de bueyes y arados, las hileras de olivares, y erigida sobre un empinado talud, por encima del río, la ciudad de Coria con su iglesia de piedra, sus casas encaladas y sus callejas empinadas y limpias. Durante el camino, el rey don Alfonso aprovechó para charlar con don Remondo. No había dejado de pensar en su abuela desde que el presbítero le insinuó, aquel día en el Patio de los Naranjos, que doña Berenguela escondía secretos que nadie conocía.

Desde el primer momento, don Remondo no tuvo pelos en la lengua para hablar de doña Berenguela, la Grande, como ya empezaba a llamarla el pueblo, una mujer a quien se debía la reconstrucción de la catedral de León, que hizo emprender la de Burgos y, también, de acuerdo con el arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada, la de Toledo; una mujer que multiplicó las libertades municipales, que montaba a caballo como un hombre, con habilidad para resolver conflictos políticos dificilísimos, siempre velando, con el celo de una leona, por los reinos de Castilla y León que ella misma consiguió unir, con un temperamento previsor e intrépido y espíritu religioso y...

—¿Espíritu religioso? —le interrumpió don Alfonso—. ¿Mi abuela?

En ese momento, las miradas de todos los presentes se dirigieron al cielo. Acababan de llegar al llano y una garza hendía el aire; esperaban la señal del rey para soltar los pájaros. Don Alfonso alzó un brazo y después de unos minutos, uno de los halcones volaba de vuelta con las alas distendidas y la presa entre las garras; poco después la soltó a la altura de sus cabezas junto a una estela de plumas.

—Religioso —prosiguió el presbítero echando un vistazo al pajarraco, que ahora traía uno de los perros atravesado en la boca—. Y os diré que...

—Como ya os dije, mi abuela vivía atormentada por una obsesión —le cortó el rey, temiéndose que el presbítero pudiera comenzar a hablar del hosco carácter de su abuela.

—Sí... —contestó don Remondo un tanto dubitativo—. Los que la conocíamos sabemos que así fue; pero no creo que eso fuera lo más determinante de su vida.

—¿Ah, no? —inquirió el infante, y sin esperar la respuesta, prosiguió—: Mi abuela se pasó la vida esperando a que llegara una princesa para casarse conmigo y convertirme en emperador del Sacro Imperio romano germánico. Desde antes de que yo naciera, ya esperaba a esa princesa...

—Una princesa del norte —dijo don Remondo con un deje melancólico en la voz.

—Del norte, sí... —don Alfonso buscaba en su mente las palabras adecuadas—, y la imposibilidad de hallarla la convirtió en..., en una mujer... La culpa la tiene el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, que le llenó la cabeza de pájaros con un viaje que había hecho a Bergen... —agregó atropelladamente, a modo de excusa—. Desde que localizó a una tal doña Kristina, hija del rey Haakon IV, dejó de vivir soñando con que esa mujer viniera a Castilla. Cuando don Rodrigo ya estaba de vuelta en Castilla, volvió a enviarlo a Noruega, y desde allí, él enviaba cartas.

Quiso preguntar cómo era posible que siguieran llegando cartas, cuando todos sabían que el arzobispo estaba criando larvas, pero pensó que le tomarían por loco y no se atrevió.

—Pero en fin..., como os digo —añadió en su lugar—, mientras la obsesión crecía alimentada con esas estúpidas anécdotas noruegas, todas las demás circunstancias de su vida se le volvían amenazantes. El que yo pudiera casarme con doña Mayor Guillén, el hecho de que su hijo tuviera sus energías puestas en la conquista de Andalucía... La desazón fue lo que acabó con ella. Por eso tenía ese carácter tan..., tan difícil.

La cacería seguía su curso, pero en vista de que don Alfonso estaba más pendiente de su conversación con don Remondo, ahora el que daba las órdenes era don Juan García de Villamayor. El grupo había avanzado entre los frutales y se encontraban en una zona del llano mucho más fresca. Un poco más allá, las damas encabezadas por la reina doña Violante acababan de apearse de las mulas y buscaban la sombra de unas encinas para sentarse.

—Bueno, todo eso que decís es cierto —dijo el presbítero con tono nostálgico—, pero se os escapa algo. Hay matices...

—¿Matices? ¿Qué matices?

Observada por su esposo, una dama a cada lado, doña Violante dio unos pasitos cortos en dirección a la sombra de una encina. Por primera vez en mucho tiempo, don Alfonso reparó en su vientre abultado. Así pues, no cabía duda alguna de que estaba preñada... Un escalofrío le recorrió el espinazo.

—Bueno... —dijo el presbítero.

—¡Hablad! —dijo el rey sin dejar de mirar al grupo de mujeres. Ahora doña Violante se había sentado, y una de las damas la abanicaba.

Don Remondo explicó que no era capricho que la princesa escogida fuera noruega.

—A pesar de que a veces no lo pareciera, vuestra abuela tenía todo muy bien pensado. La unión de Castilla y León, por no hablar de la conquista de Córdoba, por ejemplo, ¿cómo creéis que fue posible? —Se quedó cavilando un rato. Luego agregó: —No sé si sabéis que antes de morir, doña Berenguela puso en marcha el piadoso proyecto de la cruzada africana, que, por otro lado, era una de las ambiciones de vuestro padre. A cambio, el principal interesado, Inocencio IV, le prometió su apoyo en el fecho del Imperio.

—Lo sé.

—Al establecer relaciones con el reino noruego, vuestra abuela esperaba conseguir apoyo militar, en el caso de que tuviese que defender con las armas sus ambiciones imperiales, y asistencia material, especialmente naves para el proyecto. A cambio, el rey noruego obtenía trigo de Castilla a mejor precio del que pagaba a su tradicional proveedor, Inglaterra, y que la alianza con Castilla le facilitase el control sobre la ciudad imperial de Lübeck, que le permitiría el acceso pleno a los cereales del Báltico. Pero todo esto, que es pura política entre los reinos, es lo que menos le importaba a ella. Hay algo mucho más íntimo y personal...

En torno a doña Violante, comenzaron a elevarse murmullos y voces, y las damas corrían nerviosas de un lado a otro en busca de agua. Sin apartar la vista de la escena, don Alfonso hacía esfuerzos por seguir atando cabos con don Remondo. Lo que acababa de decir le había dejado atónito; buscaba en su mente las palabras para seguir preguntando.

—¿Tal vez el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, tenga que ver con esto tan íntimo y personal? —se atrevió a preguntar el rey.

Don Remondo enarcó las cejas.

—No os puedo decir mucho más, es secreto de confesión. Lo que sí que os digo es que ella misma se dio cuenta de que el fecho del Imperio era una causa perdida —dijo el presbítero.

Arqueó la espalda y estiró un brazo para acariciar a uno de los galgos:

—Perdida porque a pesar de que sois descendiente de los duques de Suabia, el heredero de Federico II es Conrado IV de Hohenstaufen —prosiguió—. Además, como sabéis, a pesar de todos esos apoyos iniciales..., porque... ¿sabéis que el Papa se entrevistó con ella en Burgos?

—Sí, lo sé. Me lo dijo la abadesa de las Huelgas.

—Pues a pesar de todos esos apoyos, el Papa acaba de declarar a toda la estirpe de los Staufen como indeseable «raza de víboras»; de ahí que, finalmente, se haya pronunciado a favor de un noble que nada tiene que ver con los Staufen, Guillermo de Holanda. En ésas estamos. Y por si fuera poco, y esto es algo que os concierne directamente a vos, por ahí dicen que Federico II le concedió el ducado de Suabia a vuestro hermano Fadrique. Así que, tenéis a tres por delante, Conrado, Guillermo y, a lo mejor, a vuestro hermano... Lo único que se me ocurre es retomar el asunto de la cruzada de allende. Sin duda es la manera más segura de presentaros ante el papado y Europa como un verdadero emperador... ¡Ay, si vuestra pobre abuela levantara cabeza!

El sol caía en vertical. Con un gesto del brazo, el rey indicó a todos que la cacería había terminado.

—Si levantara cabeza volvería a ser la misma mujer fría y malhumorada de siempre —dijo a continuación—. Yo lo que sí tengo es curiosidad por conocer a la princesa Kristina. Por lo que tengo entendido, no hay criatura más hermosa en esta tierra.

—¿Hermosa? —se asombró don Remondo—. Oh, no lo tengo tan claro... De otro modo, sus padres no la habrían encerrado en una habitación con la excusa de que está enferma.

¿No era hermosa? ¿Encerrada en una habitación? El rey no pudo seguir preguntando, pues, en ese momento, llegaba una de las damas del séquito de doña Violante para comunicarle al rey que su esposa se había desmayado. Entonces, acompañado por el presbítero, el rey galopó hasta la encina bajo la que se resguardaba la reina, que acababa de recobrar el conocimiento. Saltó del caballo e, hincando una rodilla en el suelo, sacó un pañuelo y le limpió el sudor de la frente. Sin dejar de contemplar el pálido rostro, exclamó con gran alborozo.

—Está grávida, ¿verdad? Es eso...

Pero nadie contestó. Al alzar la vista, le sorprendió que ya nadie prestaba atención a doña Violante. Las damas se atusaban los cabellos, o bien se dedicaban a guardar las cosas para ponerse en marcha. Don Remondo, por su parte, arrancaba hojitas de la encina y en su semblante se notaba cierta perturbación.

—¿Está grávida? —insistió don Alfonso zarandeando a una de las damas de compañía.

—Sí, sí, lo está —dijo ésta por fin.

Pero en la voz de esa dama había cierto temblor, una veladura, un timbre extraño que le dejó frío y suspenso.